ENTREVISTA
Cómo se construyó el Estado corrupto y proveedor de bienestar que tenemos
25.04.2019
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ENTREVISTA
25.04.2019
La corrupción nos iguala con el resto de Latinoamérica, pero la capacidad del Estado de entregar bienestar nos diferencia de ella. Así piensa el historiador Diego Barría, quien atribuye el grueso de la corrupción actual a la clase política y a la elite, mientras que vincula esa capacidad de entregar bienestar con generaciones de funcionarios de clase media. En estos funcionarios, históricamente cuestionados por la elite como parásitos y siúticos, Barría ve una esperanza en la medida que entiendan que pueden resistirse a la corrupción. “La obsecuencia puede costarnos caro”, advierte.
La pregunta del millón en toda Latinoamérica es esta: ¿cómo se genera un funcionario público honesto, capaz de denunciar las irregularidades que ve en su institución? En Chile, dado que la mayor corrupción no viene del escalafón más bajo, sino de grandes empresarios que involucran a toda la clase política (así lo afirma el contralor Jorge Bermúdez, ver video desde el minuto 44 en adelante), la pregunta puede hacerse aún más precisa: ¿cómo se forman funcionarios que tengan el coraje –y respaldo institucional– para decirle que no al poder económico que abusa?
Diego Barría Traverso, administrador público, doctor en Historia en la Universidad de Leiden y director del Departamento Gestión y Políticas Públicas de la Universidad de Santiago, da luces sobre este problema pues ha investigado el origen del servidor público que tenemos hoy. Su trabajo muestra que este funcionario surgió a través de una intensa lucha, a fines del siglo XIX, entre una elite que quería seguir conduciendo el país a su antojo y un Estado que incorporó lentamente a las clases medias.
En esa lucha el problema de la corrupción no fue un elemento determinante, sino más bien un arma arrojadiza que la elite lanzó contra el Estado y la clase media, a la que también calificó de parasitaria, incompetente y siútica.
Lo que estaba de fondo en ese conflicto era el rol del Estado. El poder que iba teniendo para controlar el territorio y desplegar políticas públicas a lo largo de él. Pese a la resistencia de la elite, el Estado incrementó con éxito su “capacidad institucional”, como la llaman los politólogos.
Hoy, ese Estado parece inundado de corrupción: Carabineros, Ejército y la Corte de Rancagua se han sumado a un Congreso (donde permanecen en el anonimato quizás cuántos parlamentarios que financiaron ilegalmente sus campañas). Pero si esos casos nos igualan con la corrupción que estremece a Latinoamérica, la citada “capacidad institucional” que tiene nuestro Estado nos diferencia. Se trata de una característica extraña en un continente donde hay una brecha dramática entre lo que las políticas se proponen conseguir y lo que realmente consiguen, como describe Steven Levitsky, autor de ”Cómo mueren las democracias”.
-Este Estado que tiene bolsones de corrupción, también es capaz de proveer bienestar: es un Estado que funciona y es eficiente-, sintetiza el historiador Diego Barría.
Hay datos que lo respaldan. Entre otros el Índice de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas, que mide las condiciones que tienen los ciudadanos para desarrollar sus proyectos de vida. Chile es el país latinoamericano mejor ubicado en ese índice y desde 1990 hasta hoy ha mejorado sostenidamente en un 20%. Los economistas tienden a subrayar que esa mejoría se debe al crecimiento económico. Pero los datos señalan que la posición chilena está 13 lugares más arriba de la que habría alcanzado si se nos evaluara solo por el Producto Interno Bruto. Lo que mejora nuestra posición es, en gran medida, el desempeño público en áreas como la salud. Pese a las listas de espera o a la deuda de los hospitales, las cifras del Banco Mundial muestran que Chile, gastando la mitad que Japón, un tercio que Alemania y un cuarto que Estados Unidos, consigue la misma expectativa de vida que todos ellos.
Dicho en breve, la “capacidad institucional” de este Estado que nos espanta con sus reventones de corrupción, hace que vivamos un poco mejor de lo que deberíamos si sólo contáramos con lo que producimos como país.
En un reciente libro (“State building in Latin America”, Oxford University Press, 2016) el politólogo Hillel Soifer intenta explicar cómo se genera esa valiosa capacidad, examinando la historia de Colombia, México, Perú y Chile. Destaca que ella no surge espontáneamente en todos lados. En el caso chileno se explica porque la elite logró poner orden en el periodo de anarquía que siguió a la independencia. Eso no ocurrió en muchos países para los cuales liberarse de España implico décadas de guerra. “La construcción del Estado comienza solo luego de que el orden se consigue”, escribe Soifer.
Pero esto no basta para explicar la capacidad del Estado chileno, pues Soifer nota que ella puede surgir y ser rápidamente abortada. Así sucedió en Perú, y el investigador estima que se debió a que delegó las funciones del Estado en las elites regionales y estas terminaron usando ese poder según su conveniencia. Eso ocurrió, por ejemplo, cuando se les entregó la recolección de los impuestos por la extracción del guano (que generó en Perú un boom muy parecido al que produjo en Chile el salitre). Las elites locales se apropiaron de esos recursos y muy poco terminó incrementando el ingreso nacional.
Distinto fue el caso mexicano y chileno donde el cobro de impuesto se hizo a través del despliegue de una estructura pública. Para Chile, por ejemplo, los derechos por explotación del salitre llegaron a constituir cerca del 50% del ingreso nacional. Soifer concluye que el Estado se atrofió cuando delegó en la elite y tuvo éxito cuando desplegó su propio personal: “outsiders” los llama; funcionarios de clase media que se alinearon con los intereses generales.
“Al pensar en la corrupción actual tenemos que diferenciar entre política y administración. Los grandes casos, salvo Carabineros y el Ejército, no ocurren dentro de los organismos públicos, sino entre los actores políticos y su relación con actores privados. Ahí tenemos problemas”.
Soifer observa también que las diferentes capacidades institucionales de los países que estudia están muy relacionadas con la que tenían hace 100 años. Esto indica que las capacidades se construyen lentamente, se acumulan como un sedimento sobre estructuras que se generaron hace mucho tiempo. Dado que, en opinión de Soifier, Chile no ha dejado de acumular capacidad institucional, tenemos la paradoja de que en estos años de alta corrupción estamos en una suerte de edad de oro en las habilidades que hacen al Estado eficiente.
Barría hace una distinción que ayuda a entender esta paradoja: “Al pensar en la corrupción actual tenemos que diferenciar entre política y administración. Los grandes casos, salvo Carabineros y el Ejército, no ocurren dentro de los organismos públicos, sino entre los actores políticos y su relación con actores privados. Ahí tenemos problemas”.
En la discusión pública, la corrupción y las capacidades del Estado se tratan por separado. Pero la historia muestra sus fuertes vínculos. Un elemento que parece clave, tanto para reducir la corrupción, como para aumentar las capacidades, es que el Estado logre autonomía frente a la elite.
Eso queda claro al seguir la huella de formas de corrupción muy frecuentes hoy: el nepotismo y la repartición de los cargos para pagar favores. Aunque esta última práctica se asocia con máquinas políticas sin glamur, el caso de Fernanda Bachelet –la joven recién egresada, hija del amigo del Presidente, que consiguió un puesto importante en Nueva York– muestra que la elite también entra al tironeo de los mejores cargos públicos.
La historiadora Elvira López (ver recuadro), en una columna titulada “Nada nuevo bajo el sol” publicada por La Segunda, indica que ya Bernardo O´Higgins tuvo como meta contrarrestar el nepotismo y el favoritismo político que habían caracterizado la administración colonial.
No lo logró, por supuesto. En las primeras décadas de la república, cuando la elite, como dice Soifer, impuso el orden necesario para construir un Estado, también se reservó para sí todo el control. Llegó a niveles extremos. El historiador Domingo Amunátegui registra cómo Joaquín Larraín Salas, el patriarca del clan de los Larraínes, se ufanaba de que los principales cargos políticos de la república los tenían sus familiares: “Todas las presidencias las tenemos en casa: yo, presidente del Congreso; mi cuñado, del Ejecutivo; mi sobrino, la Audiencia. ¿Qué más podemos desear?”.
Ese dominio oligárquico se repetía en el Poder Judicial (según ha mostrado María Stabili, en su investigación ”Jueces y justicia en el Chile liberal”) y en el Congreso, que durante todo el siglo XIX no fueron otra cosa que “el foro de la elite”, como ha mostrado el sociólogo Naim Bro, (ver entrevista en CIPER: “Por qué los Larraínes prosperan y dirigen… y los González mucho menos”).
Esto sólo comenzó a cambiar luego de la Guerra del Pacífico (1879-1883). Con la riqueza arrebatada a Perú y Bolivia, el Estado emprendió desafíos nuevos, desde políticas de salud hasta el incremento en la cantidad de tribunales. Las nuevas plazas fueron ocupadas por clases medias. ¿Con qué principio se reclutó a los nuevos funcionarios? Eso indaga el historiador Diego Barría, en su paper “Carreras Administrativas en Chile, 1884-1920 ¿Patronazgo o Carreras Burocráticas?”
Barría revisa los nombramientos en la Dirección de Contabilidad, el Tribunal de Cuentas e Impuestos Internos, para ver si los puestos dependen del favor político. Junto a resabios del nepotismo de elite (detecta cuatro miembros de la familia Fabres trabajando en el Tribunal de Cuentas), observa funcionarios que entran en el escalafón más bajo y tras 30 años de carrera llegan a ser jefes. Por ejemplo, Manuel Olivos, que ingresó como oficial de pluma a la Dirección de Contabilidad y jubiló habiendo alcanzado el cargo de jefe de sección. En la sección vinos de Impuestos internos, Barría sigue el rastro de Osvaldo Robles, quien ingresó en 1902 como subinspector y en 1916 alcanzó la jefatura de esa unidad.
El historiador argumenta que, aunque solo a partir del primer estatuto administrativo de 1925 se puede hablar de carrera funcionaria, tras la Guerra del Pacífico aparece una administración pública profesional de facto, con carreras más largas, que aumenta la experticia de los funcionarios, y con seguridad laboral, que potencialmente podría haberlos hecho más resistentes a las presiones.
Los nuevos funcionarios, dice Barría, se sienten trabajadores del Estado y “comparten el ideario de la clase media de respetabilidad, de no abusar, de ser digno de consideración”.
Lo interesante de notar es que esta administración más profesional mejoró las capacidades institucionales del aparato público y, a la vez, redujo la discrecionalidad con que la elite lo usaba.
La elite se vengó por eso último.
El aumento de funcionarios hizo recrudecer las críticas contra el aparato público. El historiador Francisco Antonio Encina, en “Nuestra Inferioridad económica” (1912), trató a los empleados públicos como parásitos. Tancredo Pinochet, en “Un año empleado público en Chile” (1915), los llamó incompetentes.
Barría da cuenta también de una crítica virulenta que no está ligada al desempeño, sino a la clase. “Cuando (personas de) las clases medias asumieron puestos importantes, se los empezó a denostar por su origen social, por sus hábitos y luego por su ética y su preparación”, dijo Barría a CIPER.
Una novela histórica de Inés Echeverría de Larraín sintetiza ese desprecio. Titulada “Cuando mi tierra era niña”, está ambientada en el gobierno de José Joaquín Pérez (1861 y 1871) y describe a los empleados públicos que asisten a un baile ofrecido por el presidente:
“…unos siúticos caritristes, o cariacontecidos, que no conocían a nadie y en quienes nadie tampoco reparaba (…) ofuscados por la luz, con las colas de los fraqués prestados o arrendados (…) Reventaban dentro de la ropa, o se les arrugaba como bolsas vacías los trapos sobre el cuerpo”.
Como muestran Gabriel Salazar y Julio Pinto en su Historia de Chile, a estos funcionarios se los trató también de “rotos acaballerados” y de “medio pelo” (pues aparecen entre “el roto” y “la gente decente”).
Barría da cuenta de una crítica virulenta (a los funcionarios) que no está ligada al desempeño, sino a la clase. “Cuando las clases medias asumieron puestos importantes, se los empezó a denostar por su origen social, por sus hábitos y luego por su ética y su preparación”.
En su paper de 2019 “An Honourable Profession: Public Employees and Identity Construction in Chile, 1880–1920”, Barría da cuenta de los esfuerzos que hicieron los funcionarios, tanto públicos como privados, para cambiar su imagen y construir una identidad de honorabilidad. El investigador detecta campañas gremiales, por ejemplo de la Sociedad Protectora de Empleados de Valparaíso, para que sus miembros no tuvieran “malos hábitos”; o el establecimiento de sanciones duras, como la expulsión, para los integrantes de la Sociedad de Empleados de Comercio que eran “jugadores habituales o borrachos”.
Desde el Estado no solo se promueve el buen comportamiento al interior del trabajo, sino que se demanda “una vida decorosa” fuera de él. Los funcionarios responden a estos requerimientos. “Estaban muy conscientes de cuál es el molde con el que tenían que calzar”, dice Barría. Al revistar las solicitudes de licencia médica observa funcionarios que “exponían que nunca antes habían tomado una licencia” y otros que remarcaban que jamás abusarían de la licencia falsa. “Vi también el testimonio de un inspector que viajaba por todo Chile revisando las cuentas de los servicios locales y cuyo relato detalla el esfuerzo del viaje, la cantidad de días en caballo en condiciones adversas, las horas de trabajo hasta la madrugada…”.
Lo que Barría observa es la formación de una ética del trabajo que caracterizará al funcionario público chileno por lo menos hasta el Golpe de Estado de Augusto Pinochet.
Pese a estos esfuerzos, la animadversión de la elite de fines del siglo XIX no se redujo, pues la alimentaba otro gran motivo. Durante la década de 1880, las crecientes atribuciones del Estado restringieron la libertad con que ella había gobernado el país. “La burocratización impuso el imperio de las normas por sobre el imperio de las voluntades”, sintetiza el historiador. Agrega que la profesionalización de la administración pública “hizo que el Estado oligárquico, muy dependiente de la elite política del país, ganara ciertos niveles de autonomía relativa. Y eso le dio al Estado posibilidad de no tener que responder siempre como instrumento de clase”.
La elite intentó neutralizar esa emancipación a través de una ley llamada “comuna autónoma”, que buscaba “desmantelar la estructura central que se estaba formando y traspasar diversos servicios e impuestos hacia lo local, hacia el municipio, donde la oligarquía seguía teniendo el control”. El historiador subraya que Pinochet hizo algo parecido en 1981, cuando traspasó a las municipalidades el control que el Estado tenía sobre la salud y la educación. “Municipalizar parece ser una ‘respuesta chilena’ para neutralizar a un Estado fuerte”, dijo Barría a CIPER.
Tras la guerra civil de 1891, la ley de “comuna autónoma” fue aprobada. El triunfo del bando antibalmacedista es, para Barría, “la derrota de un Estado centralizado que aspiraba a tener cada vez más control sobre la sociedad y el triunfo del proyecto de un Estado débil con base en el poder municipal”.
Sin embargo, ese triunfo fue temporal. En los años siguientes, la burocratización siguió ganando terreno –como ocurría en todo el mundo– debido a necesidades sociales por resolver. “Y en la década de 1920 tenemos un Estado centralista, interventor”, dice el historiador.
Los investigadores Jos Raadschelders y Mark Rutgers, en “The Evolution of Civil Service Systems”, remarcan que un momento clave en la creación de una administración pública moderna es cuando esta logra ser independiente: cuando el funcionario que servía al señor feudal se vuelve trabajador de un Estado impersonal y ya no obedece ni a su antiguo patrón ni a los políticos de turno, sino a un marco constitucional.
¿Cuán independiente de la elite ha logrado ser el aparato público chileno? La pregunta es clave en el contexto actual de alta concentración de la riqueza, que provee a los más ricos una enorme capacidad de corromper al Estado.
Tras revisar 150 años de políticas públicas en su libro “Desarrollo y desigualdad en Chile (1850-2009)”, el historiador Javier Rodríguez Weber sostiene que desde la independencia la elite ha tenido control sobre el aparato fiscal y que el Estado ha actuado a su favor en momentos clave, a través de la represión violenta de los movimientos sociales y al impulsar políticas que promueven la desigualdad (ver entrevista en CIPER).
Barría coincide: “En ningún caso se puede sostener que el aparato público haya logrado ser autónomo de la elite. La autonomía que destaco en mis investigaciones es relativa, más bien operacional. Lo cierto es que incluso en uno de los más ambiciosos proyectos de intervención estatal en la economía -el sistema CORFO- se incorporó a los empresarios muy fuertemente. El único modelo rupturista fue el de Salvador Allende y demostró no tener capacidad de sostenerse”. Agrega que, debido a eso, “en épocas en que el modelo económico es cuestionado, como en los últimos diez años, los sectores empresariales salen a defender al Estado. Dicen: cuidemos las instituciones, este es un país que tiene un sistema político serio, no caigamos en el populismo”.
El historiador Javier Rodríguez Weber sostiene que desde la independencia la elite ha tenido control sobre el aparato fiscal y que el Estado ha actuado a su favor en momentos clave, a través de la represión violenta de los movimientos sociales y al impulsar políticas que promueven la desigualdad.
Respecto a la clase política, que le parece a Barría la mayor fuente de corrupción, la autonomía del aparato publico todavía es una tarea pendiente. Piensa que el desafío que tienen los funcionarios es entender que, finalmente, son responsables frente a la ciudadanía y no sólo ante la autoridad de turno.
-Los funcionarios tienen una relación directa con jefes de servicio, los que son nombrados por ministros, los que a su vez son nombrados por el Presidente, el cual tiene legitimidad por haber sido electo democráticamente. Pero eso no puede implicar que la relación entre el funcionario y la ciudadanía esté mediada únicamente por las autoridades políticas.
Esto le parece especialmente cierto cuando las instrucciones que reciben los funcionarios son ilegítimas o ilegales. Barría lo ejemplifica citando la película “La vida de los otros”, donde un agente de la policía secreta de Alemania Democrática recibe la orden de espiar a un escritor. “En algún momento el agente empieza a admirar al escritor. Entiende que la orden que recibió no era legítima, desobedece y comienza reportes falsos”.
-La ley permite a los funcionarios públicos representar a sus superiores la ilegalidad de las órdenes recibidas. Necesitamos crear un ambiente de seguridad tal que permita a los funcionarios atreverse a hacer esto. La obsecuencia puede costarnos caro como país-, concluye el historiador.
Barría intuye que en esa resistencia ante lo ilegítimo –que pasa por asumir que se le debe fidelidad también al ciudadano– hay una vía para formar a un funcionario que diga que no al poder.
Diego Barría es administrador público e historiador. Su formación le ha permitido valorar la interdisciplinariedad y la sinergia que se produce entre la historia y las ciencias sociales.
-Muchas veces los historiadores entienden las políticas públicas como manifestación de la voluntad del gobernante de turno, sin tomar en cuenta las múltiples complejidades que hay en la implementación de esas políticas. Por ello, un enfoque de administración pública y de políticas públicas sirve mucho para complejizar los análisis de los historiadores. Por otro lado, en la administración pública y en administración privada, los intereses de los académicos están en el aquí y ahora. Y se tiende a perder de vista que muchos procesos, muchas técnicas o marcos analíticos que se imponen, responden a lógicas históricas, a procesos y culturas que los facilitaron o momentos que inhibieron otras opciones. Entonces el estudio de la historia es muy relevante para entender cómo gestionar organizaciones púbicas. Un buen ejemplo de esto es la escuela de negocios de la Universidad de Harvard que surgió en 1920 con un fuerte enfoque histórico. Como en ese momento no existía un cuerpo teórico robusto, empezaron a estudiar las historias de las empresas para sacar lecciones y así formar los cuadros directivos.
La convivencia entre la historia y la ciencia social permite producir análisis mucho más complejos y tener una mirada más aguda y certera de las dinámicas del hoy.
-¿Qué autores te han servido para ver esta relación entre las ciencias sociales y la historia?
-Para mí la obra más inspiradora es la de Jos Raadschelders, quien ha planteado la importancia de incorporar la historia de la administración pública no como campo anexo a la administración, sino como una especialidad que está en el núcleo de la disciplina.
Barría destaca que en la última década ha surgido un creciente interés por estudiar desde una perspectiva histórica el desarrollo y funcionamiento del aparato administrativo del Estado chileno. Entre los investigadores que destaca están: