Sistema político en el debate constituyente: definiciones, avances y pendientes
14.04.2022
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
14.04.2022
Al cierre de la semana de más intensa deliberación al respecto hasta ahora, el constitucionalista Javier Couso expone en esta columna para CIPER las características generales que sostienen el debate acerca del sistema político, analizando la forma en que éste se ha dado en el seno de la Convención Constitucional y aquello que comienza a quedar zanjado.
De las variadas materias que ocupan la atención de la Convención Constitucional —algo de por sí arcano para el grueso de la ciudadanía—, el debate en torno al sistema político debe ser uno de los más difíciles de seguir. En un proceso ya dominado por una jerga especializada, nociones como «presidencialismo atenuado», «bicameralismo asimétrico» o «leyes de concurrencia presidencial necesaria» pueden parecer extrañas aun para las personas más interesadas en el debate constituyente. Y, sin embargo, el sistema político representa el corazón de una Constitución (al punto que, en el siglo XIX, solía denominarse a la última ‘Código Político’), como lo reconoció un convencional constituyente que señaló que «sin sistema político no hay Constitución». Así, se da la paradoja de que siendo el debate de lo que se ha dado en llamar «la sala de máquinas de la Constitución» uno de los más relevantes en el seno de la Convención, sea éste, también, uno de los más difíciles de seguir para quienes no son especialistas en estas materias.
De lo que trata, grosso modo, el sistema político es de la organización de los poderes del Estado; y, en particular, de aquellos que tienen a su cargo, por una parte, el gobierno y la administración del Estado y, por la otra, la discusión y aprobación de las leyes. Así, normalmente el sistema político no incluye el tratamiento de la judicatura, la regionalización ni los órganos autónomos (como el Banco Central, la Contraloría General de la República y otros). Puesto en términos más familiares, el sistema político define si un país adopta, por ejemplo, un modelo presidencialista o, en cambio, uno parlamentario. O si se inclina por una república o más bien una monarquía.
Como se puede apreciar, las consecuencias de este aspecto del debate constituyente son de la mayor trascendencia y, como decíamos más arriba, bastante crípticas para la ciudadanía en general. Más aún, es un ámbito dominado por un círculo relativamente pequeño de personas, que estudian el impacto que tiene incorporar o dejar fuera algún elemento de diferentes modelos, teniendo a la vista la experiencia histórica y comparada (esto último alude a la forma en que otros países organizan sus sistemas de gobierno).
Por otra parte, y quizá por las características que tiene el debate en torno al sistema político, es uno en el que pesa más la tradición constitucional. En efecto, es en este ámbito donde más se da aquello que en ciencia política se conoce como «path dependence»; esto es, la tendencia a que decisiones adoptadas muy temprano en la vida de los países fijen los marcos de lo posible en el debate que tiene lugar en el presente. Así, por ejemplo, la decisión de contar con un sistema parlamentarista —o uno presidencial— en los albores de la Independencia suele ser extremadamente difícil de modificar a medida que transcurren los años. Eso explica que, habiendo la abrumadora mayoría de América Latina emulado el régimen de república presidencial adoptado por los Estados Unidos, dos siglos después continúen manteniendo ese sistema político.
Dicho lo anterior, dentro del sistema de república presidencial existen, por supuesto, variaciones relevantes sobre cómo se organizan sus piezas, dado que una república presidencial puede estar organizada de formas muy diversas (por ejemplo, con o sin reelección inmediata de quien encabeza el Ejecutivo, o con o sin vicepresidente). Complicando aún más las cosas, la operatoria de un mismo sistema político varía considerablemente dependiendo del tipo de sistema electoral que tenga un país determinado; como también si exhibe una forma de Estado federal o unitaria.
Por otra parte —y esto es quizá el elemento más importante del asunto—, los objetivos del sistema político suelen ser contradictorios entre sí, buscándose, por una parte, que éste ofrezca gobernabilidad al país, y que, por la otra, garantice que quienes detentan el poder político estén limitados por frenos y contrapesos. Así, mientras el objetivo de la gobernabilidad sugiere la necesidad de dotar de suficiente poder al Ejecutivo (para que pueda implementar el programa que prometió al electorado), el objetivo de limitar su poder (para evitar abusos los derechos de las personas) suelen contraponerse. En este contexto, un sistema político supone un complejo equilibrio entre gobernabilidad y límites al poder.
Otro aspecto que cabe anotar acerca del debate sobre el sistema político es la tendencia a sacar conclusiones —muchas veces, con poco soporte en la evidencia empírica— acerca del impacto de optar por diferentes diseños constitucionales. Así, por ejemplo, en el debate constituyente que hemos presenciado en estos meses se ha señalado que un presidencialismo unicameral necesariamente equivale al fin de los frenos y contrapesos, con el consiguiente riesgo de erosionar la democracia y las libertades públicas («en ocho años se acabará la democracia» declaró, con tono apocalíptico, un conocido convencional), al tiempo que Freedom House (organización independiente de alto prestigio internacional que desde 1941 estudia estos asuntos) reporta que Costa Rica, una de las democracias más libres de América Latina, cuenta precisamente con un sistema político presidencial y unicameral.
Finalmente, cabe señalar que hay siempre en esto algo de apuesta en el diseño de un sistema político determinado, dado que los modelos que la ingeniería constitucional recomienda se basan en una combinación de experiencias históricas y comparadas, con no poco de especulación acerca del comportamiento futuro de los diferentes actores políticos.
**********
Luego de abordar las características generales del debate acerca del sistema político, cabe analizar la forma en que éste se ha dado en el seno de la Convención Constitucional. Una primera conclusión es que, luego de un serio intento por parte del Frente Amplio de superar los constreñimientos del «path dependence» e introducir un sistema parlamentario, el peso de la tradición constitucional eventualmente hizo que el debate se encuentre ahora circunscrito a escoger, por una parte, entre un sistema presidencial más o menos atenuado y, por la otra, entre continuar con el «bicameralismo espejo» actualmente vigente (en el que dos cámaras del Congreso exhiben poderes legislativos equivalentes) o más bien transitar hacia un«bicameralismo asimétrico» (esto es, uno en que mientras la cámara de diputados detenta el grueso de los poderes legislativos, una nueva cámara territorial retiene solo poderes de representación de las regiones, con una escaso rol legislativo nacional). Por ahora contamos con poca información acerca de los motivos que hicieron fracasar la propuesta de transitar a un sistema parlamentarista, pero todo indica que fue el convencimiento de varios colectivos al interior de la Convención del arraigo que sigue teniendo en nuestro país la figura de la Presidencia de la República. En efecto, y como lo puso un analista de la plaza, el hecho que el sistema parlamentario se traduce en que el Jefe de Gobierno es elegido de entre los políticos que integran el Parlamento (lo cual «podría hacer sentir a la gente como que se le está privando del derecho a elegir directamente a su gobernante») parece haber persuadido a varios colectivos que no había ambiente para adoptar un modelo parlamentarista.
Una vez descartado el parlamentarismo, a poco andar tampoco el semipresidencialismo logró aunar suficiente respaldo, quedando las opciones restringidas a mantener un sistema muy similar al vigente bajo la actual carta constitucional o, en cambio, adoptar un modelo de presidencialismo atenuado. Por otra parte, buena parte del debate acerca del sistema político se ha centrado en la pregunta de si mantener un parlamento bicameral, uno unicameral, o acaso uno «bicameral asimétrico». En este contexto, el Senado —en lo que a todas luces parece haber representado una defensa corporativa de su propia existencia en una eventual nueva Constitución— intentó movilizar el prestigio de la Comisión de Venecia para defender su existencia, algo que la última declinó hacer, al concluir que «no existe una regla general a favor o en contra del bicameralismo» [1].
Así las cosas, esta semana el Pleno de la Convención dio el paso de sustituir el Senado por una «Cámara de la Regiones» (cuyas atribuciones deberán ser objeto de negociación en los próximos días, al rechazarse las denominadas «leyes de acuerdo regional» que representaban una parte crucial de sus facultades). Por otra parte, ilustrando lo difícil que ha sido el acordar un sistema político en un ente constituyente fragmentado y que opera bajo una regla de dos tercios de sus integrantes para adoptar cada norma del texto que prepara, faltó un voto para aprobar la introducción del llamado «Congreso de Diputadas y Diputados», que es la cámara que se espera detente el corazón del Poder Legislativo nacional. Producto de esto último, se deberá volver a discutir en la Comisión de Sistema Político nuevamente, esperándose que finalmente se apruebe en el Pleno, más adelante.
Como se puede advertir de esta —necesariamente apretada— síntesis del estado en que se encuentra la discusión constituyente sobre el sistema político, a estas alturas se han despejado algunas cuestiones relevantes (como el hecho de que la propuesta de nueva Constitución no contemplará la adopción de un sistema parlamentarista o semipresidencialista, sino uno presidencial, o el que Senado será sustituido por una cámara regional con una fisonomía y atribuciones muy diferentes al anterior). Dicho esto, al momento de escribirse este artículo persisten aun muchas cuestiones por zanjarse, como el grado de incidencia del Presidente en la formación de las leyes (y, en particular, la fuerza de su poder de veto legislativo y la posibilidad de controlar la iniciativa y el proceso legislativo en materias que involucran gasto fiscal), o los poderes que finalmente se entregarán a la Cámara de las Regiones. Desde el punto de vista del tono del debate especializado sobre este tema, cabe anotar lo categórico de los juicios expertos que se emiten ante las propuestas y las decisiones adoptadas por la Convención Constitucional, que parecen reclamar para sí la autoridad de pronunciamientos profundamente respaldados por la reflexión teórica y la evidencia empírica y no, como cada vez parece ser más el caso, por una suerte de apuesta razonada en un contexto de incertidumbre.
[1] Comisión de Venecia: «Opinión Sobre la Redacción y Adopción de una Nueva Constitución» (18-19 de marzo de 2022), p. 11. Disponible online.