COLUMNA DE OPINIÓN
Perú: pandemia y respuestas de una sociedad civil débil
22.05.2020
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COLUMNA DE OPINIÓN
22.05.2020
El futuro inmediato parece ineludible: luego del COVID-19 Latinoamérica será golpeada por una fuerte recesión y un período de alta conflictividad social. El autor de esta columna argumenta que Perú se libró de la ola de protestas de 2019 que afectó a Chile y Colombia porque la informalidad económica lleva a que los peruanos esperen poco del Estado; y porque el crecimiento económico les permitía batirse solos. La pandemia está cambiando ambos factores “e incrementa las oportunidades de articulación del malestar, sobre todo cuando la recesión se sienta con todo su peso. La débil sociedad civil no se va a robustecer de un momento a otro, pero nada mejor que la percepción de una gran amenaza para facilitarlo”, advierte.
En general, cuando se debate sobre las respuestas de la sociedad civil a la pandemia se piensa dicotómicamente: o se acató civilizadamente la cuarentena decretada por el gobierno o reinó la irresponsabilidad. En el mejor de los casos se entiende que en países donde la informalidad laboral es alta es lógico que mucha gente desacate la norma para sobrevivir. Sin embargo, se han invisibilizado otras dos respuestas que también son frecuentes: la protesta y la organización de soluciones.
La pandemiaha cambiado drásticamente las condiciones para todo tipo de acción colectiva. Sin embargo, el peso de la desigualdad que se multiplica en este contexto ha forzado a que, a pesar del riesgo, mucha gente vuelva a manifestarse en las calles. En contraste con las protestas anti-cuarentena de la extrema derecha -excesivamente publicitadas- la gran masa de protestas callejeras actuales en el mundo es por bioseguridad y medios de subsistencia. De otro lado, hay también muchos ejemplos de cómo las secciones más organizadas de la sociedad civil han respondido ayudando a gestionar la seguridad y asignación de recursos.
Perú es un país con una sociedad civil mayormente débil. Pero, si bien no hay grandes sindicatos ni movimientos sociales que presionen por políticas sociales, sí hay pequeñas asociaciones que pelean día a día por no perder lo poco que tienen. No confiamos en las instituciones, empujamos la política desde las calles. Frente a la pandemia, ese escenario no ha cambiado mucho. En este artículo discuto tres puntos. Primero, las razones que elevan el costo de acatar la cuarentena para muchos peruanos. Segundo, las respuestas como protesta, para empujar al gobierno a atender problemas urgentes. Y tercero, las respuestas como soluciones por parte de sectores más organizados y redes de solidaridad. Termino pensando en las posibilidades de la protesta en Perú en el contexto de la recesión que comienza.
A pesar de no tener un partido que lo respalde, el gobierno de Martín Vizcarra fue uno de los primeros en la región en dar una respuesta integral a la pandemia. Decretó prontamente la cuarentena nacional y obligatoria, el cierre de fronteras, y un generoso paquete de apoyo económico que pasó de ser focalizado a semi universal. Respaldadas por un diverso equipo de científicos y técnicos que el presidente se encargó de presentar en sus alocuciones diarias en televisión nacional, estas medidas gozaron de un gran respaldo de la ciudadanía. Entre el inicio de la cuarentena y fines de abril, la aprobación del presidente subió del 52 al 83%.
Lamentablemente el número de contagios y fallecidos subió con similar velocidad.
¿Por qué a pesar de esta respuesta rápida e integral Perú es el segundo país con más contagiados en Latinoamérica? Sin duda hay múltiples razones, pero dos que me parecen claves están vinculadas a nuestra débil capacidad estatal y a (su producto) nuestra estructura económica informal.
La sociedad peruana hoy es también el lugar de la protesta permanente, reflejo de la ausencia de canales institucionales eficaces para resolver conflictos. Si bien la pandemia ha significado un freno al incremento de conflictos sociales, sí se han seguido dando protestas callejeras en respuesta a los nuevos retos que ha generado.
Dos indicadores de esta debilidad. Primero, el magro número de camas de unidades de cuidados intensivos (UCI); a pesar de que el número se ha incrementado, seguimos siendoel segundo país de la región con la tasa más baja de camas UCI. Segundo, las dificultades para hacer llegar pronta y apropiadamente los bonos económicos a los sectores más vulnerables.
A pesar de tener un sistema de focalización para las políticas sociales desde 2005, el estado demoró en armar las listas;le costó llegar a quienes más lo necesitan, y fomentó aglomeraciones a la hora de entregar estos beneficios. El estado seguía siendo miope y torpe.
En paralelo, la informalidad es una brecha entre el estado y la sociedad. El 72% de la población económicamente activa del Perú es informal yno espera mucho del estado, ni en términos de beneficios ni de restricciones. Sin embargo, la cuarentena alteróesta relación. Ahora hay muchos informales que están obligados a reclamar beneficios al estado para poder sobrevivir durante el encierro, que mayormente acatan.
Pero también hay muchos otros que quieren mantener la distancia con el estado y confiar solo en su propia capacidad de ganarse la vida. Es ahí donde se legitima el desacato a la cuarentena, porque no se confía en que lleguen los bonos o en que estos duren lo necesario. La incertidumbre constitutiva a la informalidad se ha reforzado con la incertidumbre global respecto a la duración y consecuencias de la pandemia. La preocupación por qué hacer cuando ya no haya bonos y la recesión empeore empujan a la gente a arriesgarse y salir a aprovechar cualquier oportunidad de ganar y ahorrar algo para el futuro incierto.
Pero la sociedad peruana no solo se caracteriza hoy porla incertidumbre y desacato de la ley que condiciona la informalidad. También es el lugar de la protesta permanente, reflejo de la ausencia de canales institucionales eficaces para resolver conflictos. Si bien la pandemia ha significado un freno al incremento de conflictos sociales, sí se han seguido dando protestas callejeras en respuesta a los nuevos retos que ha generado. En el Gráfico 1 podemos ver que si bien hubo pocas protestas durante el primer mes de la cuarentena (26), estas comienzan a aumentar hacia el final de la cuarta semana. Para el 30 de abril ya hay un total de 124 protestas a nivel nacional[1].
Gráfico 1
Protestas en Perú durante la Cuarentena (del 16 de marzo a 30 de abril)
Estas protestas no son otra evidencia de la “irresponsabilidad” de la sociedad, sino por el contrario, son las alertas imprescindibles para redirigir la atención del estado hacia las áreas con los sectores más vulnerables. La gran mayoría (76%) son plantones[2], llevados a cabo por pocas decenas de manifestantes y respetando la distancia social.
Son el personal de salud de los hospitales colapsados, que busca presionar por recursos (para atender y cuidarse) a través del escándalo en la prensa y la viralización de sus plantones en las redes sociales. Muchos trabajadores, que han seguido en sus puestos –como los mineros-, se organizan también para reclamar bioseguridad a sus empleadores.
Por el mismo reclamo, comunidades nativas y campesinas han hecho marchas y hasta tomas, además de los plantones. Los presos organizan motines para que atiendan a sus enfermos y les hagan las pruebas. Los que están varados, y ya sin recursos, hacen bloqueos para que el gobierno les facilite el traslado humanitario a sus regiones de origen. Muchos también se movilizan para impedir que los despidan gracias a la legislación que permite a las empresas suspender los contratos laborales. Un sector importante de vecinos pelea porque no se instalen albergues para médicos o cementerios de casos COVID cerca a sus viviendas, sin medidas de seguridad. Los más pobres salen de sus casas a exigir simplemente el bono prometido o algo de alimentación.
Gráfico 2.
Motivos de las Protestas en Perú durante la Cuarentena
No hay movimientos sociales como en Chile, Bolivia o Ecuador, sino redes fragmentadas que logran movilizarse brevemente como último recurso. Hay grupos de izquierda que han intentado organizar cacerolazos contra la política económica del gobierno, pero no han tenido éxito. Como antes de la pandemia, priman las protestas con demandas muy específicas, que no tienen ni la intención ni la capacidad de agregarse. Esto podría cambiar solo si el gobierno comete errores graves o si la recesión comienza a convertirse en una amenaza que unifica. Por el momento, las protestas siguen siendo acotadas y se multiplican en parte porque tienen cierto nivel de efectividad al atraer a los medios de comunicación.
A pesar de la debilidad de la sociedad civil organizada, lo que queda de ella también ha sido clave para hacer cumplir la cuarentena y distribuir alimentosen algunas zonas del país. Por ejemplo, en la región norteña de Cajamarca, las rondas campesinas han logrado mantener una vigilancia férrea del cumplimiento de la cuarentena y del control del traslado de pasajeros clandestinos por su territorio. Igualmente, ante la desconfianza hacia el gobierno local, las rondas supervisaron la entrega de víveres a las familias de escasos recursos. Fundadas en los años setenta para combatir el abigeato y fortalecidas en los ochenta en la lucha contra el terrorismo de Sendero Luminoso, las rondas norteñas no solo han sobrevivido, sino que se han robustecido organizacionalmente la última década. Esto, en parte, gracias a su permanente actividad en las movilizaciones en contra de los abusos socioambientales de empresas mineras. En otras regiones del sur, como Ayacucho y Puno, las rondas también están cumpliendo el rol de vigilancia y castigo a quienes incumplen la cuarentena.
Otro ejemplo es la Iglesia Católica, que a través de su red Cáritas ha coordinado donaciones, entrega de alimentos y habilitación de comedores y albergues. Siguiendo protocolos de bioseguridad y trabajando en conjunto con el ejército y los bomberos, preparan y distribuyen alimentos en distintas zonas del país. Gracias al enraizamiento que tienen en las poblaciones locales, cuentan también con información valiosa que les permite localizar personas que no reciben el bono del gobierno o necesitan un albergue.
Un caso emblemático ha sido el Vicariato Apostólico de Iquitos en Loreto, una de las regiones con más contagios y alta tasa de letalidad, donde sacerdotes organizaron una exitosa colecta para comprar una urgente planta de oxígeno. Ante la inoperancia del gobierno regional, fue la sociedad civil religiosa la que planteó soluciones y dirigió estrategias de acción contra el colapso del sistema de salud.
Finalmente, colectivos feministas y sindicalistas han formado también redes de apoyo frente a las limitaciones o desinterés del estado. Colectivos feministas se han organizado para atender llamadas de denuncias de violencia de género en Lima. La línea del oficial del estado recibió 27 mil llamadas desde que comenzó la cuarentena y ya no se da abasto. De igual forma, grupos sindicalistas se han organizado para centralizar las denuncias de trabajadores contra abusos en medio de la pandemia.
El estado debe escuchar tanto a la sociedad civil que protesta como a la que puede organizarse para protegerse del virus y sus efectos socioeconómicos. Quienes protestan en las calles arriesgando su salud lo hacen porque realmente tienen un mensaje urgente.El estado debe aprovechar las redes organizadas de la sociedad civil para poder implementar mejor sus políticas y aprender dónde y cómo actuar con mayor urgencia. Hemos puesto algunos ejemplos de estas redes, pero existen muchas más, sobre todo a nivel provincial, que el estado debería estar mapeando. La última vez que tuvimos una guerra, el estado se demoró demasiado en entender que solo podría ganarla trabajando codo a codo con su sociedad civil organizada; no debe repetirse ese error.
Y cuando esa guerra esté controlada (es un decir), sobreviene el reto de la recesión económica. Las protestas durante la cuarentena han sido tan fragmentadas y puntuales como la gran mayoría de protestas que hemos tenido desde la transición a la democracia. Este julio se conmemoran los 20 años de la Marcha de los Cuatro Suyos, que fue el estallido nacional de movilización por la crisis económica y el agotamiento del régimen autoritario de Fujimori. En los últimos años hemos presenciado el agotamiento de la democracia sin partidos que nació de esa transición. A pesar de la crisis política, se venía preparando una serie de reformas sin que haya una explosión de protestas similar a la de hace dos décadas o a las que estallaron en nuestros vecinos. La informalidad como una válvula de escape y el contexto de moderado crecimiento económico eran dos piezas claves para explicar la ausencia de un estallido. La pandemia altera estos presupuestos e incrementa las oportunidades de articulación del malestar, sobre todo cuando la recesión se sienta con todo su peso[3]. Ladébil sociedad civil no se va a robustecer de un momento a otro, pero nada mejor que la percepción de una gran amenaza para facilitarlo. Los gremios empresariales y el gobierno deberían tener muy en cuenta esto a la hora de diseñar quiénes y cómo asumen los costos de la recuperación. Evitar reformas necesarias podría potenciar tanto estallidos de protesta como la posibilidad de que un o una populista llegue a palacio para celebrar el bicentenario.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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