Mariana Callejas (II): Las dos vidas de su casa-cuartel en Lo Curro
09.07.2010
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09.07.2010
Un mito y un halo de terror han rodeado la casa en que Mariana Callejas vivió desde 1975 hasta los ’90 en Lo Curro. Primero con Michael Townley, quien preparaba desde ese secreto cuartel de la DINA acciones terroristas que estremecerían al país mientras Callejas desplegaba sus talleres literarios y en sus patios se ensayaban gases letales y se hacían fiestas con disputas memorables. Como la que protagonizó Nicanor Parra para un “18”. Hablan los protagonistas más cercanos a Callejas en esos años, “mis chiquillos”, como los llamaba: los escritores Gonzalo Contreras, Carlos Franz y Carlos Iturra.
En 1975 Mariana Callejas recibió dos reconocimientos. El primero con motivo de su cuento ¿Conoció usted a Bobby Ackermann?, que obtuvo el primer lugar del concurso Rafael Maluenda de el diario El Mercurio. El segundo reconocimiento consistió en una casa en Lo Curro, en el barrio alto capitalino, en retribución a los servicios que prestó y seguiría prestando junto a su marido en la DINA. Según quedó establecido en el proceso judicial que la condenó a veinte años de cárcel en primera y segunda instancia, sentencia rebajada el pasado 8 de julio a 5 años por la Corte Suprema, en septiembre de 1974 había viajado a Buenos Aires junto a Michael Townley para dar muerte a Carlos Prats y su esposa, Sofía Cuthbert, mediante una bomba activada a control remoto.
La propiedad tenía tres pisos, casi mil metros cuadrados construidos y cinco mil de terreno. Carlos Iturra, en el cuento autobiográfico Caída en desgracia, la describirá como “una voluminosa masa cúbica de concreto, más bien fea, con algo de orfanato, hospital u otro edificio público”. Legalmente no era de ellos, pues había sido adquirida por el entonces mayor de Ejército Raúl Eduardo Iturriaga Neumann y un abogado de la DINA fallecido en 1976 en extrañas circunstancias, bajo identidades falsas. Pero en los hechos lo era, tanto así que Mariana Callejas siguió viviendo ahí hasta mediados de los noventa.
A comienzos de esa década, en una declaración que prestó a fojas 2946 del caso Letelier, ella dijo que a Townley le habían asegurado que “más adelante la DINA iría a dejarle esta casa. Yo estimo que esa forma de solución podría haber sido como una especie de pago o tranquilizante”.
La idea era que sirviera de vivienda para el matrimonio de agentes y sus hijos, pero principalmente -porque no era un regalo incondicional-, para que operara ahí el cuartel desde el que se digitarían las siguientes operaciones terroristas en el exterior. Era una casa cuartel. Su nombre en la DINA: Quetropillán. Contaba con dos agentes permanentes, que oficiaban de chóferes y ayudantes; y una secretaria, que llevaba las cuentas y asistía al dueño de casa en tareas administrativas. Además, el equipo del cuartel incluía a un jardinero, una cocinera y dos químicos: Francisco Oyarzún y Eugenio Berríos, alias “Hermes”, que se pasaban el día encerrados en un laboratorio experimentando con ratones y conejos la efectividad de un gas letal.
En ese ambiente Mariana Callejas retomó los talleres literarios.
No todos los asistentes al taller de la casa en Providencia siguieron yendo a Lo Curro. Algunos desistieron por motivos literarios; la mayoría por la distancia. No era fácil llegar por esos años a esa casa ubicada en los faldeos cordilleranos. Pero mientras unos se iban, otros llegaban, en su mayoría provenientes de nuevos talleres ofrecidos por Enrique Lafourcade y en los que siguió participando Callejas.
En el nuevo grupo se contaban Carlos Iturra y Gonzalo Contreras, quienes junto a Carlos Franz se transformaron en las tres principales promesas de ese equipo de elegidos. Y no sólo eso. Callejas los consideraba sus amigos y los llamaba “mis chiquillos”. Con más o menos suerte, los tres formarían parte de la Nueva Narrativa Chilena.
En el citado cuento autobiográfico, Carlos Iturra evoca a la dueña de casa como “una mujer de edad indefinida, de entre treinta y cuarenta años, posiblemente la única que entonces merecía ser llamada escritora digna de publicación”. En efecto, Callejas era la preferida de Lafourcade y la única del grupo que para mediados de la década había ganado un premio literario de cierta valía. En el pobre ambiente literario de esos años, el reconocimiento a ¿Conoció usted a Bobby Ackermann? le dio a su autora el carácter de promesa.
Gonzalo Contreras reconoce que esa consideración pesó a la hora de frecuentar la casa de Lo Curro.
-Yo siento que el nexo mío con ella se inició a partir del cuento que ganó el concurso de El Mercurio –dice el autor de El nadador-. Encontré que era un súper buen cuento, y de hecho es un buen cuento, y en ese tiempo nadie escribía ni publicaba nada, y dije Pucha, esta mina tiene algo. Ella tenía mucha personalidad, era carismática y básicamente muy convocante, y yo era un pendejo de diecisiete o dieciocho años y no tenía un mango, entonces, aunque había cosas que me desagradaban bastante de ella, allá atendían muy bien y no me molestaba que me convidaran churrascos, cigarrillos y whisky.
Contreras dice además que Callejas, por ser la dueña de casa y quien mostraba una mayor producción literaria, tendía a monopolizar las sesiones. Que de alguna forma los más jóvenes iban a escucharla a ella, que eran su público, lo que lo contrariaba sobremanera y lo hacía entrar en conflicto con el grupo. Más que un taller literario, se trataba de una mise en scene preparada por la anfitriona, define el escritor.
En este cuadro, Michael Townley era una pieza decorativa. Mientras las sesiones literarias tenían lugar en el tercer piso de la casa, el marido de la Callejas solía permanecer en el segundo, trabajando en su taller de electrónica y fotografía. Ahí se interceptaban conversaciones radiales y preparaban detonadores y cargas con explosivos. Ahí también se diseñaron los 119 pasaportes falsos que sirvieron para encubrir la muerte del mismo número de chilenos asesinados en Chile por la DINA y hechos aparecer en Argentina y Brasil en 1975 como ejecutados por sus propios compañeros en la denominada “Operación Colombo”.
Cuando no estaba fuera del país, Townley solía permanecer buena parte del día y la noche en su taller de electrónica. “Yo ya estaba durmiendo cuando subía del taller”, dice su ex esposa. “Así que ni lo veía, ni conversaba con él. Si tenía que decirle algo se lo dejaba por escrito. O se lo pasaba a la Alejandra (Damiani), la secretaria”. (Vea la entrevista)
En los días de taller literario, Townley apenas se aparecía por el tercer piso, y cuando se aparecía, ni siquiera saludaba, recuerda Gonzalo Contreras. “Estaba siempre en el taller haciendo huevaditas con las manos. Era un fantasma, un tipo muy extraño, un huevón mudo, sin verba. Fumaba un cigarro tras otro y se notaba que nosotros le caíamos pésimo, porque cada vez que nos veía, que nos iba a buscar a la micro, ponía mala cara”.
Michael Vernon Townley Welsch tenía una especial fidelidad a la DINA. Su secretaria de entonces, Alejandra Damiani, alias Roxana, lo definió en tribunales como “un mercenario, pero muy mal pagado”. Hasta antes de la Unidad Popular, no tenía grandes convicciones políticas, a pesar de que su padre, gerente de la Ford en Chile trabajaba para la CIA. Más bien le atraía el mundo militar, sus códigos y sobre todo sus acciones. Según declaró su ex esposa en tribunales, le gustaba aparecerse por el cuartel general de la DINA para “estar entre camaradas”. Pero a su jefe máximo, el general Manuel Contreras, no le gustaba verlo aparecer por ahí. Contreras prefería ir a verlo a la casa de Lo Curro.
A Townley le había prometido un grado militar que nunca llegó. Estaba entusiasmado con eso y era de los que hacen más de lo que le piden para congraciarse con sus superiores. Es por esto que en 1975, tuvo la ocurrencia de raptar un sacerdote y dos mujeres y llevarlas a la casa de Lo Curro. El objetivo era tenderles una trampa a los dos máximos representantes del grupo económico Fluxá-Yaconi, que en ese entonces enfrentaban graves problemas financieros. “Michael quiso ‘anotarse puntos’ con sus jefes y de propia iniciativa empezó a hacer gestiones para dar con el paradero de alguno de los dos”, declaró su esposa de entonces. Y lo hizo, incluso piloteando una avioneta hasta Buenos Aires donde secuestraron a Yaconi.
De cualquier modo, para mediados de esa década, ella también se anotaba puntos. Operando con el nombre de María Luisa Pizarro, su chapa en la DINA, a principios de 1975 acompañó a su marido a una misión de exterminio de opositores en Ciudad de México. Pudo haber sido un hecho histórico, pues entre los objetivos estaban Tencha Allende, Carlos Altamirano y Volodia Teitelboim, pero resultó un completo fiasco. No dieron con los opositores y por poco explota la casa rodante en que viajaban junto a un cubano anticastrista que no le hacía honor a su apellido: Virgilio Paz (fue juzgado en Estados Unidos por su participación en el atentado contra Orlando Letelier en 1976, en Washington).
Hoy ella dice que esa misión no iba en serio, que seguramente el general Manuel Contreras, jefe de la DINA, los estaba probando. Que fue otro viaje “terriblemente aburrido”, además de insufrible: el cubano Paz fumaba habanos y olía a perfume de imitación. También le gustaba jugar con su saliva en la boca, haciéndola sonar notoriamente por un buen rato, antes de volver a tragársela. Para más colmo, agrega ella, no se interesaba por la literatura.
A Paz volvió a encontrárselo unos meses después en Europa, en una nueva misión de exterminio a opositores chilenos que emprendió junto a su marido. Otra vez había varios objetivos en vista –entre ellos el mismo Altamirano y el futuro Presidente Patricio Aylwin-, pero sólo se concretó el atentado a Bernardo Leighton y su esposa, Anita Fresno, quienes fueron baleados en octubre de 1975 en Roma y sobrevivieron de milagro. El papel de la pareja de agentes fue contactar a miembros de Avanguardia Nazionale, el grupo de neofascistas italianos, liderados por Stephano Delle Chiaie, que hizo el trabajo sucio a cambio de dinero y refugio en Chile.
A treinta y cinco años de ese hecho, Mariana Callejas dice que en ese entonces “no tenía ningún interés en viajar a Europa ni conocer a toda esa gente terrible que conocí”. Dice además que nunca disfrutó con su papel de agente secreto ni le tomó el gusto al peligro, pues “nunca hice el papel de agente, nunca me dieron a mí una misión, entonces no tenía por qué tomarle el gusto”. Por el contrario –agrega-, “recuerdo ese periodo como una feroz lata, feo, desagradable”, más aún considerando que “los viáticos eran tan miserables que apenas alcanzaba para comer, y yo había viajado antes y siempre les había traído algún regalito a mis niños y lo había pasado bien. Así que no, en realidad no me gustó. Preferiría haber ido a África y haber hecho otra cosa más interesantes”.
Al poco de su regreso a Chile, retomó los talleres literarios. Lo que verdaderamente le gustaba. Pero como una cosa iba unida a la otra, al poco llegaron a su casa de Lo Curro siete neofascistas italianos del grupo que había atentado contra Leighton. Encabezados por Stephano Delle Chiaie, quedaron instalados en el segundo piso de la casa. Los talleres se celebraban en el tercero.
Como los italianos permanecían casi todo el día ahí, transitando libremente entre un piso y otro, no pasó mucho tiempo antes de que se relacionaran con los invitados a las veladas literarias. Había uno que cayó bien, que era gordo y cocinaba pastas. También un profesor de literatura, “de mentalidad más moderada”, según un testigo que lo conoció. Un muchacho con estampa de modelo, un paracaidista y un extra de películas, que decía ser hijo de una actriz italiana. Pero quien llevaba la voz cantante era el líder, Delle Chiaie.
La dueña de casa lo recuerda como un tipo de gran cultura pero “feo y desagradable”, que usaba colonia en exceso. Fue con él, según Callejas, con quien algunos de sus talleristas se trenzaron en una discusión política, filosófica o religiosa. No lo recuerda bien. “Se trataba sobre el Vaticano y me imagino que de temas fascistas, no sé, pero ellos le dieron la pelea muy bien a Stephano”.
Muchas cosas pasaron en la casa de Lo Curro sin que los invitados repararan en el significado de ellas. Cosas raras, como la estadía de semanas y meses de italianos y cubanos. Cosas excepcionales, como la gran cantidad de gente que trabajaba ahí. Cosas espeluznantes, como las descritas ante un juez por el jardinero José Eleazar Lagos Ruiz, quien vivía en el primer piso junto a su esposa: “Muchas veces, mientras hacía el aseo del jardín, me di cuenta que al lado de afuera del laboratorio habían ratas y conejillos de india muertos pero sin señales de haber sufrido cortes u otras formas de violencia”.
En la misma declaración, adjunta a fojas 4542 del caso Letelier, el jardinero declara que en otra ocasión, “cuando me disponía a sacar los tachos de basura, descubrí temprano en la mañana una poza de sangre en el piso. Como se trataba de una cantidad considerable de sangre, subí a informar a Andrés de esta novedad”.
Andrés Wilson era la chapa de Michael Townley, y de acuerdo con lo que sigue en el testimonio del jardinero, no se preocupaba mayormente a la hora de guardar las apariencias: “Como me diera varias explicaciones, todas ellas falsas e inexactas, y como finalmente me ordenara simplemente manguerear ese lugar, llegué a la conclusión de que se trataba de algo sumamente sospechoso que se quería mantener oculto”.
Pasaban muchas cosas en esa casa. Como el asesinato del diplomático español Carmelo Soria, quien fue torturado ahí y muerto con gas sarín, como fue probado en tribunales. Pero de una forma u otra la dueña de casa se las arreglaba para mantener ante sus invitados un marco de normalidad. Y no sólo eso. Esa apariencia también operará internamente en ella:
-Lograba separar en mi mente mi vida privada de lo oscuro de los pisos bajos. Y la prueba de ello es que gran parte de mis mejores trabajos literarios fueron escritos en los momentos gratos que pasaba en mis dominios, encima de mi gran cama, con mis hijos a mi lado, el viento y la lluvia afuera.
Eso escribió Mariana Callejas en su libro de memorias Siembra vientos (1995). Cinco años antes de ese libro, en un artículo publicado en revista Rocinante, Gonzalo Contreras reflexionaba sobre esa condición: “Su gran don sea tal vez escindirse en múltiples facetas y sobrellevar contradicciones que pocos podrían sostener”.
Cuando conoció la otra faceta, la de agente de la DINA, Gonzalo Contreras dice haber sentido decepción, pues “engañó a mucha gente que confió en ella”. No es que la considerara su amiga, precisa. Ella le llevaba más de 25 años de diferencia y tenía actitudes que lo contrariaban sobremanera. No era sólo el afán por dirigir las sesiones de lectura. “La relación era muy compleja porque, de alguna forma, aunque por un lado era una persona encantadora, por otra sembraba la cizaña entre nosotros. Por ejemplo, me llamaba por teléfono y decía: Carlos está muy molesto contigo por el juicio que tú hiciste de tal cuento. Y como yo era el rebelde del grupo le respondía: Dile a Carlos que se vaya a la mierda. Era una especie de conspiradora a la que gustaba dividir”.
Para el autor de La ciudad anterior, la traición no sólo está en haber ocultado su filiación a la DINA, sino además en transmitir una imagen de mujer liberal y de izquierda:
-Eso me pareció a mí desde que la conocí. Era una mujer muy fuerte de temperamento y tenía una cantidad de cuentos muy sorprendentes, que había vivido en un kibuts en Israel y marchado contra la guerra de Vietnam en Estados Unidos, cosas así. Cuando la pienso hoy, veo una escisión de dos personas que me cuesta mucho comprender. Para mí sigue siendo un misterio y no dejo de tener lástima por ella.
Mariana Callejas sí consideraba un amigo a Gonzalo Contreras. Lo mismo que a Carlos Franz y Carlos Iturra. Sus “chiquillos”, como los sigue llamando. Sólo el último no le ha dado vuelta la espalda. Muy por el contrario.
Cuando ella publicó Nuevos cuentos (2007), libro en que reunió relatos de diferentes épocas, Iturra se hizo cargo de la contraportada para decir que “Callejas se distingue por una prosa inmediata, directa, que llega a lo invisible, sin interponerse nunca entre el lector y la historia. Son esas historias, precisamente, las que hacen de ella una cuentista extraordinaria, revelan su verdadera maestría en la invención y desarrollo de argumentos y convierten sus textos en experiencias profundas, a menuda conmovedoras”.
De cualquier modo, los tres “chiquillos” no eran los únicos a quienes Callejas consideraba amigos. En esos años fueron varios los intelectuales y artistas que llegaron a la casa de Lo Curro en calidad de visitas. Uno de ellos fue Nicanor Parra, que llegó por intermedio de Lafourcade. Eran las fiestas del Dieciocho de septiembre de 1976 y por alguna razón –“seguramente de curados”, dice Callejas- el antipoeta se trenzó en una fuerte discusión con un pintor de apellido Cisternas. “Se iban a pelear a combos, pero los separaron, Enrique (Lafourcade) tomó de un ala al pintor y me dijo Tienes que sacar a este hombre de acá, cómo se te ocurre, tú eres la dueña de casa. Así que fui yo quien le pedí ceremoniosamente al pintor que se retirara”.
En esos días, tal vez ese mismo día, ocurrió algo bastante más dramático en Lo Curro. Desde Estados Unidos, adonde había viajado para asesinar al ex canciller de Salvador Allende, Orlando Letelier, Michael Townley llamó por teléfono a su esposa en Santiago para decirle que el asunto estaba hecho. Mariana Callejas, según los testimonios de otros agentes de la DINA, era la encargada de transmitirle a la plana mayor del organismo de seguridad que el atentado había sido ejecutado. El blanco estaba eliminado.
Un año y medio después, en abril de 1978, la foto de Michael Townley aparecía en la portada de El Mercurio y lo identificaba como uno de los dos asesinos de Orlando Letelier. La foto marcó el fin de la doble vida de Mariana Callejas. La agente secreta quedaba al descubierto y la escritora caía en desgracia.
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