Adelanto del libro del excomandante en jefe del Ejército Ricardo Martínez: duras críticas a las violaciones de derechos humanos en dictadura
27.08.2023
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27.08.2023
El máximo jefe del Ejército hasta 2022, Ricardo Martínez Menanteau, critica duramente lo acontecido durante la dictadura encabezada por Augusto Pinochet en el libro que lanzará este martes 29 de agosto en la Universidad Católica. El volumen recorre la historia del Ejército, en distintas áreas, en los últimos 50 años. Cuando aún estaba a la cabeza de la institución castrense, Martínez publicó en la web del Ejército un documento en el que sostenía que episodios como la Caravana de la Muerte, entre otros hechos, afectaron “gravemente” a la institución. Ese texto fue removido de la web poco después de que el general dejó la comandancia. Ahora, en su libro Un Ejército de todos (2023, JC Sáez Editor), vuelve a criticar la misión de la comitiva que encabezó el general Sergio Arellano Stark, junto con condenar las torturas y las desapariciones de detenidos. El texto, según escribe Martínez, tiene como objetivo destacar episodios que “en muchos casos, vulneraron ciertos preceptos morales individuales e institucionales y principios de responsabilidad militar”. CIPER ofrece a sus lectores un fragmento del capítulo IV del libro, referido a los casos de violaciones de derechos humanos durante la dictadura.
Capítulo IV
Los derechos humanos en el gobierno cívico-militar (1973-1990)
El 11 de septiembre de 1973 los altos mandos de las Fuerzas Armadas y de Orden deciden llevar a cabo un golpe de Estado contra el gobierno del Presidente Salvador Allende y asumir la conducción del país como resultado de la grave crisis imperante. Este hito histórico, cuyas reverberaciones se sienten hasta nuestros días, marca el inicio de una nueva etapa institucional en materia de doctrina militar y derechos humanos.
Este contexto excepcional obligó a los integrantes del Ejército a enfocar sus años de formación y sus valores en actividades inéditas y diversas, todo ello en un ambiente nacional de gran tensión y polarización. El Ejército tuvo que realizar un gran despliegue para cubrir con su personal todas las funciones requeridas, desde el más alto cargo hasta las labores más sencillas, incluso debiendo recurrir al empleo de reservistas en los primeros tiempos. Algunos fueron destinados a tareas gubernamentales, otros fueron comisionados a actividades de inteligencia nacional o política (no militar) y un tercer grupo, mayoritario, siguió en sus labores militares rutinarias.
Este relato no pretende analizar caso por caso lo sucedido, sino que destacar acontecimientos que pusieron en jaque ―y en muchos casos, vulneraron― ciertos preceptos morales individuales e institucionales y principios de responsabilidad militar.
En la madrugada del 15 de septiembre de 1973, el Excomandante en Jefe del Ejército, general Carlos Prats, fue trasladado en un helicóptero Puma hacia Portillo. Luego, en su auto particular y escoltado por una patrulla militar, llegó a Caracoles donde, después de realizar los trámites aduaneros correspondientes y despedirse de la escolta, entregó una carta dirigida al general Augusto Pinochet, que en sus párrafos principales señalaba: “El futuro dirá quien estuvo equivocado. Si lo que ustedes hicieron trae el bienestar general del país y el pueblo realmente siente que se impone una verdadera justicia social, me alegraré de haberme equivocado yo, al buscar con tanto afán una salida política que evitara el golpe. Agradezco las facilidades que dispusiste que me permitirán salir del país” [1].
La exigencia que tiene un oficial general o superior excede con creces a la de sus subalternos. Su responsabilidad es muy alta, ya que una resolución que ordene a un subalterno ejecutar una tarea puede alterar la interpretación valórica de este último. Esto ocurre porque el ejercicio de un valor en circunstancias extremas puede estar sujeto a algún grado de interpretación.
Un elemento fundamental para mantener la disciplina militar consiste en que las órdenes que imparte un superior deben ser legales y allí radica el imperativo que deben ser cumplidas por los subordinados. La Ordenanza General del Ejército establece que la disciplina en las relaciones entre militares no es un acto de sumisión; al contrario, es un acto de reflexión profunda, mediante el cual los subalternos entregan parte de su libertad de acción a fin de que un comandante realice una misión que esté enmarcada en un código legal, reglamentario y profesional. Por ello, un subalterno está obligado a obedecer las órdenes que emanan de un superior, aunque está dotado de la capacidad de representar a sus superiores las consecuencias de órdenes incorrectas, ilegales o injustas [2].
En las páginas del libro Ejército de Chile un recorrido por su historia se señala de manera clara y explícita: “Las violaciones a los derechos humanos ocurridas durante el periodo y en la que los miembros del Ejército tuvieron participación ―ya sea como consecuencia de actos derivados de la obediencia debida, por el uso desproporcionado de la fuerza, por excesos individuales o bien por eventuales acciones fortuitas― fueron una profunda herida ocasionada al deber ser militar” [3].
Uno de los episodios más condenables en materia de derechos humanos durante el gobierno militar fue el paso del general Sergio Arellano Stark y su comitiva por diversas guarniciones del norte y sur del país durante el mes de octubre de 1973 con supuesto fin de “revisar y agilizar [los] procesos” de los presos políticos. Dicha comitiva, conocida hasta nuestros días como la “Caravana de la muerte”, dejó tras de sí la huella lacerante de ejecuciones masivas, decenas de individuos que fueran sacados de las cárceles, fusilados de manera sumaria, sin su derecho a un debido proceso.
La comisión de este general se puede describir como una tarea perfectamente planificada desde Santiago, ejecutada mediante un programa idéntico en cada ciudad, con un comportamiento altamente indisciplinado de sus integrantes para amedrentar a personal subalterno de las unidades y dar una orientación velada y disfrazada en terreno de cómo se debía proceder con el “adversario”.
El general a cargo, que lo hacía en calidad de “delegado del Comandante en Jefe del Ejército”, se mantuvo deliberadamente lejos de los lugares donde se ejecutaron los fusilamientos, distrayendo a los comandantes de regimientos en actividades sin ninguna importancia, mientras los miembros de su comitiva sacaban gente de las cárceles y los fusilaban o le ordenaban a integrantes de las unidades que lo hicieran, involucrando intencionadamente a personal de los regimientos en consejos de guerra espurios.
Los hechos y el expediente judicial confirman que la misión del general Arellano era acelerar procesos en aquellos lugares donde los mandos supuestamente hubieran actuado débilmente a partir del 11 de septiembre de 1973 (“comandantes pusilánimes”, según sus propias palabras [4]). Pero en términos legales, esto no era factible, pues la comitiva no contaba en su delegación con ningún asesor jurídico. En esta dramática situación, los capitanes, tenientes o suboficiales, no tenían otra posibilidad más que la de cumplir las órdenes de sus superiores bajo el apercibimiento de un eventual juzgamiento por consejo de guerra.
No hay que olvidar que el alto mando de la época había declarado, mediante el Decreto Ley 5 del 12 de septiembre de 1973, que el estado de sitio decretado por conmoción interna, dadas las circunstancias que vivía el país, debía entenderse como “estado o tiempo de guerra” para los efectos de la aplicación de la penalidad que establece el Código de Justicia Militar y demás leyes penales, lo que implicaba que el incumplimiento de órdenes [5] por parte de los militares podía ser causa suficiente para ser fusilado.
En un careo entre el general Arellano y el capitán Patricio Díaz con motivo de las ejecuciones en Copiapó, el general niega enfáticamente haber ordenado los fusilamientos de presos políticos, mientras el capitán expresa que “…la razón que más me impulsa a decir que el Comandante Haag (Comandante del Regimiento Atacama en Copiapó) cumplía órdenes superiores es que las dieciséis ejecuciones habidas en Copiapó se producen exactamente durante el periodo de permanencia de mi General Arellano y su comitiva en la guarnición. Complementando lo expresado, deseo manifestar que ni antes ni después de la presencia de mi General Arellano en Copiapó, hubo detenidos que hayan sido ejecutados…” [6]. Lo anterior ratifica claramente que su recorrido por cada una de las ciudades en donde se produjeron asesinatos fue producto de una orden expresa de dicha autoridad.
La calidad de “delegado del Comandante en Jefe del Ejército” que tenía el general Arellano durante este recorrido era muy gravitante y decisiva para las resoluciones que se iban dictando, ya que representaba en su persona la autoridad del propio Comandante en Jefe del Ejército ante los mandos militares que lo recibían en las distintas guarniciones.
Esta delegación implica una gran responsabilidad de quien entrega esa potestad a un subordinado, en este caso el general Pinochet, y de quien la recibe para utilizarla con el mayor criterio, responsabilidad y justicia, el general Arellano.
Se deduce entonces que existió una conducta previa que buscaba producir temor e involucrar a integrantes de todas las unidades que visitaban, entregándoles la responsabilidad de enfrentar a los familiares de los afectados y así dejar a los jóvenes oficiales y suboficiales de esos regimientos como la cara visible de las ejecuciones.
Las acciones del general Arellano fueron absolutamente reñidas con el honor militar. Además, este no tuvo ninguna consideración hacia sus subalternos, lo que se ratifica en la declaración del propio juez Juan Guzmán Tapia, encargado de efectuar la investigación judicial de estos delitos, cuando relata lo sucedido en Copiapó ante una orden impartida por el general Arellano, (…) “sin embargo, ambos subtenientes representaron la referida orden, esto es, se opusieron a su cumplimiento. No obstante, una vez representada dicha orden, se vieron compelidos nuevamente a cumplirla, porque de no hacerlo, enfrentarían un juicio militar por los crímenes de traición a la patria e insubordinación, delitos éstos perpetrados en ‘tiempos de guerra’ que como pena aplicada contemplaban la de muerte” (…) [7]. De ello se deduce que el citado general no se hizo responsable de las consecuencias de su actuar. En cuanto a los oficiales encargados de ejecutar las órdenes, ambos fueron procesados posteriormente y hoy cumplen condena en Colina I. De esta forma, Arellano no respondió jamás de lo que sucedió bajo su mando, ganándose el repudio de los afectados y de toda la institución.
En definitiva, estos dramáticos hechos ocasionaron un irreversible daño a la población como consecuencia de sentencias de muerte arbitrarias y sin debido proceso, ordenadas por un general del Ejército y una grave lesión a la imagen de la institución castrense, pues algunos de sus miembros se vieron obligados a disparar contra civiles bajo amenaza de muerte, siendo que algunos de ellos ya cumplían condenas [8].
Por último, es importante mencionar que nunca se aclaró el tipo de órdenes que recibió el general Arellano por parte del Comandante en Jefe del Ejército; en cambio, su desempeño le valió un ascenso dentro de la institución, por resolución del mando en jefe.
Aparte de los crímenes de la “Caravana de la muerte” y otros que ocurrieron, el asesinato del Excomandante en Jefe, general Carlos Prats y de su esposa, Sofía Cuthbert, acaecido en septiembre de 1974 en la ciudad de Buenos Aires, y del que se responsabilizó a algunos miembros de la DINA, se ha constituido también en un crimen cobarde, cruel y repudiable y en una vergüenza institucional. A pesar de haber sido realizado por un organismo de seguridad no perteneciente al Ejército, quienes resultaron condenados por la justicia en su mayoría formaban parte de la institución.
Según consta en el expediente de la investigación, el agente de la DINA Michael Townley, de nacionalidad estadounidense, colocó un artefacto explosivo en el automóvil de Prats y el día 30 de septiembre de 1974, a las 00:50, lo hizo detonar mediante un dispositivo a control remoto cuando el matrimonio regresaba a su domicilio, provocando la muerte instantánea de ambos.
Sobre esta situación se pronunció años después, el 5 de junio de 2009, el Comandante en Jefe del Ejército, Óscar Izurieta, al inaugurar el Campo Militar “San Bernardo” del general Carlos Prats: “… el Ejército chileno, su Comandante en Jefe y los miles de hombres y mujeres que lo componen, condenan públicamente la vileza de esta acción y repudian a los autores de tan deleznable crimen, así como a los indiferentes que no prestaron consuelo y apoyo a las hijas de un Comandante en Jefe asesinado…”. Agregó: “… de confirmarse, en sentencia ejecutoriada, la participación de exmilitares en estos dos crímenes, se habría configurado un acto del mayor deshonor. Es más, si ya el atentado a la vida del general Prats sería un agravio al honor militar, la muerte de su esposa constituiría un ultraje a nuestra cultura militar y al concepto de familia que tanto valoramos…”.
Un segundo pronunciamiento al respecto, lo efectuó el entonces Comandante en Jefe del Ejército general Juan Miguel Fuente-Alba cuando se dictó la sentencia definitiva por parte de la Corte Suprema mediante un comunicado oficial el 8 de julio de 2010, en el cual, entre otros conceptos, se declaraba que el Ejército repudiaba a todos los partícipes de este cobarde asesinato, especialmente a los militares que lo consumaron; que con dicho crimen se habían violado los principios que constituían el acervo moral de la institución; que los autores habían despreciado el tradicional código de honor y de conducta institucionales.
Lo expresado por el Ejército de Chile a través de los comandantes en jefe representa la posición institucional ante situaciones aberrantes que no tienen justificación alguna.
Resulta difícil pensar que la acción de la DINA en 1974 para atentar contra la vida del general Prats, que había dejado el cargo de Comandante en Jefe del Ejército hacía sólo un año atrás, no haya sido conocido por el general Pinochet a quien hoy sabemos que le reportaban periódicamente las operaciones de este organismo [9], con mayor razón, si el objetivo había sido su camarada de armas de toda una vida militar. A esto debe agregarse la nefasta conducta del general Camilo Valenzuela y del general en retiro (en esa época) Roberto Viaux por su participación en el secuestro y asesinato del general Schneider que era su superior y con quien mantenían una amistad profesional. Ambos hechos transgreden gravemente el honor militar, honor que debieran tener todos quienes han dedicado una vida entera al Ejército de Chile.
Al igual que lo ocurrido con el asesinato del general Schneider, la institución omitió por décadas el merecido homenaje a este distinguido oficial que procuró enfrentar de la mejor manera situaciones críticas y muy difíciles en la coyuntura nacional.
El 25 de abril de 1990, a pocas semanas de haber asumido la presidencia de la nación Patricio Aylwin, se creó mediante Decreto Supremo N° 355 la “Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación” (Comisión Rettig), cuyo objetivo era contribuir al esclarecimiento global de la verdad sobre las más graves violaciones a los derechos humanos cometidas durante el gobierno militar, entre el 11 de septiembre de 1973 y el 11 de marzo de 1990.
Diez meses más tarde, la Comisión entregó su informe final [10], en el que se daba cuenta de la detención de personas en todo el país por parte de personal de las Fuerzas Armadas y policiales y los vejámenes a los que fueron sometidas. Muchas de esas detenciones se efectuaron en los domicilios, la vía pública o después de haberles requerido, a través de bandos para que se presentaran en cuarteles y que fueron llevados a recintos castrenses y civiles. También se mencionaban las ejecuciones ilegales y los asesinatos por parte de agentes del Estado o personas a su servicio.
Si bien la mayoría de las detenciones obedecían a una orden superior, es altamente repudiable que los detenidos hayan sido torturados y, peor aún, que algunos hayan sido ejecutados sin un debido proceso judicial, como lo dispone expresamente el Código de Justicia Militar de 1944. En la misma línea, merecen el más enérgico rechazo las acciones en las que estuvo involucrada la Dirección de Inteligencia del Ejército (DINE) durante ese periodo. Los tribunales de justicia comprobaron con posterioridad la participación de algunos integrantes de esa repartición institucional en casos emblemáticos como la muerte del líder sindical Tucapel Jiménez, en febrero de 1982, y del químico Eugenio Berrios, en noviembre de 1992.
Los detenidos desaparecidos durante el gobierno militar, que superan el millar de personas [11], constituyen una de las páginas más oscuras en materia de violaciones de los derechos humanos durante ese período y representan una herida abierta en el alma nacional.
No haber entregado los cuerpos de las víctimas al momento de ocurridas las muertes y no haberlo hecho tampoco años después cuando se hicieron las inhumaciones desde fosas clandestinas en una operación resuelta por el mando en jefe y avalada por los mandos superiores de la época representa un severo agravio al ethos militar y una afrenta muy dolorosa para las familias afectadas.
También constituye, y con justa razón, uno de los factores más determinantes en las imputaciones que hasta el día de hoy le hacen al Ejército los distintos organismos de derechos humanos.
El derecho internacional prohíbe las ejecuciones sumarias o la tortura, entre otras importantes disposiciones. En este sentido debe hacerse referencia al artículo 3 común a las Convenciones de Ginebra de 1949, ratificadas por Chile en 1950.
El gobierno militar señaló en su momento que el país se encontraba en un “estado o tiempo de guerra” y para eso difundió el decreto 5 el 12 de septiembre de 1973. Para ello se requería la aplicación de dicha disposición legal, referida a conflictos que no son de índole internacional y que surgen en el territorio de uno de los Estados que haya ratificado dichos convenios.
El artículo 3 prohíbe “en todo tiempo y lugar” violaciones como las torturas, las condenas dictadas y las ejecuciones efectuadas sin juicio previo ante un tribunal que no se haya constituido legítimamente, los atentados contra la vida y la integridad personal. También destaca que se trata de normas de protección mínimas que requieren tratar a todas las personas sin discriminación alguna y con humanidad.
Este artículo ha sido ampliamente debatido en los años posteriores y ha sido aplicado en distintos conflictos locales que ha vivido el mundo. Ante la ausencia de nuevas normas convencionales, constituye la disposición más importante del derecho humanitario para regular conflictos armados no internacionales, alcanzando el rango de derecho consuetudinario [12].
Debe señalarse, sin embargo, que la aplicación de esta norma es cuestionada por quienes sustentan que un conflicto armado no internacional requiere, entre sus condiciones de vigencia, una duración prolongada (posición que adopta la Cruz Roja Internacional).
De no cumplirse el requisito de duración prolongada, se estaría en presencia de disturbios internos, actos de violencia aislados o esporádicos, en los que no sólo se deben cumplir las normas mínimas que recoge el derecho humanitario, sino las normas íntegras del derecho internacional en materia de derechos humanos. De modo que no se hubiera estado en presencia de un conflicto armado no internacional sino sólo en una situación de disturbios internos, los derechos protegidos son más que los que prescribe el derecho humanitario, por cuanto las normas que rigen los disturbios y conmociones internas incluyen la totalidad de los derechos reconocidos y no admiten considerar disposiciones del derecho internacional humanitario (por ejemplo, necesidad militar), aplicable a conflictos armados.
Quienes rechazan el requisito de la duración como condición de la aplicación del derecho humanitario argumentan a favor de la aplicación del artículo 3 común, sosteniendo que no se puede ignorar que la intensidad de la violencia, incluso en conflictos de un par de días, puede, si se dan las demás condiciones de aplicación del derecho humanitario, acarrear más víctimas que una insurgencia de mayor duración.
A modo de conclusión, es imperativo señalar que, cualesquiera sean las normas aplicables, incluso en etapas cruentas de un conflicto, no se pueden violar los derechos internacionalmente establecidos, que incluyen la prohibición de la tortura y de las ejecuciones sumarias, la no discriminación y el respeto a los detenidos.
[1] Prats, Carlos, Memorias de un Soldado. Editorial Pehuén, Tercera Edición, 1987. Santiago, Chile, p. 515.
[2] Ejército de Chile, Ordenanza General del Ejército, art. 38. División Doctrina, Santiago, Chile, 2014. P. 17.
[3] Op. Cit., Academia de Historia Militar, p. 182.
[4] Causa rol 2182-98, Episodio Caravana de la Muerte, “A” Copiapó. Careo realizado el 29 de enero de 2000 entre el general Sergio Arellano y el capitán Patricio Díaz, fojas 3.001.
[5] La doctrina imperante hasta el día de hoy en los ejércitos es que las órdenes verbales tienen la misma validez para su cumplimiento que las órdenes escritas, porque cuando se está operando en terreno los cambios de situación obligan a una emisión constante de órdenes que se entregan verbalmente, pues hacerlo de otra manera haría inviable la consecución de los objetivos militares previstos.
[6] Ibíb., Careo, fojas 3.000.
[7] Entrevista al juez Juan Guzmán Tapia en www.granvalparaiso.cl/entrevista a fondo/juez juan guzman tapia
[8] Véase Verdugo, Patricia Los Zarpazos del Puma. La Caravana de la Muerte, donde la autora condena la actitud del general Arellano.
[9] Entrevista televisiva al general Manuel Contreras en CNN Chile, el 19 de septiembre de 2013, por Mónica Rincón y Daniel Matamala, en la cual, ante la pregunta de los periodistas de si el general Pinochet estaba al tanto de todas las operaciones de la DINA, Contreras responde textualmente: “por supuesto, era el jefe de la DINA”.
[10] Informe Comisión Verdad y Reconciliación, Volumen 1, Tomo I, Tercera parte, Cap. I “Violaciones a los DD.HH. cometidos por agentes del Estado o personas a su servicio”, p. 94 y siguientes.
[11] Los informes de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación (CNVR), Corporación Nacional de Reparación y Reconciliación (CNRR) y Comisión Presidencial Asesora para la Calificación de Ejecutados Políticos y Víctimas de Prisión Política y Tortura (CPACEPVPPT), califican como detenidos desaparecidos durante el periodo 1973-1990 a un total de 1.109 víctimas. A esta cifra se debe agregar aproximadamente 300 casos que corresponden a la figura jurídica de “ejecutados políticos sin entrega de cuerpo”.
[12] Naciones Unidas. Derecho Internacional Humanitario. Conceptos básicos. Infracciones en el conflicto armado colombiano. Segunda edición actualizada. Enero 2013, p. 244.