COLUMNA DE OPINIÓN
¿Todos son socialdemócratas?
26.08.2020
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COLUMNA DE OPINIÓN
26.08.2020
Si social democracia se define simplemente como «controlar, morigerar y regular al capitalismo, entonces, dice el autor, casi todo cabe debajo de este paragua”. En este artículo se revisan las raíces de esta corriente que van más allá del mero reformismo y que ha tenido propósitos claros. La socialdemocracia inglesa, por ejemplo, se articuló en torno a la creación de un sistema de salud público. ¿Cuál es el propósito de la socialdemocracia chilena? No está claro porque a la socialdemocracia le costó echar raíces en Chile. Pero un elemento característico es que tiene como prioridad el fortalecimiento de los sindicatos: no solo para mejorar las condiciones laborales sino para “otorgar una voz que pueda sentarse a la mesa de igual a igual con los demás poderes en la sociedad”, dice el autor.
Hace algunas semanas, el senador Felipe Harboe se imaginaba una eventual amplia coalición que podría conformarse en la oposición y que incluyera liberales, progresistas y socialistas. Incluso mencionó insignes figuras del mundo social cristiano y el autonomismo de izquierda como eventuales integrantes de esta coalición (Gabriel Boric y Soledad Alvear). Además, el senador especificaba que el punto de encuentro de toda es amplia diversidad era el “paragua socialdemócrata”.
No solo eso, para seguir dificultando la definición del concepto, el probable candidato presidencial de la derecha, Joaquín Lavín, también se definía como socialdemócrata en un programa de televisión, a la vez que proponía un gobierno de centro, para liderar el país. Al mismo, tiempo, de modo similar, algunos han planteado que el programa presidencial del Beatriz Sánchez también era un programa eminentemente socialdemócrata.
En realidad, tal como ocurre con otros conceptos que se emplean con frecuencia en el debate público, el uso ha generado un significado propio lejano de su concepción original y, en general, bastante difuso (como ocurre con “populismo” o “neoliberalismo”). Así, cuando se usa el término socialdemocracia, la mayoría de los comentaristas y opinólogos se refieren a algo así como un reformismo moderado de centroizquierda. Lo ambiguo e impreciso del término permite incluir o excluir actores según la circunstancia lo amerite y, a ratos, desentenderse de las contradicciones que surgen. Pero ¿qué ocurriría si nos tomáramos en serio la idea de un programa socialdemócrata? ¿Cuándo podríamos decir que estamos ante un proyecto socialdemócrata, a diferencia de los múltiples posibles reformismos del espectro político?
La socialdemocracia incluye una multiplicidad de proyectos y visiones que se desarrollaron a lo largo del siglo XX. Sin embargo, dentro de esa diversidad existen elementos estructurantes que la diferencian de otros reformismos. Como explican Przeworski (1985) y Esping-Andersen (1986), a lo largo del siglo XX los partidos de izquierda tuvieron que lidiar con el “dilema electoral del socialismo” y optar entre dos caminos. El primero consistía en permanecer como partidos puros en su esencia de clase, pero, dado que en ninguna sociedad de occidente el proletariado superaba el 50%, condenados a no superar nunca el umbral de la mayoría electoral. El segundo era diluir sus identidades y convertirse en partidos de “los pobres, los asalariados, las mayorías o, simplemente, ciudadanos”. Además, esto implicaba aceptar las reglas del Estado de derecho y la gradualidad de cualquier cambio progresista. En este sentido, la socialdemocracia se definiría por su aceptación de subsumir la política de clase a la de las mayorías.
Concretamente, la historia de la socialdemocracia es la historia de una escisión en el movimiento obrero, reflejada en el quiebre que se dio entre la Segunda y la Tercera Internacional. La Segunda Internacional, establecida en 1889, agrupaba tanto a partidos socialistas que habían optado por la ruta socialdemócrata y los que se mantenían fieles a la concepción original de clase. Sin embargo, con el estallido de la Primera Guerra Mundial, esta se quiebra, y emerge la Tercera Internacional o Internacional Comunista. La segunda Internacional, por su parte, eventualmente pasaría a llamarse la Internacional Socialista. Para entender la socialdemocracia, vale la pena detenerse en el significado de la escisión original entre comunistas y socialistas. A la decisión de participar en la democracia liberal y la ampliación del marco de alianzas de clase se sumaría un tercer elemento que los historiadores de la social democracia han considerado como separador de aguas entre socialistas y comunistas: su sentido revolucionario o reformista. Esta distinción es probablemente la más controversial y disputada. Como bien explica Esping-Andersen, pese a cierto lugar común, tanto socialistas como comunistas en las democracias liberales buscaban reformas, “dentro de los confines capitalistas”. Tanto Rosa Luxemburgo como Eduard Bernstein estarían de acuerdo con la necesidad de pelear por mayores sueldos para mejorar los niveles de vida del proletariado. Es más, en los países con democracias liberales constituidas, la diferencia entre la forma de acceder al poder de socialdemócratas y comunistas es particularmente imprecisa. Como explica Rueschemeyer (1992) salvo algunas notorias excepciones (como Czechoslovakia en 1948): “las revoluciones desde abajo, ya sean marxistas-leninistas o de otro tipo, se han llevado a cabo en sistemas autoritarios, no democracias, y las tomas de poder por la vía armada, en una democracia, virtualmente siempre ocurren desde la derecha, no la izquierda” (56-57). No obstante, existían diferencias importantes en el carácter reformista y revolucionarios de los proyectos socialdemócratas y comunistas. Diferencias que se manifestaban, sobre todo, en la forma en que entendían su rol una vez en el gobierno, es decir, en su concepción de la relación entre lo social y lo democrático.
Siguiendo a Bernstein (1899), la socialdemocracia no veía una inminente caída del capitalismo, traída por sus contradicciones internas. En su lugar, veía un sistema económico dinámico y adaptativo, resistente a los cataclismos. Más aún, a diferencia de Lenin y la ortodoxia marxista, Bernstein no creía que la formación de clase estuviera predeterminada, sino indeterminada. La mayoría socialista debía ser creada y su formación no podía emerger de contradicciones apocalípticas, sino de las reformas al Estado, en el marco de una democracia liberal. En su visión toda la labor socialdemócrata se orientaría hacia reformas que crearían las condiciones para la transición hacia un nuevo orden social. El reformismo socialdemócrata era tanto el camino para generar la mayoría socialista como para alcanzar el socialismo. Así, el Estado tendría un rol fundamental al fomentar los espacios de solidaridad, más allá del individuo y su grupo de interés particular.
El programa socialdemócrata para la transición al nuevo orden social se podría resumir en la visión de Marshall (1950) de una ciudadanía social que, junto con los derechos civiles y políticos, reconociera el rol central de los derechos sociales y económicos. En educación, salud, vivienda, pensiones y demás elementos considerados de derechos sociales, las reformas debiesen evitar situaciones en que los servicios colectivos generen desencuentro entre quienes los pagan y quienes los reciben. Como explicaba Baldwin (1990), en aquellos pocos casos en que la solidaridad se ha realizado plenamente, esta ha sido fruto un interés general y reciproco, no de la ética, sino de la política. Las políticas solidarias se han vuelto legítimas y no controversiales solo en aquellos lugares en los que han llegado ser percibidas como derechos y no caridad o altruismo. Para que la solidaridad social se manifieste, todos deben ser potencialmente afectados por ella y de ese modo generar un sentido colectivo de identidad, de comunidad. Existen varios ejemplos de la capacidad de generar vínculos comunitarios e identitarios, con base en la solidaridad, que tienen las políticas universales. Quizás el caso más icónico es la conformación, en el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial, del sistema de salud universal de Reino Unido (el National Health Service), por el partido Laborista. Un sistema de salud universal que se volvió un componente principal de lo que significa hasta hoy ser británico y que ha terminado aceptándose por todo el arco político como un derecho social gratuito para todos los ciudadanos.
Porque la democratización está en la esencia de su proyecto, para el programa socialdemócrata fue tan importante el contenido como la forma en que se arribaría a lo buscado. La socialdemocracia significó un quiebre con la tradición leninista ortodoxa en la que se entendía el rol del sindicato enmarcado en la obediencia a las guías del partido. Tampoco la mera autonomía sindical era el objetivo socialdemócrata. Como explica Marks (2014), el partido era un instrumento en las manos de los sindicatos y su función se resumía, en oposición a la vanguardia partidaria, en la máxima de “conducir desde la retaguardia”. Los partidos socialdemócratas eran partidos de masas (Beer, 1969; Duvenger, 1954). Es decir, partidos organizados jerárquicamente, pero que buscaban ser portavoces de segmentos de la sociedad. Desde sus orígenes hasta la actualidad, los partidos socialdemócratas han incluido a los sindicatos en los espacios de decisión del partido, en la conformación programática, en la selección de candidatos y en el desarrollo ideológico. La visión democrática de la socialdemocracia descansaba en ser instrumento del movimiento obrero. En definitiva, no hay partidos socialdemócratas sin sindicatos.
No existe una sola socialdemocracia. Sin embargo, si, como suele ocurrir en el debate público nacional, se la define simplemente como 'controlar, morigerar y regular las desigualdades que provoca' el capitalismo, entonces realmente es un concepto inútil porque cabe casi todo el espectro político. Es un concepto tan vacío de significado que, hasta Lavín, desde la UDI, puede auto declararse 'socialdemócrata'.
La historia de la socialdemocracia en Chile tiene un paralelo difuso. Quizás sea esa una de las explicaciones de que la “vía chilena al socialismo” haya sido tan distinta a la de otros países, en los que el reformismo y los movimientos revolucionarios habían cortado cualquier puente. Para empezar, no tiene una escisión equivalente a la que le dio vida en el viejo continente. En su lugar, primero emerge, en 1912, el partido Obrero Socialista, que, al mando de Emilio Recabarren se uniría a la Internacional Comunista en 1922, transformándose en el Partido Comunista de Chile (PC). No sería hasta 1933 que se formaría, por su parte, el Partido Socialista (PS), como confluencia de varias tendencias del movimiento obrero. Un claro ejemplo de esta porosa frontera es que el periodo más parecido a los movimientos socialdemócratas de Europa podría reflejarse en el programa progresista de la presidencia de Pedro Aguirre Cerda, en el que participaron tanto Comunistas como Socialistas. Es más, para el periodo de la Unidad Popular, mientras el PC, bajo el liderazgo de su secretario general Luis Corvalán, se mantuvo como ferviente defensor de la vía electoral, un importante sector del PS se apartaba de este camino.
El poroso contorno de la socialdemocracia chilena se hizo aún más difícil de precisar luego del golpe y el retorno a la democracia. El plebiscito de 1989 marcaría, por lo menos por 30 años, el ordenamiento de la política nacional. Todos los clivajes del pasado se terminaron subsumiendo bajo las posiciones adoptadas en esa consulta (Tironi y Agüero, 1999). Por otro lado, envalentonados por el fin de la Guerra Fría, algunos dirigentes llevaron a los partidos que habían sostenido históricamente las banderas socialdemócratas a un quiebre con su tradición. Según esta reinterpretación, que llegó a ser conocida como “la Tercera Vía” y se vio materializada en la obra intelectual de Anthony Giddens (1994), la sociedad de la escasez había dado paso a una sociedad de la abundancia en que los debates entre izquierda y derecha de antaño ya no tendrían sentido. El quiebre principal con la tradición socialdemócrata fue el abandono del Estado de bienestar como una ruta a otro orden social superior, el abandono de su sustrato socialista como instrumento del movimiento obrero. Por lo mismo, los partidos que siguieron esta tendencia redujeron sus vínculos con los sindicatos, disminuyendo su poder sobre las decisiones partidarias y selección de candidatos (Heath, 2015). En definitiva, este movimiento significó el fin de la socialdemocracia, o al menos del proyecto original que representó a lo largo del siglo XX. Una socialdemocracia sin lo social ni lo democrático que la había definido, haciéndola casi indistinguible de los demás reformismos del espectro político.
Algunos de los liderazgos más conocidos que encarnaron la Tercera Vía en el mundo, a finales de los noventas, fueron los de Tony Blair en Reino Unido y Gerhard Schröder en Alemania. El rupturismo avasallador que marcó esta corriente duró poco, y al éxito electoral inicial le siguió una caída estrepitosa de sus principales referentes en la primera década de los dos mil. En Chile, para muchos, socialdemocracia se volvió sinónimo de esta visión particular de la política y la sociedad. Este es el contexto que explica en gran medida el ambiguo y confuso uso que se le da al termino “socialdemocracia” en el debate público nacional.
En realidad, no existe una sola socialdemocracia. Sin embargo, si, como suele ocurrir en el debate público nacional, social democracia se define simplemente como «controlar, morigerar y regular las desigualdades que provoca» el capitalismo, entonces realmente es un concepto inútil porque cabe casi todo el espectro político. Es un concepto tan vacío de significado que, hasta Lavín, desde la UDI, puede auto declararse “socialdemócrata”.
Puede ser algo fútil pelear por el término, pero, a la vez, parece un desperdicio borrar un siglo de desarrollo y riqueza conceptual que desarrollaron las experiencias socialdemócratas y que se pierden en esa indefinición. En el contexto actual bien valdría la pena recuperar el significado original de esta ideología, dejando atrás los estrechos márgenes de la Tercera Vía. Habrá que reconocer, entonces, que la socialdemocracia no está en cualquier reformismo moderado.
En este sentido, para preguntarse cómo sería un programa bajo el paragua socialdemócrata habría que indagar por aquello necesario para crear las condiciones de un horizonte socialdemócrata de ciudadanía social con derechos universales en la multiplicidad de áreas de la vida económica. Por otro lado, ante los muchos posibles aspectos de la convivencia social que pudieran ser incluidos en este horizonte, será necesario priorizar en un camino de sucesivos avances hacia este horizonte. Si para la Gran Bretaña de posguerra esa prioridad fue un sistema de salud universal, ¿cuál sería el equivalente para el Chile del 2020? Sin pretender responder esta pregunta en su totalidad, observar la historia de la socialdemocracia puede ayudar.
En momentos en que el fondo del programa socialdemócrata de nuestros tiempos se ve desdibujado, quizás es hora de volver a las formas. Volver al rol de la política como un instrumento en manos de la sociedad civil organizada y en particular de los sindicatos. Solo así la eventual priorización podría ser fruto de un pacto social que integre a la ciudadanía. En este sentido, una coalición socialdemócrata debiera tener como una de sus primeras prioridades el fortalecimiento de los sindicatos en sus capacidades de negociación salarial, pero, sobre todo, en su potencial político para el mundo del trabajo. No se trata solo de mejores condiciones laborales (aunque sin duda esto es muy relevante), se trata de otorgar una voz que pueda sentarse a la mesa de igual a igual con los demás poderes en la sociedad. Sindicatos fuertes, organizados a nivel ramal y con vocería nacional son cruciales para ello. Al mismo tiempo, sindicatos con mayor poder tendrán que reformularse, haciéndose cargo de su responsabilidad, ya no solo con sus afiliados, sino con un proyecto de país.
No obstante, un socialismo democrático para el siglo XXI no puede ser calcado del siglo XX. Una discusión sobre la distribución democrática del poder tiene que tomar en cuenta las crecientes diferencias entre trabajadores calificados y no calificados y la proliferación de microempresarios y trabajadores autoempleados. Además, las nuevas tecnologías han traído una multiplicidad de formas de organización inéditas. Esa sociedad civil que se busca representar es más compleja y diversa que en el siglo XX. Por eso, solo fortalecer los sindicatos no basta. Un programa que ponga en el centro el fortalecimiento de la organización social debiese incluir programas de apoyo a la emergencia de organización desde abajo como los medios de comunicación locales, las juntas de vecinos y organizaciones comunitarias culturales, medioambientales, deportivas y de otra índole. El proceso constituyente abre una puerta especialmente provechosa para un esfuerzo como este. Así, una coalición como esta debiese buscar tanto la promoción de organización social para participar en este proceso como el rediseño de la Constitución para incluir con fuerza el rol que tiene el Estado en fomentar la organización social y en ser permeable a sus planteamientos. Encontrar una manera de que la voz organizada de esta gran diversidad de actores sociales pueda tener una expresión partidaria: ese debiese ser el sello de un programa socialdemócrata en el Chile del siglo XXI.
Baldwin, Peter (1990), The Politics of Social Solidarity: Class Bases of the European Welfare State 1875-1975.
Beer, S. H. (1982). Modern British Politics: Parties and Pressure Groups in the Collectivist Age. WW Norton.
Bernstein, E. The Preconditions of Socialism. [1899]. Cambridge, England: Cambridge University Press, 1993.
Duverger, M. (1959). Political parties: Their organization and activity in the modern state. Methuen.
Esping-Andersen, G. (1985). Politics against markets: The social democratic road to power. Princeton, N.J.: Princeton University Press.
Giddens, A. (1994). Beyond left and right: The future of radical politics. Stanford University Press.
Heath, O. (2015). Policy representation, social representation and class voting in Britain. British Journal of Political Science, 45(1), 173-193.
Marks, G. (2014). Unions in politics: Britain, Germany, and the United States in the nineteenth and early twentieth centuries (Princeton legacy library). New Jersey: Princeton University Press.
Marshall, T. H. (1950). Citizenship and social class (Vol. 11, pp. 28-29). Cambridge: CUP.
Przeworski, A. (1985). Capitalism and social democracy (Studies in Marxism and social theory). Cambridge : Paris: Cambridge University Press ; Editions de la Maison des Sciences de l’Homme.
Rueschemeyer, Dietrich., (1992) Capitalist development and democracy. Cambridge: Polity
Tironi, E. y F. Agüero (1999): “¿Sobrevivirá el nuevo paisaje político chileno?”. Estudios Públicos, 74, pp. 151-168.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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