Aprobación no es legitimidad: la paradoja de la Convención
21.02.2022
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21.02.2022
Incluso de ser aprobada por el voto popular en el plebiscito de salida, la propuesta de nueva Constitución para Chile deberá ganar lo que la autora de esta columna para CIPER identifica como una «legitimación de ejercicio», históricamente decisiva en el trayecto constitucional de nuestro país.
Los primeros artículos sometidos a votación en el pleno de la Convención Constitucional (CC) han generado preocupación en amplios sectores políticos, incluyendo a representantes de la izquierda moderada o ex Concertación. Por ejemplo, Jorge Correa Sutil advirtió el pasado sábado en El Mercurio que, en el marco de la nueva Constitución, los «jueces serán sacados de su órbita propia y quedarán debilitados, pues deberán cumplir deberes políticos, por los cuales podrán ser juzgados y removidos». Por su parte, y en un muy comentado manifiesto suscrito por los autodenominados «Amarillos por Chile», se afirma que las propuestas «que ya están alcanzando los 2/3 en el pleno están encendiendo la señal de alerta entre quienes no queremos la deconstrucción de Chile, ni su desmembramiento, ni su refundación desde cero».
Aunque el contenido del texto Constitucional es todavía noticia en desarrollo, la hegemonía indiscutible de los sectores de extrema izquierda en la Convención permite aventurar, al menos en líneas gruesas, el tipo de Constitución que será sometida al plebiscito de salida. Además, el proceso constituyente mismo —que, desde una mirada temporal más amplia, se viene desarrollando a partir del 18 de octubre de 2019— hace posible dar cuenta de algunas paradojas de este proceso. Una de estas paradojas es la de la legitimidad que, en el corto o mediano plazo, puede terminar implicando el fracaso estrepitoso de la aspiración por una nueva Constitución estable en el tiempo y democráticamente representativa.
Esta paradoja tiene relación con la afirmación frecuente de que la Constitución que hoy se está escribiendo será la primera Constitución legítima de la historia de Chile. No solo por su legitimidad formal de origen, sin la intervención de los militares —como efectivamente ocurrió en las cartas de 1833, 1925 y 1980—, sino además por los altos niveles de participación popular; por ejemplo, ante el hecho de que personas y grupos de la sociedad civil pudieron presentar (por sí mismas, junto al apoyo de 15 mil firmas) iniciativas constitucionales. También están los argumentos sobre la paridad de género de sus integrantes, así como la activa participación de representantes de los pueblos indígenas (con 17 de los 155 escaños reservados para los diez pueblos indígenas reconocidos por el Estado chileno).
Pero la historia del país enseña que las Constituciones normalmente se han legitimado de ejercicio. Así ocurrió con la Carta de 1833, que se legitimó a partir de una serie de enmiendas y usos parlamentarios que llevaron a que ese texto fuese apropiado por las fuerzas liberales desde la década de 1870. Sucede también que, en diferentes períodos, la legitimidad de ejercicio ha traído consigo un proceso de deslegitimación que luego ha dado paso a la necesidad de discutir una nueva Constitución; o, al menos, a modificar de facto el sistema político, como ocurrió con el llamado «parlamentarismo a la chilena» (1891-1925). Este proceso de deslegitimación también se dio con las Constituciones de 1925 y de 1980. Lo sucedido con esta última es elocuente: fue tan reformada que por algunos años se pensó que había alcanzado la legitimidad definitiva, pero finalmente también surgieron voces, cada vez más vehementes, que propusieron avanzar hacia un texto radicalmente nuevo o distinto.
En otras palabras, la legitimación es inestable y frágil. En ocasiones, además, trae consigo la semilla de la deslegitimación. Por eso es importante lograr, desde un comienzo, que la carta constitucional aprobada dé cuenta del máximo consenso posible.
¿Qué tiene qué ver lo anterior con la carta Constitucional que hoy se está aprobando en Chile? La mayoría de los convencionales candorosamente cree que el texto aprobado en el pleno de la Convención será en definitiva validado por la ciudadanía en el plebiscito de salida, con lo cual la cuestión de su legitimidad quedaría zanjada. Sin embargo, incluso si la nueva Constitución resulta este año aprobada por el voto popular, su legitimidad tendrá pendiente comprobar la adhesión que despierte (o no) entre los miembros del parlamento. Dicho de otra forma, si la mayoría de las fuerzas políticas, representadas en el Congreso, no están de acuerdo con los contenidos esenciales de la Constitución aprobada, no dudarán en hacer uso del poder constituyente derivado para reformarla. Esta afirmación resulta todavía mucho más plausible considerando que las fuerzas políticas del actual Congreso difieren notablemente en su representación respecto de las de la Convención (si en la Convención la derecha representa solo un veinte por ciento, en el nuevo Congreso Nacional el sector posee más del cuarenta por ciento de los parlamentarios electos).
De manera más concreta, la paradoja de la CC consiste en que los supuestos depositarios del poder constituyente originario deberán ser «corregidos» —para decirlo de manera suave— por quienes, se ha dicho, carecerían de legitimidad en materia constituyente. Se trata también de una paradoja para el propio Congreso, que para dar paso a este proceso renunció al ejercicio de su potestad constituyente (que incluso le permitía hacer una reforma total de la Constitución todavía vigente).
Lo cierto es que pensar que una Constitución se legitima únicamente por el hecho de cumplir con ciertas reglas formales, como el plebiscito de salida, da cuenta no solo de ignorancia sobre la historia Constitucional de los países —Chile incluido—, sino además de una ingenuidad política que, tarde o temprano, terminará pasándoles la cuenta no solo a los convencionales, sino, lamentablemente, también al país en su conjunto, por los efectos que una carta refundacional y maximalista pueden ocasionar.