COLUMNA DE OPINIÓN
Los caminos ideológicos de la derecha chilena
25.07.2020
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COLUMNA DE OPINIÓN
25.07.2020
El pensamiento de la derecha se ha caracterizado por el economicismo y una versión negativa de la subsidiariedad, explica el autor. Esas ideas le permitieron hacer importantes reformas en la dictadura y ordenar a sus parlamentarios en la transición, pero no sirvieron para gobernar. Argumenta que el economicismo “pervierte la política” y en un país que va “en curso de caída hacia estadios más hondos de su crisis”, le impide a la derecha ayudar a reconstituir “una situación política republicana en el sentido más básico de la expresión: cosas en común”.
Dentro del ámbito de la derecha se ha experimentado un intenso debate, que no es meramente táctico, sino también ideológico, y que abarca no sólo a columnistas, centros de estudios y académicos, sino a dirigentes políticos relevantes. El proceso tiene ya una cierta historia, que puede seguirse, al menos, hasta unos ocho años atrás. Varios veníamos planteando un problema que advertíamos en la derecha, de precariedad ideológica. Tal precariedad se había manifestado de manera especialmente clara en una antinomia: apenas un año después del momento en el cual la derecha parecía más fuerte electoralmente y lograba, por primera vez en medio siglo, alcanzar el gobierno mediante un triunfo democrático, ella era, sin embargo, completamente incapaz de hacer frente, con argumentos a la altura de los acontecimientos, a la movilización de los estudiantes y sus familias en 2011. Por un lado, éxito electoral. Por otro, incapacidad de ejercer el gobierno según una conducción clara, fundada en argumentos pertinentes.
En 2014, Ernesto Ayala, en ese entonces director de la revista Estudios Públicos, del CEP, me invitó a escribir un artículo sobre la derecha en el momento de cambio de ciclo que, se decía, vivía el país. La idea era hacer un esfuerzo de elucidación de la situación del sector equivalente al que poco antes había efectuado Ernesto Ottone, en la misma revista, respecto de la izquierda. Para el artículo fui reuniendo un material que me resultó imposible reducir a los márgenes de un manuscrito breve, de manera que redacté finalmente dos textos, el de Estudios Públicos, más circunscrito, y un libro, La derecha en la Crisis del Bicentenario.[1]
En esos trabajos tematicé el problema ante el que se encontraba -y a todas luces aún se encuentra- la derecha como uno de talante hermenéutico o comprensivo: el pensamiento dominante era -es- demasiado estrecho, de tal suerte que le impedía -impide- a ese sector la apertura suficiente como para entender la realidad de manera adecuada y proponerle, a la situación nacional, caminos de salida plenos de sentido. La comprensión política acontece entre dos polos, uno más concreto, del pueblo en su territorio, y otro más abstracto, de las instituciones y los discursos por medio de los cuales se intenta brindar a ese pueblo curso de despliegue y expresión. La comprensión política lograda es aquella capaz de dotar a las instituciones de legitimidad o reconocimiento popular, precisamente en la medida en que ella da el paso desde la esfera más abstracta de las instituciones, reglas y discursos, hacia la realidad concreta del pueblo e, impregnándose de ella -sin entregarse simplemente a ella-, le consigue dar cauce a esa realidad concreta en instituciones en las que el pueblo puede sentirse acogido. El discurso cerril de la derecha, heredado desde la Guerra Fría y diseñado para ese peculiar contexto, dificulta, en cambio, que una parte relevante de la derecha realice la tarea comprensiva.
La economía es relevante, pero no bastan las reglas de la economía para comprender una realidad que incluye aspectos sociológicos, culturales, afectivos, territoriales, sólo en virtud de cuya consideración, junto a la cuestión económica, un pueblo puede experimentarse como efectivamente reconocido en su institucionalidad. Incluso el factor económico es algo distinto de aquello que entra en los márgenes usuales del economicismo de la derecha. La economía remite a formas de relación que pueden ser, ellas mismas, frustrantes o desplegantes. Un sistema económico bien regulado, en el cual los distintos tipos de empresas -grandes y pequeñas, de propiedad por acciones y cooperativas- tengan su espacio; donde se favorezcan formas de trato colaborativas entre trabajadores y empleadores; en el cual la ciencia y la tecnología se hallen integradas en el proceso productivo; en el que las capacidades del ser humano estén aplicadas a transformar decisivamente la materia, puede ser un contexto que le abra surcos de desenvolvimiento a las fuerzas sociales y logre un cierto tipo de plenitud. En cambio, una economía donde los fuertes prevalecen inveteradamente abusando sobre los consumidores, depredando a los más pequeños, en la cual la ciencia y la tecnología son muy débiles, que no agrega valor decisivamente a los productos, ligada fundamentalmente a pocas materias primas, eminentemente extractiva, con relaciones laborales poco colaborativas y muy verticales, se vuelve, fácilmente, antes que un campo de plenitud, uno de frustración.[2]
La economía es relevante, pero no bastan las reglas de la economía para comprender una realidad que incluye aspectos sociológicos, culturales, afectivos, territoriales, sólo en virtud de cuya consideración, junto a la cuestión económica, un pueblo puede experimentarse como efectivamente reconocido en su institucionalidad.
La tarea de conducción política no consiste simplemente en administrar ordenadamente una hacienda y concentrarse en una gestión de corto plazo. Se trata, en su nivel más propio y básico, de llevar la situación popular a su despliegue. Es menester, con base firme en la realidad concreta, proponer, imaginar, inventar articulaciones institucionales en las cuales la situación popular pueda encontrar expresión. En esa labor tienen, ciertamente, su lugar los expertos en saberes relevantes -economía, sociología, historia, antropología, ingeniería, derecho, medicina-, lo contrario es torpe imaginación desenfrenada. Pero sobre los conocimientos expertos, es menester remontarse “más acá” y “más allá”. “Más acá”: percibir la situación concreta del pueblo en su territorio, atendiendo a los datos, pero también al contexto vital de la situación, al sentido que se experimenta en ella (a lo que se vivencia en la urbe hacinada, en una ciudad con paisaje, en un barrio dormitorio y en un vecindario de lazos estrechos y áreas verdes frondosas; a la experiencia de las zonas geográficas abandonadas, de alta tensión y de sacrificio, y la de campos fecundos; a lo que significa vivir bajo apremio económico, en la pobreza y el “miedo inconcebible a la pobreza”; a la precariedad cultural, que impide entender y expresar bien lo que se siente). Se ha de ir también, con el conocimiento experto, “más allá” de él: ensayar proyectivamente vías de florecimiento que puedan aspirar a un extenso reconocimiento.
A partir de esas actividades cabe esperar planteamientos de reforma a las instituciones vigentes y propuestas de nuevas instituciones y modos de configuración de la vida, con los cuales muchos puedan coincidir. De esta manera, así sintetizada, el gobierno adquiere capacidad de efectuar con prestancia su tarea de impulsión política, según consensos esperables y mejorando las condiciones de vida del pueblo.
Ese modo de actuar, políticamente, es el que explica los momentos de despliegue institucional del país, entre cuyos aspectos destacables se pueden mencionar: su desarrollo institucional a lo largo del siglo XIX, la instauración y expansión de su sistema educativo; el avance de la red ferroviaria, en los siglos XIX y XX; la irrigación del valle central; la instalación y ampliación de la asistencia médica y social; la erradicación de la desnutrición infantil. Entra en crisis ese modo de actuar, porque las élites políticas pierden relación con la situación popular o ya no tienen capacidades proyectivas, y entra en crisis la capacidad de impulsión política del gobierno. Si esas deficiencias se extienden por mucho tiempo, se agregan las frustraciones y el país se sume en un derrotero de decadencia y descomposición. Así ocurrió en el centenario de la república, cuando la oligarquía parlamentaria tendió a perder contacto con la situación, a dejar de proyectar instituciones y producir reformas pertinentes. Se acumularon la incapacidad de impulsión, de creación y de reforma por veinte años. El resultado fue una profunda crisis política y social, cuya etapa más intensa y dramática duró una década. Lamentablemente, algo similar parece estar ocurriendo también ahora: el gobierno carece, inveteradamente, de compenetración suficiente con la situación, no proyecta reformas e instituciones de entidad, pierde persistentemente el impulso político.
Las raíces de la incapacidad hermenéutica o comprensiva de la derecha hay que buscarlas en el pensamiento de la derecha de Guerra Fría. En los años de la dictadura se produjo una síntesis, a la que me he referido en un artículo anterior publicado en CIPER[3], entre el economicismo de los discípulos de Milton Friedman y el discurso de la despolitización de los cuerpos intermedios, de Jaime Guzmán.[4]
La tesis de la despolitización, invocada polémicamente contra la acción de la izquierda de los años sesenta y setenta, en los cuerpos sociales y en el Estado, apuntaba a desarticular la movilización social y a circunscribir las tareas del Estado a los límites de un árbitro del buen funcionamiento social. El articulador de ambos objetivos fue el principio de subsidiariedad, el cual, desarraigado de sus fuentes socialcristiana y romántica, pasó a ser entendido de un modo acentuadamente negativo: como limitación a la operación de los partidos políticos y del Estado.
La tesis economicista consiste en afirmar una especie de marxismo primitivo, en virtud del cual, y como plantea Milton Friedman, un orden económico neoliberal es la base de un orden político adecuado.[5] Se invierte así una relación reconocida por la teoría y la praxis política desde Aristóteles, y según la cual es un orden político legítimo o reconocido la base de cualquier posible florecimiento nacional: político, cultural, también económico (me remito aquí a lo que señalé en el artículo anteriormente referido en CIPER). Friedman concibe la sociedad, eminentemente, como un agregado de individuos, que cierran acuerdos voluntarios sobre las formas de convivencia para la satisfacción de sus intereses. Se le niega al Estado y la sociedad toda realidad allende el carácter de funcionalidad al servicio del interés individual articulado gracias al mercado.[6] Se pierde de vista allí la relación recíproca entre individuo y sociedad, en virtud de la cual ni el individuo existe sin sociedad (sin lenguaje, comunidades, cultura, un orden de paz), ni el Estado sin el individuo. También que la articulación de una relación desplegante entre ellos exige atender a asuntos como la expansión de la lealtad con las instituciones y un espíritu solidario, el aseguramiento ciertas condiciones comunes de existencia y la educación nacional; la relación adecuada requiere una acción colectivamente orientada, independiente de los cálculos de interés individual.[7]
Una economía donde los fuertes prevalecen inveteradamente abusando sobre los consumidores, depredando a los más pequeños, en la cual la ciencia y la tecnología son muy débiles, que no agrega valor decisivamente a los productos, ligada fundamentalmente a pocas materias primas, eminentemente extractiva, con relaciones laborales poco colaborativas y muy verticales, se vuelve, fácilmente, antes que un campo de plenitud, uno de frustración.
La combinación o síntesis de subsidiariedad negativa y economicismo fue la base del pensamiento de la derecha de la dictadura y durante las dos décadas de la Transición. Con ella se controló la inflación y se llevaron a cabo reformas económicas importantes. Ella permitió brindar sustento ideológico al régimen de Augusto Pinochet y ordenar, más tarde, a los parlamentarios al momento de hacer oposición a los gobiernos de la Concertación. Esa combinación o síntesis mostró, en cambio, llamativamente, sus límites en el momento en el cual la derecha llegó al gobierno.
La tarea de gobernar requiere un pensamiento de otro tipo. La síntesis neoliberal opera como un conjunto de criterios abstractos a partir de los cuales se les fijan límites a la política y la acción estatal. En este preciso sentido es contradictoria con las labores de impulsión política y de reforma y producción de nuevas maneras de articulación social, que se exigen del gobierno. Tales criterios abstractos vinieron a actuar como formidables barreras hermenéuticas, que le impidieron al gobierno, pese a las aptitudes intelectuales de sus cuadros, entender políticamente la situación, comprender lo que estaba ocurriendo, orientar medidas y reformas positivas, y producir una argumentación eficaz. El resultado fue, en el momento crítico, un gobierno paralizado, tanto en 2011, frente a las movilizaciones estudiantiles, cuanto, ahora, ante las movilizaciones más grandes en nuestra historia. Octubre vino a ser para el gobierno un instante fundamental de prueba, en el que se halló incapacitado para percatarse de lo que estaba ocurriendo en el nivel más hondo de las pulsiones y anhelos populares. Es, más que características llamativas de Sebastián Piñera, un pensamiento político demasiado estrecho, que tiende a ver la buena marcha del país como el cumplimiento de ciertos criterios económicos, lo que permite explicar la falta persistente de competencia del gobierno, su incapacidad de conducir el proceso político de forma creadora, de orientarlo y de mantener una lúcida consciencia sobre el papel simbólico de la Presidencia de la República en esas labores. En cambio, en el momento de la crisis, el presidente se quedó en los márgenes, haciendo titubeantes llamados a la paz, a la guerra, a la paz; callando; yendo a la zaga en el acuerdo constituyente; sin ánimo ni aptitud para imprimirle su sello al curso de la discusión pública, que hoy corre por cuerda parlamentaria.
Probablemente haya sido la pertinaz insistencia del presidente Sebastián Piñera y su equipo asesor en no salirse del canon economicista, el acelerador de un movimiento que venía gestándose, desde hace al menos un lustro, en las placas más hondas de la derecha. Hoy la hegemonía economicista es, por primera vez, disputada. A la tarea contribuyen académicos de diversas vertientes del pensamiento político de la derecha y del centro, así como dirigencias más conscientes de los límites de aquel peculiar canon. Las consideraciones de ese grupo variopinto, en el que se cuentan liberales, socialcristianos, nacional-populares, dirigencias en Renovación Nacional e incluso algunas voces en la Unión Demócrata Independiente, apuntan a rehabilitar marcos comprensivos más amplios, a reivindicar el significado tanto de las reglas como de la situación y las configuraciones sociales concretas, al momento de efectuar la comprensión y formular propuestas de reformas institucionales.
El proceso de discusión ideológica transcurre ahora en medio de la política. No es ya un conjunto de disquisiciones eminentemente académicas, como podía serlo hace una década atrás. Entra, el debate, a involucrarse en el acontecer del poder y sus entramados, en las disputas de bandos, en el juego de intereses, y todo eso acompañado del trasfondo de crisis colosales, la de octubre, la sanitaria, la económica, la territorial.
Este eventual “enturbiamiento” del debate ideológico -que no es sino el costo de su encarnación y la condición de posibilidad de que produzca frutos en la arena de los hechos políticos- permite explicar ciertas anomalías. Por ejemplo, que sectores y liderazgos claramente más distantes de las tesis neoliberales, unan fuerzas con los grupos que las postulan. El miedo es una fuerza persistente y formidable en los momentos de graves crisis.
La combinación o síntesis de subsidiariedad negativa y economicismo fue la base del pensamiento de la derecha de la dictadura y durante las dos décadas de la Transición. Con ella se controló la inflación y se llevaron a cabo reformas económicas importantes.
No se debe descontar, tampoco, el contubernio de dinero y política. En la derecha él funcionó por décadas (también en el centro y la izquierda, aunque en distintos grados). Aún hoy, consta la influencia desmesurada de “think tanks” dedicados básicamente a la permeación del proceso político, el tráfico de influencias y la formación de cuadros, y cuyas fuentes de financiamiento son oscuras o simplemente funcionales al poder económico.[8] El bando neoliberal cuenta, pese a su precariedad ideológica, con infraestructuras de poder (lo que Andrés Allamand en un minuto de exasperación denunciara como los “poderes fácticos”) que operan en el proceso político, las cuales poseen redes o tentáculos difíciles de pesquisar, y que dificultan la remoción de sedimentaciones de un sector cuyas tesis difícilmente serían presentables en un foro libre.
Aún así, el enfrentamiento y la discusión ha producido resultados destacables, el más relevante de los cuales es precisamente este: que, junto a la derecha economicista, ha vuelto a emerger con nitidez la otra, la derecha política, esa derecha que es nueva de puro vieja, pues hunde sus raíces en la historia larga de la República. A ella pueden remontarse con facilidad tanto socialcristianos, como nacional-populares y liberales, y contar, por la vía de la remisión reflexiva, con un acervo de autores y testimonios probablemente más amplio y fecundo que el de todos los demás sectores políticos del país.
El bando economicista usualmente reacciona con medidas, no con palabras. Sin embargo, en los últimos meses ha sacado, tentativamente, la voz, centrado sus criticas eminentemente en dos asuntos.[9] Por un lado, indicando que el cuestionamiento de la derecha economicista importaría negar el pluralismo ideológico de la derecha.[10] Por otro lado, señalando que ese cuestionamiento coincidiría con un desconocimiento de la ciencia económica.[11]
Octubre vino a ser para el gobierno un instante fundamental de prueba, en el que se halló incapacitado para percatarse de lo que estaba ocurriendo en el nivel más hondo de las pulsiones y anhelos populares.
Ambas críticas descansan en una aproximación insuficiente a los problemas en discusión. La crítica a la derecha economicista, que se hace desde otras vertientes de ella, no tiene por objeto evitar la discusión ideológica, sino, precisamente favorecerla, por la vía de emancipar al sector de un marco hermenéutico cerril y abstracto en grado tal, que impide, en los hechos, la consideración pertinente de los asuntos políticos: la legitimidad; la soberanía; la solidaridad nacional; la institucionalidad territorial; las dinámicas populares; los modos de articulación del pueblo, especialmente en tiempos de crisis, en instituciones adecuadas.
Más aún, es ese marco conceptual estrecho -el cual, ya lo he dicho, es difícilmente presentable en foros libres-, y no la crítica del mismo, uno de los principales factores que favorecen actitudes y dinámicas de exclusión, e impiden el despliegue de una reflexión fructífera entre las distintas tradiciones ideológicas del sector. La propia historia reciente de la derecha es testimonio de lo siguiente: basta que emerja una posición parcialmente distinta en la derecha, para que inmediatamente el bando economicista, apoyado en sus infraestructuras económicas y de influencia fáctica, opere en el modo de una descalificación fundamentalista, con su plétora ya usual de adjetivos: “populista”, “traidor”, “desleal con los principios” (por cierto: los de la ortodoxia neoliberal). Una maquinaria entera se activa, de diversas formas, intentando poner fin a la disidencia, especialmente cuando ella posee mayor calado reflexivo.
Desde el libro citado, La derecha en la Crisis del Centenario, he venido abogando persistentemente por una rehabilitación y adaptación de las tradiciones intelectuales de la derecha: socialcristiana, cristiano-liberal, liberal-laica y nacional-popular. Esa propuesta apunta, justamente, a una revitalización del discurso del sector, en virtud de la cual él logre ponerse a la altura de los debates y asuntos de la época presente, así como de brindarle sustento ideológico a la acción política de la derecha.[12]
En el momento de la crisis el presidente se quedó en los márgenes, haciendo titubeantes llamados a la paz, a la guerra, a la paz; callando; yendo a la zaga en el acuerdo constituyente; sin ánimo ni aptitud para imprimirle su sello al curso de la discusión pública, que hoy corre por cuerda parlamentaria.
Ese esfuerzo ha sido recogido por dirigencias políticas destacadas, que se han comprometido con una mayor amplitud ideológica para el sector, y se ha vuelto acervo usual de la derecha. Es simplemente tosco vincular esa tesis justificada con un intento de clausurar la discusión. Me atrevo a agregar que las labores que, desde hace años también, han emprendido Cristóbal Bellolio, Josefina Araos, Pablo Ortúzar, Eduardo Galaz, Eduardo Fuentes, Pablo Valderrama, Daniel Mansuy, Claudio Alvarado, Matías Petersen, Tomás Villarroel (por nombrar a algunos de quienes desde posiciones que se dejan ligar a las tradiciones de la derecha histórica, han dispuesto cabeza y pluma a la tarea de una reflexión ideológica sobre la situación contemporánea), apuntan en un sentido similar al mentado: antes a una apertura que a un cierre del debate, antes a expandir y profundizar el acervo de ideas y herramientas conceptuales para el sector, que a mantenerse en ortodoxias estrechas o discriminatorias.
La segunda objeción, que identifica el cuestionamiento de la derecha economicista con un desapego respecto de la ciencia económica o la contribución que ciertos economistas han hecho en Chile, yerra el asunto que es objeto de crítica. Por cierto, de nuevo, debe repararse en que esta es una discusión situada en medio de dinámicas políticas y no es descartable que haya quienes, con ignorancia o deseo de ignorar las reglas de la economía y los descubrimientos de la ciencia económica, quieran simplemente lanzarse a abrazar al pueblo como en una especie de éxtasis. Sin embargo, lo que se aprecia en los liderazgos políticos más lúcidos y en quienes vienen efectuando una reflexión y crítica sobre el sector y la situación del país es, en cambio, algo muy distinto.
La crítica es al economicismo, no a la economía. Vale decir, a la reducción de la política a la economía, según la idea de Friedman y sus legitimarios chilenos ya mencionada de que el orden económico neoliberal es la base de un orden político adecuado. Atender a la economía es condición mínima de una política responsable. El economicismo, en cambio, pervierte la política. En él, la política ya no puede dirigirse eminentemente al despliegue de todos los aspectos de los miembros de un pueblo, su faceta individual y comunitaria. Si el fin de la política es el aseguramiento de la maximización de utilidades individuales, una palabra aparentemente tan cara a ciertas dirigencias de la derecha como “solidaridad” deviene fórmula hueca.
No de la economía, no de una reflexión ideológica plural: es del economicismo y del contubernio entre dinero y política (de las infraestructuras por las cuales se cuela el financiamiento oscuro), de lo que debe apartarse la derecha chilena. No sólo por honestidad. Tampoco meramente porque dificulta un debate fructífero, una reflexión a partir de fuentes diferenciadas y un tratamiento mínimamente exigente de ellas. Además, el inveterado entramado impide que florezca decisivamente una comprensión política a la altura de la época presente, en la acción política efectiva. Esta no es una crítica moral, sino por incompetencia. No se trata de advertir respecto de “malos”. Se trata de política: de la aptitud o incapacidad de producir legitimidad.
Ese entramado de economicismo e infraestructuras de poder fáctico, incapacita al bando extremo para percatarse del significado de la situación y la necesidad de darle salida política. El lote economicista ha desenvuelto todas sus capacidades para operar poniendo, una y otra vez, cortapisas a quienes buscan el diálogo y los entendimientos. Tuvo que aceptar -a regañadientes- el acuerdo constituyente del 15 de noviembre y ha ido poco a poco dándole la espalda. Ha declarado (¡de nuevo!) “populismo” la creación de un fondo para enfrentar la pandemia. Ha retardado -hasta el agotamiento- la impulsión política del gobierno, que se encontró a la zaga aquel 15 de noviembre y, ahora, en la presentación de un proyecto pertinente de reforma a las pensiones (y es esta omisión el factor descollante en la crisis del retiro del 10 por ciento de las pensiones). En la crisis, cuando el sistema político entero se halla en cuestión y son menester reformas estructurales; cuando es nada menos que un nuevo Estado, un nuevo mercado y una nueva institucionalidad territorial lo que parece necesitarse; entonces se vuelve asunto urgente una derecha dotada de un pensamiento político y económico renovado, liberada del entramado de economicismo e intereses opacos.
El sistema político chileno está diseñado para que el impulso del proceso provenga de la Presidencia de la República y el debate, la crítica, la discrepancia acontezcan en el Congreso. Si -como se ha visto a lo largo de la crisis y con momentos llamativos el 15 de noviembre y recientemente con la reforma del sistema de pensiones- el pensamiento economicista contribuye a paralizar al gobierno y limita drásticamente sus capacidades de impulsión política, de conducción y articulación, un pensamiento políticamente dotado, a partir de la revitalización de las tradiciones ideológicas de la derecha, podría contribuir decisivamente a que el sector recuperase, precisamente, esas capacidades.
Basta que emerja una posición parcialmente distinta en la derecha, para que inmediatamente el bando economicista, apoyado en sus infraestructuras económicas y de influencia fáctica, opere en el modo de una descalificación fundamentalista, con su plétora ya usual de adjetivos: 'populista', 'traidor', 'desleal con los principios' (por cierto: los de la ortodoxia neoliberal). Una maquinaria entera se activa, de diversas formas, intentando poner fin a la disidencia, especialmente cuando ella posee mayor calado reflexivo
Probablemente el derrotero de la crisis de octubre habría sido muy distinto si el gobierno, desde el primer momento, y junto con la preocupación por el orden público, hubiese asumido el hecho contundente de las demandas populares convocando a un diálogo permanente con las principales fuerzas políticas del país, para producir dos acuerdos fundamentales: el constituyente y un pacto económico-social robusto, de reformas estructurales. El malentendido de una reforma al sistema de pensiones como paliativo de urgencia al intenso apremio de la clase media, podría haber sido, asimismo, conjurado, si, en ese diálogo conjunto, se hubiese avanzado con nitidez (además de en medidas oportunas en favor de los sectores mesocráticos) en una propuesta de modificación responsable al sistema previsional: una que, junto con aprovechar sus virtudes (las capacidades de las AFP de obtener buenas rentabilidades para los cotizantes), apunte a superar sus aspectos claramente deficitarios (las bajas pensiones que acaba recibiendo la mayoría de los cotizantes). En cambio, la insistencia en aferrarse al statu quo, bajo la premisa de que él resguarda ciertos principios (en el mejor de los casos) o ciertos intereses (en el peor), es lo que amenaza sumir al gobierno y al proceso político en la inviabilidad.
Para lo que viene -de la crisis y las eventuales presidencias futuras-, la derecha se halla puesta ante la misma disyuntiva: ora persistir en el economicismo, desentendiéndose de la cuestión más básica de la soberanía y la legitimidad del sistema político, llevando, por esa vía, al país a una intensificación de la crisis por la que pasa: ora abrirse a una manera propiamente política de entender la situación y conducir, a partir de acuerdos amplios, esa crisis. Que en esta segunda opción no se ceda simplemente al nudo oportunismo, sino que la derecha logre dejar su impronta en los acontecimientos, exige una sustitución o al menos una complementación fundamental de su estrecha caja de herramientas conceptuales, gracias a la consideración de las otras tradiciones de pensamiento y acción a las que puede acudir.
En un país en curso de caída hacia estadios más hondos de su crisis, ocurre que no hay símbolos palmarios de unidad a los cuales quepa remitirse para apelar a la lealtad con el sistema y deslegitimar de cuajo a la violencia y la sedición (ni la historia larga, olvidada por los grandes números, ni Allende, ni Pinochet, ni la Constitución de 1980). En esa situación, hay tres asuntos fundamentales hacia los cuales una derecha nítidamente política podría avanzar con mayor prestancia, para reconstituir una situación política republicana en el sentido más básico de la expresión: cosas en común. Estos asuntos son: la nueva constitución, una nueva institucionalidad económico-social y una nueva institucionalidad territorial. Los tres requieren consideraciones más específicas. Aquí me circunscribiré a mostrar solamente, respecto del primero de ellos, en qué sentido un pensamiento político en una derecha política podría ser una contribución relevante a su tratamiento.
Atender a la economía es condición mínima de una política responsable. El economicismo, en cambio, pervierte la política. En él, la política ya no puede dirigirse eminentemente al despliegue de todos los aspectos de los miembros de un pueblo, su faceta individual y comunitaria.
Hasta ahora, en este asunto han predominado dos posiciones. En el extremo izquierdo consta una postura moralizante, que busca la emancipación por la vía de un proceso de deliberación ocular y la abolición del mercado -condenado (moralmente) como ámbito de “alienación” y “mundo de Caín”[13]– en áreas enteras de la vida social, idealmente en todas.[14] La constitución es vista como un campo de lucha en el cual, por el camino de la exclusión de contenidos y la desprotección de ellos, o por la vía directa, se intenta realizar esa concepción moralizante. Al otro lado, en el extremo derecho, domina la negación (y el temor) economicista a tocar la constitución, salvo en el modo de reformas puntuales. De esta posición, a juzgar por la forma de actuar que han asumido sus representantes, no hay mucho que esperar, salvo el silencio gendarme, la desconfianza y las medidas evasivas o dilatorias. La responsabilidad política es reducida a un sordo apretar los dientes.
Sólo la consciencia sobre la cuestión política en juego, acerca del significado político de la constitución, como símbolo y marco compartido, en principio, por todos los sectores democráticos, permitirá que la derecha contribuya, positiva y responsablemente, al proceso constituyente ya abierto, y logre develar eficazmente, en el terreno de los argumentos y el debate en foros libres, la operación político-moralizante de la izquierda extrema.
En ese contexto cabe plantear una defensa política -no sólo económica- del mercado, como un ámbito que, adecuadamente regulado, es fundamental para asegurar una división efectiva del poder social. Si quien emplea y quien ejerce el poder político coinciden, las posibilidades de disentir, de actuar y pensar libremente resultan menoscabadas. Es una división del poder inicial, entre una esfera civil vigorosa, apoyada en un mercado fuerte (y regulado), y un Estado fuerte (y regulado) una piedra angular de un orden democrático constitucional o republicano. En ese mismo contexto, la idea de un Estado fuerte es la exigencia de una institución regulada y adecuadamente organizada, que asegure ciertas condiciones de existencia razonables para todos, y de tal suerte que devengan posibles su despliegue y el desencadenamiento de dinámicas colaborativas. ¿No serían, estos, dos planteamientos a partir de los cuales las fuerzas políticas moderadas podrían producir un consenso inaugural, capaz de operar como la primera base de una recuperación de legitimidad para el sistema político?
[1] Santiago: Ediciones UDP, 2014.
[2] Distintos estudios muestran que la economía chilena responde más a las segundas características que a las primeras. Véase, a modo de ejemplo: OCDE-Chile, Estudios Económicos, Santiago (febrero de 2018).
[3] Ver “Derecha economicista y centroderecha política en Chile” en CIPER Chile.
[4] He mostrado en otras partes (cf., por ejemplo, “La derecha ante el cambio de ciclo”, en Estudios Públicos del CEP y “Derecha y comprensión política”, también en Estudios Públicos, y en un diálogo, por mi parte, muy fructífero con Renato Cristi, que Jaime Guzmán fue antes un político que algo así como un scholar, y que como político cambió radicalmente de posiciones a lo largo de su vida, mostrando una especial capacidad de adaptación a los distintos contextos. Del tradicionalismo católico pasó, durante la Unidad Popular, a defender la participación de los trabajadores en el gobierno y las utilidades de las empresas, y una visión bastante pura de la democracia constitucional; apoyó decididamente, poco más tarde, el derrocamiento de Salvador Allende y la dictadura; vuelta la democracia, asumió con entusiasmo una campaña senatorial y, ya electo, votó no a uno de sus filas, sino al candidato de la Concertación, Gabriel Valdés, como presidente del Senado. Es difícil adivinar el derrotero que hubiese seguido Guzmán de no haber sido asesinado. Muy probablemente, eso sí, uno distinto al seguido por los discretos guardianes de su legado.
[5] Cf. para esto, Milton Friedman, Capitalism and Freedom. Chicago: The University of Chicago Press, 2002. He advertido que no deben desconocerse el nivel de los estudios económicos en la Universidad de Chicago, ni la elevación de estándares en la ciencia económica en Chile, que favoreció el convenio de la Universidad Católica con aquella casa de estudios. El objeto de mi crítica es el economicismo como la reducción de la política a los límites de la economía, afirmado por Friedman y parte importante de sus discípulos chilenos, y que entra en el acervo ideológico de la derecha chilena por la vía del discurso de la despolitización y la versión guzmaniana de una subsidiariedad abstracta, concebida eminentemente como abstención estatal.
[6] Cf. Capitalism and Freedom, pp. 1-2, 4, 5, 8, 10, 12.
[7] Remito a La derecha en la Crisis del Bicentenario y a mi artículo “Mario Góngora como pensador político”, en: Artes y Letras, El Mercurio, 21 de junio de 2015, E5.
[8] Véase el reportaje de La Segunda, del 16 de abril de 2018 (p. 8), en el cual, en una escala de 1 a 7, Libertad y Desarrollo alcanzaba un nivel 1 de transparencia. Mención al margen merece el otro “think tank” de batalla, la “Fundación para el progreso”, en su minuto brazo armado de Nicolás Ibáñez, con sus fallidos ministros Varela y Rojas, y al cual el donante y creador decidiera -probablemente en vista de sus discretos resultados- recortar drásticamente sus aportes.
[9] No ameritan un tratamiento en el cuerpo del texto los calificativos usados sin mínimos resguardos epistemológicos, consideraciones teórico-políticas, ni descripciones pertinentes del fenómeno que se quiere designar, como “populismo” o “peronismo de derecha”, o la crítica más torpe de que se trata simplemente de un asunto de falta de carácter para defender las convicciones o traición a ciertos principios. Para lo de “populismo” remito a la prensa, simplemente. Para “peronismo”, escúchese, por ejemplo, la entrevista de Felipe Kast en “Terapia Chilensis” de Radio Duna, el 21 de julio; o léase la carta de Felipe Schwember en La Segunda, el 3 de junio, “Peronismo chileno”. La crítica por falta de lealtad o traición a los principios merece una breve indicación: ella no repara en el hecho manifiesto de que, dentro de la derecha, hay sectores que no comparten el canon neoliberal. En este sentido, no cabe hablar de traición, falta de lealtad, cobardía, etc., etc., sino más bien simplemente de esto: de otros principios.
[10] Por lo que respecta a esta crítica, puede citarse a la consejera de Libertad y Desarrollo, Lucía Santa Cruz, quien en una entrevista rechaza lo que entiende como “la construcción maniquea, y a veces muy ofensiva, de dos derechas”, una “que sintonizaría con el dolor del pueblo” y otra “estigmatizada como cruel, fría, tecnocrática”. En una columna, ella también cuestiona el “populismo”, al cual explica llamativamente como una actitud en virtud de la cual “un grupo se erige como el único y verdadero intérprete de las ‘pulsiones populares’” y “construye un enemigo donde radica el mal, integrado usualmente por las élites tecnocráticas y económicas, carentes de alma y sensibilidad social”; “La izquierda y la derecha unidas”, en: El Mercurio, 17 de julio de 2020, A3. Felipe Lyon, encargado de la Fundación Jaime Guzmán, indica en un sentido parecido: “La derecha es un espacio de convergencia de muchas corrientes diferentes, cada una con sus diagnósticos, énfasis y aportes. Intentar dividir eso en dos me parece poco realista”. Tras la crítica al sector economicista él advierte una división “en ‘buenos’ y ‘malos’” así como el descarte “a priori” de “algunas visiones”, todo lo cual rechaza. Las citas están en un reportaje de La Tercera, titulado: “¿Cuántas derechas hay en la derecha? El debate del sector en medio de la pandemia”; véase también, la carta de Tomás Fuentes, en La Segunda, el 30 de junio, p. 20.
[11] En lo que toca a la segunda crítica, la misma Lucía Santa Cruz indica, en la columna citada -y refiriéndose oblicuamente a quienes planteamos la exigencia de atender, en la tarea de comprensión política, a las “pulsiones populares”-, lo siguiente: “promueven políticas públicas tendientes a complacer a ‘el pueblo’ en el corto plazo, sin mediación institucional y al margen de un sustento económico real para llevarlas a cabo en el largo plazo”. Aunque no fichan propiamente en el bando economicista, han operado en conjunto con él (lo que eventualmente se explica por las condiciones fácticas ya aludidas bajo las que se desenvuelve la discusión), y efectúan críticas parecidas, Diego Schalper y Luis Pardo. Señalan que mi crítica a la derecha economicista importaría “[n]o reconocer la contribución que han hecho los planteamientos económicos y sociales de la centroderecha en el desarrollo que ha tenido Chile los últimos 30 años”.
[12] Cito en extenso el texto de 2014: “Si se observa lo que ha sido no sólo la historia fáctica de la derecha chilena, sino también su historia intelectual, se dejan identificar cuatro tradiciones de pensamiento, las cuales hasta cierto punto coinciden con el derrotero de ese sector en otros países occidentales. […] Esas cuatro tradiciones han operado como aliadas y también se han distanciado en ciertos momentos. No se trata de compartimentos estanco, sino que se comunican entre sí. Separarlas mentalmente significa, hasta cierto punto, entenderlas como categorías, que en la realidad nunca se hallan plenamente realizadas, sino en grados. Las tradiciones pueden ser ordenadas en dos ejes, uno liberal/no-liberal [más consciente de la importancia del papel del Estado], otro cristiano/laico. Luego vienen las combinaciones. Dentro del grupo cristiano, se distingue una tradición cristiana y liberal -moralmente conservadora, pero vinculada en lo económico a nociones como el librecambismo, el capitalismo y últimamente la subsidiariedad negativa- y otra socialcristiana o cristiana y no-liberal, conservadora moralmente (quizás no tanto como la anterior), pero más cercana al compromiso con las clases pobres y los sindicatos. Dentro del grupo laico, de su lado, hay liberales, similares en el campo económico a los cristianos liberales, pero distanciados de ellos en sus concepciones morales, y una tradición nacional-popular, que muestra una consciencia más despierta respecto a los límites de las nociones económicas y busca rehabilitar el significado político de las ideas de nación o pueblo, así como un concepto más orgánico o menos mecanicista del Estado. Estas cuatro tradiciones de pensamiento han tenido importantes realizaciones histórico-fácticas. La tradición cristiana liberal se expresa en la Unión Demócrata Independiente y en parte de Renovación Nacional. La socialcristiana en el antiguo Partido Conservador, luego en la Falange Nacional y, contemporáneamente, en algunos de los nuevos movimientos como Solidaridad, Construye Sociedad o centros de pensamiento como el Instituto de Estudios de la Sociedad. La tradición laica liberal se halló realizada en el Partido Liberal, hoy en Amplitud y parcialmente en Renovación Nacional [cabe agregar Evópoli]. La laica y nacional-popular o laica y no-liberal tuvo su arranque en el breve experimento del Partido Nacionalista de 1915, después en el “ibañismo” y el Partido Agrario-Laborista, en el Partido Acción Nacional y el Partido Nacional, para desperdigarse en iniciativas que van desde los desvaríos de Avanzada Nacional hasta el PADENA y el Frente Nacional del Trabajo, que luego se incorpora a Renovación Nacional. En otros casos es más difícil hacer una clasificación. La Democracia Cristiana es de raíz socialcristiana, su pensamiento económico es, sin embargo, no pocas veces más bien liberal. Los gremialistas fueron socialcristianos (corporativistas), en una época, y cristiano-liberales, en otra. Respecto a los pensadores de la derecha o políticos con un talante más intelectual, las categorías identificadas también logran aplicación. Barros Arana, por ejemplo, se deja incluir entre los liberales laicos, Encina y Edwards en los nacional-populares, Jaime Guzmán entre los socialcristianos, primero, los cristiano-liberales, después. Por los cristiano-liberales califica también Zorobabel Rodríguez. Mario Góngora, de joven un socialcristiano, pasa a combinar luego elementos socialcristianos y nacional-populares. La clasificación sirve para ubicar a los autores y los grupos de la derecha y, sobre todo en este momento histórico de crisis, para mostrar que el pensamiento de la derecha es mucho más complejo que como habitualmente se lo presenta”.
[13] Cf. Fernando Atria, “La verdad y lo político II”, en: Persona y sociedad XXIII/2 (2009), 61. Sobre esto, remito a la segunda parte de mi libro La frágil universidad. Santiago: CEP 2016.
[14] Si el mercado es el contexto dentro del cual puede decirse que “nuestras formas de vida dificultan el reconocimiento recíproco”; o que no “es absurdo creer que vivimos en condiciones de alienación parcial o total” cuando “el modo normal de relación entre individuos es el del mercado” (“La verdad y lo político II”, 55, 61), entonces el desplazamiento del mercado por un régimen de derechos sociales –y la correlativa concentración del poder económico en manos del poder político– se vuelve una exigencia. ¿Dónde está el límite a esta exigencia? Si el mercado es un contexto de alienación que dificulta el reconocimiento recíproco al cual se apunta en la deliberación; si el mercado es identificado con un modo de vida alienante, donde prima la objetivación del otro (la cual, para Atria, no ocurriría, llevada a su plenitud, en la deliberación generalizante); si Atria piensa que en el régimen de derechos sociales queda resguardada la libertad individual, en la medida en que allí sólo se impide el aspecto alienante del mercado, pero no la propiedad privada; dadas estas premisas, ¿no es, luego, lo correcto avanzar paso a paso, pero cuanto más se pueda, en dirección a eliminar lo alienante, vicioso o cruel, para alcanzar la plenitud prometida en el “reconocimiento” que se alcanza en una deliberación libre de los ripios del mercado? ¿No resulta lo pertinente hacer lo posible por “remover” el aspecto alienante del mercado, su “dimensión cruel” como “criterio de distribución”, esa que “lleva a los individuos a ver que sus intereses están en oposición” (Neoliberalismo con rostro humano. Santiago: Catalonia, 2013, 154, 156)? Atria ha escrito con simpleza: “Defender la idea de derechos sociales no me obliga a buscar eliminar el mercado”. Pero es su idea del mercado la que lo obliga a superarlo. Revisando los textos de Atria, se aprecia, además, que él mismo asume explícitamente que la exigencia de superación posee alcances en principio ilimitados. Escribe: “Por eso”, a saber, porque “[e]ntre todas” las “dimensiones” sociales –“salud, vivienda, seguridad social, etc.”– “hay desde luego implicaciones recíprocas”, “la intervención” de la que aquí se trata “debe ser holística” (Derechos sociales y educación. Santiago: Lom, 2014, 111), o sea, abarcante o total. El carácter holístico o totalizante de la intervención queda bien expresado en la manera en la que termina la frase en la cual alude a las dimensiones que deben ser intervenidas: un “etc.”. También en la referencia de Atria a que “todas” las dimensiones sociales están recíprocamente implicadas, lo que las hace a todas, en principio, asunto de intervención.
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