Réquiem para la democracia capitalista
14.06.2017
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14.06.2017
Otras columnas de la Serie sobre la crisis del sistema político en Chile
Alcaldes para ricos y alcaldes para pobres
Por qué la elite política no puede entender lo que quiere la sociedad
Por qué usted puede estar ayudando a la crisis de nuestra democracia
Trump, el fin de la cooperación y el inicio de un ciclo de violencia
Apagando el incendio con bencina: cómo la obsesión por la transparencia puede dañar la democracia
Perú, ¿el futuro político de Chile?
“El camino es la recompensa” o las dificultades de crear un Frente Amplio en Chile (con Fernando Rosenblatt)
Haciendo política a punta de eslóganes y sin poder dejar contento a nadie
Crimen organizado: la amenaza al sistema político chileno que se ignora
Sin líderes, ni estrategias y a paso firme hacia lo desconocido
15 candidatos para el 40%: la incapacidad para convocar a la mayoría (con Sergio Toro Maureira)
Esta serie sobre la crisis que afecta al sistema político chileno no podría concluir sin hacerse cargo del argumento que sostiene que dicho sistema no pasa por ninguna dificultad grave; que lo que aquí se llama “crisis de legitimidad” es solo un problema de actitud, de “humor”, sin ningún factor estructural en juego. En defensa de esta posición se argumenta, por ejemplo, que el problema no es de Chile, sino del mundo. Y que en comparación, no estamos tan mal. Por supuesto, quienes sostienen eso llevan algo de razón. Pero están equivocados respecto del fondo del problema. En los últimos años el mundo ha estado marcado por la irrupción de liderazgos anti-establishment, así como por eventos que denotan la inminencia de procesos de polarización y conflicto y que se dan en un contexto de migraciones masivas, xenofobia, auge del nacionalismo y permanente amenaza de terrorismo. Con este trasfondo y desde un prisma parroquial, la crisis chilena puede ser pensada como menor o ilusoria. En esta variación nos consolamos como tontos (por aquello del “mal de muchos”); y pensamos que la clave del problema está en que el menos malo logre sintonizar con la opinión pública y gane la próxima elección (sea quien sea el/la que cada uno prefiera). Esperamos que, entonces, sea posible cambiar el humor y la actitud y recomponer las confianzas (ver columna “Haciendo política a punta de eslóganes y sin poder dejar contento a nadie”).
A diferencia de quienes se conforman pensando que Chile no está tan mal, argumentaré que la crisis chilena es la manifestación local de algo muy grave: el agotamiento de un modelo que logró compatibilizar capitalismo y democracia. Hoy ya no parece posible que sigan siendo compatibles
De ilusiones parecidas está repleto el mundo contemporáneo. Por ejemplo, en Francia, la prensa y los ciudadanos convirtieron el liderazgo personalista y outsider de Emmanuel Macron en un liderazgo “salvador”. Aunque como outsider carga un enorme signo de interrogación, su condición de “el menos malo” le permitió proyectarse como garante de un orden que está en franca decadencia (la Francia contemporánea es el epítome de la crisis del capitalismo democrático de posguerra). En Macron se expresa la ilusión de que es posible soslayar la profunda ruptura que sufre el capitalismo democrático; que es posible recomponer las confianzas y darle otra vuelta más a la tuerca, sin que se rompa. A diferencia de quienes se conforman pensando que Chile no está tan mal, argumentaré aquí que con sus características y especificidades (las que han sido el foco de las columnas anteriores), la crisis chilena es la manifestación local de algo muy grave: el agotamiento de un modelo económico y de gobernanza que, desde la Segunda Guerra Mundial hasta hoy logró compatibilizar capitalismo y democracia representativa. Hoy ya no parece posible que democracia y capitalismo, tal como los hemos venido practicando hasta ahora, sigan siendo compatibles. También argumentaré que esta crisis del “capitalismo democrático” es una crisis final, pues se encuentra determinada por contradicciones profundas entre algunos elementos clave de este modelo. En Europa, esa crisis se vive hoy como una crisis de la socialdemocracia, pero en realidad es una crisis sistémica. En otras palabras, no es un problema de “humor” ni de actitud. Tampoco es la decadencia de un sector político. Es una crisis estructural.
Obviamente, el argumento sobre la crisis estructural del capitalismo no es nuevo y remite a una tesis clásica de Carlos Marx. Según Marx, la contradicción fundamental del capitalismo está dada por el choque entre el carácter social de la producción económica (acrecentada constantemente por la división del trabajo y la tecnificación) y la apropiación privada de los frutos de dicha producción (en manos de una clase de capitalistas cada vez más concentrada). El capitalismo, según Marx, es portador de la semilla de su propia destrucción al acrecentar la lucha entre la clase capitalista y los proletarios cuyos intereses son plenamente inconsistentes.
El liberalismo supone que los mercados pueden funcionar de forma desregulada. Pero con ello el liberalismo se dispara en los pies, pues los mercados dependen de resortes institucionales para funcionar”.
Pero Marx no está solo en su crítica respecto a las contradicciones inherentes en el capitalismo. En una columna anterior hice referencia a la tesis de Karl Polanyi sobre cómo los mercados están constituidos políticamente y cómo la institucionalidad política es lo que les permite funcionar de modo adecuado (ver columna “Sin líderes, ni estrategias y a paso firme hacia lo desconocido”). El liberalismo supone que los mercados pueden funcionar de forma desregulada, sin generar disrupciones radicales en la economía. Pero con ello el liberalismo se dispara en los pies, pues los mercados dependen de resortes institucionales (por ejemplo, los que garantizan el derecho de propiedad o la regulación laboral). Y esos resortes requieren contar con legitimidad política y social. Dicho de otro modo, las “reglas claras” y la confianza que hoy tanto añoran los empresarios dependen de la legitimidad social e institucionalización política. Si estos elementos se pierden, los agentes que operan en los mercados tienen que actuar con altos grados de incertidumbre y la crisis se torna inevitable (piense, por ejemplo, en lo que significa hacer negocios en zonas conflictivas de La Araucanía). Es por esa razón que la crisis actual no es solo una crisis de la socialdemocracia. El liberalismo de mercado también está cercado. Comentando el triunfo de Donald Trump en Estados Unidos hice referencia al trabajo del biólogo e historiador Peter Turchin, quien también posee una mirada crítica sobre el presente (ver “Trump, el fin de la cooperación y el inicio de un ciclo de violencia”). Aplicando conceptos de la ecología y la dinámica poblacional, Turchin desarrolló un modelo que analiza el auge y caída de los imperios desde la antigüedad hasta hoy (véase War, Peace, and War) en una clave que desafía las perspectivas lineales y teleológicas de la evolución humana (la idea de que la historia se dirige hacia un punto de llegada ideal).
Las ‘reglas claras’ y la confianza que añoran los empresarios dependen de la legitimidad social e institucionalización política. Sin estos elementos, los agentes tienen que actuar con altos grados de incertidumbre y la crisis se torna inevitable”.
De acuerdo a su análisis, desde tiempos inmemoriales las sociedades humanas se estructuran sobre sucesivos ciclos de cooperación y violencia. En su más reciente libro (Ages of Discord) Turchin aplica ese modelo a la sociedad estadounidense contemporánea y concluye que este país se encamina a un ciclo de violencia. La alternancia que propone Turchin se contrapone directamente con la tesis (teleológica) del “fin de la historia” de Francis Fukuyama, emblema del “triunfo” del capitalismo democrático en los ´90. Según Turchin, cuando una sociedad coopera y crece, llega un momento en que topa con problemas estructurales para seguir creciendo, tornándose víctima de su propio éxito. Estos constreñimientos (el agotamiento de los recursos naturales en sociedades pre-industriales o el crecimiento de la desigualdad en sociedades modernas donde una proporción creciente de la población aspira a ocupar posiciones de elite), disparan procesos de conflicto interno que derivan en una caída de la cooperación social y en la consolidación de un ciclo marcado por el conflicto interno, la violencia y la decadencia social. En la misma línea se puede ubicar a Wolfgang Streeck, sociólogo y cientista político que encabezó el Instituto Max Planck en Alemania y quien recientemente publicó dos libros muy influyentes: Buying Time (“Comprando tiempo”, 2014) y How Capitalism will end? (“¿Cómo va a terminar el capitalismo?”, 2016). En ellos desmenuza la crisis del capitalismo de posguerra y argumenta que los problemas que hoy vive Europa son estructurales y no tienen solución a la vista. Al igual que Turchin, Streeck pronostica el advenimiento de un período de “entropía” (tendencia al desorden), en que el conflicto y la lógica del “sálvese quien pueda” marcarán el devenir de interacciones sociales crecientemente predatorias. A nivel individual, Streeck avisora a una sociedad pautada por “vidas a la sombra de la incertidumbre, siempre en riesgo de ser afectadas por eventos sorpresivos, distorsiones impredecibles, y crecientemente dependientes de la capacidad de improvisación individual, los recursos que cada quien posea, y la suerte”. A nivel social prevé una larga transición hacia un orden post-capitalista, la cual estará marcada por soluciones institucionales precarias y por la ausencia de una acción política coordinada y legítima, capaz de proveer una solución viable a la crisis (asunto que en el caso chileno abordé en la columna “Por qué la elite política no puede entender lo que quiere la sociedad”).
Los Estados-Nación se encuentran atenazados por la imposibilidad de compatibilizar dos necesidades: satisfacer las demandas del capital financiero y las de sus ciudadanos”.
En ese contexto, es muy probable que la actual desigualdad crezca, salvando a unos y condenando, aún más, a otros. Aunque el punto de llegada, así como la dinámica histórica que plantea Streeck, es similar a la de Turchin, su análisis permite entender de forma mucho más concreta, la trayectoria y los límites del modelo de desarrollo que se consolidó en las economías centrales durante la posguerra. Los párrafos que siguen intentan sintetizar los factores clave que sustentan el diagnóstico de Streeck.
Desde los ‘70, anota Streeck, se han producido en la economía mundial dos transiciones muy relevantes. Por un lado, pasamos del consumo de bienes durables e indiferenciados, que atendían necesidades básicas de un porcentaje importante de la población (por ejemplo, refrigeradores), al consumo de productos cada vez menos durables (obsolescencia programada), muy diferenciados (por ejemplo, los múltiples modelos de teléfono disponibles que funcionan como marcadores de estatus social) y muchas veces destinados a satisfacer necesidades suntuarias. De alguna manera, argumenta Streeck, el dinamismo económico depende de la producción de ese nuevo tipo de producto, y del mercado financiero que nos permite acceder a créditos para consumir. Mientras tanto, la espiral de consumo ha puesto al límite la sustentabilidad ambiental del planeta, generando, especialmente en los países periféricos, un sinnúmero de catástrofes ambientales. Vivimos, así, en una sociedad en que comprar cosas que no necesitamos se nos ha vuelto casi imprescindible, aún si eso significa endeudarse y sacrificar futura calidad de vida, tanto a nivel individual como colectivo.
Si tiene dudas respecto a quién ha tenido más influencia sobre los sistemas políticos (si el capital financiero o los ciudadanos), compare la regulación de los derechos de propiedad con la regulación de los derechos laborales”.
Por otro lado, argumenta Streeck, los Estados nacionales han evolucionado desde Estados cobradores de impuestos (“tax states”) y con capacidad de solventar pactos sociales vía la redistribución de recursos entre capital y trabajo, hacia Estados deudores (“consolidation states”). En este movimiento, el sector financiero internacional que asistió a los Estados quebrados de fines de los `70 y `80 proveyendo inyecciones de capital, comenzó a presionar por condiciones que permitieran el repago de deudas por parte de los Estados. Esas condiciones implicaron recortes permanentes en el gasto público y, con ello, generaron también nuevas oportunidades de inversión al capital privado (vía privatizaciones, por ejemplo), siempre y cuando las economías nacionales fueran lo suficientemente sanas y desreguladas. En ese movimiento, y tras el abandono del tipo de cambio fijo acordado en la conferencia de Bretton Woods, el capital se “liberó” de los espacios nacionales y comenzó a moverse buscando mejores condiciones de rentabilidad. Desde entonces, según Streeck, creció la capacidad del capital financiero de presionar sobre cada economía, extrayendo renta de sectores asalariados nacionales y generando, paulatinamente, la crisis económica, política y social que hoy debe enfrentar Europa.
Siguiendo la tendencia dominante en economía y la obsesión por identificar las causas precisas de un fenómeno (para diseñar y vender una propuesta de solución), la ciencia política contemporánea ha perdido, en mi opinión, capacidad de entender y describir la complejidad de la realidad social”.
Como resultado, el 1% más rico que en el pasado era sujeto del cobro de impuestos, se ha convertido en acreedor de Estados nacionales quebrados, que deben recurrir al endeudamiento para intentar que la economía siga funcionando. De acuerdo a la estimación recientemente publicada para veinte países europeos y Estados Unidos durante el período 1800-2013 por Kenneth Scheeve y David Stasavage (Taxing the Rich, A History of Fiscal Fairness in the United States and Europe), la tasa de impuesto marginal máxima (aquella que se aplica a los más ricos en cada sociedad) evolucionó, en promedio, desde cero % al final de las guerras napoleónicas hasta 65,2% en 1952. Dichas tasas se mantuvieron en torno al 70% hasta principios de los años 70, declinando sostenidamente a partir de entonces. En 2013, la última estimación que presentan los autores, la tasa promedio alcanzó el 38%. Streeck puntualiza que no es la primera vez que el capitalismo enfrenta una crisis profunda. De hecho, desde los ´70 se han sucedido cuatro etapas diferentes y crecientemente preocupantes (ver recuadro “Posponiendo la crisis”). De ellos se salió con medidas que permitieron “ganar tiempo” pues lograron compatibilizar temporalmente dos elementos clave para la existencia del capitalismo democrático: garantizar la rentabilidad de la inversión del 1% más rico, y lograr la sustentabilidad del crecimiento económico en beneficio de la mayoría de la población. El problema actual es que no parece posible encontrar nuevos trucos para lograr esos dos objetivos. Por el contrario, sostiene Streeck, se han consolidado tres tendencias que se refuerzan mutuamente y que atentan contra ese doble objetivo: menores tasas de crecimiento, mayores niveles de desigualdad y niveles crecientes de endeudamiento público y privado. El 1% más rico sigue aumentando su riqueza, pero en muchos países el resto de la sociedad se ha estancado. Nadie sabe muy bien qué pasará si la economía no vuelve a crecer pronto. Pero por el momento seguimos en una fuga hacia adelante. La tendencia hacia futuro no es esperanzadora. El tipo de innovación que se impone sugiere que el crecimiento económico podría depender de la destrucción de empleos (vía la sustitución de trabajo humano por tecnología, en un orden de magnitud mucho mayor que el observado desde la revolución industrial). Esto alimentaría más la disociación entre crecimiento y capacidad de reducir las desigualdades sociales (ver columna “Sin líderes, ni estrategias y a paso firme hacia lo desconocido”).
La tendencia que ha seguido la desigualdad merece un breve excurso para comprender los complejos desafíos que enfrenta el capitalismo democrático. Como ilustra Thomas Piketty en su libro El Capital en el Siglo XXI, la desigualdad ha aumentado dramáticamente en función de los mayores retornos al capital (quienes poseen activos financieros y los vuelcan al financiamiento de deuda).
Al examinar la sociedad estadounidense contemporánea el biólogo e historiador Peter Turchin ha concluido que ese país se encamina a un ciclo de violencia”.
Dichos retornos no solo estimulan la desigualdad al interior de los países, sino también entre países, como lo muestra la evidencia recopilada por Branko Milanovic, descrita en su reciente libro Global Inequality. A New Approach for the Age of Globalization. El aumento de la desigualdad dentro de cada país y entre los países genera consecuencias relevantes para la política. Por un lado, a pesar de su crisis, las economías centrales continúan atrayendo millones de migrantes anualmente. La llegada de migrantes a economías menos dinámicas y la presión que eso genera sobre un “estado de bienestar” cada vez más flaco, alimenta la xenofobia y el nacionalismo. Por otro lado, en cada sociedad, la concentración de la riqueza ha dado lugar al surgimiento de grupos numéricamente pequeños, pero con altísima capacidad de presión política dado su poder económico. Jeffrey Winters sugiere que las democracias actuales funcionan en realidad como oligarquías civiles, en las que los súper-ricos son capaces de distorsionar la política pública a su favor (por ejemplo, vía el financiamiento de la política y el lobby, pero también vía mecanismos de poder estructural como la concentración de medios de comunicación o la capacidad de hacer que “la economía grite”). Según Winters, en la oligarquía civil, aún cuando se respetan las formas democráticas, el poder político y el económico se fusionan, distorsionando una regla básica del juego democrático: “un ciudadano, un voto”.
Al igual que Turchin, Streeck pronostica el advenimiento de un período de ‘entropía’ (tendencia al desorden), en que el conflicto y la lógica del ‘sálvese quien pueda’ marcarán el devenir de interacciones sociales crecientemente predatorias”.
En este tipo de régimen, argumenta también Streeck, los grupos oligárquicos comienzan a percibir que su suerte está disociada de la de sus conciudadanos, viviendo en realidades paralelas. A su vez, según Streeck, este contexto de desigualdad, así como la extensión y naturalización de prácticas non-sanctas asociadas al éxito en la especulación financiera (como el insider trading: realizar operaciones con información privilegiada), da pie a un proceso de corrosión de la moral de la sociedad. Cuando estas prácticas se generalizan, el “abuso” y el “lucro” por parte de los poderosos se politiza y las confianzas se “rompen” (ver columna “Por qué la elite política no puede entender lo que quiere la sociedad”). Paradojalmente, mientras los medios, las redes sociales y la ciudadanía condenan la colusión entre la elite política y económica y se presiona por más transparencia, en un movimiento que termina por profundizar la desconfianza (fenómeno que abordé en el texto “Apagando el incendio con bencina: cómo la obsesión por la transparencia puede dañar la democracia”), también se generan condiciones para que en la vida cotidiana de los barrios se legitimen actividades ilegales: “si los políticos son todos ladrones…” (ver columna “Crimen organizado: la amenaza al sistema político chileno que se ignora”).
El análisis expuesto muestra que los Estados-Nación, las entidades soberanas que desde el fin de la edad media han articulado economía, sociedad y gobierno en occidente, se encuentran atenazados por la imposibilidad de compatibilizar dos necesidades: satisfacer las demandas del capital financiero y satisfacer las demandas de sus ciudadanos.
A nivel individual, Streeck prevé a una sociedad pautada por ‘vidas siempre en riesgo de ser afectadas por eventos sorpresivos, distorsiones impredecibles, y crecientemente dependientes de la capacidad de improvisación individual, los recursos que cada quien posea, y la suerte’”.
Como documenta el reciente libro de Daniela Campello (The Politics of Market Discipline in Latin America: Globalization and Democracy), los sistemas políticos de nuestro continente sufren presiones cada vez mayores para representar los intereses del capital financiero frente a los intereses de los votantes. Si tiene dudas respecto a quién ha tenido más influencia sobre los sistemas políticos nacionales (si el capital financiero o los ciudadanos), compare la regulación de los derechos de propiedad con la regulación de los derechos laborales en las sociedades actuales. Pero la serpiente se muerde la cola. Si bien el capital financiero posee muchísimo más poder estructural que los ciudadanos, las condiciones para su crecimiento y reproducción dependen de la estabilidad que los sistemas políticos actuales no pueden garantizar, dada su creciente ilegitimidad social. Durante algún tiempo se pensó que el modelo de gobernanza multi-nivel que progresivamente se instauró en Europa bajo la Unión Europea (especialmente desde el Tratado de Maastricht en 1993) proveería un nuevo modelo para recobrar la legitimidad perdida y re-articular economía, política y sociedad a nivel supra-nacional (sobre este punto, véase el libro Multi-Level Governance and European Integration, de Gary Marks y Liesbet Hooghe). En este modelo, los Estados-Nación cedían soberanía hacia arriba (hacia los organismos supra-nacionales con sede en Bruselas) y hacia abajo (hacia localidades que podían recurrir a los mismos organismos supra-nacionales, bypaseando a los Estados-Nación de los que eran formalmente parte).
Streeck argumenta que los Estados nacionales han evolucionado desde Estados cobradores de impuestos –capaces de solventar pactos sociales vía redistribución de recursos-, hacia Estados deudores. Como resultado de eso, el 1% más rico se ha convertido en el acreedor de los Estados”.
Con este modelo se buscaba compatibilizar las demandas del capital financiero, así como recomponer un modelo de gobierno que otorgase una nueva forma de representación ciudadana, que atendía también a crecientes demandas por devolver poder hacia ordenes locales (descentralización). Pero, nuevamente, la innovación institucional que buscaba reconstituir y relegitimar la política se quedó corta. Así lo demostró hace ya algunos años el fallido intento de ratificación de la constitución europea, como también, más recientemente, el Brexit. La vuelta a lo local, vía descentralización, también se ha quedado corta respecto a su promesa de reconstituir la política (ver columna Perú ¿el futuro político de Chile?). También frecuentemente, en comunidades poseedoras de recursos naturales atractivos para el capital, la colusión entre actores políticos locales y empresarios ha contribuido a generar dinámicas predatorias, desastres ambientales, y la irrupción de conflictos sociales. En síntesis, aunque aceptemos la máxima sostenida por Winston Churchill en su famoso discurso frente a la Cámara de los Comunes en 1947 (“…se ha dicho que la democracia es la peor forma de gobierno, excepto por todas las otras formas que han sido probadas de vez en cuando»), debemos asumir que el modelo de democracia liberal/representativa sufre una crisis profunda, que no ha podido solucionarse con las innovaciones institucionales que se han intentado. Esa imposibilidad radica en la incompatibilidad creciente entre la institucionalidad democrática y las dinámicas de producción económica y de acumulación de riqueza que se han ido consolidando en la economía global. Encontrar mecanismos institucionales que disminuyan dicha incompatibilidad se ha vuelto hoy una quimera.
El excelente último libro de Wolfang Streeck incurre, no obstante, en una falsa promesa. Aunque su título (How capitalism will end?) promete analizar cómo terminará el capitalismo (democrático), el libro solo analiza por qué dicho modelo está en crisis y por qué la crisis puede durar mucho y su desenlace es imprevisible. En esto, y a su favor, el análisis de Streeck abandona el materialismo histórico y la teleología del marxismo clásico: no hay punto de llegada claro, ni un mecanismo que nos permita transportarnos hacia la nueva (y mejor) vida del hombre nuevo. La contradicción entre el título y el contenido del libro de Streeck da pie, en mi opinión, a una reflexión final sobre el contenido de esta serie. Esa reflexión es también y fundamentalmente, una reflexión sobre el rol de las ciencias sociales en la sociedad. Muy frecuentemente, al discutir argumentos que he desarrollado aquí en la sala de clases o en conversaciones casuales con colegas y amigos, me he topado con las siguientes interrogantes: “¿Y cómo salimos de esto?” “¿Cuál es la solución?” “¿Pero…? Tiene que haber una forma de arreglar esto”.
La tendencia hacia futuro no es esperanzadora. El tipo de innovación que se impone sugiere que el crecimiento económico podría depender de la destrucción de empleos”.
Y recurrentemente he tenido que responder que no tengo ni idea. En un contexto en que se espera que las ciencias sociales aporten “soluciones” de política pública (ojalá basadas en evidencia, “evidence-based public policy innovations”) mi respuesta, aunque completamente honesta, resulta obviamente insatisfactoria. Siguiendo a la tendencia dominante en economía y a la obsesión por identificar las causas precisas de un fenómeno determinado (para con ello diseñar y vender una propuesta de solución), la ciencia política contemporánea ha perdido, en mi opinión, capacidad de entender y describir la complejidad de la realidad social. Y es dicha complejidad que hemos dejado de comprender, la que las más de las veces hace que las soluciones necesariamente simplistas que intentamos “vender” cuando realizamos asesorías o consultorías, terminen fracasando. Durante dos décadas, por ejemplo, hemos recomendado reformas institucionales (por ej., cambio en las reglas electorales, descentralización, normativas de financiamiento electoral, etc.) para consolidar sistemas de partido más estables y representativos en la región. Casi cada una de las reformas institucionales recomendadas terminó contribuyendo al colapso de sistemas de partidos tradicionales, sin lograr institucionalizar uno nuevo. Con razón usted se preguntará ahora, ¿cuál es entonces la función social de una profesión como la nuestra? En mi opinión, en nuestro rol público, lo mejor que podemos hacer es generar interrogantes donde otros ven certezas, e intentar iluminar así, realidades que se esconden en los márgenes de la “normalidad”. A pesar de los múltiples síntomas anotados en esta serie respecto a la crisis del sistema político chileno, son varios los colegas que aún argumentan que Chile sigue teniendo un sistema de partidos estable e institucionalizado, persistiendo en análisis “normales” sobre, por ejemplo, los procesos electorales. Y en términos comparativos, nuevamente, tienen razón. Pero aún corriendo el riesgo de estar equivocado y de exagerar el diagnóstico, me parece más productivo socialmente generar un diagnóstico menos benigno, analíticamente más pesimista. Ese tipo de diagnóstico también nos permite, creo, complejizar la mirada y cuestionar las soluciones simples que usualmente se nos proponen. Comentando la reciente asunción de Macron en Francia, Andronico Luksic twiteó: “Devolver la confianza… algo tan necesario también en nuestro país y que debe ser prioridad de un próximo mandato”. En su carrera hacia la presidencia de la CPC, Alfredo Moreno el ex canciller del gobierno de Sebastián Piñera, también hizo énfasis en que los chilenos tenemos que “cambiar de ánimo, recomponer las relaciones entre las personas, que se han deteriorado, reconstruir también las instituciones; no seguir alardeando con la desconfianza; creer en lo que somos capaces». Desde el otro extremo del espectro ideológico, Ricardo Lagos tituló el libro con el que lanzó su campaña presidencial: “En vez del pesimismo”. Mientras tanto, la pre-candidata del Frente Amplio Beatriz Sánchez hizo de “Confianza que cambia Chile” su lema de campaña, declarando recientemente: “Espero un país mucho más amable, con menos rabia y más feliz”.
El 1% más rico sigue aumentando su riqueza, pero en muchos países el resto de la sociedad se ha estancado. Nadie sabe muy bien qué pasará si la economía no vuelve a crecer pronto. Pero por el momento seguimos en una fuga hacia adelante”.
¿De qué nos sirve una postura de “pesimismo analítico” ante esta andanada de buenas intenciones? Para ser claros, seguramente prometer recuperar las confianzas contribuya al triunfo electoral de quien termine ganando la próxima elección presidencial. No obstante, debemos tener claro que el problema de la confianza está lejos de ser el fundamental o la llave de un futuro mejor y más próspero. Aunque esa certeza no sirva más que para ganar un poco de perspectiva respecto a la noticia o tendencia del momento, también debería servir, ojalá, para contribuir a generar un clima en que surjan, con más sentido de urgencia, múltiples y diversas “soluciones” tentativas pero analíticamente más densas, las que ojalá contribuyan a hacernos la vida un poco mejor. Mientras tanto, desconfíe de las soluciones simples que nos ofrece el sistema político y los gurúes de las políticas públicas.
RECUADRO
Según Streeck, la trayectoria de las economías nacionales europeas hacia la actual crisis ha tenido cuatro fases: la crisis inflacionaria global de los ‘70, la explosión de la deuda pública en los ‘80, el incremento de los niveles de endeudamiento privado en los ‘90, y la crisis de los mercados financieros de 2008. En esta secuencia, las “soluciones” implementadas para cada crisis se tornaron en problemas a ser solucionados la década siguiente. Así, la inflación de los ‘70 dio paso al desempleo, dado que la distorsión de los precios relativos de las economías centrales hizo que los inversionistas se abstuvieran de invertir, generando estancamiento económico. La solución que se buscó fue endeudar al Estado. Pero fue una solución temporal, pues el incremento de la deuda pública, atizado por la necesidad de responder a la estanflación (inflación con estancamiento económico), generó en los ‘90 presiones crecientes para impulsar políticas de austeridad y de recorte de gasto público, buscando tranquilizar a los tenedores de deuda pública. Mientras tanto, la solución que se encontró para contener las demandas de clases medias golpeadas por el recorte del gasto estatal y el estancamiento económico, fue facilitar el acceso a créditos. Así, el endeudamiento privado y el consumo que este facilitó, suplió al gasto estatal en términos de alimentar la demanda agregada de las economías. No obstante, el endeudamiento fácil generado por un mercado de créditos crecientemente desregulado, terminó inflando las burbujas financieras que explotaron en 2008. Y desde entonces, los bancos centrales de los países desarrollados (y el Banco Central Europeo) no han parado de comprar deuda de fondos de inversión privada, en un doble movimiento: de rescate a la especulación financiera (¡parte significativa de cuyo capital lo componen los fondos de pensión de los ciudadanos!) y en el intento de estimular la demanda vía la inyección de dinero en las economías (“quantitative easing”). No obstante, los resultados han sido magros. En Japón, por ejemplo, luego de diez años de esta política el crecimiento económico continua siendo, a lo más, anémico y las presiones deflacionarias (hacia la caída de la inflación) no han cedido; lo que a su vez vuelve menos valiosos los activos que el banco central compró al capital financiero.
“Agradezco el financiamiento del Núcleo Milenio para el Estudio de la Estatalidad y la Democracia en América Latina (RS130002) y del proyecto Fondecyt 1150324; a CIPER por el espacio brindado y muy especialmente al periodista Juan Andrés Guzmán por la idea de desarrollar esta serie, así como por su permanente estímulo y ayuda para lograr ‘traducir’ mis borradores en textos legibles para el lector. También agradezco varias rondas de comentarios de Sergio Toro, Fernando Rosenblatt, Cristián Pérez, Alfonso Donoso y Patricio Bernedo. Obviamente la responsabilidad por las opiniones vertidas en la serie es personal”.