COLUMNA DE OPINIÓN
Las raíces de la conflictividad y radicalización de la protesta en Chile: lo que sabemos y lo que no
29.10.2019
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COLUMNA DE OPINIÓN
29.10.2019
Quienes han pasado de largo sobre nuestra obscena desigualdad, no acaban de explicarse el 18/O. Su estallido y su duración les parece cosa de extraterrestres. Este detallado análisis sugiere que desde 2011 Chile registra pocas pero radicales protestas sociales, las que han recibido represión en vez de respuesta. Se trata de un tiempo perdido, donde las demandas han crecido y los actores sociales han mejorado su capacidad de movilización. No se sabe cómo se fortalecieron ni cuánto, pero hoy son fuertes: el viernes 18/O provocaron “la literal desaparición del Estado”, dicen los autores.
El estudio “La protesta Social en América Latina”, realizado por el PNUD (2012), mostró que en los países más desiguales y con menor capacidad institucional para procesar conflictos, hay más protestas sociales en las que se ven involucradas la violencia y enfrentamientos. Quedaba así planteada una inquietante combinación de la que, suponíamos, Chile estaba ajeno, dada la fuerte institucionalización de los partidos políticos tradicionales de quienes se pensaba que aun tenían esa capacidad para procesar conflictos, en un contexto de desigualdad obscena.
Ese estudio del PNUD examinó más de 2.300 protestas sociales en la región mediante el monitoreo de 54 periódicos en 17 países entre octubre de 2009 y septiembre de 2010.
En este periodo Chile marca una excepción, como lo muestra esta gráfica: exhibe un bajo número de conflictos, aunque con altos grados de radicalización, al involucrar violencia y enfrentamientos.
Dada la soledad de Chile que se desprende de este gráfico, es de un verdadero “oasis” (retomando la desafortunada expresión del presidente Piñera) del que estamos hablando, pero de un oasis extraordinariamente contradictorio: ¿cómo explicar el escaso volumen de protestas y, cuando estas estallan, su radicalidad? Hay allí un verdadero enigma de investigación.
¿Cómo adelantar una explicación de este enigma? Por la débil capacidad de movilización de los actores sociales, pese a sus necesidades, responde el citado estudio.
¿Por qué tanta radicalización? Según este estudio, mientras más alto el apoyo al régimen institucional, menos conflictos llegarán a niveles de enfrentamiento violento. En el periodo considerado Chile contaba relativamente con ese apoyo, por lo que la respuesta radica en otra parte: en la baja capacidad de procesamiento institucional del conflicto y, a cambio de ello, una cultura de baja tolerancia y mayor represión frente a la protesta, la que —al ser la respuesta normal del gobierno— contribuye a que los conflictos escalen en sus grados de violencia.
Como se puede ver en el gráfico de arriba, el cuadrante en el que intersectan “alta conflictividad” y “alta radicalización” está vacío. ¿Pasó Chile a ocupar este cuadrante vacío? ¿Pasó de ser una excepción a otra excepción? No podemos saberlo pues este estudio comparativo termina el 2010, con un número demasiado reducido de observaciones en tiempo y escala, de modo que el enigma permanece.
El Observatorio de Conflictos (del Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social, COES) realiza desde hace algunos años un estudio similar, mucho más exhaustivo para el caso de Chile, aunque sin comparación internacional.
Específicamente, el Observatorio de Conflictos analiza 16 medios de comunicación desde donde se desprenden reportes de noticias sobre algún tipo de protesta social que son codificados y transformados en una base de datos única en su tipo, con más de 90 variables y 15.455 acciones únicas de protesta para el periodo 2009-2018.
Ambos estudios, del PNUD y de COES, destacan que las acciones de protesta en Chile son principalmente relativas a cuestiones socio-económicas, y no tanto culturales o referidas a la institucionalidad política. El COES muestra, además, que ello se ha mantenido relativamente constante en el tiempo.
El eje vertical refleja el volumen de eventos contenciosos en todo Chile (con fuertes variaciones regionales, datos que no entregamos acá), mientras que el eje horizontal describe los años de materialización de esos eventos.
El gran conflicto en Chile, lo sabemos, refiere a cuestiones de redistribución, desigualdad e injusticia económica y social, sobre todo en los ámbitos laboral, estudiantil y pensiones, que es en relación con los cuales se concentran la mayor cantidad de protestas.
En función de los nuevos datos de los que dispone COES y de la actual explosión de violencia, ya no se puede decir que en Chile haya baja conflictividad. Sería totalmente contra-intuitivo. Por contraste, el signo de radicalidad se ha mantenido y ha aumentado, hasta la explosión social de estos días.
En relación con lo primero, desde 2011 se entra en un ciclo de protestas, la mayoría de ellas, como se dice, en torno a cuestiones de justicia y derechos sociales, en las que destacan los picos del 2011 y 2012 (movimiento estudiantil) y del 2016 (movimiento NO +AFP).
A diferencia de lo que se señalaba en el estudio del PNUD para el periodo 2009-2010, desde el 2011 en Chile se fortaleció enormemente la capacidad de movilización de los actores sociales, aunque ello de modo extra-institucional.
No sabemos ni conocemos las razones de nivel micro y meso de este aumento de la capacidad de movilización, pero sí detectamos evidencia de aquello a nivel macro: a menos de adherir a una filosofía ingenua de la espontaneidad protestaria, es bastante evidente que detrás de toda protesta hay organización y lo que la teoría de la movilización de recursos llama una “infraestructura” (desde el barrio al grupo de amigos hasta el centro de alumnos, para citar tan solo tres ejemplos de esta infraestructura), a lo cual se suma el efecto de coordinación instantánea por parte de las redes sociales.
Hay elementos distintivos en la explosión social de este octubre de furia social; es decir, no todo es continuidad con los hechos de protestas anteriores.
“La magnitud de la explosión dejó sin efecto y efectividad los normales aparatos represivos del Estado, al punto que, durante las primeras horas del estallido de la protesta del viernes 18 de octubre, Chile experimentó una situación tan fascinante como elocuente; a saber, la literal desaparición del Estado”.
En primer lugar, la magnitud de la explosión (y aquí la metáfora vale) dejó sin efecto y efectividad los normales aparatos represivos del Estado, al punto que, durante las primeras horas del estallido de la protesta del viernes 18 de octubre, Chile experimentó una situación tan fascinante como elocuente; a saber, la literal desaparición del Estado.
En segundo lugar, el mes de octubre 2019 se parece más a las manifestaciones de los chalecos amarillos en Francia en sus primeros episodios (al generar una representación de la ira en forma de jacquerie urbaine) y a Brasil 2013, que a los movimientos estudiantiles y No+AFP, en el sentido de que no hay un actor o actores que representen demandas, ni demandas bien definidas y estructuradas.
A diferencia de estos movimientos, por otro lado, la línea divisoria que separaba formas legítimas o no violentas de la protesta y formas no legítimas o violentas ha sido mucho más borrosa que otras ocasiones, al punto que solo el saqueo y el pillaje es calificado como ilegítimo, pero no así otras formas de violencia contra la propiedad pública y privada.
La continuidad entre estos movimientos y la actual explosión social es, sin embargo, la preponderancia de la cuestión redistributiva, probablemente gatillada por la acentuación de la experiencia del abuso tras los dichos hirientes de varios ministros en más de una ocasión y una agudización de la percepción de la desigualdad.
Con estos antecedentes y después de la explosión social de estos días, no cabe mucha duda de que Chile ocupa ese casillero originalmente vacío de “alta conflictividad” y “alta radicalización”.
Hasta ahora, la mayoría de las protestas en el ámbito socioeconómico no habían tenido elementos de violencia (salvo en episodios de escándalos con efecto directo en las personas, como la colusión de las farmacias que provocó actos de violencia sobre algunos locales) ni han implicado enfrentamientos (eso considerando el total de eventos de protesta), pero al mismo tiempo hay que decir que en cada uno de los tres ámbitos mencionados sí se han dado hechos de violencia y enfrentamiento, los que además siguen la misma dinámica interna del ciclo de protestas vista en la gráfica anterior (teniendo como pico el 2011-2012, aunque con menores valores en 2016 (pues el movimiento No+AFP ha tenido un carácter más pacífico). Esto es lo que se desprende del gráfico longitudinal sobre tácticas violentas[1] desglosado por categorías de demandas que reproducimos a continuación.
La explicación de la radicalidad de los conflictos, realizada por el PNUD en el 2012 mantiene su vigencia. El despertar ciudadano movilizado desde el 2011 (aumento en la conflictividad) no ha sido procesado institucionalmente en la amplitud y profundidad planteada por las demandas. Se ha mantenido, en términos generales, la respuesta represiva e intolerante respecto de la movilización, lo que ha contribuido a la radicalización de ésta. La respuesta del gobierno a las actuales jornadas de protesta son ejemplo de estos dos déficits políticos: la baja capacidad de procesar institucionalmente conflictos y la mirada delincuencial y represiva sobre la protesta. El Estado, mediante el aparato represivo, se ha transformado en un dique de contención de los conflictos, en vez de una estructura inteligente de procesamiento. Esto al punto de poner en juego la propia cohesión social del país.
La cohesión social no se opone al conflicto social; más bien se conjuga positivamente con la capacidad de las sociedades de absorber conflictos sociales y transformar a la sociedad en función de las demandas ciudadanas. Eso significa que las instituciones deben lograr procesar dichos conflictos en el marco de procesos y mecanismos de diálogo y participación de representantes del mundo social, naturalmente junto a los partidos políticos (que por sí solos, son estructuralmente incapaces de lograrlo). La sociedad chilena, nuestra democracia, adolece históricamente de estas instancias. Por ello los conflictos, cuando se expresan, lo hacen por vías extra-institucionales (muchas veces de manera violenta) y, cuando no lo hacen, se acumulan hasta que un hecho relativamente menor los hace estallar en violencia desatada, como lo ha mostrado en no pocas oportunidades la historia de Chile.
“El caso de Chile demuestra que hay un vínculo interno y sistemático entre democracia política y democracia social. En la medida que una sociedad es capaz de procesar institucionalmente los conflictos sociales (democracia política), esa sociedad baja los niveles de conflictividad radicalizada, pues los conflictos (que nunca desaparecen) logran ser canalizados y aprovechados institucionalmente”.
¿Qué se puede aprender de estos datos longitudinales de COES y de los varios episodios históricos de estallido social que han afectado a Chile (y muy especialmente a Santiago[1]), desde la revolución de la chaucha de 1949 hasta los sucesos del 2 de abril de 1957? El caso de Chile demuestra que hay un vínculo interno y sistemático entre democracia política y democracia social. En la medida que una sociedad es capaz de procesar institucionalmente los conflictos sociales (democracia política), esa sociedad baja los niveles de conflictividad radicalizada, pues los conflictos (que nunca desaparecen) logran ser canalizados y aprovechados institucionalmente. El efecto de ese procesamiento político redunda a su vez en mayor democracia social, pues el contenido de las demandas es verdaderamente el input para una sociedad con mayor justicia social.
Chile está lejos de este tipo de relación virtuosa entre cohesión y conflicto, pero el actual estallido social vuelve a abrir una oportunidad histórica en esta dirección. Históricamente estas coyunturas se han desaprovechado en regímenes oligárquicos, pero ello no indica que ello se repita esta vez. Esta es la esperanza escondida en esa enorme energía de protesta que ha mostrado Chile en este increíble mes de octubre.
Generalicemos nuestro argumento teórico sobre la relación circular entre conflicto y cohesión social. Como lo hemos mostrado, en Chile las protestas se pueden agrupar en tres tipos: económico —que copan casi completamente la agenda de las movilizaciones— culturales y político institucionales. Nuestra convicción es que, una sociedad cohesionada, en el sentido aquí expuesto, encuentra en esos tipos de conflictos las fuentes esenciales para procesarse y transformarse a sí misma: en una sociedad más democrática socialmente (conflictos económicos), más democrática políticamente (conflictos político-institucionales) y que entregue mayor reconocimiento a su creciente pluralidad y diversidad interna (conflictos culturales).
El camino de Chile no ha sido ese, y la radicalidad de las actuales jornadas de protestas —que pasarán a la historia como el octubre del 2019— expresa bien hacia dónde conduce dicho camino.
[1] Nos referimos a tácticas violentas cuando, dentro de una protesta, se ocupa al menos una de las siguientes tácticas: a) Incendio de vehículos, predios, edificios o similares, b) Destrucción de propiedad pública o privada, c) Saqueo de tiendas, supermercados, oficinas, etc., d) Uso de artefactos explosivos, armas de fuego o similares, e) Agresiones entre manifestantes, f) Enfrentamientos violentos con contra-manifestantes, g) Ataque a carabineros, guardias de seguridad o fuerzas armadas, h) Ataque a transeúntes o terceras partes, i) Toma de rehenes o secuestros.
[2] No es una casualidad si en un artículo publicado hace dos días, Jeffrey Sachs ponía en paralelo a París, Hong Kong y Santiago, interrogándose de por qué “ciudades ricas” se rebelan: Jeffrey Sachs, “Why Rich Cities Rebel”, Project Syndicate, 22 de octubre de 2019.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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