Experiencia
17.12.2021
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17.12.2021
«La generación de Gabriel Boric, la de nuestros hermanos menores, sí mató al padre. Formaron sus propios partidos y se negaron a asumir nuestros traumas. Se merecen nuestra admiración, nuestro cariño y nuestra gratitud.»
Tengo cuarenta y seis años, pero mi padre piensa que soy joven. Supongo que mi hijo también será para mí siempre joven.
Mi hijo acaba de cumplir cuatro años, pero ya planifica el futuro. Mi futuro.
«Cuando seas viejo, papá —me dice—, voy a comprarte la mejor silla de ruedas para que vayamos a pasear».
Mi hijo ya sabe cuando lo que va a decir puede resultar cómico, pero esto no lo dice en broma. Así que planeamos, en serio, esos paseos largos en mi silla de ruedas.
Como a mi hijo le gustan los Beatles, me propone que para entonces vivamos en Liverpool o en Londres. Yo le respondo que a esa edad preferiría que me condujera por las calles de Maipú o de Quinta Normal.
Le aclaro a mi padre que soy once años mayor que Gabriel Boric. Que no tengo edad para haber sido el padre de mi candidato, pero sí su profesor, como lo fueron en Punta Arenas dos de mis mejores amigos, Óscar Barrientos y Aníbal Saratoga.
De pronto me encuentro con este pensamiento obvio que recién ahora, hablando con mi padre, sobreviene: voy a votar para presidente por un candidato menor que yo. Así será de ahora en adelante, espero.
Había sido natural admirar al Cóndor Rojas o a Luca Prodan o a Violeta Parra. Pero luego era raro tener la misma edad que, por ejemplo, los jugadores de la sub-17.
En algún momento aprendemos a admirar a los contemporáneos.
La extrañeza inicial nos dignifica y nos permite trascender la envidia y el circuito de la competencia. Y nos prepara para el momento crucial en que ya todos los ídolos son más jóvenes que nosotros.
Hay una derrota ahí, pero no exenta de belleza. La derrota de mi generación.
Para algunos, lo de matar al padre era imposible, porque sus padres habían sido asesinados o porque eran héroes o porque los habían abandonado pero para convertirse en héroes.
Siempre admiré e idealicé a esas familias en que todos parecen pensar lo mismo y votar por el mismo candidato. Se veía, desde lejos, como un mundo perfecto; me resultaba seductora y casi inconcebible esa armonía radical, cotidiana. Pero incluso en esas familias se juega el juego de las generaciones.
Para otros, como yo, matar al padre era tal vez demasiado fácil. Yo de verdad pensaba, sin esfuerzo, casi siempre lo contrario de mi padre. Era fácil suspender la admiración por él. Mirar el espejo y no verlo nunca. Pensar con alivio, incluso con alegría, que no nos parecíamos en nada.
Para algunos de nosotros, a los quince, a los veinte, matar al padre no fue un problema. El problema vino a los treinta, quizás, cuando no sabíamos cómo resucitarlo.
Cuando niños éramos como esos árboles que amarran a un palo de escoba para que crezcan derechos. Pero si pienso en escobas y en infancias pienso más bien en mi padre, que cuando niño aprendió a palos las tablas de multiplicar. Ojalá fuera una metáfora; eran escobazos literales, brutales, propinados por mi abuela en la cabeza cada vez que él se equivocaba o tardaba demasiados segundos en responder cuestiones importantes, como cuánto son dos por nueve o nueve por ocho (respuesta: 72). Hasta el día de hoy mi padre cuenta esa historia con orgullo; agradece que su madre lo obligara a terminar el colegio y a estudiar algo.
A mediados de los noventa, cuando me tocaba a mí salir adelante, decidí estudiar literatura, que era lo contrario de lo que mi padre esperaba. Le agradezco su obstinación, porque tanto o más que estudiar literatura o que salir adelante, lo que yo quería en esos años era llevarle la contra.
Padres enfáticos que golpean la mesa hablando de experiencia. Padres que confían en el poder persuasivo de los gritos. Y las frases de manual, repetidas y escuchadas a lo largo de cuarenta y tantos años: tú no sabes lo que era estar ahí, tú ni siquiera habías nacido, no tienes derecho a opinar, me saqué la cresta trabajando para que pudieras estudiar y convertirte en un hijo ingrato, arrogante, libre, arribista, desclasado. Malagradecido, sobre todo.
Quienes vivimos fuera de Chile estamos expuestos a una variante nueva y aparentemente letal: tú no estabas aquí para el estallido, tú no sabes lo que han sido estos años.
Pero no hablo de mí. Ya no.
Hace una semana, cuando después de dos años pude viajar a Chile y por fin volvimos a vernos, ni mi madre ni mi padre me dijeron nada de eso. Antes, sí: para Lagos-Lavín, por ejemplo, después de una pelea intensa, amarga y angustiosa, mi padre y yo dejamos de hablarnos por un tiempo. Muy poco tiempo, pero dejamos de hablarnos y de vernos. Después decidimos no hablar de política, pero es imposible no hablar de política: se parece demasiado a no hablar. Así que construimos de a poco, con una lentitud quizás exasperante, una forma de conversar.
«Ahora admiro al presidente Lagos», me dice mi padre, cagado de la risa. Yo le respondo que tal vez también, en el futuro, admire a Gabriel Boric. Se ríe, pensativo. Me da la impresión de que podría convencerlo. En rigor no me ha dicho que votará por Kast. No le gusta Kast, pero infiero que está más cerca de votar por él. Tampoco rechaza a Boric, pero lo encuentra demasiado joven. La juventud es un problema, supongo.
Me dice que Boric criticó a Lagos y ahora acepta su apoyo por pura conveniencia. No sé qué responderle. Me sigue pasando eso cuando hablo con mi padre. Se me ocurren las respuestas más tarde. Quizás por eso escribo esto. Quizás por eso escribo cualquier cosa, en general. A veces escribir es simplemente eso: generar respuestas tardías menos imprecisas. Y ojalá más hermosas, menos perecibles. Y ahí también hay una derrota fértil, decisiva.
Luego pienso que la respuesta es muy sencilla: son familia. Lagos y Boric son familia. Un hombre y su hijo o su sobrino o su nieto dejaron de hablarse y hasta dejaron de ir a los asados donde podrían encontrarse. Y ahora van al mismo asado y hablan un rato en un rincón. No se entregan, no se prometen amor eterno. Pero aprenden a conversar.
La generación de Gabriel Boric, la de nuestros hermanos menores, sí mató al padre. Formaron sus propios partidos y se negaron a asumir nuestros traumas. Se merecen nuestra admiración, nuestro cariño y nuestra gratitud.
Desde hace meses, cada mañana, cuando miro mi cara recién lavada en el espejo, pienso que mi cuerpo empieza a parecerse al cuerpo de mi padre. No sé de qué manera. Tal vez son gestos que siempre estuvieron en mi rostro pero yo no podía o no sabía mirar.
—Boric es poeta —le digo a mi padre.
—¿Quieres que vote por él porque es poeta?
—Sí. Es un buen motivo para votar por alguien.
—¿Y ha publicado algún libro?
—No. En realidad dice que es un poeta frustrado. Pero todos somos presidentes frustrados, estamos a mano.
Se ríe cinco o diez segundos. Se queda callado. Es muy tarde, pero queda vino.
—Siempre fuiste tan distinto —me dice luego con un cariño inmenso.
—¿Distinto de usted?
—Distinto de todo el mundo —me aclara.
Yo también voy a pensar siempre que mi hijo es distinto de todo el mundo. Y daría la vida por él, como sé que mi padre habría dado su vida por mí.
De ahora en adelante será cada vez más frecuente que haya candidatos menores que yo. Y llegará el momento en que todos los candidatos, incluso los viejos, sean más jóvenes que yo.
Y ojalá sea así. Ojalá mi hijo me saque a votar en mi silla de ruedas en el año dos mil cincuenta y en el año dos mil setenta y en el año dos mil siempre.
Mañana sí que convenzo a mi papá, me digo, me prometo.
Mi padre y yo nunca más dejaremos de hablarnos. Es bueno saberlo. Me duermo pensando en eso.