EL EXAGENTE DE LA DINA ESCRIBIÓ 48 CUADERNOS ANTES DE MORIR ENCARCELADO POR SUS CRÍMENES
Los cuadernos inéditos del Guatón Romo: memorias de un torturador de su puño y letra
27.08.2023
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EL EXAGENTE DE LA DINA ESCRIBIÓ 48 CUADERNOS ANTES DE MORIR ENCARCELADO POR SUS CRÍMENES
27.08.2023
Traición, brutalidad y horror. Eso evoca el nombre de Osvaldo Romo. Murió en 2007, preso en Punta Peuco, acosado por la diabetes, problemas cardíacos y su historial de crímenes en la DINA. Dejó varios procesos judiciales abiertos y una caja de cartón con 48 cuadernos en los que puso sus recuerdos, fantasmas y obsesiones. Desde 2012 esos textos están bajo custodia de la Corporación Parque por la Paz Villa Grimaldi. Debido a que Romo incurrió en falsedades e inexactitudes, incorporó crudos detalles de torturas y utilizó un relato en que él pareciera no tener culpa, el acceso a los textos es restringido para evitar la difusión de antecedentes que puedan revictimizar. Por la misma razón, aunque CIPER tuvo a la vista las más de 2.500 páginas, no las publicará. No obstante, los cuadernos tienen un valor: muestran en detalle el complejo sistema de terror de la dictadura. A 50 años del golpe, eso es lo que recoge este artículo.
“¿Saben? Yo estoy haciendo esto porque quiero hoy decirles a todos que todo esto obedece a un pedido de un joven que era macho combatido (sic), que era una visita de mi casa por años. Tengo que agregar y además decir que era un joven bastante estudioso, un buen alumno (…).
“Recuerdo que un día llegué y, al entrar al cuartel de la DINA, un guardia que no era estable, un pelao que venía determinados días, me dijo que un joven elemento había llegado baleado y herido de muerte desde la clínica a la que llevaban a los detenidos, la Santa Lucía. Que quería verme y hablar conmigo. Fui adentro y había un guardia cuidando al detenido herido, frente a la sala de parrilla. Él estaba en una camilla que era baja, en la entrada del cuartel de la famosa y triste Villa Grimaldi (…) había sido baleado por personal del equipo Águila, todos funcionarios de Carabineros (…) Recuerdo que fue él quien me hizo este pedido, moribundo y con lágrimas en los ojos. Me dijo: ‘Negro, trata de escribir todo esto para que no quede en el olvido. Tú lo puedes hacer, mi viejo, porque a ti te gusta escribir. Hazlo, mi viejo querido, cómo ha pasado todo esto, cómo sucedió; escríbelo como es, por favor. Yo recuerdo cuando escribiste del Colo Colo del año 1941, que fue invicto campeón’.
“Me acuerdo de que esto fue antes de que a él lo mataran adentro de la Villa Grimaldi. Fueron los últimos días en que el jefe del sector era don César Manríquez Bravo, quien poco después le dio la orden al cabo de Ejército don Mario Leyton Roble, que era del Regimiento Ferrocarrileros de Puente Alto, de eliminar a ese joven que era del MIR. Estaban también ese día detenidas la señora Amanda (sic) Jeria y la hija de ella, Michelle Bachelet Jeria”.
Osvaldo Romo Mena, el torturador, el traidor que se cambió de bando y se convirtió en uno de los más brutales ejecutores de los horrores de la dictadura de Augusto Pinochet, escribe esto a mano y con lápiz pasta negro en un cuaderno universitario, mezclando fantasías y datos reales, mientras pasa sus días en la cárcel de Punta Peuco. Es febrero de 2003, a meses de cumplirse 30 años del Golpe de Estado, o al menos esa es la fecha que anotó en la parte interna de la tapa. El relato lleva por título “Pienso que es bueno recordar, porque esto es volver a vivir”.
Allí también cuenta muy escuetamente que el ’73 vivía una época tranquila y feliz con su esposa y cinco hijos en la Población La Faena, frente a Lo Hermida, en Peñalolén. Aunque dice que “todo era respuesta ‘no hay’, nada para comer”, asegura que le daba para “vivir mucho más de lo normal”. Y que el 11 de septiembre de ese año fue un día triste. Que al par de semanas cayó detenido y que lo llevaron a distintos lugares, que lo torturaron y que así estuvo hasta diciembre. Que en mayo del ’74 se puso a trabajar con el Ejército a pedido del teniente coronel Roger Vergara Campos, entonces director de la Escuela de Inteligencia. Que trabajaba con tranquilidad, “muy compartimentado y también sigiloso”, juntando datos sobre todo lo que conocía y sabía del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR).
Era un delator, un sapo.
En sus cuadernos asegura que tenía un supuesto informante y que en mayo del ’74, cuando éste cayó detenido en el cuartel de Londres 38, llegó a la Dirección de Inteligencia Nacional, la DINA. Cuenta que ese día, a inicios de 1975, fue emboscado por el equipo Águila, un grupo operativo de la DINA a cargo del entonces capitán de Carabineros Ricardo Lawrence Mires, también conocido como el “Cachete Grande”. En la interna, a ese grupo le decían “Los Gordos”.
***
El relato es sólo uno de muchos que Osvaldo “el Guatón” Romo escribió en 48 cuadernos, algunos incompletos o con apenas algunas hojas, a modo de memorias. Lo hizo en los últimos años que estuvo en prisión, hasta su muerte en el Hospital Penitenciario la madrugada del 4 de julio de 2007 por su insuficiencia cardiaca y diabetes. Al igual que su cadáver, que nadie reclamó, los archivos quedaron arrumbados en la caja de cartón junto a otros documentos en la oficina del exmagistrado Alejandro Solís, quien investigaba causas por violaciones a los derechos humanos ocurridas en Villa Grimaldi. El contenido de la caja era conocido entre los actuarios como “los cachureos del Guatón Romo” y así los presentó un reportaje de CIPER, el primero sobre los cuadernos, de 2012 (vea ese reportaje). Ese mismo año, los escritos fueron cedidos íntegramente en comodato por el Poder Judicial a la Corporación Parque por la Paz Villa Grimaldi, para su resguardo y protección.
La corporación estableció un protocolo para la consulta de los textos, debido a que su contenido puede provocar la revictimización de los familiares de los asesinados, porque los cuadernos contienen datos no comprobados, inexactitudes y falsedades, además de que su autor relata los hechos casi como un espectador que se desliga de su responsabilidad en los crímenes. Por la misma razón, CIPER, aunque tuvo acceso a estos archivos, no los incorporó a la plataforma de búsqueda de documentos “Papeles de la Dictadura”. Sin embargo, los cuadernos de Romo tienen un valor periodístico y de interés público: constituyen un relato sobre el interior del complejo sistema represivo, donde la tortura y la desaparición de las víctimas fueron usadas de manera sistemática, financiado por la dictadura.
Son más de 2.500 páginas escritas a mano, colmadas de faltas de ortografía y casi sin usar puntos o comas, aprovechando cada espacio del papel. Su redacción es muy detallada pero enredada, errática; va y vuelve una y otra vez sobre las mismas ideas, con varios errores históricos e imprecisiones, como si los pensamientos y recuerdos de Romo se atropellaran en un intento por salir a borbotones, por intentar ordenarse en un relato coherente y conveniente sobre sí mismo y el papel que jugó en la historia. Por supuesto, una historia en la que él pareciera no tener ninguna culpa.
Como no contienen información sobre el paradero de detenidos desaparecidos, judicialmente los cuadernos y otros escritos fueron desestimados. Sin embargo, la información que contienen permite reconstruir los fantasmas y obsesiones que persiguieron a Romo en su cabeza hasta su muerte. Le escribe a un lector que no existe, a veces dirigiéndose a sus propias víctimas o a quienes delató, no tanto para pedirles perdón sino, más bien, comprensión.
Arma una y otra y otra vez las listas de los integrantes del MIR que traicionó y que ayudó a capturar, torturar y hacer desaparecer. Cuenta de sus relaciones con algunos de ellos previas al golpe y arma los perfiles de cada uno, destacando en ellos su valor militante, como un soldado –que nunca fue– que alaba la valentía y entereza de sus adversarios después de la batalla. Se refiere a ellos como “mis niños” o “mis muchachos”, como “buenos elementos” que “lamentablemente” fueron masacrados. También bosqueja una a una las historias –según él, “verdaderas”– de los 119 asesinados cuyas muertes intentaron ser encubiertas con la Operación Colombo.
De sus compañeros en la DINA, describe en detalle roles y cadenas de mando para los distintos grupos operativos que funcionaban en los cuarteles de Villa Grimaldi, Londres 38 y Venda Sexy. Él mismo era parte del grupo Halcón I, bajo el mando del brigadier Miguel Krassnoff Martchencko (aunque Romo nunca lo explicita). A todos los delata, hablando de “ellos” como un grupo caprichoso que buscaba demostrar su superioridad a través de la venganza y el ensañamiento, incluso especificando casos de torturas, pero nunca situándose activamente allí, como si no hubiese sido más que un espectador. Es más: los define como “dementes con cabeza de músculo”.
Sobre sus propias responsabilidades y acciones, es claro en decir que son mentiras y blasfemias, y su autopercepción podría resumirse con el título que abre el relato en otro de sus cuadernos: “Señores, no soy torturador ni paria ni leproso, soy un patriota a mi manera«.
Si bien hay versiones que dicen que Romo ya era un infiltrado y un traidor antes del golpe de Estado, no hay pruebas de aquello. Lo que sí se sabe es que, cuando llegó ese día, el “Guatón” ya era un reconocido dirigente poblacional de izquierda en Lo Hermida, en lo que en esa época aún era Ñuñoa (hoy Peñalolén). Militaba en la Unión Socialista Popular (USOPO), de la cual incluso fue candidato a diputado en las parlamentarias de marzo de ese año. Con menos del 1%, fue el menos votado de su papeleta. Trabajaba en la planta que Madeco tenía en San Miguel. Tenía 35 años, estaba casado hacía 13 y la menor de sus cinco hijos tenía apenas unos meses.
En sus escritos, se ensalza a sí mismo como el líder de una toma de terreno que movilizó a unas 650 familias, y lo hace en tercera persona: “Todos llevaban las ansias y el corazón y tenían la confianza de que la persona que los guiaba era Romo. Había en la época una seguridad con este nombre que era una garantía bastante buena. La gente confiaba en él porque se las jugaba; había conseguido llevar una cantidad de [personas] sin casa a Lo Arrieta, La Faena y las partes alta y baja de Lo Hermida”.
Se tomó calles junto a los pobladores, irrumpió en la Municipalidad de Ñuñoa e incluso intervino en actos en los que estaba el Presidente Eduardo Frei Montalva, siempre de forma vistosa. Todo aquello le dio visibilidad a fines de los ’60 y en los años de la Unidad Popular (UP), lo que le permitió establecer contactos cercanos con dirigentes del MIR. De eso escribió en un cuaderno en el que detalla su participación en el primer Congreso de Campamentos Revolucionarios, realizado en la Población La Bandera a fines de enero de 1969. “Yo nunca fui mirista, pero sí era muy amigo de todos por asuntos políticos poblacionales”, escribió. Y en otra página agregó: “Me recuerdo que yo siempre les decía que el MIR llevaría al precipicio al gobierno”.
Cuenta que en su última asamblea con los pobladores, el 9 de septiembre del ’73, anticipó que se venía un golpe militar, aunque “no podía decirles todo lo que vendría, por respeto a la gente. Ese día me fui a mi casa y fue una noche triste para mí. Después del 11 no fui nunca más al lugar”.
Pasaron 15 días y cayó detenido, según él mismo escribió, supuestamente delatado por un integrante del movimiento Cristianos por el Socialismo. Recuerda que un comando de Institutos Militares, al mando del director de la Escuela de Suboficiales del Ejército, Julio Canessa, lo fue a buscar a su casa después de haber asistido al programa de televisión Los Guantes de Oro, que se grababa en un gimnasio junto a la Plaza Ñuñoa. Lo llevaron en un camión a la Escuela Militar. “Debo decir que en aquel lugar pasé los días más tristes de mi vida”, escribió.
Cuatro días –relata– lo tuvieron sin comer. A diario lo sometían a interrogatorios, hasta que un día lo subieron a una liebre verde rumbo al Cuartel Central de la Policía de Investigaciones, donde asegura que lo habrían torturado de forma sistemática. Así lo describió: “En este lugar sufrí las bajezas más horribles que podía recibir el cuerpo humano. Me desnudaron, me sentaron en una silla que estaba presa en el suelo, me aplicaron corriente”.
Lo que no cuadra en su relato es que el supuesto motivo de su detención era una orden pendiente previa al golpe, por ofensas y desacato al Presidente Allende durante un acto en el Cementerio General en agosto del año anterior, cuando le quitó el micrófono en protesta por el asesinato de un joven poblador. Él mismo escribe que le pareció “curioso”. Según su versión, habría pasado los siguientes cuatro meses en el calabozo subterráneo conocido como “La Patilla” y salió libre recién dos días antes de Navidad, ayudado por un coronel del Ejército quien lo contactó con otro militar destinado como interventor de Industrias Madeco, donde Romo volvió a trabajar para hacerse cargo de la seguridad patrimonial, es decir, de evitar “robos, hurtos, espionaje, sabotajes y política contingente” en la empresa.
A los pocos meses vino el paso definitivo para ubicarse en el otro bando.
***
“Créamelo que todo esto para mí fue bastante feo y difícil, pero tenía que tomar una determinación. Me decidí porque todo esto me llegó en una etapa difícil que era el final de una serie de cosas que se fueron desarrollando. (…) Cierto día en marzo de 1974 llegó hasta la puerta de la empresa a hablar conmigo el coronel del Servicio de Inteligencia de la Fuerza Aérea (SIFA), Horacio Oteíza, que en el momento estaba en la Academia de Guerra (AGA), en Las Condes. Yo lo conocí en el viaje al sur de Chile en 1971, acompañando al chacal del Caribe que era Fidel Alejandro Castro Ruz, cuando estuvo de visita en el país al comienzo del gobierno del Presidente Allende. (…) Hoy recuerdo que en ese viaje él siempre conversaba conmigo y me preguntaba de todo lo que era el esquema del MIR. Ese día me conversó un poco de todo, y de repente me dijo que le habían llegado los detenidos políticos de la Isla Dawson y que precisaba encuadrar (armar un organigrama con nombres y cargos) de forma específica, porque a algunos de ellos no los ubicaba”.
Así explica Osvaldo Romo su primer contacto para colaborar con los organismos represivos de la dictadura. A los dos días, relata, fue a la AGA e hizo lo que se le pidió: reconocer y delatar. Ya estaba al otro lado; ya era un sapo.
A los 15 días llegó a buscarlo a su trabajo el teniente coronel Roger Vergara Campos, jefe de la Escuela de Inteligencia del Ejército, a quien también había conocido tiempo atrás. Le pidió que lo acompañara al Hospital Militar. Una vez allá, subieron al tercer piso y, según cuenta Romo, había unos diez oficiales esperándolo para identificar a un hombre que tenían herido de bala en una camilla.
“Cuando vi quién era, tenía que decirles la verdad, y me di cuenta de que no conocían al MIR. Todos me preguntaron en coro quién era el herido, pero yo les respondí y les dije que no es el que ustedes creen, porque ustedes quieren y piensan que es el Miguel Enríquez Espinoza. No es el Miguel, pero les puedo decir que es el ‘Coño’ Aguilar, el jefe de la Fuerzas Centrales (del MIR); se llama Arturo Vilavella Araujo, es ingeniero, pero hay que ir con bastante cuidado porque tiene vínculos muy familiares con la Embajada de España. En ese momento hablé con el coronel Vergara, pero logré escuchar lo que todos dijeron en coro: este es el hombre que tiene que estar trabajando con nosotros”.
Dice que partió en la Academia de Guerra del Ejército, yendo todos los días después de su jornada en Madeco. Lo iban a buscar y lo iban a dejar. Tenía una pieza aislada para él, donde con la ayuda de un “joven y una dama” habría reconstruido los cuadros políticos del MIR. A mediados de mayo del ’74, Vergara habló con él y le dio instrucciones: que vaya cierto día a las 9:30 afuera del local de Almacenes París del centro, que se lustrara los zapatos (debían ser negros) y usara calcetines tipo bizcocho. Un hombre se acercaría y le diría “buenos días”. Debía seguirlo. Y así lo hizo llegado el momento. Dice que fue el 18 de mayo. Cruzaron la Alameda, pasaron por la Iglesia San Francisco y entraron por calle Londres. Romo conocía el lugar, pues ahí, en Londres 38, había antes una sede del Partido Socialista, ahora en manos del régimen, convertido en un centro secreto de detención, tortura y exterminio: el Cuartel Yucatán. Una vez adentro, conoció al entonces teniente Miguel Krassnoff Martchencko, jefe de uno de los cuatro grupos operativos de la Brigada Caupolicán.
Pasaron dos días y Romo se integró formalmente a la DINA, que estaba bajo el comando del teniente coronel Manuel “Mamo” Contreras y el control directo de Pinochet. Se integró al grupo de Krassnoff. Y recién entonces, según su versión, partió la cacería.
“Ahora me quiero referir a qué es lo que era el MIR. En general, era un grupo de jóvenes idealistas que habían copiado algo de la política chilena y buscaban la manera de avanzar sin transar, porque es justicia popular para todo el pueblo de Chile. Ellos comenzaron educando al pueblo y muy bien; tenían personal que eran educadores de la política de una extraordinaria calidad”.
La anterior es sólo una de las cientos de referencias que Romo hace del MIR en sus escritos. Hay páginas y páginas llenas de anotaciones, fichas, listas, historias, anécdotas y recuerdos que demuestran el nivel de obsesión que sentía por el grupo subversivo. Una mezcla extraña de admiración, cariño y respeto, con resentimiento, rabia y desprecio.
Para él, la caída de Allende y la UP tenía dos grandes culpables, y así lo detalla en uno de los cuadernos en los que se refiere a varios hechos previos al Golpe. Por una parte ponía a los socialistas radicalizados que se plegaron a Arnoldo Camú y otros dirigentes para seguir la senda guerrillera del Che Guevara y el Ejército de Liberación Nacional Boliviano (ELN), los llamados “Elenos”; y por la otra, los miristas. A ellos achaca “errores tras errores” que “perjudicaron al gobierno de Allende”. También menciona las «fechorías que fueron cometiendo los hombres que eran de confianza del gobierno«. Se refiere a actos de corrupción, sabotaje, atentados y delincuencia política ocurridos a inicios de los ‘70. A los viajes a Cuba para instruirse y traer la revolución a Chile, a las escuelas de guerrilla instaladas en Guayacán (Cajón del Maipo) y Chaihuín (Valdivia), al asesinato de militares y carabineros, al robo e ingreso de armamento desde el extranjero e incluso al supuesto Plan Zeta. Pero aclara explícitamente que, para él, los socialistas o los comunistas no eran prioridad. Su rol en la DINA era –escribe– uno sólo: el “encuadramiento” del MIR.
Son varios los cuadernos en los que Romo intenta reconstruir la historia del MIR desde sus inicios en Concepción a mediados de los ’60 y, de paso, la de sus grupos paramilitares y principales dirigentes, a quienes él dice haber conocido muy cercanamente. Sobre quiénes eran, de sus relaciones y de su proceso de búsqueda y aniquilación. En algunos dice que participó, en otros no. De Luciano Cruz Aguayo, cofundador del MIR que murió en 1971, dice que se reunían constantemente a conversar en un banco del Parque Forestal. También hizo una biografía de Juan Bautista van Schouwen, el “Baucha”, detenido en diciembre del ’73 y “perdido hasta hoy”; otra de Edgardo “Pollo” Enríquez; de Humberto Sotomayor; de Andrés Pascal Allende; de Arturo Vilavella; de Sybila Arredondo y de varios más.
De Miguel Enríquez, fundador y primer secretario general del grupo paramilitar, escribe desde sus inicios en el Movimiento Universitario de Izquierda (MUI). Relata que cuando fue estudiante tuvo “muchas lindas mujeres de muy buena familia” que lo acosaban por “su buena elegante postura, también por su formación intelectual de un buen nacido”. Cuenta que la periodista Manuela Gumucio fue su amiga, compañera y su amor. Dice de él que era un “elemento muy calculista” y meticuloso, ordenado y sigiloso; “un guapo de los buenos que de verdad sentía lo que decía”.
Romo relata un episodio que supuestamente habría ocurrido en mayo del ’74: cuando él aún estaba en la Academia de Guerra, a poco de convertirse en agente civil de la DINA, le encomendaron reunirse personalmente con Enríquez, uno de los hombres más buscados por la dictadura, para pedirle que dejara las armas y se fuera del país. Asegura que la cita fue en un confesionario de la Iglesia de La Gratitud Nacional. Enríquez, cuenta, se negó. Romo dice que volvió y de inmediato se lo reportó al coronel Vergara: “Esto lo realicé con dolor y pena (…). Tengo que decir que quedé intranquilo, porque presentía que tendría que morir mucha gente después de esa conversa”.
Su rol sería identificar a esas personas, ubicarlas y asegurarse de que fueran eliminadas.
***
Romo cuenta que tenía en la DINA un cabo de Carabineros designado como chofer y que, al principio, lo iba a buscar todos los días en una camioneta Chevrolet C-10 de distinto color. Y que su primera jornada, el 20 de mayo de 1974, lo llevó también a su primer operativo. El lugar: Maipú. El objetivo: Álvaro Vallejos Villagrán, el “Loro Matías”, estudiante de medicina de 25 años, militante del MIR, casado y con un hijo. La jefatura, relata, quería “conversar” con él.
Por supuesto, no señala lo que hoy se sabe que realmente ocurrió: que al “Loro Matías” lo encerraron y torturaron, que también se llevaron a su esposa, le vendaron los ojos, la insultaron y amenazaron para presionarlo. Que le allanaron su casa y le robaron todo lo que tenía algún valor. Que lo tuvieron secuestrado por dos meses en Londres 38 y que el 29 de julio de 1974 lo llevaron de vuelta a la casa de sus padres para hacerlo gozar de una libertad que duró apenas un cuarto de hora. Que llegó otro vehículo a buscarlo y se lo llevaron de nuevo, ahora con destino a Cuatro Álamos y luego a Colonia Dignidad, y que después de eso ya nadie nunca lo volvió a ver.
En sus cuadernos, Romo presenta una versión edulcorada que oculta y tergiversa su participación en la detención, tortura y desaparición de Vallejos. Un relato que vuelve a golpear a la familia que aún no sabe cuál fue el destino del joven estudiante:
“Su casa (de Álvaro Vallejos) estaba en una población militar, porque era hijo de un suboficial del Ejército que trabajaba en el Ministerio de Defensa. Había que traerlo sin escándalo. (…) Lo curioso fue que al llegar a la casa del personaje, era mi amigo, el famoso ‘Loro Matías’, uno de los más completos elementos del MIR que yo conocí, secretario general de organización del regional Santiago. (…) Me recuerdo que al entrar en la casa, nos saludamos con un abrazo.
–Qué tal, Vicho, ¿cómo estás? ¿Tu familia, tus hijos? –me dijo.
–Y a ti, ¿cómo te va, viejo León? –le respondí, pero después le dije– Ahora, ¿sabes por qué estoy aquí? Fíjate que el jefe quiere hablar contigo.
–Claro, voy al momento.
Se despidió de su hermana después de decirle ‘mira quién me viene a buscar’. Partimos y nos vinimos conversando de todo un poco, pero cuando pasamos frente al Ministerio de Defensa, me preguntó si no íbamos para allá. Le dije que no, que íbamos al cuartel de la DINA. Él no iba vendado ni esposado, porque sufría un problema en los huesos. Debo decir que él ese año se recibía de médico. Llegando al cuartel [Londres 38], él fue llevado donde el jefe, que era el mayor de Ejército Marcelo Moren Brito”.
Ahí se corta el relato.
***
El siguiente en caer fue Jorge Arturo Grez Aburto, el “Conejo Grez”. Era artesano en cueros y tenía 28 años. Romo cuenta que a él lo conocía bastante bien. Asegura desconocer quién lo secuestró y elucubra posibles destinos. Dice que no lo vio en cuarteles de la DINA, aunque hay testimonios que lo ubican en Londres 38 y el Estadio Chile. Aún no hay pistas de su paradero.
Tampoco las hay de Agustín Reyes González; de Carlos Cubillos Gálvez; ni de Eduardo Ziede Gómez, Jorge Espinoza Méndez, Artemio Gutiérrez Ávila, Pedro Poblete Córdova y otros tantos mencionados en los escritos de Romo.
En otro cuaderno, se refiere a 10 casos de gente que fue detenida y que luego despareció; “un crimen mancomunado”, lo llamó. Algunos, como Juan Bautista van Schouwen y Patricio Munita Castillo ya habían sido eliminados a fines del ’73, cuando él aún estaba recluido en La Patilla, el sótano del Cuartel Central de la PDI. Pero otros sí cayeron por su labor de “encuadramiento”, y hubo un especial ensañamiento con quienes tenían algún tipo de parentesco con el mundo de las Fuerzas Armadas.
Jaqueline Binfa Contreras era estudiante universitaria, militante del MIR, y había trabajado con Romo en el frente poblacional. La detuvieron en agosto del ’74 y se reencontraron en Londres 38. Aunque el ex agente de la DINA dice que era hija de un general del Ejército, eso no es efectivo: su padre era un comerciante que murió cuando ella era una niña. Después de eso, desapareció. Igual destino tuvo David Silberman Gurovich, comunista y ex gerente general de Cobre Chuqui, que estaba preso desde septiembre del ’73, procesado y condenado por un Consejo de Guerra. La DINA falsificó documentos para sacarlo de la Penitenciaría, llevarlo al cuartel de José Domingo Cañas y Cuatro Álamos, y luego hacerlo desaparecer.
También están en esa lista Miguel Ángel Sandoval, el “Pablito” del MIR, exescolta del Presidente Allende, que según Romo era sobrino de un general del Ejército; Jorge “el Trosko” Fuentes Alarcón, que cayó preso en Paraguay a comienzos del ’75 y luego traído de vuelta a Chile y entregado a la DINA; y, entre otros, Alan Bruce Catalán, un fusilero de las fuerzas centrales del MIR. Él ya había sido detenido el ’73, y después, según cuenta Romo, su tío, el jefe de la Brigada Caupolicán, Marcelo Moren Brito, le habría dicho que si volvía a caer “era hombre muerto”.
El 13 de febrero de 1975, fue el mismo Moren Brito quien lo capturó, lo llevó a Villa Grimaldi, lo torturó y nunca más se volvió a saber de él.
Es julio de 1975. Durante el último año, la dictadura de Augusto Pinochet ha hecho desaparecer a más de 270 personas, principalmente del MIR. El trabajo de “encuadramiento” que Osvaldo “el Guatón” Romo ha hecho para la DINA ha sido clave para ello. Pero las denuncias por violaciones sistemáticas a los derechos humanos crecen tanto en Chile como en el extranjero, la presión internacional aumenta; algo había que hacer, y la vía elegida fue engañar y manipular, aplicar las técnicas de la guerra psicológica para hacer una limpieza de imagen a través de la propaganda y los montajes para así esconder a los muertos y desparecidos de la represión.
Una investigación de Anfibia Chile y la Universidad Alberto Hurtado reveló que detrás de esa estrategia estaba la mente del director de la oficina de Asuntos Públicos del régimen, Álvaro Puga, en conjunto con la DINA del “Mamo” Contreras. Y el producto de aquello es lo que después se conocería como la Operación Colombo o el Caso de los 119.
Se montaron puntos de prensa con dirigentes del MIR que se declaraban derrotados y pedían a sus camaradas deponer las armas, por supuesto, obligados bajo tortura. Inventaron publicaciones de supuestas revistas en Brasil y Argentina que llevaban, en sus únicas ediciones, reportajes que denunciaban la muerte de extremistas chilenos, hombres y mujeres, en enfrentamientos en la cordillera. 59 habrían caído en combate “con fuerzas del gobierno argentino en Salta”, mientras que otros 60 habrían sido aniquilados por sus propios compañeros de armas. Los principales medios chilenos replicaron la información, quedando por siempre en el imaginario nacional el nefasto titular de La Segunda: “Exterminados como ratones”.
Poco después, el 5 de octubre de 1975, un grupo de agentes de la DINA, entre los que estaban Moren Brito, Krassnoff y Romo, llegó repartido en tres vehículos a la casa de seguridad de San Miguel en la que estaban Miguel Enríquez, su pareja embarazada Carmen Castillo, y los dirigentes del MIR Humberto Sotomayor y José Bordaz. Llegó también contingente de Carabineros por tierra y aire. Fue una emboscada que pronto terminó en desastre. Enríquez, el fundador y principal líder del MIR, fue abatido a balazos. Castillo quedó herida por las esquirlas de una granada. Los otros dos lograron huir por los techos.
El operativo fue tan importante que incluso llegó Contreras. Romo escribió en sus cuadernos que él le confirmó que se trataba de Enríquez. Y luego dedica palabras al principal líder del MIR:
“Bueno, Miguel, tú luchaste como guapo, pero ayer cuando te vi en Avenida Grecia con Obispo Orrego, donde está la bomba de bencina, encontré que no estabas bien, porque tú no errabas para nada; donde ponías el ojo ponías la bala. Pero ahora fue diferente, viejo. Lástima que los otros te dejaron botado a la suerte”, escribió.
Tras ese golpe, vino otro el 16 de octubre, cuando la DINA dio con una parcela de Malloco en la que estaba la directiva clandestina del MIR. Hubo un nuevo enfrentamiento en el que murieron el dirigente Dagoberto Pérez Vargas y la empleada doméstica que nada tenía que ver con política ni subversión, Enriqueta Reyes Valerio.
Romo asegura que dejó ese mismo día la DINA, que tomó a su familia, sus cosas y se fue del país. Dice que no salió arrancando y que se fue “por la puerta” del aeropuerto de Pudahuel, que tomó un avión de Lan Chile y se fue a Río de Janeiro. Pero, lo cierto es que allá ingresó con nombre y papeles falsos y se mantuvo clandestino. Osvaldo Andrés Henríquez Mena, se llamaría desde entonces. Su esposa ya no sería Raquel González, sino que Raquel Rojas. Y sus cinco hijos mantendrían sus nombres de pila, pero ya no serían los Romo González, sino la familia Henríquez Rojas. Y así fue como se les perdió la pista por los siguientes 17 años.
Con el retorno de la democracia, se empezaron a abrir y movilizar investigaciones judiciales para perseguir los horrores y atropellos a los derechos humanos, y en ese contexto, el de Romo empezó a ser uno de los nombres más demandados entre los criminales de la dictadura. La jueza Dobra Lusic, que investigaba la desaparición forzada del mirista Alfonso Chanfreau Oyarce –uno de los 119–, dio con el paradero de Romo en Mogi Guaçu, una ciudad ubicada al noreste de Sao Paulo. En 1992, la magistrada logró que el ex agente fuera extraditado y volviera a Chile a enfrentar la justicia desde una celda en la Cárcel de Colina.
Y entonces volvió a hacer lo que siempre había hecho y se le daba bien: delatar a los suyos.
***
Si bien no fue algo inmediato, con el tiempo, Osvaldo Romo empezó a hablar. Primero, fue en 1995, cuando dio desde la cárcel una polémica entrevista a Univisión, en la que reconoció y detalló las formas en que aplicaba torturas. Dijo que “lo volvería a hacer igual y peor”, que no dejaría “periquito vivo, todo el mundo a la jaula”; que el mar chileno no era un mar para tirar cadáveres por lo torrentoso y violento, que era mejor lanzarlos “al cráter de un volcán”; y que no había violado ni matado a nadie, aunque quizás sí a Dagoberto Pérez ese último día que estuvo en la DINA, pues todos disparaban y él estaba más cerca.
Romo sentía rabia contra los militares, pues lo habían dejado solo. Tenía ya una condena a 10 años por el secuestro del mirista Manuel Cortez Joo y otra de cinco años y un día por el de Ofelio Lazo, ambos, al igual que Chanfreau y varios más, incluidos en la nómina de los 119. Y estaba procesado por varias otras causas. Su diabetes y su insuficiencia cardiaca empeoraban y no quería morir en prisión. Así que decidió colaborar con la justicia y se convirtió en pieza clave para la persecución judicial de la cúpula de la DINA.
Así como alguna vez “encuadró” a los integrantes del MIR, a fines de los ’90 comenzó a entregar cargos, roles, fechas, lugares y hechos en sus declaraciones judiciales. Explicó toda la estructura operativa del aparato represor y sus acciones tanto en Londres 38 como en Villa Grimaldi y Venda Sexy. De las brigadas, grupos operativos y mandos. Y todo eso lo empezó a volcar también a sus cuadernos cuando en el 2000 fue trasladado al penal de Punta Peuco.
“Ante tanto problema y daño, quiero dejar en el papel todo lo que fue o es un engaño sobre esto que fue planificado, organizado y siniestramente finiquitado por gente que era dueña de hacer y deshacer, que eran un peligro para hacer y demostrar que ellos eran superiores a todos los grados, eliminando gente que estaba detenida en manos de los servicios de inteligencia de todo Chile”, escribió.
Agrega que ahora cree que todo se trató de una “burda y torpe venganza” y que “ellos, los de la DINA, los fueron eliminando uno a uno”, que se ensañaron más con los detenidos que eran familiares de uniformados y que fue un “capricho que se tomaron como misión”.
Respecto al Caso de los 119, intentó reconstruir una a una las historias de las personas desaparecidas que la DINA trató de ocultar con el montaje de la Operación Colombo: “Todo esto no existió, es una farsa, una mentira. Sí me atrevo a decir que ellos (la DINA) pueden haberles quitado la vida (a los 119), eliminando a una parte en la cordillera, pero quiero decir que estos 119 estaban detenidos en los más diferentes cuarteles de la DINA y en diferentes épocas”.
Pero al final, en los cuadernos de Romo los autores del horror siempre son “ellos”. A pesar de las decenas de testimonios que lo sitúan en secuestros y torturas, después de esa entrevista de 1995 a Univisión nunca más volvió a reconocer explícitamente su rol en los crímenes. En sus escritos solo acepta que hizo los “encuadramientos políticos”. Dice que todas las acusaciones en su contra no son más que “canalladas, gente que habla tanta cosa sucia de las personas porque hay que tirarle mierda al que está caído”. Y que tanto jueces como periodistas y víctimas, lo quieren perjudicar. Sostiene que las acusaciones se debían a órdenes del partido, del MIR, aunque esa organización ya estaba completamente desarticulada, y que era “una táctica que nace del socialismo”. Y sostuvo ese delirio hasta el día en que se murió.