A favor del decrecimiento
06.01.2022
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06.01.2022
Decrecer no se trata, como algunos creen, de empobrecernos masivamente. Tampoco del llamado «crecimiento verde». El debate sobre este concepto comienza a instalarse en Chile desde prejuicios y premisas erradas, sostiene esta columna para CIPER que muestra múltiples ejemplos internacionales de la discusión económica y social en torno a las simultáneas crisis que hoy enfrentamos.
El siguiente texto es la adaptación de un artículo originalmente publicado por Lorenzo Velotti en Jacobin Italia [ver aquí]. Ha sido traducido y editado en colaboración por quienes firman esta pieza, y surgió en el contexto de las discusiones en la pasada Cumbre de los Pueblos, en Glasgow (Escocia, noviembre 2021); puntualmente en espacios en formato taller que abordaron la relevancia del enfoque de decrecimiento para entender y abordar la emergencia climática, en relación a conceptos como la justicia ambiental, descolonialidad y feminismos.
El más reciente premio Nobel de Física, Giorgio Parisi dijo sobre el cambio climático ante la Cámara de Diputados italiana: «El PIB de los países individuales es la base de las decisiones políticas, y la misión de los gobiernos parece ser aumentarlo tanto como sea posible. Este objetivo, sin embargo, contrasta profundamente con detener el calentamiento global».
Su intervención generó escepticismo por parte de los políticos y economistas locales; después de todo, ¿qué entiende un físico sobre cómo va el mundo? Pero tal como susurró Galilei sobre el planeta Tierra mientras firmaba su abjura frente al tribunal eclesiastico: «Sin embargo, se mueve». Fuera de los espacios político-institucionales, el debate sobre la pugna entre desarrollo material y medioambiente no sólo está vivo, sino que hoy es tomado en serio en los campos de la física, la sociología, la antropología e incluso la economía.
La evidencia histórica nos muestra que el crecimiento económico está y siempre ha estado relacionado con los procesos de colonización. En Europa, la acumulación capitalista original fue posible gracias a procesos de explotación y extracción de la naturaleza y el trabajo. Los encierros (enclousures) fueron una forma de colonización interna destinada a crear escasez artificial para la mayoría y acumulación para unos pocos, mientras que en el resto del mundo se impuso un proceso de encierro aún más violento: la colonización transoceánica, con el exterminio de las poblaciones nativas y la trata de esclavos. Como escribe Silvia Federici, los cuerpos y los territorios han sido colonizados, explotados y subordinados en tanto «recurso natural». Los costos de estas violencias y los cuidados que requiere la continuidad de la vida, históricamente asumidos por mujeres, han sido invisibilizados y también subordinados en la escala de valor que supone la perspectiva moderna de crecimiento y desarrollo.
En su libro The Future is Degrowth: A Guide to a World Beyond Capitalism, Schmelzer, Vansintjan y Vetter destacan que el crecimiento es la materialización de la dinámica de la acumulación capitalista. Como sistema económico, el capitalismo no se define por la presencia de mercados —cuya existencia es observable desde hace varios miles de años—, sino por las premisas y prácticas de acumulación y crecimiento sostenido (imposibles sin explotación) como su condición de existencia.
Que el debate es serio y urgente lo sabe, por ejemplo, el New York Times. Una de sus recientes columnas afirma que es el «crecimiento verde» el camino para el abordaje de la crisis climática, confiando en la compatibilidad entre un PIB en constante crecimiento y una transición ecológica basada en la innovación tecnológica (e impulsada por el mercado). Esta postura es defendida por los gobiernos europeos, la Casa Blanca, el Banco Mundial, etc.
Paralelamente, el decrecimiento ha comenzado a tomar fuerza como paradigma que cuestiona estos supuestos. En 2019, más de once mil científicos de 153 países firmaron una breve advertencia en torno a objetivos que «deben pasar del crecimiento del PIB y la búsqueda de la riqueza a apoyar los ecosistemas y mejorar el bienestar humano, dándoles prioridad a las necesidades básicas y a reducir las desigualdades». A su vez, en el último informe de la ONU sobre biodiversidad, la IPBES (el equivalente en el tema al IPCC para el cambio climático) señala como principal recomendación detener el proceso de extinción masiva en curso, abandonando la fijación con el crecimiento del PIB. Se habla allí en términos generales del decrecimiento como un enfoque cada vez más relevante.
En el informe 2021 de la Agencia Europea de Medio Ambiente (AEMA) (Growth without economic growth) se indica que «la gran aceleración» en marcha respecto a la pérdida de biodiversidad, el cambio climático, la contaminación y la pérdida de capital natural está íntimamente ligada al crecimiento económico, y que el desacoplamiento completo entre este último y el consumo de recursos puede no ser posible. Se menciona a la «economía rosquilla», el poscrecimiento y el decrecimiento como alternativas que ofrecen ideas valiosas.
Jason Hickel ofrece en un texto reciente una breve definición de decrecimiento, como «una reducción planificada en el uso de energía y recursos diseñada para devolver el equilibrio a la economía con el mundo. con el fin de reducir las desigualdades y mejorar el bienestar humano».
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Se han filtrado ya partes del capítulo del IPCC sobre mitigación del calentamiento climático que se publicará en marzo de 2022, en parte por el temor de algunas autoras a que éstas luego se eliminen debido a la tremenda presión y cabildeo de los contaminadores públicos y privados [ver más]. Se lee allí:
El cambio tecnológico implementado hasta ahora a nivel global no es suficiente para alcanzar los objetivos climáticos ni de desarrollo. […] El crecimiento del consumo de energía y materiales es la causa principal del incremento de Gases de Efecto Invernadero (GEI). […] En los escenarios que contemplan una reducción de la demanda energética, los retos de la mitigación se reducen significativamente, con una menor dependencia de la eliminación de CO2 (CDR), menor presión sobre la tierra y menores precios del carbono. Estos escenarios no suponen una disminución del bienestar, pero sí una provisión de mejores servicios. Estándares de vida decentes, incluyendo muchas dimensiones de los Objetivos de Desarrollo Sustentable, son obtenibles con menor demanda energética. Trayectorias de desarrollo que involucran menor demanda y uso de energía en conjunto con mayor uso de recursos terrestres tienen, en general, menos trade-offs con un desarrollo sustentable que aquellos que involucran altos niveles de demanda energética y uso a gran escala de CDR (Remoción de Dióxido de Carbono).
Este último punto se refiere, en definitiva, a un escenario de decrecimiento.
De forma paulatina, el tema del decrecimiento también ha comenzado a permear las conversaciones. En Francia, el pasado mes de septiembre el diario Le Monde dio lugar a un amplio debate entre quienes defienden el decrecimiento y quienes lo problematizan. Le Monde Diplomatique publicó un elogio del decrecimiento en octubre, y en Liberation hay 237 artículos que mencionan el decrecimiento desde 2019 hasta hoy.
El principal columnista medioambiental de The Guardian ha escrito: «El crecimiento verde no existe; ‘menos de todo’ es la única forma de evitar una catástrofe». En Holanda, Amsterdam ha adoptado oficialmente el modelo de «economía de la dona». También en España se publica sobre decrecimiento, a propósito de la plataforma Zeroport, articulación que surge en oposición a la ampliación del aeropuerto de Barcelona sobre el delta del río Llobregat y los impactos socioecológicos que esto apareja (y que se define a sí misma «para el decrecimiento del puerto y aeropuerto»).
Sólo en 2020 se publicaron en inglés setenta artículos académicos, cuatro números especiales, 203 artículos en línea y once libros que tratan sobre el decrecimiento. Un año antes en Barcelona se había organizado la conferencia internacional Degrowth of Aviation (decrecimiento de la aviación). Lo que sucede con los aeropuertos y la aviación en general es un excelente ejemplo para el debate: se trata de un sector en fuerte expansión (estimaciones recientes prevén un crecimiento anual del 4,3% para los próximos veinte años), con alta contribución al PIB de los países, pero que sin embargo beneficia a una pequeña parte de la población (solo el 10 por ciento de la población mundial ha volado al menos una vez). Pese a ello, es poco probable que la aviación se descarbonice.
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Quienes plantean al «crecimiento verde» —a veces, también llamado «inmaterial»— como el camino a seguir en este tipo de controversias defienden lo que las propuestas decrecentistas consideran un oxímoron (o, en el mejor de los casos, un mito tranquilizador). Uno de los nodos del debate macroeconómico y físico sobre el decrecimiento es precisamente indiciar a lo que denomina «metabolismo económico»; es decir, la demanda de energía y materiales en relación a los límites ecosistémicos, locales y planetarios. Cuando esta dimensión se toma en serio, la expectativa del desacoplamiento absoluto entre el crecimiento del PIB y el aumento sostenido de las emisiones y demanda de materiales y energía se vuelve sencillamente una ilusión. Y una peligrosa.
¿Es posible el crecimiento verde? La respuesta más contundente la dan Hickel y Kallis, quienes concluyen que: (i) no hay evidencia empírica de que el desacoplamiento absoluto del uso de recursos se pueda lograr en un escala lo suficientemente profunda en un contexto de crecimiento económico continuo; y (ii) es muy poco probable que se pueda lograr un desacoplamiento absoluto de las emisiones de carbono a la velocidad necesaria para evitar un calentamiento global por encima de 1,5°C ó 2°C, incluso bajo políticas optimistas [ver más en Helmut Haberl et al, 2020]. Cuando se considera la urgencia del desafío ecológico que enfrentamos, incluso algunos países típicamente usados de ejemplo para indicar la posibilidad de «crecimiento verde», como los países nórdicos, fallan la prueba (Tilsted 2021).
Un ensayo en Nature concluye que los escenarios de decrecimiento minimizan muchos riesgos clave con respecto a la viabilidad y la sostenibilidad de la mitigación climática, en comparación con los caminos propuestos por meros ajustes tecnológicos (como la disociación hipotética entre el uso elevado de energía y el PIB, la eliminación a gran escala de dióxido de carbono de la atmósfera y su almacenamiento subterráneos y una transformación a gran escala y de alta velocidad hacia las energías renovables). En la misma prestigiosa revista, otro artículo afirma que «los enfoques poscrecimiento pueden facilitar la consecución de una mitigación rápida al mejorar los resultados sociales, y deben ser explorados por los modelos climáticos». Recomendamos sumar a estas fuentes el libro Menos es más: cómo el decrecimiento salvará al mundo, de Jason Hickel (2020).
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Las premisas del crecimiento sostenido atraviesan todo el espectro político de las naciones del Norte y del Sur global. En el último siglo, tanto la acumulación como la distribución de riqueza suponen mantener un crecimiento continuo del PIB, incluso cuando se trata de satisfacer demandas sociales.
Veamos el ámbito del trabajo remunerado. En teoría, es posible diseñar procesos productivos más eficientes, que permitan reducir las horas y la energía necesarias para producir las mismas unidades de algo. El propio Keynes predijo en 1930 que hoy podríamos trabajar unas 15 horas a la semana para producir lo que se producía entonces y satisfacer las necesidades de todos. Sin embargo, la dependencia del crecimiento constante del PIB no ha permitido satisfacer la promesa; más bien al contrario. En la perspectiva del crecimiento sostenido, ocio y tiempo libre son una pérdida de tiempo, no una meta social; la inversión pública, un derroche; y la autoexplotación, un valor asociado a la motivación y la superación individuales. Este mecanismo instala un chantaje continuo, sostenido en el temor a no crecer y a empobrecernos, sin dejar siquiera espacio a la hipótesis de que podemos trabajar menos y de mejor manera.
El aumento constante del botín a repartir es la premisa ideológica y cultural más fuerte de nuestro modelo económico, político y cultural. Hasta cierto punto, nuestro foco en el crecimiento constante de esta «torta a repartir» (la economía) nos ha permitido quitar presión política de las demandas de redistribución, ya que si la torta siempre crece, incluso los pedazos más pequeños también lo hacen. Hay una mejora percibida transversalmente, incluso si la desigualdad y concentración de riqueza van aumentando a la par. Y así hemos naturalizado este modelo como el único que logra generar prosperidad material. Desde esta perspectiva, rehusarse a compartir la abundancia material y de servicios que como especie somos capaces de generar no es un problema, sino una necesidad. Después de todo, la precariedad y la escasez (supuestamente, intrínseca a lo humano) son necesarias para mantener el dinamismo de la economía. Cualquier cuestionamiento a esta tendencia es vapuleado con la frase «lo quieren todo gratis».
Contra el «más es mejor», la distribución equitativa de los recursos disponibles aparece como la única hipótesis sensata. Esto supone interpelar las actuales concentraciones de riqueza y reconocer las responsabilidades diferenciadas en el desafío de abordar la crisis socioecológica, climática y metabólica generada por este modelo. En términos geopolíticos, el Norte global es ahora responsable del 92% de todas las emisiones que exceden los límites planetarios, sin mencionar el histórico problema del extractivismo que impone sobre el Sur global, cuatro veces por encima de lo sostenible. Una justicia ambiental «glocal» —es decir, local y planetaria— supone reducir drásticamente el uso de materiales y recursos.
Decrecer no se trata, como se ha difundido, de empobrecernos masivamente. Al contrario, son mejores estándares de bienestar con menos demanda de energía y materiales: un mundo más justo, más eficiente y más grato que no ponga en riesgo las posibilidades de vida en nuestro planeta, sino que, siguiendo a Judith Butler, nos permita tener unas vidas dignas de ser vividas.
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El decrecimiento abre un debate que requiere de un esfuerzo de imaginación política importante, dispuesto a tensionar e incluso desmantelar las bases de la economía y las premisas de desarrollo tal como las conocemos. Sin embargo y frente a la crisis, recordamos que es esto lo que siempre ha requerido todo gran cambio paradigmático en la historia.
Muchas personas consideran que el decrecimiento supone una negación en vez de una propuesta. O argumentan que el concepto no tiene sentido para quienes viven en situaciones de pobreza y subordinación. U objetan que venga del Norte global (el mundo así llamado «desarrollado»). Quizás allí radica el valor de este debate: en abrir la discusión y visibilizar la controversia frente a los equívocos conceptos de «sostenibilidad», «verde», «inclusividad», «resiliencia». El decrecimiento es una apuesta por la justicia ambiental y por la vida que no deja dudas a la urgencia de cuestionar el modelo vigente. Bajo este prisma, aparecen con nitidez objetivos tales como liberar y multiplicar los bienes comunes, democratizar el trabajo, liberar el tiempo y redistribuir la riqueza.
Frente al escenario de catástrofe, escasez y competencia brutal que estamos construyendo, podemos elegir un camino distinto: organizarnos para que la contracción que nos impone la crisis múltiple suceda de la forma más justa y no violenta posible. Esta es la invitación.