COLUMNA DE OPINIÓN
Las consecuencias de la focalización
16.07.2020
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COLUMNA DE OPINIÓN
16.07.2020
Por décadas, focalizar fue considerado un valor de la gestión pública; un indicador de la eficiencia en la asignación de recursos. El autor revisa la historia de esta práctica que rompe con la lógica de derechos y estructura la actual política pública social. Usando como caso de estudio la política habitacional, plantea que la focalización ha promovido un nuevo tipo de dirigente social -especialista en postular a fondos públicos- y una dependencia, “que ‘premia’ al más vulnerable y los lleva a mostrarse frágiles y necesitados frente al Estado”.
Recientemente el gobierno lanzó el Nuevo Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), el cual amplía la cobertura, el bono y el período de pago en relación con su versión anterior. Según el Ministerio de Desarrollo Social y Familia, para acceder a este beneficio es necesario cumplir con ciertos requisitos que se miden a través de un nuevo instrumento, el Indicador Socioeconómico de Emergencia (ISE), creado con el fin de conocer la realidad socioeconómica de las familias durante los meses que se ha suscitado la pandemia. Sin embargo, el beneficio no ha estado exento de cuestionamientos, producto de graves problemas metodológicos y prácticos. Por su parte, en las últimas semanas, el Registro Social de Hogares (RSH) ha recibido miles de denuncias en las que se reclama un aumento unilateral (e incluso una manipulación) en el porcentaje de vulnerabilidad, lo cual perjudica a cientos de familias que, producto de ello, no estarían en condiciones de acceder al IFE. Dada la poca confiabilidad de estos instrumentos en cumplir con su objetivo de medir la situación socio-económica de los hogares de nuestro país, se vuelve relevante reflexionar en torno a la validez que tiene un modelo de asignación de recursos basado en la (hiper)focalización. Desde ahí, esta columna[1] pretende dar cuenta de las -en general, poco conocidas- consecuencias que tiene la focalización de políticas sociales, un sistema que desde hace ya varias décadas se instauró con fuerza en el sistema público chileno, y que (hasta ahora) pareciera que se da por sentado.
Una de las principales reformas que tuvo el Estado chileno durante la dictadura y que se ha mantenido hasta hoy, es que las políticas sociales pasaron del universalismo (entendidas como un derecho social) a la asignación de recursos. Es decir, se pasó de un Estado de semi-bienestar a uno de tipo subsidiario que emplea mecanismos de selección para determinar quiénes son los más necesitados. Probablemente una de las reformas institucionales más relevantes en esa línea corresponde a lo que se conoce como la Municipalización.
En 1979 se traspasaron una serie de responsabilidades y atribuciones nuevas a los municipios. Esto abrió camino a un proceso de privatización en relación con el acceso a salud, educación, vivienda, previsión, lo que llevó a que cada uno, de forma independiente, se encargara de sus necesidades más fundamentales[2]. En otras palabras, se individualizaron las demandas, lo que provocó un fuerte declive organizacional, dado que ya no había necesidad de organizarse para asegurar los derechos sociales.
Estas reformas dan origen a los Presupuestos por Resultados[3], que es el marco que dirige toda la inversión del Estado en regímenes neoliberales. En pocas palabras, este sistema, junto con seleccionar a los más necesitados a través de criterios cuantitativos estandarizados, pretende medir el impacto de los programas, con el objetivo de maximizar los recursos públicos.
Nuestro actual sistema de asistencia social establece un sistema de incentivos perversos, que 'premia' al más vulnerable y los lleva a mostrarse frágiles y necesitados frente al Estado.
Sobre este sistema de focalización de recursos, hay quienes señalan que, al enfocar el desarrollo de las políticas sociales en una lógica de cumplimiento de metas cuantitativas y medibles, se debilita el tejido social y la capacidad asociativa[4]. Esto ocurre porque, en contextos como Chile, los beneficios sociales son limitados, lo cual exige que se elaboren rígidos sistemas de medición de recursos (como el Registro Social de Hogares) que restringen el acceso y llevan a que los individuos o pequeños grupos compitan entre sí, incentivando la estratificación e inhibiendo la solidaridad social[5]. Esto ha llevado a que se agudicen las diferencias dentro de un mismo barrio y surjan nocivos fenómenos sociales de microsegregación -como lo son la adolescencia urbana y la microxenofobia[6]– que afectan fuertemente la cohesión social de las comunidades.
Junto a ello, la lógica ministerial genera que haya una gran cantidad de programas sectoriales con exigentes requerimientos, lo que fragmenta a los grupos según temática y desincentiva la acción colectiva[7]. Además, verticalizan la relación comunidad – Estado, ya que este último es quien define en qué consisten los fondos, manteniendo así un control de la cartera de proyectos y los recursos correspondientes. De paso, se establece un modo único y jerárquico de hacer política[8], ya que sólo se reconocen aquellas organizaciones con Personalidad Jurídica vigente, la cual exige una estructura organizacional jerárquica (presidente, secretario y tesorero), discriminando cualquier otra forma de organización social.
Los dirigentes sociales se vuelvan expertos diseñadores y gestores de proyectos sumamente burocráticos y técnicos, diluyendo sus roles de animadores de la vida social de sus comunidades.
Probablemente uno de los temas en los que esta situación de fragmentación social y fomento de la competencia se refleja con mayor claridad es en la política habitacional. Al respecto, la literatura indica que la forma en cómo ésta ha operado en Chile ha incidido de distintas formas en la organización social de las comunidades[9].
Los mecanismos de focalización de los subsidios producen estratificación, competencia y desconfianza entre los sectores populares, lo que debilita la organización social[10], junto con promover el trabajo de forma individual, descolectivizando la lucha por el derecho a la vivienda[11]. Esto ha llevado a que los dirigentes sociales se vuelvan expertos diseñadores y gestores de proyectos sumamente burocráticos y técnicos, diluyendo sus roles de animadores de la vida social de sus comunidades[12]. En este sentido, los actuales dirigentes sociales estarían constantemente pendientes de cumplir con los requisitos exigidos por los fondos concursables, más que en abrir instancias de diálogo y ser voceros de sus representados. Esta situación se fomenta aún más cuando las comunidades evalúan a los dirigentes por su capacidad para adjudicarse proyectos, de preferencia obras de mejoramiento físico. De este modo, sumado a que estos presupuestos precisan de rígidos indicadores cuantitativos y verificables, las políticas sociales en Chile se han centrado cada vez más en aspectos físicos, en la propiedad (por lo general privada), y en consecuencia, la organización social de los barrios se ha reducido a “entidades generadoras de proyectos”. Autores como Auyero (2001)[13] señalan que detrás de este “proyectismo” hay una forma velada de clientelismo en que el Estado se posiciona como proveedor, los dirigentes sociales como intermediarios y las comunidades como clientes, lo que termina restringiendo la participación a ciertos círculos y no involucrando a toda la población, y a su vez, provoca que las comunidades asuman un rol cada vez más pasivo.
A diferencia de lo que ocurre en el mercado, la competencia que fomentan este tipo de subsidios desmoviliza a los ciudadanos, transformándolos en clientes del Estado. Es decir, en meros receptores de ayuda, y no como personas capaces de tratar los problemas por sí mismas[14]. Nuestro actual sistema de asistencia social establece un sistema de incentivos perversos, que “premia” al más vulnerable y los lleva a mostrarse frágiles y necesitados frente al Estado (como dijo una joven pobladora de un barrio de la comuna de La Granja: “Para que te ayuden en la alcaldía tienes que ir a llorar, que se note que eres como desgraciado”). Sin embargo, al mismo tiempo, para ser respetados por sus pares, se ven obligados a mostrarse fuertes y autosuficientes. Ambas presiones llevan a que los habitantes de un barrio convivan bajo una contradictoria exigencia de auto-representación, y esta esquizofrénica conducta (pobre frente al Estado, pero solvente frente a tus pares) va provocando desconfianzas y rupturas sociales dentro de las comunidades.
La situación sanitaria por la que estamos pasando ha puesto en evidencia la relevancia que tiene la cohesión social barrial para enfrentar los tiempos de crisis. En ese sentido, prácticas de organización comunitaria como son las ollas comunes y tantas otras, probablemente han sido las medidas más efectivas y resilientes para paliar los efectos de la crisis por parte de las comunidades. Por lo mismo, se vuelve fundamental cuidar y promover las confianzas y la organización popular que se da en ellas. Junto a ello, otra lección que nos deja esta crisis tiene que ver con lo vulnerable que es una sociedad en que ciertas materias básicas, como los derechos sociales, se manejen con lógicas de mercado, y en consecuencia, de la imperante necesidad de contar con un Estado mucho más activo y protagonista en la tarea de garantizar dichos derechos a todos los ciudadanos, y ya no actuando únicamente de forma subsidiaria. Es decir, “parchando” aquellos espacios que no son cubiertos por los agentes privados.
Los actuales dirigentes sociales estarían constantemente pendientes de cumplir con los requisitos exigidos por los fondos concursables, más que en abrir instancias de diálogo y ser voceros de sus representados.
Una de las grandes trampas del modelo de Estado subsidiario es que intenta naturalizar la focalización diciendo que hay que entender que los recursos son escasos, y por lo tanto deben enfocarse en quienes más lo necesitan. Sin embargo, priorizar recursos -una tarea que todo modelo de Estado debe hacer- no es lo mismo que estructurar toda la política pública social de acuerdo con un criterio de focalización. Como esta columna ha intentado exponer, esto no sólo ha limitado la acción del Estado garantizando ciertas condiciones de vida a un reducido grupo de la población, sino que también ha tenido graves repercusiones en el tejido social de las comunidades. De este modo, como señalan Atria y Torres, dejar atrás el modelo de Estado subsidiario probablemente sea una de las cuestiones centrales en el debate constituyente que viene, esperamos que así sea.
Agradezco los comentarios de Pascual Cortés.
Auyero, J. (2001). La política de los pobres. Las prácticas clientelistas del peronsimo. Buenos Aires, Ediciones Manantial.
De la Jara, A.M. (2003). La Florida, construyendo futuro. ONG Cordillera. Santiago de Chile.
Ducci, M.E. (1997). El lado obscuro de una política de vivienda exitosa. En Revista EURE. Santiago. Vol. XXIII, Nº 69, julio.
Letelier, L. (2018). El barrio en cuestión: fragmentación y despolitización de lo vecinal en la era neoliberal. Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales. Vol. 23, N°602. Universitat de Barcelona
Özler, I. (2012). The Concertación and Homelessness in Chile: Market-based Housing Policies and Limited Popular Participation. Latin American Perspectives, 185(39), 53-70.
Rodríguez, A. y Sugranyes, A. (2005). Los con techo. Un desafío para la política de vivienda social. Ediciones SUR, Santiago de Chile.
Posner, P. (2012). Targeted Assistance and Social Capital: Housing Policy in Chile´s Neoliberal Democracy. International Journal of Urban and Regional Research. Vol. 36, pp. 49-70.
Sabatini, F., Salcedo, R., Gómez, J., Silva, R. y Trebilcock, M.P. (2013). Microgeografías de la segregación: estigma, xenofobia y adolescencia urbana. En F. Sabatini, G. Wormald & A. Rasse (Eds.), Segregación de la vivienda social: ocho conjuntos en Santiago, Concepción y Talca. (págs. 34-66). Santiago, Chile: Colección Estudios Urbanos UC.
Sennet, (2003). El Respeto. Sobre la dignidad del hombre en un mundo de desigualdad. Barcelona, Editorial Anagrama.
Tironi, M. (2003). Nueva Pobreza Urbana. Vivienda y Capital Social en Santiago de Chile, 1985 – 2001. Editorial RIL.
Valdivia, V. (2012). La alcaldización de la política. En Valdivia, V., Álvarez, R., Donoso, K. La alcaldización de la política. Los municipios en la dictadura pinochetista. Santiago de Chile: LOM Ediciones, 2012, 202 páginas.
[1] Esta columna se nutre de algunos resultados de investigación realizada en el marco del proyecto FONDECYT de iniciación “Marginalidad Urbana y Efectos Institucionales” (2015-2018), dirigida por el profesor Javier Ruiz-Tagle del Instituto de Estudios Urbanos y Territoriales de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Más información en: http://proyectomuei.com
[2] (Valdivia, 2012).
[3] Comúnmente conocidos como Fondos Concursables.
[4] (De la Jara, 2003).
[5] (Posner, 2012).
[6] La adolescencia urbana, también conocido como la creación de una identidad de clase media, corresponde a una forma de enfrentar el estigma a través de la creación de una identidad diferente a la identidad estigmatizada, que en la mayoría de los casos se da desde sectores medios emergentes para diferenciarse de la identidad popular tradicional asociada a los sectores más bajos. La microxenofobia, por su parte, consiste en señalar que existen “sectores buenos y malos” dentro de un mismo barrio, ofreciendo explicaciones simplistas para distinguirlos, siendo lo más común referirse a los sectores malos como un grupo ajeno a la comunidad, de un conjunto de hogares que las autoridades no tenían dónde poner y que, lamentablemente, asentaron en el barrio. (Sabatini, F., et. Al. 2013).
[7] (Posner, 2012).
[8] (De la Jara, 2003).
[9] (Ducci, 1997; Tironi, 2003; Rodríguez y Sugranyes, 2005; Posner, 2012, Özler, 2012).
[10] (Posner, 2012).
[11] (Özler, 2012).
[12] (De la Jara, 2003; Letelier, 2018).
[13] (Auyero, 2001).
[14] (Sennet, 2003).
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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