OPERACIÓN RETIRO DE TELEVISORES CONDENÓ A LOS FAMILIARES DE DESAPARECIDOS A UNA BÚSQUEDA INTERMINABLE
Los testimonios de militares que sacaron a la luz el plan para desenterrar a las víctimas y lanzar sus cuerpos al mar
07.09.2023
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OPERACIÓN RETIRO DE TELEVISORES CONDENÓ A LOS FAMILIARES DE DESAPARECIDOS A UNA BÚSQUEDA INTERMINABLE
07.09.2023
En los primeros años de la dictadura, cuando el régimen aún negaba la existencia de los detenidos desaparecidos, cada secuestro de opositores consideró siempre la destrucción de registros documentales que permitieran dilucidar el destino final de las víctimas. Esos intentos de borrar evidencias alcanzaron, a fines de 1978, un nivel de maldad difícil de dimensionar: desenterrar los cuerpos sepultados en fosas clandestinas para arrojarlos al mar desde aviones o quemarlos en hornos o tambores. Bajo el nombre clave de Operación Retiro de Televisores, el plan condenó a los familiares de las víctimas a una dolorosa búsqueda que se ha prolongado por casi medio siglo.
Exhortado a decir la verdad, el suboficial mayor en retiro de la Fuerza Aérea, Sergio Orlando López Maldonado, decidió que ya era hora de romper el silencio. Lo hizo a las 16:05 del 22 de agosto de 2005, ante dos funcionarios de la PDI. Lo que dijo ese día, en Antofagasta, sería la punta de una madeja que permitiría reconstruir uno de los planes más crueles de la dictadura y que ha condenado a los familiares de los detenidos desaparecidos a vivir casi medio siglo de búsqueda dolorosa. Esa tarde reconoció que él fue el encargado de arrojar cuerpos al mar desde un avión C 47. Eran los restos de ejecutados por la Caravana de la Muerte, en octubre de 1973. Habían sido desenterrados de una fosa clandestina y los conjurados en ese operativo macabro debían hacerlos desaparecer para siempre.
Estaban envueltos en una tela blanca, dijo López. Recordó también que miembros del Ejército subieron los cuerpos a la aeronave que él tripulaba. Lo hicieron en Calama, en un ya lejano 1976.
“No recuerdo cuántos eran, cargaron diez o más bultos”, relató el suboficial de la FACH, quien luego justificó su silencio de décadas, señalando que durante años temió las represalias de sus superiores (ver declaración judicial). López Maldonado, finalmente fue condenado a tres años de pena remitida en 2022 (vea la sentencia).
Lo ocurrido en Calama en 1976 fue la antesala de una operación a gran escala que se ejecutaría dos años después para deshacerse definitivamente de los cuerpos de los desaparecidos. La dictadura no podía dejar que se supiera que se había asesinado a personas fuera de toda legalidad y que sus cuerpos habían sido ocultados. Había mentido dentro del país y también ante organismos internacionales, asegurando que no había tales víctimas, que nunca se les detuvo ni se les ejecutó. Pero en 1978 los cuerpos de campesinos asesinados aparecieron en Lonquén y dejaron en evidencia la mentira. Entonces, la dictadura puso en marcha uno de sus planes más oscuros: había que repetir lo hecho en Calama dos años antes, sacar los cuerpos de las fosas clandestinas y desaparecerlos para siempre.
Los documentos judiciales que muestran cómo se ejecutó la Operación Retiro de Televisores y que fueron revisados para este reportaje, ahora están disponibles en el buscador online “Papeles de la Dictadura”, una iniciativa desarrollada por CIPER con la colaboración del Centro de Investigaciones y Proyectos Periodísticos (CIP) de la Universidad Diego Portales (acceda acá a “Papeles de la Dictadura”).
Las víctimas de Calama fueron ejecutadas por la Caravana de la Muerte, la comitiva asesinó a 93 personas que estaban detenidas a lo largo de Chile, con la excusa de acelerar los juicios militares que enfrentaban. De esos asesinatos, 26 ocurrieron en la ciudad de Calama.
En calidad de delegado del general Augusto Pinochet, el responsable de la operación fue el general Sergio Arellano Stark, secundado por el teniente coronel Sergio Arredondo González, el entonces mayor Pedro Espinoza Bravo, el capitán Marcelo Moren Brito y el teniente Armando Fernández Larios, entre otros oficiales.
En octubre de 1973, la comitiva llegó a Calama y sacó de la cárcel a 26 prisioneros. Los vendaron, los amarraron, los fusilaron y los enterraron clandestinamente en el sector de Topater.
En declaración ante la justicia, el suboficial en retiro Lorenzo Alvear González dijo que 12 militares fueron escogidos para acompañar en estas labores a la comitiva encabezada por el general Arellano. “Yo subí los cuerpos al camión”, dijo, señalando que lo hizo luego que el doctor Luis Rojas los identificara.
Después del crimen, el capellán militar Luis Jorquera informó a algunos deudos que sus familiares habían muerto tranquilamente, como evocó ante la justicia Violeta Berrios, conviviente de Mario Arguellez.
El gobernador Eugenio Rivera Desgroux prometió a los familiares que en un año les indicaría dónde estaban los cuerpos. Sobre lo mismo, el intendente y jefe de Zona en Estado de Sitio en Antofagasta, Joaquín Lagos, dio una explicación complementaria en una entrevista al diario El País, de España.
“Me daba vergüenza verlos (los cuerpos). Si estaban hechos pedazos. De manera que yo quería armarlos, por lo menos dejarlos en una forma humana. (…). Se ensañaron”, dijo.
Los cuerpos jamás fueron entregados y cuando la búsqueda de los familiares comenzó a acercarse a la verdad, la decisión fue desenterrarlos y arrojarlos al mar, actos por los que la Corte Suprema impuso penas de 720 días de reclusión, con el beneficio de la remisión condicional de la pena (vea una nota informativa del Poder Judicial).
El militar Emilio Pardo, uno de los condenados, admitió que en 1976 fueron a la zona de la inhumación ilegal por órdenes del general Carol Urzúa, quien deseaba confirmar dónde estaban los restos. “Procedimos a abrir y cerrar la fosa”, evocó. También tomaron fotografías como registro.
A los días siguientes, los militares volvieron, exhumaron los cuerpos y los llevaron al aeropuerto El Loa, donde el avión de la FACH los esperaba, según declaró el suboficial Manuel Segundo Aguirre Cortés.
“Allí debíamos esperar la llegada de un avión”, dijo (vea su declaración). Aquella, por cierto, era la nave que tripulaba el suboficial mayor, López Maldonado, el hombre que arrojó los cuerpos al mar.
Pero estas acciones sólo fueron el inicio. Dos años después, nuevos restos humanos serían encontrados en los hornos de Lonquén, una localidad campesina cercana a Santiago, y la operación se extendió por todo el país.
Todo se precipitó en noviembre de 1978, cuando un hombre llamado Inocencio de Los Ángeles llegó hasta la Vicaría de la Solidaridad, la institución creada en 1976 por el cardenal Raúl Silva Henríquez para encabezar la defensa de los derechos humanos en dictadura. Bajo estricto anonimato, entregó pruebas de que existían restos humanos al interior de unos hornos ubicados en una antigua mina de cal en Lonquén.
El 30 de noviembre de ese año, luego de una reunión convocada por Silva Henríquez, una comitiva liderada por el sacerdote Cristián Precht acudió al lugar, ratificando la veracidad de la denuncia y entregando de inmediato los antecedentes a la jueza Juana Godoy, quien abrió una investigación.
Los cuerpos pertenecían a 15 campesinos de la zona, de entre 17 y 51 años, quienes habían sido detenidos en octubre de 1973 y cuyo paradero se perdía en la Tenencia de Carabineros Isla de Maipo, hasta donde fueron llevados inicialmente.
La justicia, auxiliada por el Servicio Médico Legal, recién concluyó las labores de identificación de aquellos restos el 19 de febrero de 2010, 32 años después del hallazgo, en un trabajo que demoró cuatro años desde que fue pedido por el juez Alejandro Solís (ver fallo).
Contrariamente a esa lentitud procesal, en 1978 la velocidad de los hechos y las decisiones para ocultar otros cuerpos fue mucho mayor.
La aparición de los restos en Lonquén fue la primera prueba material de la existencia de los detenidos desaparecidos en América Latina. El hallazgo provocó preocupación en la dictadura y en el propio general Pinochet. Aquella inquietud fue reconocida públicamente el año 2000 por el general en retiro Odlanier Mena, quien en 1978 era director de la Central Nacional de Informaciones (CNI), el órgano que reemplazó a la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), el primer organismo represivo del régimen.
“El hallazgo de cuerpos en Lonquén produjo una grave conmoción social interna. El país estaba en los preliminares de la casi guerra con Argentina. Se podía inferir que si aparecían nuevos ‘lonquenes’ el frente interno se iba a dañar”, dijo Mena al vespertino La Segunda.
El general Mena, quien se suicidó en 2013 para evitar su traslado al penal Punta Peuco, quedó desde entonces a cargo de la Operación Retiro de Televisores, la que consistió en desenterrar todos los cuerpos de detenidos desaparecidos sepultados en fosas clandestinas, hecho por el que jamás fue condenado.
La mayoría de los cadáveres exhumados fueron arrojados al mar, como había sucedido en Calama. Otros fueron quemados en hornos o tambores metálicos, como ocurrió en el sur del país.
En el Regimiento Los Ángeles la orden llegó entre fines de 1978 y principios de 1979, a través de un criptograma enviado por la Comandancia en Jefe del Ejército, como estableció una investigación penal realizada por el juez Carlos Aldana. Según la indagación judicial, aquel documento cifrado fue recibido en esa unidad por el sargento Juan Carlos Balboa Ortega, quien lo traspasó a su superior, el comandante Patricio Escudero Troncoso, quien desconocía la existencia y ubicación de este tipo de fosas.
“Era un criptograma secreto A-1 proveniente del comandante en jefe y dirigido a todas las unidades militares del país (…). Se ordenaba realizar todas las diligencias para evitar que terceros encontraran los lugares de inhumación de cada jurisdicción militar”, reconoció Balboa (vea su declaración).
Este suboficial, según su propio relato judicial, se enteró días después de la existencia de un entierro irregular en la zona, antecedente que comunicó a su superior, quien a su vez informó al comandante del regimiento, coronel Jaime García Zamorano. Este último, tras una reunión de coordinación con inteligencia regional, ordenó realizar un operativo militar inmediato para cumplir las instrucciones de Santiago.
El teniente Julio Reyes Garrido quedó a cargo de la misión, en la que fue secundado por los suboficiales José Puga Pascua, José Iturriaga Valenzuela, Jaime Muller Avilés, Julio Fuentes Chavarriga, Luis Palacios Torres y Juan Cares Molina, además del fallecido suboficial mayor, Eduardo Paredes Bustamante.
Los uniformados, serpenteando la ribera del río Renaico, avanzaron hasta los dos puntos en que había cuerpos de detenidos desaparecidos, inhumados ilegalmente. En ambos lugares sacaron los cadáveres, los metieron en sacos y los llevaron al regimiento, donde el suboficial Juan Cares procedió a incinerarlos en un horno de ladrillos (vea su declaración).
El teniente coronel Julio Reyes describió aquel operativo paso a paso, en su declaración. “El traslado a la zona se realizó en un camión corto (…). De esta forma, tres ocupantes abordamos el vehículo en la parte delantera, mientras los tres funcionarios restantes viajaron en la parte posterior”, comenzó su relato.
“El personal de Concepción conocía el lugar exacto de la inhumación, por lo que nos dirigimos directamente a este sitio. Mi labor, junto al personal de la sección que tenía a cargo, consistió en brindar seguridad y vigilancia al equipo de la III División que realizó la excavación. Por este motivo, permanecí a unos treinta o cuarenta metros de distancia, por lo cual no pude apreciar la cantidad de cuerpos que fueron exhumados. Estas osamentas fueron guardadas en unas bolsas plásticas de color negro y subidas al vehículo, para posteriormente ser trasladadas a Concepción. Recuerdo que estos trabajos se organizaron debido a que los lugareños ya conocían este lugar de entierro”, detalló Reyes (ver declaración)
Una vez en el regimiento, y tras la incineración de los cuerpos, el cierre de la misión quedó a cargo del conscripto Julio Fuentes. “Tuve que enviar un criptograma donde decía que se habían retirado los televisores”, dijo ante la Justicia. Luego, Fuentes sostuvo que con los años siguió indagando sobre lo sucedido y que descubrió que entre los cuerpos exhumados había campesinos que él conocía desde la infancia, de sus veranos en las colonias escolares organizadas en las Termas de Pemuhue (ver su declaración)
Finalmente, la justicia estableció la veracidad de estos relatos y fijó las sanciones, las que en el caso de las exhumaciones fueron de tres años o menos.
“Los hechos descritos anteriormente -escribió el ministro Aldana en su fallo de primera instancia- constituyen el último eslabón del episodio que se inició el 6 de octubre de 1973 ya referido en el considerando primero, respecto de las víctimas de (el fundo) Carmen y Maitenes y de Pemehue, destinado a lograr la eliminación de los restos de las víctimas a fin de ocultar o inutilizar el cuerpo de los delitos para impedir su descubrimiento”.
En 2020, la Corte de Apelaciones de Concepción ratificó aquella verdad judicial y elevó las penas impuestas por el magistrado, en relación con el asesinato y posterior desaparición e incineración de 18 campesinos asesinados en Mulchén.
Otro relato que muestra de manera especial el esfuerzo persistente de la Operación Retiro de Televisores está resguardado en un cuaderno reservado del Poder Judicial al que tuvo acceso CIPER.
En este archivo, el oficial Mario Gianotti, quien en 1978 era capitán en la Escuela de Artillería de Linares, relató paso a paso sus labores en la misión de búsqueda, exhumación clandestina e incineración de cuerpos que se verificó en el sur del país. “Me ordenaron realizar un rastreo en terrenos del predio militar, con la finalidad de ubicar los lugares en que se encontraban inhumados los cuerpos de personas que habían sido fusiladas con posterioridad al 11 de septiembre de 1973”, sostuvo el oficial.
Gianotti recordó además que organizó un equipo de trabajo con dos oficiales y dos suboficiales, señalando que de ellos sólo recordaba el nombre del entonces teniente Hernán Vejar, quien luego se recibiría de abogado, jurando ante la Corte Suprema. “No recibimos información precisa de dónde se encontraban los cuerpos y comenzamos el rastreo de acuerdo con los antecedentes conocidos, pero no sólo en la Escuela de Artillería de Linares, sino en toda la ciudad”, precisó.
Aquellas labores, que se concentraron en el polígono de tiro General Bari, se extendieron por 20 días, sin resultados, hasta que finalmente encontraron un cuerpo, el que fue entregado a otro equipo de cuatro militares, provenientes de Concepción, quienes procedieron a incinerarlo “al interior de un tambor metálico con petróleo”.
Gianotti y sus hombres luego prosiguieron sus labores de exhumación en Constitución, en una cueva costera, cerca de la desembocadura del río Maule, donde se encontraron con carabineros que estaban realizando las mismas funciones. “Habían encontrado tres cuerpos, uno sobre otro, no a mucha profundidad”, recordó (vea la declaración)
El oficial Hernán Vejar, quien se retiró en 1996 como miembro de la Dirección de Inteligencia del Ejército (DINE), confirmó ante la justicia las confesiones de Gianotti, precisando que el jamás debió rendir cuentas a sus superiores de estos hechos y que desconocía mayores detalles de lo sucedido (ver declaración).
Por cierto, en los últimos años de la dictadura, la destrucción de evidencias dejó de centrarse en los cuerpos inhumados clandestinamente, para concentrarse en la incineración de documentación, como muestran diversos archivos de esa época revisados por CIPER.
Por ejemplo, en el oficio secreto 03146 de 1988, el entonces canciller Ricardo García remitió a la CNI un “Acta de Destrucción” de documentos en poder del Ministerio de Relaciones Exteriores, firmada por el funcionario James Sinclair (ver documento.
Por cierto, aquella eliminación de información reservada fue ordenada a todos los ministerios.
No obstante, unas cien mil fojas de documentos secretos quedaron olvidadas en los 27 kilómetros de estanterías del Archivo Nacional de la Administración (ARNAD), material revisado por CIPER para elaborar esta serie de reportajes sobre los 50 años del golpe de Estado.
Las investigaciones judiciales además establecieron que los archivos de la DINA y la CNI fueron traspasados a la Dirección de Inteligencia del Ejército (DINE) con el advenimiento de la democracia. Ante la justicia, el suboficial Raúl Luis Otárola López, exmiembro de la DINA y luego de la CNI, dijo que durante su paso por la DINE fue testigo de que esos materiales estuvieron guardados al menos hasta 2005.
“(Ese año) bajé al subterráneo (de la DINE) a dejar documentos microfilmados, donde existen repisas metálicas donde están los rollos de celuloide soportados por cartridges, ordenados por códigos y números”, relató Otárola, según quedó consignado en un informe de la PDI.
Sin embargo, los documentos fueron finalmente incinerados según estableció a posterior el juez Alejandro Madrid (ver reportaje de CIPER: Testimonios acreditan que el Ejército guardó archivos secretos de la dictadura). En 2020, el juez Mario Carroza procesó por estos hechos al general (r) Eduardo Jara Hallad, exdirector de la Dirección de Inteligencia del Ejército (DINE); a la exjefa de archivos en el Departamento II de contrainteligencia, dependiente de la DINE; la teniente coronel (r) Mercedes del Carmen Rojas Kuschevich; y al exjefe del Estado Mayor General del Ejército, general (r) Carlos Chacón Guerrero.