Seguridad Privada II: Las historias no contadas del terror que impera en Wagner
14.05.2009
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14.05.2009
El primer convocado fue el cajero Américo Pérez. Era el 4 de junio de 2004 y sólo tres días antes un arqueo había detectado un faltante de más de cinco millones de pesos en la bóveda de monedas de la empresa de transporte de valores Wagner S.A. A las 14:30, cuando Pérez cruzaba el patio donde los camiones blindados descargan su contenido, desde el segundo piso lo llamó Gabriel Antonio Misleh Abuhadba, el secretario personal del dueño y ex detective Gabriel Vargas Guerra, quien al año siguiente se haría famoso por su robot busca tesoros: “Arturito”. Misleh inspiraba temor, ya que los trabajadores lo identificaban como el guardaespaldas del jefe y el encargado de hacer “el trabajo sucio”.
Misleh recibió a Pérez en su oficina. No hubo preguntas.
-De inmediato me empezó a gritar insultándome y diciendo que entregara el dinero, que yo sabía dónde estaba. Le dije que no sabía de lo que me estaba hablando, pero él insistía, con groserías y amenazas -declaró Pérez en el tribunal que investigó los hechos.
Al rato ingresó a la oficina Arturo Enrique Araya Ruiz, el jefe de seguridad de la tesorería de Wagner, un ex funcionario de la Policía de Investigaciones (PDI) separado de la institución por dar “POSITIVO” en un control antidroga, según el informe oficial. Eso fue en abril del ‘99. Dos años después llegó a Wagner. Él fue quien descubrió -en uno de los estanques del baño- $50.000 en monedas de quinientos que supuestamente eran parte del dinero que faltaba en el arqueo.
Pérez recuerda que apenas Araya llegó a la oficina, se sumó a la golpiza que le propinaba Misleh, mientras le exigían información sobre los autores del robo. Después de un rato, lo condujeron a la oficina de Vargas. Allí lo dejaron solo y con el aire acondicionado encendido a pesar del frío.
En Wagner, a Vargas Guerra lo llaman el Munra (el villano de la serie animada Thundercats). Aseguran que mantiene pleno control de todo lo que sucede en su empresa.
-Gabriel Vargas siempre logra lo que quiere. Y le da lo mismo cómo hacerlo: es especialista en mover las piezas para llegar por el camino corto a sus objetivos –cuenta uno de sus colaboradores.
Su historia como empresario partió ocho meses después de que en diciembre de 1990 lo pasaran a la lista anual de retiro de la PDI por sacar la peor calificación de la escala: lista 4. Luego de un paso de 10 meses por la fabricación de muebles, creó su primera empresa de seguridad privada: V&S Seguridad Limitada. La sociedad con Sergio Schulz no perduró, pero el negocio lo capturó: en agosto de 1995, Vargas creó las empresas Wagner.
En un área en pleno auge, donde hay US$162 millones al año en ingresos, Wagner es hoy la tercera compañía más importante -después de Brink’s y Prosegur-, y la única con capital 100% nacional.
Vargas formó Wagner Seguridad Ltda. con el 60% de la participación ($12 millones). Al año, su socio –Carlos Salinas- se retiró y él le cedió sus derechos a su hijo Julio Vargas Gaete y a Marcela Murray. Pero siguió teniendo todo el control: se asignó el rol de gerente, a cargo de la administración “con amplias facultades y sin limitación alguna”. Cuatro años más tarde, en marzo de 1999, Gabriel Vargas y su familia se desvincularon de la empresa. En ese momento y según los registros del Poder Judicial, la empresa enfrentaba al menos 22 demandas en los juzgados laborales por despidos injustificados y no pago de imposiciones. Una de las últimas la interpuso la esposa de Vargas: Ana María Jerez.
Pero Vargas Guerra no abandonó el negocio de la seguridad privada. Al día siguiente de la venta de Wagner Seguridad Ltda., su esposa Ana María Jerez, la misma que había interpuesto una de las querellas, constituyó Wagner, Servicios Integrales de Seguridad y Transporte de Valores Ltda. Con un capital de $5.000.000, ella aparece con el 90% de los derechos y responsable de la administración de la sociedad. En enero de 2001, Vargas Guerra recuperó su sitial como socio mayoritario y administrador. Tres meses después patentaron la marca que ocupan hasta hoy.
Los movimientos accionarios siguieron. Porque en octubre de 2002, Vargas Guerra cedió su participación a Ángel López Gutiérrez, quien junto a Trinidad Altamira Torres se convirtieron en los únicos propietarios de Wagner Ltda. Pero Vargas no pensaba renunciar a su empresa. Ese mismo mes creó Wagner Seguridad, Custodia y Transporte de Valores S.A., que –sin serlo- funciona como continuadora de Wagner Ltda. Fue una operación de camuflaje. Así al menos lo estimó la Dirección del Trabajo, la que incluso sancionó a Vargas por simulación de contratación de trabajadores a través de terceros: la venta sólo era una movida para desvincularse de su sindicato. La relación con sus trabajadores volvería a pesarle más tarde. En julio de 2003, por primera vez la prensa lo sacó del anonimato por prácticas antisindicales y amenazas con armas (Ver recuadro).
Por esa misma fecha Wagner Ltda. modificaría su razón social, se mudaría y pasaría a llamarse López y Compañía Ltda. Wagner S.A, en cambio, seguiría apareciendo como propiedad de Vargas, que esta vez se asociaba a su mujer Ana María Jerez y al hijo de ésta, Cristián Alejandro Catalán (protagonista en 2007 de un polémico secuestro hasta hoy no aclarado y que le significó a Vargas una nueva aparición en los medios). De hecho, mantendrían el domicilio que siempre tuvo Wagner Ltda: Ingeniero Budge 867, San Miguel. Y es ahí, al interior del inmueble cerrado por un gran portón metálico azul, cubierto por una enmarañada red de alambres púas, donde Misleh, el secretario personal de Vargas, interrogaba al cajero Américo Pérez ese viernes de junio de 2004.
Américo Pérez vio regresar a Gabriel Misleh. Y con estupor lo observó sacar una guillotina pequeña al tiempo que lo escuchó decir que era para dedos, pero que también servía para “otras cosas… y eso duele”.
Minutos después entró Gonzalo Palacios Herrera, un ex funcionario del Ejército convertido en gerente de seguridad de Wagner, junto al ex PDI Ricardo Figueroa Arancézu, quien llegó a la empresa en marzo de 2001. Según las declaraciones de Pérez, ambos hicieron el “papel del guardia bueno”, aconsejándole que hablara. Pero Pérez siguió respondiendo que no sabía nada.
Le dijeron que habían encontrado un turro de monedas en el baño y que debía ser él quien lo había escondido.
-Hay cámaras de seguridad filmando en todos los lugares, hay que ver las filmaciones –les dijo Pérez.
No le hicieron caso. Ya las habían revisado. A pesar de que había cámaras en todos los rincones de la empresa que vigilaban rigurosamente los movimientos de los empleados, en las cintas no había pruebas.
Lo siguieron golpeando mientras le decían que le cargarían dinero y lo acusarían de robo. Cuatro horas después, Vargas Guerra llegó a la oficina. De inmediato se sumó al tratamiento. Según el testimonio de Pérez, Vargas le pegó y le dijo que tomara un cuchillo, mientras le apuntaba con una pistola. Pérez no lo tomó. Estaba asustado. Lo único que quería era salir de allí. Una y otra vez le pidieron nombres. Finalmente los dio. Al azar.
Uno a uno empezaron a subir los otros cajeros, quienes reciben y cuentan los dineros que se traslada. Antes los habían parado frente a una cámara para que Pérez viera la imagen desde la oficina de control y reconociera a los supuestos involucrados en el robo. Miguel Ángel Soto estaba entre ellos.
Todos negaron su participación, pero diez de ellos firmaron su renuncia. Porque los obligaron a hacerlo, porque tenían miedo, para evitar problemas, dirían después.
Soto también renunció, pero declaró haber sido golpeado. Pérez lo ratificó y dijo que mientras lo obligaban a involucrarlo, Vargas le pegaba y lo amenazaba. Soto firmó su “renuncia voluntaria” para defender a su padre, quien aún es mecánico en la empresa y que el año pasado se vio involucrado en la alteración de patentes de los camiones de la empresa para eludir pagos y embargos. Pero esa es otra historia. Ese 4 de junio de 2004, Soto firmó su renuncia y se fue.
Américo Pérez creyó que todo acabaría. Pero no. Hubo nuevos golpes. Ahora le preguntaron por vigilantes involucrados. Misleh sacó su pistola y apuntándole al cuello le dijo: “Te voy a matar si no hablas”. Así lo recordó Pérez en el tribunal.
El vigilante Walter Aguilera cuidaba desde las 8:30 los accesos de la empresa y doce horas más tarde estaba a punto de terminar su turno. Había escuchado gritos, combos, golpes contra el muro y llantos. Observó cómo Américo Pérez subió al segundo piso pasado el mediodía y todavía no lo veía bajar. Vio también a los cajeros subir uno tras otro y luego los vio salir, asustados.
La tensión fue creciendo. No pudo evitar comentar lo que pasaba. Y ello, a pesar de que desde que ingresó a Wagner –dice- vio y vivió en silencio situaciones incómodas. Desde obligarlo a estar armado cuando aún no contaba con el permiso, hasta los insultos de sus superiores. Y un asunto que lo tenía más que inquieto: la orden que llegaba sin aviso a las 2 ó 3 de la mañana para que fuera en camionetas de la empresa a buscar paquetes a La Legua.
Eso último le ocurrió al menos cuatro veces, relata Aguilera. Y recuerda que mientras esperaba en el vehículo, un compañero se bajaba a buscar unos bultos sellados de entre dos y tres kilos cuyo contenido nunca conoció. Su trabajo consistía en recibir los paquetes, no en revisarlos. Luego emprendían el regreso a la empresa en completo silencio. Aguilera dice que iban por orden directa de Gabriel Vargas.
Tenía claro que estaban prohibidos las preguntas y los comentarios. Pero el 4 de junio de 2004, después de escuchar la golpiza en el segundo piso, Aguilera quebró esa regla. Y le pasaron la cuenta.
Cuando llegó al segundo piso, Aguilera vio a Misleh, Araya, Vargas “y otros que entraban y salían”. Y divisó a los cajeros Américo Pérez y Christopher Marfull, en una pequeña sala al lado de la oficina de Vargas. A Marfull lo habían llamado poco antes de las 16: 30, antes de que terminara su jornada. Pedía pruebas de las acusaciones.
-¿Quieres pruebas? Estas son las pruebas –le dijeron mientras lo abofeteaban, según recordó más tarde en el Tribunal.
-Yo les exigía que me exhibieran los videos (…), pero ellos me decían que eran “ratis” y que no les costaba nada inventar pruebas para “cargarnos”. No sólo me amenazaban para que hablara, sino que también decían que mi familia sufriría la misma suerte mía –declaró Marfull, quien ya llevaba casi cuatro horas de interrogatorio cuando subió el vigilante Aguilera.
Antes de empezar el interrogatorio, a Aguilera le sacaron la chaqueta y los anteojos. El arma ya se la habían quitado. Le dijeron que él conocía a Américo Pérez desde que ambos trabajaban en Brink’s, así que él debía ser el guardia que lo dejaba salir con monedas en sus calcetines. Rechazó las acusaciones.
Misleh sacó su pistola, una Glock calibre 40 que según el registro de control de armas estaba debidamente inscrita, y le apuntó a la cabeza. El cañón quedó a centímetros de su frente.
Misleh declararía después que guardaba el arma en su casa, que nunca la había llevado a la oficina. Pero Aguilera cuenta que en varias oportunidades lo vio pavoneándose con su pistola. Otros trabajadores lo ratificaron: pasaba la bala y le apuntaba a la gente jugando como niño. Pero ese 4 de junio Misleh no jugaba.
Walter Aguilera cuenta que Misleh lo amenazó con matarlo si no hablaba. Que conocía a su mujer y a sus hijos. Pedro López, actual presidente del sindicato de Wagner S.A., asegura que van a la casa de cada empleado para certificar que efectivamente es su domicilio y además hablan con vecinos y familiares para saber detalles de sus vidas. En el caso de Aguilera, el que verificó sus datos fue Arturo Araya, uno de sus interrogadores. Su temor se acrecentó.
El ambiente se calmó por unos segundos. La puerta se abrió y Misleh y Vargas salieron. Aguilera permaneció en la pequeña sala junto a los dos cajeros, custodiados por Palacios y Figueroa. Escucharon que Vargas y Misleh habían ido a comer.
El vigilante estaba de pie con sus botas negras, las mismas que usan los militares. En una de ellas escondía su celular, ya que tienen prohibido ingresar a la empresa con un teléfono móvil. Y esa vez le sirvió: en un momento de descuido de sus celadores, lo sacó y lo puso en su nuca. La llamada a su mujer fue tan corta como alarmante:
-¿Me escuchas? Están torturando en Ingeniero Budge. Llama a Carabineros -le dijo.
Poco después regresaron Misleh y Vargas. Cuando parecía que pretendían continuar con el “tratamiento”, irrumpió personal de Carabineros. Eran las 23:00.
Los uniformados pidieron ver a Aguilera. Gonzalo Palacios abrió el portón. Dijo que no podía dejarlo salir, que su turno terminaba en media hora. Pero su mujer, que estaba con los carabineros, dijo que mentía, que su jornada había finalizado hacía más de dos horas. Lo soltaron.
Una vez afuera, Aguilera bregó ante los policías para que también reclamaran la salida de Pérez y Marfull. Palacios dijo que no se preocuparan, que los llevarían en autos de la empresa a sus hogares. Los carabineros entraron a buscarlos. Según el parte policial, los dos cajeros “se notaban nerviosos y asustados”.
Al salir, y frente a Palacios, dijeron a la policía que nada había pasado. Pero en el camino al Hospital Barros Luco, donde constataron lesiones, lo contaron todo. Incluso la amenaza final: “cargarlos con robos” si hablaban de lo sucedido.
El certificado de Pérez informa de “erosión malar derecha, sin signos externos de lesiones torácicas y ansiedad reactiva” (aunque el día 11 le harían otro examen y le detectarían una lesión en el hemitórax izquierdo, “explicable por acción con elemento contundente”). A Marfull le diagnosticaron un “hematoma malar derecha traumática” y Aguilera no tenía “signos externos de lesiones”.
Los tres hombres presentaron la denuncia y quedaron citados en el 1º Juzgado del Crimen de San Miguel para ratificarla. Sería por amenazas, lesiones y secuestro.
El 9 de junio de 2004, ambas partes se declararon la guerra: al mismo tiempo que Pérez y Aguilera presentaron una querella, Vargas los demandó por apropiación indebida y asociación ilícita. La única prueba que entregó fue la confesión que Pérez le firmó en medio de la golpiza. Más de un año duraría el proceso, con declaraciones contradictorias, careos y amenazas en el mismo tribunal.
Antes de que en el segundo semestre de 2005 los medios y la opinión pública fueran seducidos por el supuesto descubrimiento de un tesoro pirata de 800 toneladas detectado por “Arturito”, el robot de Wagner, en el archipiélago de Juan Fernández, la investigación de ambos procesos avanzaba favorablemente para Aguilera, Pérez y Marfull.
El 30 de julio de 2004, el primer informe de la Bridec no logró acreditar la veracidad de la denuncia de Pérez y Aguilera. La policía había intentado interrogarlos para cotejar datos, pero no fueron ubicados en sus domicilios. Lo mismo ocurrió con Marfull. Después, sería la oficina de Derechos Humanos de la Corporación de Asistencia Judicial (CAJ), donde uno de sus abogados tomó el caso, la que entregaría la explicación de por qué ninguno respondió a las citaciones de la PDI. Simplemente temor: los tres sabían que en Wagner tanto el dueño como varios de sus jefes eran ex funcionarios de Investigaciones. Las diligencias continuaron.
En agosto de 2004 hubo una ronda de declaraciones. Ante el tribunal desfilaron Vargas, Misleh, Araya, Figueroa, Palacios y el ex funcionario del Ejército y supervisor de guardias de Wagner, Juan Enrique Palavecino. Y comenzaron las incongruencias: Araya dijo haber encontrado las bolsas con monedas al mediodía del 4 de junio, pero la denuncia hecha por Vargas decía que las monedas habían aparecido tres días antes. Misleh dijo que estuvo todo ese día preocupado por su madre internada en el hospital. Palacios dijo no haber visto nada y, al igual que Misleh, aseguró no haber participado en el “tratamiento”. Pero Palavecino declaró haber visto a Misleh interrogando a Aguilera y también a Pérez y Marfull junto a Arturo Araya y Gonzalo Palacios.
Vargas dijo que al salir de su empresa a las 23:00, se encontró con un carro de Carabineros. Que les preguntó qué sucedía. Que le dijeron que había unas personas secuestradas al interior. Y afirmó que fue él quien invitó a los policías a pasar.
Pero en el parte policial figura que los carabineros sólo hablaron con Palacios.
El segundo informe policial de fines de agosto, incluyó además las versiones de Pérez, Marfull, Soto, Aguilera y la esposa de este último y estableció la veracidad de la denuncia. También concluyó que se aprecia responsabilidad de todos los imputados en los delitos de amenazas, lesiones y secuestro.
Mientras que los primeros dos informes policiales investigaban la acusación de Aguilera y Pérez (en noviembre Marfull se unió a la denuncia), en octubre de 2004 salió un tercero referido al supuesto hurto de platas en Wagner. Se había intentado dilucidar cómo se realizó la investigación interna de la que hablaba Vargas, las pruebas para acusar de robo a determinadas personas y cómo las obtuvieron. Pero Araya, Misleh y Palacios no declararon. Sí lo hicieron todos los cajeros inculpados.
La investigación concluyó que si bien Wagner detectó el faltante de los $5.222.000, no se pudo determinar la responsabilidad de los imputados debido a “lo poco consistentes” de las acusaciones, “por cuanto se basan sólo en algunas supuestas confesiones escritas obtenidas por el área de seguridad de la empresa, (…) no existiendo otros medios de prueba que resulten más irrefutables para determinar su responsabilidad en la sustracción de dichos dineros”.
Se suponía que el careo entre las partes el 19 de enero de 2005 sería un procedimiento tranquilo. Pero al encontrarse en el 1º Juzgado del Crimen de San Miguel, el dueño de Wagner, Gabriel Vargas, ya no habló de un robo de $ 5 millones, sino que de $20 millones. Y su jefe de seguridad dijo haber encontrado $120 mil en monedas en un baño y no $50.000. En la sala de espera se desarrollaba otra historia.
Mientras Aguilera esperaba su turno para declarar, las amenazas seguían. Al punto que Consuelo León, la abogada de la CAJ, dejó un manuscrito en el tribunal: “mientras mi patrocinado Walter Aguilera esperaba cumplir con las diligencias del careo, los inculpados lo amenazaron en reiteradas oportunidades, lo cual importa agravar los hechos que US. investiga, que desde ya son gravísimos por los bienes jurídicos lesionados”.
Un mes después Wagner presentó varios testigos que dijeron no haber visto nada extraño el día de los hechos. Y Vanessa Mac-Dowell, la secretaria de Vargas, afirmó que su jefe no se había aparecido por la oficina ese día. Más tarde ella se convertiría en otro gran problema para el dueño de la empresa de seguridad.
En abril de 2005 se sometió a proceso por el delito de amenazas a Araya, Figueroa, Vargas, Misleh y Palacios. Los ex trabajadores de Wagner habían ganado la primera batalla. En junio su defensa la asumió la abogada de la CAJ Lily Torrejón. Y lo primero que debió enfrentar fue la apelación hecha por Fernando Uribe-Etxeverría, el abogado del dueño de Wagner y sus empleados de confianza.
La abogada Torrejón relató a CIPER que en los meses siguientes, Uribe-Etxeverría la llamó varias veces e incluso la visitó en la CAJ buscando un arreglo. Ella no lo aceptó. Quería ampliar el auto de procesamiento a secuestro. Más de dos meses estuvo la causa en tabla. Torrejón tenía su minuta lista, pero el alegato se pospuso una y otra vez. En esos momentos, cuenta Torrejón, el dueño de Wagner decía estar recibiendo ofertas desde el extranjero por “Arturito”, y un procesamiento por amenazas y secuestro afectaba su imagen. El abogado de Vargas reiteró el ofrecimiento de un acuerdo económico. Y se lo aceptaron.
¿Por qué lo hicieron? Aguilera cuenta que Marfull ya se había desentendido del proceso debido a que las amenazas a su familia continuaron al punto que su padre le dijo que tenían miedo y que se cambiarían de domicilio. Pérez no tenía trabajo y Wagner le ofreció $500.000 a cambio de su desistimiento. Aguilera estaba convencido de que el monto era irrisorio, pero evaluó la situación. La abogada les dijo que hicieran lo que creían conveniente.
Torrejón le comunicó a su contraparte la respuesta de sus representados: una compensación por cerca de $100 millones. Uribe-Etxeverría rió. Finalmente, fueron $6 millones para los tres.
El 14 de noviembre de 2005, la abogada Lily Torrejón llegó con sus defendidos al juzgado. Al entrar se encontraron con un grupo de hombres grandes “con pinta de matones”, cuenta Aguilera. “¿Dónde me vine a meter?”, recuerda la abogada Torrejón que se preguntó al ver a los hombres y divisar al fondo a Vargas, observando. El abogado de Vargas entregó el dinero. Aguilera lo contó, lo repartió, firmaron y entregaron en el tribunal el documento en el que ambas partes se desisten.
Un mes más tarde, el juzgado revocó “por ahora” el procesamiento por amenazas. La causa llegaba a su fin, pero no los problemas para Wagner.
Para mayo de 2006, el encargado de seguridad interna Gabriel Misleh ya había sido despedido por un asunto con varias versiones oscuras. En su reemplazo llegó Nelson Riquelme, a quien llaman El Rottweiler. Según el ex presidente del sindicato, Juan Correa, él estaría involucrado en dos golpizas más a vigilantes por supuestos robos de dineros: Sebastián Anabalón y Carlos Hidalgo. Ese mismo mes, Vanessa Mac-Dowell, la secretaria de Vargas, la mujer que tenía acceso a las bóvedas, guardaba las llaves de la caja fuerte y cargaba a veces con millones de pesos de la empresa en su cartera, también fue despedida.
Su salida abriría para Wagner un nuevo flanco. Mac-Dowell hizo una denuncia en el 2º Juzgado del Trabajo de San Miguel por despido injustificado, una de las 11 causas en juzgados laborales que registra la última razón social de Wagner. El segundo semestre de 2005 y el primero de 2006 la empresa apareció en la nómina de compañías sancionadas por prácticas antisindicales por la Dirección del Trabajo. Sus multas serían las más altas de las listas: 150 UTM.
A Mac-Dowell le ofrecieron volver a Wagner. Ella lo rechazó y pidió protección policial: había recibido un llamado con amenazas de muerte para ella y sus hijas. La amenaza fue justo en los momentos en que una denuncia llevó al OS-9 de Carabineros a descubrir que los camiones de Wagner circulaban con sus patentes alteradas, evitando el pago del Tag y el embargo judicial decretado para su flota.
El 26 de agosto del año pasado, Carabineros llegó hasta la playa de camiones de Wagner para incautar nueve vehículos que circulaban por las calles con sus patentes alteradas o cambiadas. En los registros de las autopistas aparecen distintos camiones de la empresa con la misma placa cruzando los pórticos. Incluso cambiaron la inscripción que por ley deben tener en el techo. El padre de Miguel Ángel Soto, uno de los cajeros golpeado el 4 de junio de 2004, sería uno de los responsables del montaje ordenado -según los trabajadores de la empresa- por Gabriel Vargas.
De los 9 camiones incautados, dos correspondían a los que habían sido embargados en la causa de Mac-Dowell. Todas las patentes tenían la revisión técnica al día, pero ninguna correspondía al vehículo al que aparecen registradas. Y los originales aún no aparecen.
Vargas intentó detener la crisis y le pagó $9.000.000 a Mac-Dowell. Pero su ex secretaria le reclama aún otros $7 millones y anuncia que pedirá nuevamente un embargo de camiones.
En febrero de 2009, el hasta entonces presidente del sindicato, Juan Correa, renunció. Como ocurre con todos los postulantes a ese cargo, él había sido nominado por Vargas. «No sé en qué estaba pensando cuando me nominó», dice. Cuando CIPER habló con él, habían pasado tres meses desde que lo habían relegado desde su rol de vigilante en las rutas al cuidado del portón. Fue la respuesta a la denuncia que hizo ante la Inspección del Trabajo por el despido de trabajadores en septiembre pasado.
Correa dice que desde entonces le prohibieron el libre desplazamiento por la empresa, dejaron de pagarle las horas extra y lo cambiaron constantemente de horarios. En diciembre pasado, Manuel Salinas, el socio de Vargas en sus empresas de tecnología, le pasó una hoja con su renuncia voluntaria para que la firmara. Le dijo que le correspondía más plata, pero que sólo le pagarían $2.000.000. “Eso es lo que te ofrece Gabriel”, le dijo.
-Le pregunté por el fuero sindical, pero me dijo que tenía que renunciar a él. Esa era la oferta. Si no, me iba a quedar parado todo el día en el portón: abriéndolo y cerrándolo. Es una burla, una forma de denigrarme. Le dije que no –cuenta.
En la Dirección del Trabajo siguen con la mira puesta en la empresa por nuevas denuncias. Y en la Fiscalía Sur aún se investiga la responsabilidad del ex detective Gabriel Vargas Guerra en la alteración de las patentes de los camiones de Wagner. Hay nuevas pistas y una de ellas podría abrir un nuevo flanco para Wagner, ya que entrega respuestas sobre las misteriosas bolsas que Vargas enviaba en la madrugada a buscar a La Legua. En Ingeniero Budge, en San Miguel, sigue imperando el terror. Pero esta vez el miedo toca a la puerta de la oficina de Gabriel Vargas.
Gabriel Vargas fue acusado por la Dirección del Trabajo de ceder el control de la empresa Wagner, Servicios Integrales de Seguridad y Transporte de Valores Ltda. para desentenderse del sindicato formado poco antes por Erwin Puyado Santibáñez, Elson Zurita Mesina y Joaquín Ramírez Konig. El cambio en la sociedad se produjo justo después de que el sindicato le presentara un proyecto de contrato colectivo. Ramírez asegura que cuando Vargas lo recibió, “dijo que no contestaba hueás”.
En diciembre de 2002, la Inspección del Trabajo lo multaría por no dar respuesta al proyecto y no informar acerca del mismo a los demás trabajadores. Además, Ramírez dice que Ángel López, el nuevo dueño de Wagner Ltda., era un trabajador de la empresa y que ni él ni Trinidad Altamira tenían plata para comprar la compañía, que el traspaso fue una forma de desligarse del sindicato.
La Dirección del Trabajo también lo multaría por ello. La causa: simulación.
-López y Altamira sólo eran unos palos blancos. Él siguió trabajando en la empresa después de que le pasaron la otra compañía. Arrendaron una oficina en Agustinas donde sólo había una secretaria que nos pagaba el sueldo cuando nos desligaron de la empresa. Como la Inspección del Trabajo los obligó a restituirnos, lo hicieron, pero nos alejaron de nuestras funciones. Estuvimos como 6 meses en la calle. Y oficialmente, aún somos sus empleados –dice Ramírez.
Ramírez cuenta que cada vez que iban a cobrar, tenían que ir junto a la secretaria hasta Ingeniero Budge a buscar el cheque. Ella entraba y los tres dirigentes sindicales esperaban afuera. Ahí se los entregaba. Al tiempo dejaron de pagarles y ellos dejaron de cobrar. Después, según dice Ramírez, sólo había una persona en la oficina del centro. “Lo contrataron sólo para decir que no había nadie”, asegura.
En un reportaje de La Nación de julio de 2003, los tres trabajadores acusaron a la empresa de amenazas de muerte con armas.
-Desde que se creó este sindicato, al cual representamos, somos víctimas de constantes presiones. A nosotros y a nuestras familias nos han amenazado de muerte. Nos han apuntado con armas de fuego en las afueras de la empresa. Tienen un matón que se luce en la vía pública con una pistola calibre 45, que es considerada un arma de guerrilla urbana. Nos han amenazado con dispararnos. Esta es la película de todos los días –declaró Puyado al periodista.
Ramírez cuenta que una noche, afuera de la empresa, los acorralaron entre 9 hombres. Todos estaban armados. Les decían que se fueran a trabajar a otro lado, que sabían donde vivían y les mandarían matones de La Legua, que violarían a sus mujeres y a sus hijas. Dice que Vargas y Misleh eran quienes comandaban el grupo, que más tarde pusieron denuncia en Carabineros y que al ir al 1° Juzgado del Crimen de San Miguel a ratificar la denuncia, les dijeron que necesitaban un abogado. Pero no tenían dinero para pagarlo, así que todo quedó en nada.
A esa altura, la empresa ya tenía al menos 10 demandas en los juzgados laborales por despidos injustificados, cobros de imposiciones y otros motivos como prácticas contra el sindicato. Ramírez cuenta que entre las denuncias hechas ante la Inspección del Trabajo y en Juzgados Laborales, debieron haber hecho unas 22. Y que todas fueron favorables a ellos.
También cuenta que hicieron denuncias ante la Dirección de Seguridad Privada de Carabineros, el OS-10. Fue por los accesos a la empresa: no contaban con búnker de atención al público, sino que el mismo portón por donde entraban los camiones se usaba para el ingreso de las personas. También porque los camiones no estaban blindados. Varias fuentes aseguran que, mientras Brink’s y Prosegur compran camiones blindados –que cuestan alrededor de US$100.000 cada uno-, en Wagner los blindan en la misma empresa. Que les ponen un armazón que fácilmente puede ser atravesado por una bala calibre 22. Algunos incluso aseguran que Vargas compró en esos años una flota de camiones comunes y corrientes a una empresa de transporte de productos del mar. “Desde el mar a su mesa”, dicen que se leía en sus costados.
Vea además:
Seguridad privada I: El millonario negocio de explotar el miedo
Zona Multimedia:
Cronología: Historias de terror que impera en Wagner
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