El mito (también histórico) del hiperpresidencialismo
24.01.2022
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24.01.2022
Pese a los argumentos dominantes en el debate, «no solo no es cierto que Chile posea actualmente un sistema político hiperpresidencialista, sino que tampoco lo tuvo bajo las Constituciones anteriores de más larga duración: 1833 y 1925», considera la autora de esta columna para CIPER, avalándose en una serie de datos históricos.
El politólogo Christopher Martínez ha cuestionado con sólidos argumentos que el hiperpresidencialismo chileno de la carta constitucional de 1980-2005 sea tal, calificándolo más bien de un mito: «Lamentablemente, el debate actual ha asumido la idea del hiperpresidencialismo basándose en una visión simplificada, ultralegalista, de la realidad».
La verdad es que Chile no solamente no tiene hoy un sistema hiperpresidencialista, sino que nunca lo ha tenido en términos históricos; ni en la Constitución de 1833 ni tampoco en la de 1925. Aunque la letra de estos documentos sí da cuenta de un régimen presidencial —por ejemplo, por el hecho de que el presidente podía designar a los ministros e intendentes, además de otros funcionarios públicos—, esas mismas cartas contenían las semillas para un creciente debilitamiento del Poder Ejecutivo.
De hecho, una de las características esenciales del siglo XIX chileno en términos constitucionales tiene relación con el hecho de que el Presidente fue siempre perdiendo poder. Esto se dio no solo a través de reformas al texto constitucional (durante la década de 1870), sino también mediante diversas prácticas aceptadas casi unánimemente por las fuerzas políticas, tales como interpelaciones y votos de censura de los ministros. Pero incluso el mismo texto original de la Carta de 1833 contenía fuertes contrapesos en favor del Congreso, como emblemáticamente lo fueron las llamadas «leyes periódicas», una de las cuales (la de presupuesto) terminó incluso desencadenando la guerra civil de 1891. Asimismo, de acuerdo al texto original de esta carta fundamental, los desafueros parlamentarios estaban en manos del propio Congreso, el que además poseía la facultad de interpretar las normas constitucionales.
Por su parte, la Constitución de 1925 no logró totalmente el objetivo central de volver al presidencialismo original de la Carta de 1833, que se había destruido bajo el llamado «parlamentarismo a la chilena» (1891-1925), y que se caracterizó por las rotativas ministeriales: en la práctica, eran los parlamentarios los que censuraban y derriban a los gabinetes, para luego «negociarlos» con el presidente. Lo cierto es que bajo la Carta de 1925 nunca el presidente pudo tener un completo control sobre la iniciativa en materia de gasto público, pese a las sucesivas reformas constitucionales a este respecto (1943 y 1970). Tampoco pudo hacer carne la letra de la Constitución en orden a que los ministros fuesen sus representantes directos; puesto que, por ejemplo, debían ellos recibir el llamado «pase de partido», lo que suponía una difícil negociación con las fuerzas políticas que supuestamente apoyaban al gobierno.
Lo que más bien ha tenido Chile, en algunos momentos de su historia, son regímenes o presidentes autoritarios. Bajo la Carta de 1833, los gobiernos conservadores (1831-1861) hicieron un uso abusivo de los llamados «poderes de emergencia»: facultades extraordinarias y estados de sitio, a través de las cuales evitaron la existencia de una oposición organizada. Y tanto en los gobiernos conservadores como en los liberales que les siguieron (1861-1891), los presidentes hicieron un uso sistemático de soportes extraconstitucionales, como la intervención electoral mediante el manejo de las boletas de calificación, que certificaban casi arbitrariamente el derecho a voto de los ciudadanos. Lo mismo —mutatis mutandis— puede predicarse del primer gobierno de Carlos Ibáñez del Campo (1927-1931): un gobierno autoritario que fue más allá que la letra de la Carta promulgada dos años antes de comenzar su mandato.
Como bien ha escrito Martínez, el error que cometen no pocos académicos y analistas es que reducen el sistema político a los textos constitucionales en sí mismos (Constitución formal), dejando de lado las prácticas o interpretaciones (Constitución real). Dicho de otra forma: suelen pasar por alto que esos elementos de hecho pueden terminar siendo —como así ha ocurrido en la historia de Chile— mucho más decisivos que los textos constitucionales. Ejemplos actuales de esta situación pueden verse en el incumplimiento de las reglas constitucionales de parte de la oposición a Sebastián Piñera (proyectos de ley que suponen la erogación de gasto público) y en el abuso de las acusaciones constitucionales (sin una base jurídica real, sino como meras armas de combate político).
Valga insistir que, aunque parezca sorprendente frente a los argumentos hoy en uso, no solo no es cierto que Chile posea actualmente —en el marco de la Constitución de 1980-2005— un sistema político hiperpresidencialista, sino que tampoco esto ha ocurrido en los casos de las cartas anteriores de más larga duración: 1833 y 1925. ¿Qué lección se puede sacar de todo esto? Una lección elemental es que los convencionales constituyentes deberían tener a la vista no solamente el derecho constitucional comparado, actualmente vigente, sino también el derecho constitucional histórico. Y, además, no solo desde un punto de vista formal, sino sobre todo real. Esto les podría resultar útil para evitar escribir la nueva carta a ciegas, como al parecer lo están haciendo a partir de algunas premisas falsas (o al menos discutibles) sobre el funcionamiento real del sistema político, tanto de hoy como de ayer.