Médicos ayudaron a engañar a los padres:
Los niños dados por muertos que el cura Gerardo Joannon entregó para adopción
11.04.2014
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Médicos ayudaron a engañar a los padres:
11.04.2014
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Sacerdote Gerardo Joannon y las adopciones irregulares: “Yo les hacía el contacto a las familias con el doctor”
Adopciones irregulares II: Habla Matías Troncoso, otra de las guaguas dadas en adopción por el doctor Monckeberg
Ese 1º de febrero de 2004, Pilar tuvo desde la mañana presente su compromiso de las 20:00. Si bien ella era de misa diaria, en las que participaba activamente, ya sea en el coro o en las lecturas, las que se oficiaban el 1º de febrero tenían un significado especial para ella y para el sacerdote que las celebraba: Gerardo Joannon. Significado que se llenaba de sentido al momento de rezar la plegaría eucarística en honra de los difuntos: “Recuerda a tu hijo/a a quien llamaste de este mundo a tu presencia; concédele que, así como ha compartido ya la muerte de Jesucristo, comparta también con él la gloria de la resurrección”.
-Se hacía un momento de recogimiento y nosotras sabíamos que ahí se pedía internamente por la guagua que Pilar había perdido ese mismo día de 1983, siendo madre soltera. Pero ése era un drama que, si bien varias de sus amigas sabíamos, no se hablaba por respeto a ella. Uno percibía que siempre a finales de enero y principios de febrero ella andaba más sensible -relató a CIPER una amiga de Pilar.
Lo que no imaginó ninguno de los que llegaron ese primero de febrero de 2004 a la misa, es que ésa sería la última que se celebraría en recuerdo de la niña muerta. Ya que la recién nacida que Pilar y algunas de sus amigas creían muerta, ¡estaba viva! Había sido “regalada” a otra familia al nacer y desde los 12 años buscaba a sus padres biológicos, a quienes encontraría justo un mes antes de ese 1 de febrero de 2005, cuando cumplió 22 años.
La súbita aparición de la hija de Pilar, a la que todos creían muerta, no sería el único caso. La investigación de CIPER pudo constatar que fueron varias guaguas de jóvenes solteras y embarazadas las que, en las décadas del ’70 y ’80, fueron entregadas irregularmente en adopción a otras familias. En ocasiones, engañando a los padres biológicos, haciéndoles creer que el bebé había nacido muerto; en otras, convenciendo a la madre soltera de que esa era la mejor opción para el futuro del recién nacido.
Los hechos que aquí se relatan fueron confirmados a CIPER por el sacerdote Gerardo Joannon (ver entrevista). Las adopciones irregulares contaron con la colaboración de, a lo menos, diez ginecólogos y familiares de las jóvenes embarazadas. El sacerdote tiene claro que en la mayoría de los casos en que intervino, eran los padres de la niña embarazada los que tomaban la decisión. Pero también dice haberse enfrentado a jóvenes que no querían ser madres.
Fue así que se organizó el sistema de adopción. “Yo les hacía el contacto a las familias con el doctor”, relató Gerardo Joannon a CIPER.
Todo se facilitó por la amistad que unía al sacerdote y a su familia con algunos conocidos ginecólogos de la época. A ellos recurría Joannon cuando alguna familia se le acercaba a pedirle ayuda porque su hija soltera había quedado embarazada. Lo primero que hacía –afirma el sacerdote- era intentar convencer a la joven de que la mejor opción era que se ocultara por unos meses del resto de amigos y familiares, que tuviera la guagua y de inmediato la diera en adopción. Pero cuando la joven insistía en conservar a su hijo y rechazaba tajantemente la adopción, otro plan entraba en acción. ¡La guagua nacería muerta! Para que ese plan tuviera éxito requería de un elemento clave: un compromiso de riguroso silencio de todos los que estaban al tanto de la verdad. Y así se hizo.
Ha sido difícil entrevistar a las pocas madres que aceptaron hablar. El dolor se palpa en cada sílaba. La mayoría lo hizo bajo petición de reserva absoluta de su identidad. Otras quisieron dar sus nombres. Para que todos supieran cómo se fraguó, según afirmaron, una práctica habitual en determinados círculos y que provocó tanto daño. CIPER decidió mantener bajo reserva los nombres de todos los directamente afectados. No hicimos lo mismo con otros actores involucrados y cuya participación nos fue confirmada por varios testigos. Algunos reconocieron los hechos que aquí se relatan, amparándose en una “decisión cristiana”. Otros, se negaron a hablar: sacerdotes que se escudan en el “secreto de confesión” y doctores que alegan que los hechos ocurrieron “hace ya muchos años”.
Muchos de los protagonistas han muerto. Otros aún viven y desean mantener los hechos en el más estricto secreto. Aquí entregamos algunas de las historias que CIPER reconstruyó.
El martes 1º de febrero de 1983, cinco nacimientos registró la Clínica Santa María. Uno de los recién nacidos fue una niña que su madre, una joven estudiante soltera, dio a luz por cesárea. Atendida por el doctor Gustavo Monckeberg Barros (falleció en 2008), esta joven que no había presentado problemas durante su embarazo, al despertar de la anestesia, supo que su niñita había muerto.
Francisco, el padre de la niña, no había sido avisado ni por la joven ni por la familia de ella de que el nacimiento de su hija era inminente. Que su hija nacería ese 1º de febrero. Lo único que recuerda como si fuera hoy es la voz fría y cortante del padre de su ex polola, anunciándole esa tarde que su hija venía con problemas y había fallecido.
El joven que tenía entonces 23 años, y que vivía con sus padres, colgó el auricular. Demoró varios minutos antes de poder reaccionar. Cuando finalmente se encontró frente a su madre y le comunicó la noticia, lloró. La sucesión de hechos ha quedado nítida en su memoria: él abrazado a su madre delante de una estampa de la Virgen María, rezando tres padres nuestros. Una forma de mitigar el dolor.
No faltaron quienes en el entorno familiar comentaron que esa era la voluntad de Dios. La niña habría nacido en un hogar mal constituido, hija de una madre soltera. Algo que en los años 80 seguía siendo como una mancha para ciertas familias, dispuestas a hacer muchas cosas reñidas con la moral cristiana con tal de ocultar aquello que era considerado un “gran pecado”.
Para Francisco, en cambio, lo sucedido era una verdadera tragedia. Sus mejores amigos, que sabían que él deseaba asumir esa paternidad y enfrentar “el qué dirán”, fueron llegando a su hogar a medida que la noticia se iba esparciendo. Otros lo llamaban por teléfono para consolarlo.
Una de esas llamadas, lejos de calmarlo lo perturbó aún más: “Oye, algo raro hay en esta historia, averigua, porque lo que yo sé es que esa guagua no murió. La entregaron en adopción”. Luego de masticar lo que su amiga le había relatado, el joven consultó con los suyos y acompañado de un familiar se dirigió a la Clínica Santa María:
-Fue allí donde Francisco se enteró de que efectivamente su guagua no había muerto. Hablaron con enfermeras y auxiliares, y una de ellas le contó lo que había ocurrido: había presentado una leve ictericia al momento de nacer y muy pronto la pequeña había sido derivada a otra clínica de Santiago. Ya no había rastro de la niña -relató a CIPER uno de los amigos de la familia de Francisco.
Pasaron algunos días, hasta que finalmente Francisco decidió enfrentar al ginecólogo que había traído la niña al mundo: el doctor Gustavo Monckeberg. En esa reunión el joven tuvo la confirmación oficial de que su hija estaba viva. El doctor Monckeberg así se lo reconoció, al tiempo que le explicó que la niña había sido entregada en adopción por decisión familiar y del sacerdote Gerardo Joannon. Que lo único que a él le habían informado es que el padre de la guagua, cuyo nombre no conocía, era un desquiciado, que le había hecho mucho daño a Pilar, razón por la cual habían adoptado esa drástica solución.
Lo que ese día le dijo el doctor Monckeberg a Francisco fue confirmado a CIPER por una persona que trabajó estrechamente con el médico en esos años y que pidió reserva de su identidad, consciente de que no había sido el único caso:
-El doctor me confidenció lo ocurrido con este joven en la época. Estaba muy disgustado, porque cuando el padre de la pequeña lo enfrentó, pasó un momento muy desagradable. El doctor estaba convencido de que la decisión de entregar a la niña en adopción era de la madre y de su familia; y que efectivamente el padre, un desquiciado, se había desentendido. Cuando supo que le habían mentido, se indignó.
Premunido de este nuevo testimonio que confirmaba que su hija estaba viva, Francisco enfrentó al padre de Pilar, quien le insistió que la guagua había nacido muerta. Incluso le habló de un certificado de defunción que nunca le mostró, porque el joven terminó siendo expulsado de la casa.
En su entorno, Francisco no encontró ya más apoyo para persistir en que su hija estaba viva. Para muchos su tesis comenzó a ser un escape al dolor. En otras palabras, una forma de locura.
– Francisco se sumergió en el mutismo. Preocupada, su familia lo sacó de Chile. Tal vez fue lo mejor para hacerlo escapar de esa locura que estaba viviendo, ya que todos pensábamos que la niña sí había nacido muerta. Para toda nuestra familia esa niñita había muerto en el parto. Nunca más se habló del tema. Hasta enero de 2005…, cuando supimos que Francisco tenía razón –cuenta uno de sus familiares.
-A los 20 años me quedé esperando guagua, lo que no le gustó nada a mi pololo. Y menos cuando le dije que estaba feliz y que yo sí quería tener a esa guagua. Estaba decidida a que, con él o sin él, yo iba a seguir adelante. Pero mi pololo me puso como condición de que si quería que siguiéramos juntos, teníamos que abortar -cuenta Carmen.
Carmen pertenecía al Centro Pastoral Juvenil (CPJ) de la Congregación de los Sagrados Corazones (padres franceses), comunidad a la que siguió ligada cuando terminó la enseñanza media. También mantuvo a su mismo director espiritual: el sacerdote Gerardo Joannon, quien además, era un amigo de su familia.
-Cuando les informé a mis padres que estaba embarazada, lo primero que dijo mi madre fue lo mismo que le escuché a mi pololo: que me hiciera un aborto. Mi respuesta fue tajante e inmediata: ¡No! Y les expliqué que estaba segura de querer tener esa guagua. “Pero, hija, no, ¡cómo!”, fue su lamento. Y ahí empezaron a decirme las típicas cosas que se decían en la época. Y la primera de todas fue que me iba a convertir en la vergüenza de la familia. Mi madre estaba muy enojada. En cambio mi padre, como buen ignaciano (estudió en un colegio jesuita), fue más abierto. Recuerdo que, en un momento, él me tomó de los hombros y me dijo: “No te preocupes, yo te voy apoyar siempre, vamos hacer lo que tú digas, ¡quédate tranquila!”. Mientras tanto, mi mamá, mucho más visceral, seguía insistiendo en que debía abortar y que cómo podía haberle hecho eso a ella. En el fondo, era como si yo le hubiera hecho algo a ella –recuerda Carmen.
Al poco tiempo de que Carmen le dio la noticia de su embarazo a sus padres, otro hecho trastocó la rutina de su hogar: la empresa donde trabajaba su padre lo trasladaba a Concepción. Carmen acababa de entrar a la universidad. A pesar de que su familia mantuvo la casa en Santiago, sus padres le dijeron que debía irse a vivir con ellos a Concepción. Los preparativos para la mudanza se iniciaron. Carmen relata:
-Lo terrible es que mi madre no se había dado por vencida. Insistía en que yo debía hacerme un aborto. El tiempo apremiaba. Ella me explicaba que no tenía nada de qué preocuparme, que nada me iba a pasar, que lo mejor era que me hiciera un aborto, que conocía a la persona adecuada para hacerlo, que sería muy fácil y sin riesgos. Cuando le replicaba que eso era matar a mi guagüita, ella me explicaba que no era verdad, que todavía no era un ser vivo, que uno iba a un lugar y como que con una cucharita te sacaban eso “que no era vida aún”. Lo único que atinaba a responderle era: “¡Para mí sí está vivo!”.
Como Carmen se negaba a abortar, su familia, o más bien dicho su madre, inició una nueva táctica:
-Un día apareció en mi casa el sacerdote Gerardo Joannon. Estaba invitado a comer. Pero no era una simple visita social. Esa noche me propuso que tuviera a mi guagüita, pero que una vez que naciera la diera en adopción. Mi respuesta fue también tajante: le dije que como yo había decidido que esa guagua de todas maneras la tendría, ni el aborto ni la adopción eran opciones para mí. Joannon fue muy persuasivo. Con voz mesurada y reflexiva comenzó a hablarme insistiendo en que era muy loable lo que yo pretendía, pero que debía ser menos egoísta y pensar en el futuro de mi guagua. En lo que era sin lugar a dudas lo mejor para el bebé. Me hablaba de que yo era muy chica para entender la responsabilidad que implica ser madre, de las carencias que le provocaría a ese niño no tener padre. Que para esa guagua iba a ser terrible… Que si yo había decidido hacer una opción por la vida, la segunda decisión era que esa guagua se criara en una familia bien constituida, no como hijo de una madre soltera. Que fuera normal…
Carmen recordaría por muchos años esa noche del verano de 1975. Y cada palabra de esa conversación. Hasta ese momento el diálogo se había desarrollado frente a sus padres. Pero en un momento en que Joannon insistía en sus argumentos a favor de la adopción, Carmen no pudo soportar más la presión y se largó a llorar. Con un potente “¡no!” y entre sollozos, se fue a su pieza. Pasaría mucho rato antes de que el sacerdote golpeara a su puerta, esta vez solo…
-Ahí le pedí que por favor me ayudara. Que me apoyara, porque yo quería tener esa guagua y no quería darla en adopción… El sacerdote Gerardo Joannon fue dos o tres veces más a mi casa antes de irnos a Concepción.
Carmen recuerda que una vez que se instaló en Concepción, se inició un periodo de relativa calma. Ingresó a la universidad y comenzó a prepararse para el nacimiento de su hijo, cuyo parto se anunciaba para julio. Incluso aprendió a tejer y le hizo vestimentas.
-Como en Concepción no me conocía nadie, yo iba feliz a la universidad con mi guata. Pero a mi madre le seguía complicando, y mucho, el que yo estuviera embarazada y sin libreta de matrimonio. Comenzó a darme instrucciones: “¡Cuídate!, ¡que nadie te vea!”. Para ella era muy importante que nadie lo supiera. Todo lo que decía me hacía sentir que era horroroso estar embarazada. Lo increíble es que eso que para ella era tan vergonzoso, a mí me hacía inmensamente feliz –recuerda Carmen.
Como su madre insistía en ocultarles su embarazo y su soltería a los pocos amigos que tenían en Concepción, ella aprovechaba la menor ausencia de su madre para decirles la verdad:
-Esa era mi realidad y yo estaba feliz. En la universidad me hice de amigas que me entendían y que me regalaban ropitas para mi guagua. Hasta que pasó algo que me hizo más feliz aún: tenía como seis meses de embarazo cuando me fue a visitar mi ex pololo. Me dijo que estaba arrepentido, que ahora él sí quería reconocer y darle su apellido a su hijo. Me impresioné muchísimo. No me lo esperaba: nunca más habíamos hablado desde que me fui de Santiago. Lo primero que hice fue contarles a mis padres.
La visita del pololo de Carmen ocurrió en abril de 1975. Sorpresivamente, en mayo, sus padres la mandaron a Santiago para que se hiciera un control ginecológico. Para su gran satisfacción, todo se desarrollaba en perfectas condiciones. El médico de la familia, el doctor Eduardo Keymer Fresno (falleció en 1979), le dijo que volviera a fines de mayo para el siguiente control.
-Salimos por la noche de Concepción. Viajé con mi papá. Se suponía que a la noche siguiente, después de mi control, nos regresábamos a Concepción… Me faltaban sólo cinco semanas para el parto. La consulta fue como a eso de las 3 de la tarde del viernes 30 de mayo de 1975. Cuando salí de la consulta, me fui directo a nuestra casa de Santiago, en el barrio El Golf, a esperar, porque el tren partía a Concepción en la noche.
Han transcurrido 39 años y a Carmen aún le cuesta hablar de lo que le ocurrió en la noche del 30 de mayo de 1975. Es evidente que no ha olvidado ni un solo detalle:
-De repente, empecé a sentir un dolor agudo en el vientre. Estaba con mi hermano menor cuando de improviso empezó a caer agua por entre mis piernas. “¡Uy!, parece que me hice pipí. ¡Qué es esto!”, le digo. No sé cómo pero muy pronto me di cuenta de que estaba a punto de tener a mi guagua… Comenzamos a intentar ubicar a mi padre, que aún no había regresado a la casa. Y también al doctor Keymer. No fue posible. Llamé a mi hermana mayor… No sabía qué hacer. Como a eso de las 19:00 ubicamos al doctor: me dijo que me fuera de inmediato a la Clínica Carolina Freire, que estaba ubicada en calle Maturana con San Pablo.
Carmen recuerda que cuando estaba lista para partir a la clínica, llegó a la casa su padre. Se sintió más segura. A partir de ese momento las imágenes se suceden:
-Sentía mucho dolor y yo gritaba. Mi última imagen es el doctor diciéndome “¡puja!, ¡puja!”, y de repente la película se hace borrosa hasta sumergirme como en un sueño mientras de lejos escuchaba que mi guagua venía con problemas… Luego sentí un grito y yo alcance a divisarla. Después las voces: “¡Hay que llevársela al Hospital Roberto del Río!”. Y no recuerdo nada más.
De lo que pasó después en esa clínica, Carmen no tiene ningún recuerdo nítido. Las imágenes vuelven desde el mismo minuto en que ella regresa a su casa en Santiago:
-Fue entonces que mi madre me dijo que mi niñita, porque era una niñita, no había vivido: “Y hubo que llevarla al cementerio y enterrarla”. El doctor Keymer confirmó el relato de mi madre. Mi única respuesta fue llorar y llorar. Y lo hice durante meses…No me explico por qué yo no asimilaba que mi niña estaba muerta. En mi interior se alojó una gran duda que fue creciendo. Ni siquiera cuando me mostraron el certificado de defunción esa duda se mitigó. Mi familia me hablaba de muerte y mi sensación profunda era de ¡vida!
Deberían transcurrir 30 años, muchos dolores y nuevos partos para que Carmen descubriera un día de 2005 que nunca se equivocó: su hija vivía y había sido entregada en adopción.
Nadie sabe hoy en Chile cuántos niños “murieron” al momento del parto para “nacer” en otra familia. A lo largo de nuestra investigación, al entrevistar a las familias de las madres a quienes se les arrebató un hijo, se repite la misma razón: “era la única opción de vida”. Casi la misma frase que nos dirá uno de los principales protagonistas de estas historias, el sacerdote Gerardo Joannon: “¡salvar una vida!, ¡que la vida se mantenga!”. Pero todos saben que, finalmente, esto fue lo más parecido a una asociación ilícita para adopciones irregulares.
En su relato de cómo llegó a involucrarse en las adopciones, Gerardo Joannon contó que desde sus inicios en el sacerdocio comenzó a trabajar con jóvenes. Y que ahí se enfrentó a la cruda realidad del embarazo adolescente (ver entrevista):
-Yo comencé a palpar cómo -y es algo que hasta hoy confirmo- las jóvenes que se hacían un aborto quedaban dañadas para toda la vida. Los abortos eran clandestinos, por supuesto, y con gran riesgo para las niñas. Existían en esos años unas “brujillas” que hacían estos abortos en las poblaciones, en condiciones muy poco higiénicas. Se dedicaban sólo a eso y lo habían convertido en una profesión: cobraban. Y también descubrí una especie de conciencia medio oculta, que permitía que los datos de quienes hacían estos abortos fueran pasando de unos a otros. Para las niñas del barrio alto que quedaban embarazadas, había dos maneras: sacarlas de Chile para abortar, lo que hacían las familias que tenían más dinero; o dar a la guagua en adopción -relató Joannon a CIPER.
Ni el tiempo que permaneció fuera de Chile ni el éxito que consiguió a su regreso como un destacado profesional, lograron que Francisco extirpara de su mente la idea de que aquella niña que nació el 1 de febrero de 1983 en la Clínica Santa María, estaba viva. Que la muerte que le anunciara el padre de su ex polola era una mentira. Pero cada vez que quiso dar un paso para intentar descubrir su paradero, se estrelló contra un muro de silencio. Peor aún, en algunos círculos empezaron a tildarlo de “loco”.
-La idea de que su hija vivía y que había sido entregada en adopción a una familia amiga del cura Joannon, la mantuvo por años. No logro entender cómo Francisco fue capaz de perseverar. Porque incluso amigos que lo estimaban solían comentar que estaba medio loco con esa obsesión por su niña desaparecida al nacer –relató uno de sus amigos a CIPER.
Uno de esos hitos de la obsesión de Francisco que varios de sus amigos recuerdan, ocurrió durante la emisión de un capítulo del programa de TVN “Rojo: Fama contra Fama”:
-Lo conducía Rafael Araneda y ese día apareció una joven cantante y protagonista del programa diciendo por primera vez en público que ella era adoptada y que no conocía a sus padres biológicos. No sé por qué Francisco se convenció de que la joven podía ser su hija. Contrató hasta un detective para que le averiguara dónde había nacido, si correspondía con la edad de su hija…Esa historia no terminó bien, porque incluso los detectives que contrató se aprovecharon de su deseo de encontrar a su hija, y lo engañaron entregando pruebas falsas para hacer coincidir fechas y lugares. ¡Le sacaron mucha plata! Y terminó siendo un duro golpe para él, cuando se enteró de que ella no era la hija que buscaba –cuenta uno de sus amigos.
Francisco no alcanzó a vivir el duelo por el nuevo engaño. Porque fue en ese momento preciso que su madre recibió un llamado telefónico del sacerdote Gustavo Ferrari, quien conocía el drama de la hija “muerta”. Por esos caminos insospechados, el cura salesiano había conocido la historia de una joven que buscaba a sus padres biológicos y que correspondía a los datos de la hija cuyo rastro Francisco había perdido el primer día de febrero de 1983. Con mucho cuidado y suma delicadeza, se preparó el encuentro. Habían transcurrido 21 años.
-Apenas la vio, Francisco se percató de que la joven era la imagen de su madre. A pesar de que nosotros cuando la conocimos también coincidimos con Francisco en el enorme parecido de la joven con Pilar, tratamos de calmar su ansiedad. Le insistimos en que esperara los resultados del examen de ADN para dar rienda suelta a su felicidad. Pero fue inútil –cuenta uno de sus más estrechos amigos.
La prueba de ADN se hizo en la Clínica de la Universidad Católica, en diciembre de 2004. Fue así cómo Francisco encontró a su hija 21 años después de su nacimiento. Para ambos fue el comienzo de una nueva etapa. No así para su madre biológica. Hasta hoy ella no puede aceptar la verdad de lo que ocurrió en su primer parto.
Pilar aceptó hablar brevemente con CIPER. Se percibe la angustia que le provoca hablar de aquello. No ha querido mantener una relación con su hija: es superior a sus fuerzas. Y si bien afirma que los que decidieron entregar a su hija en adopción, lo hicieron por motivos “piadosos”, también sabe que esa decisión fue “un gran error”: “¡No se imaginan el daño que ocasionaron a mí y a las familias involucradas!”.
El daño para Pilar en vez de diluirse se ha acrecentado con el tiempo. Mira hacia atrás y se ve sin armas ni herramientas para poder defenderse. Lo único que ella quisiera “es que nada de aquello hubiera ocurrido… Siento mucho no tener fuerzas para acoger y abrazar a esa hija que en 1983 dieron por muerta”.
Ese otoño de 2005, Carmen no pudo evitar recordar que su hija habría cumplido 30 años de haber sobrevivido al parto. Después de tantos años, y a pesar de tener tres hijos veinteañeros que son su motivo de vida, aún le costaba transitar por un nuevo 31 de mayo. Aunque había hecho muchos esfuerzos por sacarlo de su cabeza, seguía sin convencerse de que ese día su hija había nacido muerta.
En los primeros días de ese mayo de 2005 se encontró con su amiga del alma: una compañera de colegio con quien nunca perdió contacto y cuya relación era similar a la de dos hermanas. Fue en Providencia. Decidieron sentarse en un café para contarse sus historias. Y pronto irrumpió en el íntimo diálogo la historia de la hija que había nacido muerta:
-Fue ahí que mi amiga me dice: “No sé por qué nunca te he dicho que siempre me quedé con la duda de si esa guagua fue dada en adopción”. No sé qué cara puse, porque lo que me dijo me llegó hasta el alma… Necesité tiempo para recuperarme. Como pude, saqué la voz y le pregunté: “¿Por qué me dices eso?”. “Porque cuando tú me llamaste a mi casa para avisarme que te ibas a la clínica a tener tu guagua, yo después llamé de vuelta a tu casa para preguntar dónde estabas. Quería ir a acompañarte. Me atendió tu mamá y con una voz muy fría me dijo que no se te podía ir a ver. Que la guagua había nacido, que era una niñita, pero había muerto”. Mi amiga me relató que le insistió a mi madre: “Pero tía, ¡cómo!, ¿murió? Con mayor razón quiero ir, ¡necesita mi compañía”. Mi madre le dijo entonces que no, que yo estaba muy triste y que la indicación del médico era que yo “no recibiera visitas” –recuerda Carmen, con profunda emoción.
El relato de su amiga fue suficiente para Carmen. De golpe, la enorme duda que durante años había tenido alojada en su cabeza, se hizo certeza:
-En todos esos años siempre subsistió la duda. Pero, claro, la vez que pregunté, la respuesta de mi familia no fue muy amable. Y yo le tenía miedo a mi madre. Muchas veces, a solas, la imaginaba a ella viva, creciendo, yendo al colegio, y me decía que quizás, en algún minuto, la podría reconocer…, que era probable que se pareciera a mí. Y ese día el relato de mi amiga despertó todo eso que estaba asfixiado. De golpe, todo era posible. “¿Y qué hago?, ¿cómo buscamos?”, fue la única pregunta que balbuceó.
Al día siguiente, Carmen se levantó muy temprano y se fue directo a calle Maturana con San Pablo, allí donde estaba ubicada la Clínica Carolina Freire a la que nunca más regresó. Recorrió la calle entera sin encontrarla, hasta que un vecino le dijo que la clínica donde ella había tenido a su hija, ya no existía: había sido demolida.
-Y ahí se me ocurrió que mi próximo paso tenía que ser hablar con el cura Gerardo Joannon. Era evidente que él podía decirme dónde estaba mi hija. Lo llamé. No contestó nadie el teléfono. ¿Dónde andaría? ¿Qué más puedo hacer? Sabía que el doctor Keymer se había muerto pocos años después del parto. Y se me vino a la cabeza el neonatólogo que participó en el parto. Y recordé que había sido vecino mío y además, el pediatra de mis otros tres hijos: Carlos Casar Collazo…Decidí que debía ir a verlo.
Ya nada paraba el ímpetu de Carmen. Estaba decidida a llegar a la verdad. No perdió ni un solo minuto y esa misma mañana partió a la consulta del doctor Casar. Hacía varios años que no lo veía.
-Llegué muy nerviosa. Me saludó muy amable y yo sin preámbulos le pregunté: “Vengo a saber qué hiciste con mi hija”. Su respuesta fue: “¡Cálmate!, ¿pero cómo en todos estos años nunca me preguntaste?”. “¿Preguntarte qué?”, fue lo que me salió del alma. Y ahí empezó a decirme que había estado varias veces por decírmelo, pero como me veía tan bien con mis hijos… “No sabes lo mal que me sentía, ¿tu hermana nunca te contó?”. Yo lo escuchaba repetir sus explicaciones, hasta que le dije: “Dime ahora qué hiciste con mi hija, ¿dónde la tienes?”. Y lo escuché decir: “No, yo se la entregué en las manos a Gerardo Joannon”. Casi se me cayó el mundo…
El diálogo que aquel día de 2005 tuvo Carmen con el doctor Casar, fue confirmado por CIPER. “Por qué tendría que habérselo dicho si ella nunca me lo preguntó”, nos dijo Casar. En un solo punto difiere su relato con el que nos hizo Carmen. El doctor Casar afirma que el bebé se lo entregó a los padres de Carmen y no al sacerdote Gerardo Joannon.
Pero en ese día de mayo de 2005, Carmen no tuvo respiro. Ahora que tenía la certeza de que su hija había nacido viva, la persona que debía encontrar era el sacerdote Gerardo Joannon. “Si Carlos Casar decía que se la había entregado a él, Gerardo no me podría ocultar dónde estaba mi hija”, recuerda Carmen:
-Ese día salí medio muerta de la consulta del doctor Casar. La cabeza me daba mil vueltas, mientras las últimas palabras del doctor se repetían: “No hagas nada, quédate tranquila…”.
Pero Carmen no encontró al cura. Decidió entonces llamar a su hermana mayor, la misma que el doctor había dicho que sabía lo que ese día de 1975 había ocurrido. Ya más serena, la convidó a comer:
-Apenas nos sentamos le dije: “Mi guagua fue entregada en adopción y tú lo sabes”. Se sorprendió: “Perdón, pero nunca lo hablamos…”, dijo. Ya no había ninguna duda. “¿Qué piensas hacer ahora?”, preguntó. “¡Buscarla!” fue mi respuesta. “Bueno, dijo, las cosas ya están hechas, así es que tienes que buscar otra solución. Porque, ¿qué harías si ella no te quiere conocer?”. Fueron muchas preguntas para las que yo no tenía respuesta. Al final, me dijo: “Si no vas a hacer ningún escándalo, yo te puedo ayudar”.
La historia que le contó ese día su hermana fue tan increíble como todo lo que le había sucedido en esas 24 horas. Su hermana partió recordando que cuando se cambió de casa en 1995, veinte años después del parto de Carmen, una de sus nuevas vecinas, una señora ya anciana y amable, le decía con frecuencia que tenía una nieta “que es igualita a usted”. La hermana de Carmen continuó su relato: “Pasaron unos meses y un día tocaron el timbre de la casa y ahí estaba mi vecina con una joven a su lado”. Carmen cuenta ese momento:
-“¡Y entras tú con 20 años! Eran tus manos, tu risa, la misma manera de hablar y de reírse”, me reveló mi hermana. Y me contó cómo había llegado a la conclusión de que esa joven era mi hija: sus dos apellidos eran los de un matrimonio de médicos muy amigo de mis padres. Y cómo el asunto se había convertido en un tema tabú en mi familia, mi hermana lo único que hizo fue escribir el nombre en un papel y guardarlo…
Por diez años la hermana de Carmen guardó el papelito que contenía sólo un nombre. Cuando se lo entregó a Carmen y ésta supo la nueva parte de la historia, decidió no enfrentar a sus padres. Estaba tan enojada que temió su propia reacción:
-Con la ayuda de una de mis hijas empezamos a averiguar. Y fuimos confirmando uno a uno los datos. La joven había nacido un 31 de mayo de 1975, era adoptada y cuando se enteró y preguntó a sus padres, éstos le dijeron que su madre no podía criarla. La verdad es que lo único que me importó fue que todo indicaba que esa joven era la hija que un día de 1975 me dijeron que murió en el parto.
Supo también que la joven estaba casada. Carmen decidió contactar a su esposo. Un nuevo obstáculo la esperaba. Cuando el marido supo la historia le dijo que la joven estaba embarazada y que por favor esperara al nacimiento porque la noticia la podía afectar a ella y a su guagua.
-Me lo tomé como un regalo: sería esperar unos meses, casi como si volviera a estar embarazada. Me empecé a comunicar con su marido para saber cómo iba su embarazo, su salud. Le pedí un día que nos juntáramos, él aceptó, pero el día de la cita me llamó y me dijo que no iría porque su guía espiritual le había dicho que no fuera. Que dejáramos todo hasta ahí no más. Que no tenía sentido. Le pregunté quién era su guía espiritual. No me lo quiso decir…
A Carmen no le quedó más alternativa que esperar a que naciera el niño. Esperar para ir al encuentro de su hija y contarle lo que había ocurrido hacía ya 30 años…
-En el intertanto decidí que había llegado el momento de enfrentar a mis padres. Apenas entré a la casa, los saludé y de un tirón les dije que necesitaba preguntarles por mi hija que habían dado en adopción. Mi mamá abrió los ojos, se puso blanca, tomó a mi padre por el brazo y se lo llevó a su dormitorio. Sabía lo que venía… Los seguí hasta la pieza: “Mamá, por favor, quiero saber qué hicieron con mi hija”. Mi mamá no respondió: se cayó al suelo y de rodillas me decía: “¡perdón!, ¡perdón!, te suplico que me perdones. Te juro que creí que era lo mejor para ti”. Desde el suelo y de rodillas, mi madre me imploraba. No atiné más que a buscar los ojos de mi padre: lo vi con los ojos cerrados, sin querer estar ahí.
Lo que vino fue una escueta conversación en la que Carmen les pidió ayuda para abordar a su hija. Decidieron que su madre hablaría con el sacerdote Joannon para que juntos vieran la forma de hacerlo:
-Mi madre regresó de la conversación con Gerardo muy afectada. Me contó que el cura le había dicho que no me hiciera caso, que yo en esa época era una mocosa inmadura y que él nunca iba a decir nada. Fue muy fuerte para mi mamá.
Al conocer el resultado de la conversación de su madre con Joannon, Carmen partió a la casa del cura. Entonces el sacerdote vivía en una casa que su congregación tenía en calle Larraín Gandarillas:
-Gerardo me hizo pasar y se sentó. De inmediato empezó a dar explicaciones. Yo lo paré: “Vengo sólo a preguntarte con toda humildad, porque quiero saber la verdad y no deseo hacerte daño, necesito saber, quién tiene a mi hija. Lo necesito para reparar mi dolor”. “¡Y yo qué sé! ¿Por qué me preguntas a mi?”, fue su respuesta. Le dije entonces que lo sabía todo, que el doctor Carlos Casar le había entregado la niña recién nacida en sus manos… “Mira, tú no tenías ninguna posibilidad de criar a esa niñita, era absolutamente imposible… Y de todas maneras, no hay ningún papel en que conste que yo participé en eso. Haz lo que quieras”. Y pese a todas mis suplicas, de ahí no lo saqué. Fue muy déspota.
Ella salió de la casa de Larraín Gandarillas destruida, derrotada. Nunca esperó que un sacerdote, que además había sido su guía espiritual, le respondiera de esa manera. Que le siguiera ocultando la verdad
Cuando su hija dio a luz, Carmen esperó un tiempo prudente y fue a su encuentro. La joven fue muy amable y a la vez muy fría. Le agradeció que la hubiera contactado y acto seguido le dijo que estaba muy bien con los padres que tenía, y que si algún día ella así lo quisiera, la volvería a contactar. De aquel encuentro han pasado ya nueve años…
La vida de Carmen tuvo un vuelco brutal. No hubo más duelo por la muerte de su hija, pero algo parecido fue lo que resintió. Ya no habría más búsqueda. Sólo espera. La vida de sus padres también sufrió un vuelco:
-Mi madre empezó a decaer hasta que enfermó. Sus miembros se empezaron a atrofiar, se le torcieron los pies y los brazos. Luego a mi padre se le rompió un aneurisma y se murió. A partir de ahí mi madre pasó mucho tiempo en cama, no podía hablar y tenía todo su cuerpo atrofiado. Y el cura Gerardo sigue allí. Incólume.