COLUMNA DE OPINIÓN
¿Se desmorona el “cartel legislativo”? Grietas en un pilar del sistema político chileno
16.07.2020
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COLUMNA DE OPINIÓN
16.07.2020
Usando el concepto de carteles económicos, la columna analiza la pérdida de control del gobierno sobre los parlamentarios de su sector, que ha permitido el avance del proyecto de retiro de fondos desde las AFP. Sostiene que el sistema político chileno tiene características de un cartel, es decir, un sistema donde los actores se ponen de acuerdo “para asegurar una posición dominante y acceder privilegiadamente a los recursos estatales”. Esa política cartelizada se coordinó por 30 años a través de “incentivos a la disciplina y castigos a la indisciplina”, como los que han denunciado algunos parlamentarios de Chile Vamos. ¿Cómo y por qué ese orden ha empezado a resquebrajarse? Este texto muestra en detalle cómo ha funcionado la política chilena y por qué se ha distanciado tanto de las necesidades de las personas.
El estallido social del 18 de octubre y los actuales problemas sanitarios y económicos, han hecho implosionar el modelo de coordinación del gobierno con sus partidos. Las solicitudes de renuncia a Ministros de Estado, las iniciativas legislativas que contradicen las estrategias del ejecutivo, las renuncias a las bancadas y las votaciones divergentes por parte de los partidos de Chile Vamos, son ejemplos recientes de una rebelión oficialista con pocos precedentes desde el retorno de la democracia. A esta circunstancia se ha llegado por el debilitamiento de un mecanismo institucional considerado ejemplar por las elites políticas, pero que esconde una estructura altamente jerárquica y excluyente abocada mucho más a administrar carreras, privilegios o ambiciones que a responder las demandas ciudadanas.
Esta columna tiene como objetivo mostrar las razones de la crisis política en el gobierno. Sostenemos que, independiente de los resultados que se obtengan del llamado a la unidad del bloque oficialista, los mecanismos tradicionales para controlar la disciplina parlamentaria han sido fuertemente debilitados por el estallido social y la emergencia sanitaria. En particular, analizamos que el desborde del engranaje político provocado por las demandas universales de protección social, han adelantado la caducidad de un mecanismo político que forzaba la unidad parlamentaria a través de intercambios y transferencias particularistas, castigos selectivos a la indisciplina, focalización de recursos públicos y vínculos clientelares en los territorios.
En consecuencia, la crisis que hoy enfrenta Chile Vamos, no sólo se produce por el tipo de liderazgo de Sebastián Piñera -aunque claramente tiene mucha responsabilidad, sino que por la caducidad de una forma de hacer política que no logra responder a las demandas inmediatas de la ciudadanía. Se trata, por tanto, del inicio del desmoronamiento de una estructura cartelizada de organización política vigente en Chile desde hace 30 años.
Probablemente el concepto de cartel le suene a crimen organizado. Más allá de las asociaciones implícitas que se pueden hacer sobre el concepto, se trata de un término que viene de la teoría económica para mostrar cómo determinadas firmas se organizan para controlar el stock y fijar precios de productos. Los carteles económicos -como por ejemplo la OPEC– funcionan sobre ciertas condiciones como el bajo número de controladores, la alta capacidad de monitoreo de las acciones y un sistema de premios y castigos dentro de la organización.
El concepto de cartel fue traspasado a la observación de la política hace varios años con los textos de Katz y Mair (1995) para los partidos europeos y Cox y McCubbins (1995) para Estados Unidos. En términos simples, los autores señalan que los actores políticos se cartelizan para asegurar una posición dominante y acceder privilegiadamente a los recursos estatales. Esta cartelización, en consecuencia, es una forma de organización política en que existen pocos controladores que coordinan las decisiones políticas a través de incentivos a la disciplina y castigos a la indisciplina.
Los actores políticos se cartelizan para asegurar una posición dominante y acceder privilegiadamente a los recursos estatales. La cartelización, en consecuencia, es una forma de organización política en que existen pocos controladores que coordinan las decisiones a través de incentivos a la disciplina y castigos a la indisciplina.
Ahora bien, la definición de quién o quiénes controlan la disciplina depende de cada sistema político. En Estados Unidos, por ejemplo, esos controladores están dentro del Congreso y suelen ser representados como los jefes de disciplina.[1] En los presidencialismos latinoamericanos, en cambio, el ejecutivo asume el rol controlador de las decisiones parlamentarias por sus fuertes prerrogativas legislativas y el manejo casi exclusivo de los recursos económicos y políticos.[2]
Obviamente, Chile también construyó una estructura cartelizada basada en el control presidencial de la disciplina de sus parlamentarios. Con altos y bajos, este control ha sido relativamente exitoso desde el retorno a la democracia. Es más, desde que se tiene información precisa de las votaciones en sala, el indicador de disciplina de los parlamentarios ha sido muy alto. El siguiente gráfico muestra uno de los indicadores para medir disciplina dentro de las coaliciones (loyalty) para las dos coaliciones tradicionales, resaltando que esa lealtad nunca ha bajado de los 60 puntos en un rango de 0 (nada de lealtad) y 100 (alta lealtad), siendo especialmente más alta cuando estos pactos son parte del gobierno. ¿Cómo se ha logrado conseguir esta disciplina en el congreso chileno? En el siguiente apartado le mostraremos sucintamente el mecanismo que impulsaba la unidad legislativa en los gobiernos a pesar de un contexto de muy baja legitimidad en las instituciones políticas.
Durante 30 años la política chilena aceitó un mecanismo de cartelización política que podía convivir perfectamente con la baja confianza en las instituciones. Se trataba de una estructura construida sobre halo técnico de las decisiones del gobierno que alimentaban el modelo económico, pero que se articulaba sobre la apatía política de la ciudadanía y el control de las ambiciones y las carreras políticas de los parlamentarios.
Sin considerar la influencia empresarial en la política y la construcción de un modelo basado en múltiples oligopolios (tema que puede leer en otros análisis)[1], en términos políticos e institucionales este mecanismo se sostuvo sobre dos engranajes manejados directamente por el ejecutivo a) un estricto control político a las votaciones de sus parlamentarios dentro del Congreso y b) un sistema de distribución focalizada de programas y proyectos públicos para mantener la conexión electoral de estos parlamentarios.
Los dirigentes vecinales sabían que la forma de acelerar los beneficios era llegando a cualquiera de los parlamentarios de la zona. Tal y como señaló una dirigente social “los vecinos saben mirar a la derecha o a la izquierda cuando es necesario.
El control de la disciplina parlamentaria fue un tema relevante desde el retorno de la democracia. No en vano se creó en 1990 el Ministerio Secretaría General de la Presidencia (SEGPRES) cuyo objetivo fue mantener una relación fluida del Ejecutivo con el Congreso. Obviamente esta relación fluida no sólo se estableció sobre argumentos de persuasión, también se crearon sistemas de negociación, formación de lealtades, jerarquías, antigüedades (seniority) y controles. Edgardo Boeninger, quien fuera el primer ministro que pasó por SEGPRES, señaló en una entrevista -a esta altura histórica- que los gobiernos desarrollaron una dinámica de coordinación con los partidos, donde los ejecutivos mantenían “la llave de los recursos” para “sacar a adelante sus programas”. Fue así como se creó la reunión de los lunes con los jefes de partido, un “juego de negociación permanente a pesar de pertenecer a la misma coalición.”[2]
Obviamente que para llegar a la reunión de los lunes (desconocemos si se seguirá realizando) y conversar con los ministros políticos y el Presidente/a de la República, se requería construir un nivel de influencia tanto para ordenar los votos de los colegas, como para negociar pactos con el ejecutivo. Por esta razón, la gran mayoría de los líderes de partido eran también parlamentarios. En efecto, la condición parlamentario-presidente de partido no era una condición al azar. Más bien, era un requisito que permitía una supervisión directa de los acuerdos y negociaciones con el ejecutivo. Así, cuando los parlamentarios cumplían con sus votos, eran recompensados con mayores jerarquías dentro del Congreso, con la integración de mejores comisiones o con un aumento de las posibilidades de carrera progresiva.
Pero el mecanismo se desmoronó donde menos pensaron sus controladores: desde las bases sociales. En efecto, el estallido social reveló una sociedad consciente de sus precariedades que no estaba dispuesta a ser cooptada por repartos particularistas de la política.
Por el contrario, la indisciplina a los pactos con el ejecutivo se pagaba con sanciones a las pretensiones de reelección o, incluso, la expulsión del partido. Un caso emblemático de esto último fue la expulsión de la Democracia Cristiana a Adolfo Zaldívar el 2007 (gobierno de Bachelet), por “constituir un pacto con la Alianza” en la votación por mayores recursos al “Transantiago”.[5]
Ahora bien, para que esa dinámica de lealtades y jerarquías pudiera mantenerse en el tiempo, el Ejecutivo debía apoyar con recursos para mantener la conexión electoral de los parlamentarios con sus territorios. En cierto sentido, el control exacerbado de la disciplina dentro del Congreso, era compensado con libertad de acción en los territorios. Por esta razón, el modelo de focalización de las políticas públicas era perfecto para el objetivo, pues los parlamentarios se convirtieron en gestores de los beneficios provenientes de los programas públicos. Particularmente, su trabajo en el territorio era aumentar las chances de reelección gestionando de manera focalizada y segmentada, las demandas de los electores.
El gobierno comenzó a cortar los flujos de distribución tanto a nivel nacional como subnacional, con el objetivo de mantener el equilibrio fiscal. Entonces, al trancar la cadena de la distribución particular, se debilitó la capacidad de gestión de los parlamentarios.
En el territorio, los parlamentarios no estaban constreñidos por las dinámicas del cartel nacional. Más aún, tenían la libertad para influir en las decisiones de los organismos subnacionales, distribuir recursos de manera discrecional, mantener el control sobre puestos del estado y regular las nominaciones para las elecciones locales y regionales. Esta estructura era perfectamente conocida por la población. Los dirigentes vecinales sabían que la forma de acelerar los beneficios era llegando a cualquiera de los parlamentarios de la zona. Tal y como señaló una dirigente social “los vecinos saben mirar a la derecha o a la izquierda cuando es necesario”[6]. Es decir, la representación que ejercían muchos parlamentarios en el territorio respondía a un intercambio funcional que no discutía programáticamente los problemas de un modelo económico y social que estaba ahogando a los chilenos. Se trataba más bien de un conveniente intercambio quid pro quo en el que se invisibilizaba las propuestas programáticas y se relevaba las actividades y gestiones para conseguir horas médicas, entregar de alimentos, repartir ayuda social o definir la instalación de infraestructura.
Este mecanismo logró funcionar incluso en los primeros momentos de este gobierno. Es más, a pesar del cambio de la estructura de incentivos producido por el cambio del sistema electoral, el informe de Demodata sobre primer año del gobierno de Piñera mostraba alta unidad legislativa de Chile Vamos combinado con un fuerte despliegue territorial de sus parlamentarios. Esto, sin embargo, se comenzó a desmoronar con el estallido social y la crisis sanitaria.
Pero el mecanismo se desmoronó donde menos pensaron sus controladores: desde las bases sociales. En efecto, el estallido social reveló una sociedad consciente de sus precariedades que no estaba dispuesta a ser cooptada por repartos particularistas de la política. A esto se le sumó la pandemia, que hizo inviable el sistema de focalización y segmentación de la distribución, tensionando la demanda hacia estructuras universales de apoyo social que tomó por sorpresa a la clase política.
Como consecuencia de esta nueva realidad, el gobierno comenzó a cortar los flujos de distribución tanto a nivel nacional como subnacional, con el objetivo de mantener el equilibrio fiscal. Entonces, al trancar la cadena de la distribución particular, se debilitó la capacidad de gestión de los parlamentarios. De un momento a otro, la estrategia del particularismo se hizo más costosa e imposible de asumir en su integridad. Por una parte, se recortaron las alternativas para gestionar recursos, y por la otra, se extendieron las demandas desde grupos acotados de votantes a prácticamente todos los habitantes de los distritos y circunscripciones.
La generalización del problema llevó a los parlamentarios a adoptar otras estrategias de vinculación con elector. De esta forma aumentaron fuertemente las apariciones en las redes sociales mostrando trabajo legislativo y discutiendo temas nacionales, se aventuraron a discutir, votar y negociar mociones que en tiempos normales no habrían salido del primer trámite constitucional, se transformaron en personajes de matinales de televisión o en serios detractores públicos de las medidas de su propio gobierno. En la coalición de gobierno, esto se hizo especialmente crítico. La política acotada a la gestión de beneficios locales en el territorio y disciplina ante las propuestas y mandatos del ejecutivo se transformó en un desfile muchas veces farandulesco de senadores y diputados exigiendo a su gobierno desde vetos presidenciales a renuncias ministeriales. Con esto, se dio un gobierno empecinado en rescatar sin muchas herramientas lo que queda del modelo y una coalición oficialista sin marcos de conducta definidos y actuando sin rumbo por un mínimo de figuración mediática.
El cartel legislativo se rompe porque no es posible compatibilizar un presidente de la República que insiste en cuadrar a la coalición con políticas evaluadas por la ciudadanía como insuficientes, con un grupo de parlamentarios que tiene como única salida demandar mediáticamente soluciones que hagan sentido a una población apretada por la crisis.
La siguiente figura muestra cómo cambió la intensidad de la interacción de las redes sociales de los diputados chilenos, medido por la suma diaria de posteos compartidos en Facebook. Particularmente, muestra el promedio de veces en que los posteos fueron compartidos usando dos cortes temporales, el 18 de octubre (estallido social) y el 15 de marzo (inicio de cierre de los colegios). En esta figura es posible observar que, antes de la crisis del 18/o, había un promedio de 30 interacciones a los posteos de los diputados, sean estas videos, fotos o texto. Esta situación cambió drásticamente luego del 18 de octubre aumentando a más tres veces el indicador. Con altos y bajos, esta tendencia se ha mantenido hasta hoy.
Es en este sentido donde se rompe el cartel legislativo. Se rompe porque no es posible compatibilizar un presidente de la República que insiste en cuadrar a la coalición con políticas que son evaluadas por la ciudadanía como insuficientes, con un grupo de parlamentarios que tiene como única salida tomar posición para apelar mediáticamente soluciones que hagan sentido a una población apretada por la crisis. De alguna manera, los miembros del Congreso, que por muchos años estuvieron controlados por prácticas jerárquicas, se dan cuenta que su supervivencia depende del riesgo de desobedecer, de golpear la mesa y presionar con vehemencia para que el gobierno atienda universalmente las necesidades de sus votantes.
Aún queda mucho para saber si estamos en presencia del ocaso del tipo de organización política que acabamos de presentar. La historia chilena y la experiencia comparada han mostrado la resiliencia de los modelos basados en la administración de las ambiciones mediante estructuras jerárquicas y controladas.
Hasta el momento, la clase política chilena ha entendido el poder como definitorio de autoridad y obediencia. Como si sólo hubieran leído un extracto de Maquiavelo, han pensado la actividad política como una actividad de pocos encerrados en las burbujas de decisión, sin considerar la virtud como la capacidad de cautivar a la fortuna, vale decir, ser capaz de enfrentar la contingencia o las vicisitudes del entorno.
En esta lógica de la política de las jerarquías también olvidaron la esencia de la representación. La conexión electoral sólo se transformó en un elemento funcional de las ambiciones. Nunca o muy pocas veces, la conexión de los parlamentarios con la realidad de sus territorios se convirtió en un cuestionamiento al modelo imperante (con excepciones claro). Así, lo que se miraba como función representativa era solamente la alimentación del ego y las ambiciones de los agentes políticos.
Un gobierno empecinado en rescatar sin muchas herramientas lo que queda del modelo y una coalición oficialista sin marcos de conducta definidos y actuando sin rumbo por un mínimo de figuración mediática.
El problema de esta dinámica del sistema político es que la sociedad chilena está en otra. Como dijimos en una columna anterior, la ciudadanía concretó un divorcio irreconciliable con las formas del ejercicio de autoridad del Estado. También configuró mecanismos de reemplazo a esta autoridad con organizaciones que reniegan de las jerarquías y actúan sobre la base de ayudas colectivas. Es más, en poblaciones y territorios el apoyo de la sociedad civil llegó antes del despliegue mediático de las cajas de alimentos del gobierno.
Finalmente, es importante señalar que este momento de quiebre de las dinámicas jerárquicas en la política, pudo tocar a cualquier gobierno con las mismas consecuencias. Es verdad que este gobierno ha puesto de su parte para esta crisis, pero también es verdad que este periodo es un momento político diferente provocado por causas estructurales de un modelo de sociedad excluyente. Así, la caída del cartel sólo es una buena noticia si como sociedad podemos encaminar una nueva política. La Convención Constitucional es, sin duda, una oportunidad única para debatir y resolver estos temas. Ahora depende de lo capaces que seamos de participar, dialogar y disentir en esta refundación de nuestras bases políticas.
[1] Si tiene ganas y tiempo, vea la primera y segunda temporada de House of Cards, serie que además ha sido motivo de un curso universitario de estos autores llamado “poder política y House of Cards”.
[2] Existen muchos casos de debilitamiento institucional provocados por la pérdida de capacidad de los presidentes para controlar sus Congreso. Puede observarse casos como el brasilero, donde en momentos de gobiernos políticamente debilitados, se ha dado paso a congresos inestables, con renuncias masivas a los partidos y parlamentarios muy preocupados de su capital electoral.
[3] CIPER Chile, 17 de diciembre del 2019. » Jeannette von Wolfersdorff: ‘El Estado chileno se ha ido inclinando hacia los que tienen el capital'»
[4] Esta entrevista fue realizada por Sergio Toro a Edgardo Boeninger el año 2006, en el marco de una investigación sobre la relación ejecutivo-legislativo. Ha pasado mucho tiempo y sigue vigente. Sobre estas dinámicas de los presidentes les recomendamos también el libro de Paula Escobar Yo, Presidente/a: lecciones de liderazgo de cinco gobernantes.
[5] Emol, 27 de diciembre del 2007. «Tras 40 años de militancia, Zaldívar es expulsado de la DC»
[6] Toro. Sergio. 2017. “Lejos del Congreso: Explicando el trabajo distrital de los parlamentarios chilenos” en Percepciones y actores de la representación política en América Latina, editado por Leticia M. Ruiz Rodríguez, Barcelona, Huygens Editorical
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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