COLUMNA DE OPINIÓN
Contagio, Confinamiento y Control: tres cosas que nos recuerda la historia de la medicina
01.04.2020
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COLUMNA DE OPINIÓN
01.04.2020
No sabemos cuánto daño nos causará el coronavirus, pero sí sabemos cómo se ha comportado la sociedad frente a otras epidemias. Y esto resulta relevante hoy pues esas reacciones pueden causar tanto sufrimiento y muerte como la enfermedad misma. En esta columna el autor examina la historia de tres enfermedades cuya expansión fue atribuida a “grupos socialmente desviados”, explicación que ocultaba las condiciones materiales que propagaban la enfermedad. Por esa vía, nos advierte el autor, la medicina se puede transformar en una fuerza moralizante.
Vivimos una epidemia. La mitad del país se encuentra en negación, mientras la otra está encerrada en casa porque su vida depende de eso. Esto ocurre en un escenario de desconfianza hacia los gobernantes y escepticismo hacia la ciencia, pero también la ausencia de un recuerdo nítido de las ‘pestes’ del pasado y cómo éstas nos afectaron y fueron manejadas.
Además de los riesgos que conlleva para la salud física, una epidemia pone también de manifiesto la forma en que nos organizamos como sociedad y las estructuras a través de las cuales nos relacionamos. Es así como a menudo las personas más afectadas son aquéllas que pertenecen a los grupos denominados ‘vulnerables’. En tanto se activan los distintos dispositivos epidemiológicos y alertas sanitarias, es indispensable revisar las lecciones que el pasado parece estar recordándonos a gritos sobre el manejo sociopolítico del contagio durante la historia.
A través de una recapitulación de tres de los casos más prominentes en la historia de la medicina contemporánea -la gripe ‘española’, la tuberculosis y el síndrome de inmunodeficiencia adquirida– este artículo persigue un único objetivo: el de no olvidar.
Una de las epidemias más devastadoras de la era contemporánea, y una de las más documentadas, es la gripe denominada ‘española’ (1918-1919). Probablemente originaria de los Estados Unidos, miles de soldados fueron, primero, movilizados a lo largo del país y, luego, enviados al otro lado del Atlántico, lo que habría hecho que se propagara al ritmo que avanza un incendio descontrolado. Su nombre deriva del hecho de que España, al permanecer neutral durante la Primera Guerra Mundial, presentó comparativamente muchos casos de contagio dentro de su territorio, y por ende mucha cobertura mediática, lo que llevó a asociarla con ese país.
En total se estima que las distintas oleadas de la grippe cobraron unos 15 millones de víctimas fatales (los reportes varían) de todos los rincones del mundo. En un reporte publicado en Science el 30 de mayo de 1919, George Soper escribió: “Inundaciones, hambrunas, terremotos y erupciones volcánicas han dejado sin excepción huellas demasiado terribles como para entenderlas, pero aún así nunca había habido una catástrofe a la vez tan repentina, tan devastadora y tan universal”. El reporte fue escrito sin saber si la gripe azotaría el mundo de la misma forma otra vez.
En Chile el impacto de la influenza española fue tal que puso en cuestión la efectividad de los métodos de la medicina científica, que aún estaban en vías de legitimación. Se contaron más de 36.000 vidas perdidas (1918-1921). Si bien este evento dio lugar a una cultura sanitaria que en los años ’20 se conocería como medicina preventiva – el Servicio Nacional de Salud sólo se creó en los años ’50- una constante en el análisis del problema fueron las acusaciones que responsabilizaron directamente a ciertos grupos por la epidemia.
Ante esa actitud, los hospitales y ‘casas de aislamiento’ despertaron más resquemor que observancia; la gente temía tanto a las inspecciones sanitarias como a la hospitalización. La comunidad científica hablaba de una indiferencia generalizada en la población, subrayando que la gente no lograba darse cuenta de los riesgos a los que se exponía. Sin embargo, el cuidarse durante una gripe implicaba una capacidad económica de permitirse no ir a trabajar, quedarse en casa y disponer de alguien que proporcionara cuidados. Para muchos trabajadores, esto simplemente no era posible, lo cual representa un importante paralelo con la situación actual.
Otra similitud es la rapidez con que comentaristas y analistas comienzan a culpabilizar a alguien. La gripe española en particular era considerada una enfermedad de hacinamientos, por lo que los grupos más afectados –tanto por la gripe como por la culpabilidad– eran los de sectores más desprovistos.
Junto con inculcar medidas de higiene, se sumaron también el control de sus formas de vida, de sus costumbres y de sus ritos, lo que iría a transformar a la medicina, y por extensión a la salud pública, en una fuerza moralizante. Asimismo, gran parte de la culpa fue puesta en las autoridades gubernamentales, acusando su limitada capacidad ejecutiva y su ineficacia en brindar una infraestructura idónea a la magnitud de un problema que se multiplicaba día tras día. Por comparación, y más allá de las fronteras geográficas, podemos decir que aún a cien años de ese evento, la reacción de los gobiernos ante las epidemias es un blanco previsible de críticas, cuya respuesta seguirá pareciendo demasiado tardía, demasiado lenta y demasiado insuficiente.
A escala internacional, si en Chile el ingreso del germen de la influenza española fue atribuido a la Argentina, recientemente el Presidente Trump se ha referido al covid-19 como el ‘virus extranjero’ o ‘virus chino’.
Además de subrayar las notas xenofóbicas del discurso –parte de una larga historia de culpar a otros países por las epidemias– los comentaristas han señalado además que la narrativa de culpa contra China es, en definitiva, lo único que Trump puede ofrecer en esta crisis.
Otro problema similar se registró en 2014 durante la organización de la ayuda humanitaria[1] y la investigación sobre el virus del Ébola, en Guinea, que devino en una obsesión con tintes colonialistas por trazar el ‘paciente cero’, con la siguiente culpabilización de los habitantes locales; la iniciativa encontró distintas formas de resistencia, a veces violenta, a las intervenciones de salud. La estigmatización se arraigó aún más al poner la cultura como base de la explicación del Ébola, como una enfermedad de ‘la gente del bosque’ cuyas prácticas y ritos colisionaban con la visión de las religiones dominantes, cristiana e islam, tal como había ocurrido durante la epidemia de VIH/SIDA en África.
Si bien las explicaciones culturalistas y los discursos de culpabilidad son una tentación latente, éstas tienden a ocultar las condiciones materiales y estructurales de la enfermedad que subyacen en la provisión de cuidados para la salud.
La tisis -o tuberculosis pulmonar, como pasó a llamarse más tarde- no fue una epidemia como tal, pues su contagio era continuo, lo que le hacía más difícil su prevención. No obstante, es un caso de gran potencial ilustrativo en cuando a las ‘enfermedades sociales’.
Propiciada por el auge de la vida urbana sin condiciones de vivienda y sanitización, la tuberculosis comenzó a ser un problema mayúsculo a partir de la segunda mitad del siglo XIX. En tanto avanzaba el siglo XX, se hacía más plausible la idea de que el bacilo en sí mismo no era la ‘causa’ de la tuberculosis, ya que mientras la mayoría de los pobladores de ciertas áreas podían estar contagiados, o al menos expuestos, sólo algunos desarrollaban la enfermedad.
Además de la exposición al bacilo, cobraron importancia las condiciones de la vivienda, en especial el hacinamiento, el estado nutricional y emocional, y los hábitos personales. La enfermedad fue asociada muy en particular con el consumo de alcohol y las enfermedades venéreas.
Este proceso de definición de la enfermedad como desviación social fue dirigido por lo que en Chile se ha llamado ‘élite antituberculosa’, que comprende la década de 1910 y siguientes. A la tuberculosis se atribuyó entonces un doble origen, uno médico y uno social; las soluciones para hacer frente a la propagación se concentrarían también en dos grupos, uno médico y otro social. Aquí, una serie de actores, entre ellos enfermeras y visitadoras sociales, comienzan a adoptar roles punitivos inusuales, similares a los de un agente de vigilancia o policía.
Así, las poblaciones, las penitenciarías y otros lugares de precariedad comenzaron a representarse como áreas de generación y propagación de pestilencias y mareas infecciosas mortales, con el alarmante riesgo de que alcanzaran las capas más altas de la sociedad. Encima de esto, circulaba la preocupación de que, en los eventos médicos internacionales, las estadísticas de una enfermedad como la tuberculosis podían constituir una deshonra y degenerar la imagen de la ‘cultura general de la nación’.
Ante el control irrestricto, los enfermos se rebelaban contra de la autoridad del médico y abandonaban el tratamiento.
Como resultado, además de la terapia antibiótica, la política sanitaria apuntó al aislamiento involuntario en sanatorios y hospitales de tuberculosos graves, que en la década del ’30 apuntaba a disponer de más de 1.400 camas a lo largo del país y a administrar la vacuna BCG (bacilo de Calmette y Guérin). Pero los problemas con la vacuna en Europa en esa misma década hicieron que se suspendiera este plan, lo que intensificó el control social sobre los grupos estigmatizados.
La guerra contra la tuberculosis se transformaría así en una guerra moral, en que el aislamiento forzado se asemejaba a la reclusión –y la asistencia, a la coerción– algo que aún distaba de ser una guerra contra la pobreza. Para muchos, el alcohol era más que un producto recreativo; era una fuente de calorías, aunque no de otros nutrientes.
Durante la década de 1940, hasta la introducción de la vacuna BCG en el programa de inmunización, en 1949, la tuberculosis fue la principal causa de muerte en adultos en Chile. La vacuna, junto a un programa de higiene, redujo los decesos de 250 a 50 por cada cien mil habitantes. Más allá de este resultado -por cierto, meritorio- de la campaña médica, este caso muestra que los problemas de salud pública a menudo representan tensiones que pueden derivar en algún tipo de ‘reforma social’ basada en la coerción desmedida en nombre de la salubridad. Con ello, estas tensiones ponen en evidencia que la disponibilidad de terapias clínicas no siempre lleva a un desenlace fluido en las crisis epidemiológicas.
La vacuna mRNA-1273 parecía hasta hace poco no estar en los planes más inmediatos hasta que los ensayos clínicos fueron aceptados durante la expansión mundial del Covid-19. La experimentación avanza rápidamente, a pesar de que la recomendación de los observatorios especializados era no comenzar sin los debidos resguardos éticos. Y no sin razón. La industria farmacéutica[2] presiona para que la vacuna se empiece a utilizar directamente en humanos sin control previo en modelos animales, pero los IRBs (Institutional Review Boards, comités de ética científica) temen que, una vez iniciada la administración en la población, deje de controlarse el efecto en laboratorio.
Alteraciones al procedimiento de aprobación han ocurrido en la historia de las epidemias. Por ejemplo, durante la pandemia de VIH/SIDA a fines de los años ’80, cuando ante la posibilidad de distribuir AZT (Azidotimidina, un fármaco antirretroviral no aprobado en ese entonces) las presiones vinieron incluso desde los movimientos sociales de pacientes afectados, lo que desembocó en un bypass a los mecanismos definidos por los comités de ética para los ensayos clínicos (conocido como ‘vía paralela’).
Sorpresivamente, los resultados mostrarían que la medida fue apropiada y necesaria; y se confrontó el rigor científico a la urgencia. Pero administrar una droga sin aprobación a un grupo que sufre una enfermedad terminal es una cosa; y administrar una vacuna sin aprobar a prácticamente toda la población sana, sin conocer sus efectos adversos o siquiera su efectividad en crear anticuerpos, es otra. Los riesgos podrían no compensar los posibles beneficios en caso de saltarse el curso normal de los ensayos clínicos; como sostiene el profesor canadiense de ética científica Jonathan Kimmelman, “Los brotes epidémicos y las emergencias nacionales a menudo generan presiones para suspender derechos, estándares y/o reglas habituales de comportamiento ético. Con frecuencia, al mirar en retrospectiva la decisión de llegar a ese punto nos parece insensata”.
Todo apunta a que el manejo de la epidemia de VIH/SIDA no parece ser aplicable a la crisis actual y que no nos queda más que ser pacientes y adaptar nuestro estilo de vida en el intertanto. Las presiones, no obstante, han llevado a forzar las reglas del juego. Al momento de la redacción de este artículo, distintas versiones de la vacuna se han comenzado a probar en voluntarios en varios países, (por ejemplo en China, Estados Unidos e Israel) quienes deberán ser controlados rigurosamente durante al menos seis meses en especial en cuanto a la dosis necesaria y la inocuidad del compuesto.
Mientras tanto, en medio de la pandemia la Organización Mundial de la Salud ha comenzado un ensayo clínico sin precedentes (denominado Solidarity) usando antivirales preexistentes aprobados para otras enfermedades, que se cree podrían ayudar a tratar a las personas contagiadas con el covid-19, o aún usarse de manera profiláctica en el personal de salud y otras personas de alto riesgo. Además de sugerir una alternativa terapéutica, este caso puede ilustrar aún más el dilema de la urgencia versus el rigor científico.
Muchas lecciones se aprenden en retrospectiva. Mientras las estrategias de salud pública se esfuerzan en la detención del contagio y en la protección de grupos de mayor riesgo, el alcance sociopolítico de las intervenciones puede llegar a ser controversial si no se diseñan e implementan con el debido juicio. Estos tres ejemplos de la historia contemporánea de la medicina nos pueden servir para no olvidar estar dimensión. Los discursos de culpabilización y de focalización en el otro pueden no prestar atención a los asuntos importantes, a menudo con cierta intencionalidad política, o bien, respondiendo a una tentación aparentemente inocua de etiquetar a la cultura como causante de las epidemias.
Asimismo, si bien las terapias médicas suelen ser bastante similares en las epidemias, las estrategias de control social no se distribuyen de manera homogénea en los distintos grupos sociales, donde la estigmatización de grupos en desventaja puede lograr como reacción tanto la resistencia a las medidas sanitarias, como el abandono de las medidas recomendadas o incluso la pérdida de credibilidad de un interés profesional genuino por el cuidado de la salud.
Por último, las emergencias a veces imponen presiones adicionales que pueden hacer suspender ciertos derechos –como el derecho a terapias seguras– sin justificación moral. En la ansiedad por ganar una carrera contra el contagio, podríamos estar rompiendo las reglas.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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Hasta el momento, CIPER/Académico recibe aportes de cuatro centros de estudios: el Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (COES), el Centro de Estudios Interculturales e Indígenas (CIIR), el Instituto Milenio Fundamentos de los Datos (IMFD) y el Observatorio del Gasto Fiscal. Estos aportes no condicionan la libertad editorial de CIPER.