Las zonas de sacrificio de la moda
06.12.2021
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06.12.2021
Cada año se importan a nuestro país 55 mil toneladas de ropa usada. La mayoría se descarta y desecha, lo cual explica las impactantes imágenes dadas a conocer hace unas semanas de los vertederos clandestinos de ropa en el norte de Chile. Una especialista en el tema evalúa el fenómeno como parte de un problema cultural mayor y un equivocado modelo de desarrollo y consumo: «Vestirse se ha transformado en un acto político, que puede decir mucho sobre nuestros valores, creencias y mirada de mundo».
Vestirse es considerado por muchas personas como algo intrascendente, sin importancia en su rutina diaria. Es frecuente escuchar la frase de «me puse lo primero que pillé en el clóset», u opiniones que presentan la preocupación por la ropa como algo reservado a vanidosos o superficiales. Pero nadie, ni las mentes más brillantes, puede salir desnudo a la vía pública sin arriesgar una amonestación o incluso una pena de reclusión menor. En Chile, el Artículo 373 del Código Penal tipifica a la desnudez pública como una «ofensa al pudor y a las buenas costumbres».
Sin embargo, en torno al vestir estamos hoy poniendo en juego variables mucho más complejas que las legales o estéticas, y que pueden llegar a convertir a quienes se visten —es decir, a todxs— en cómplices pasivos de violaciones a los derechos humanos y de la naturaleza. En un contexto global de emergencia climática y desigualdad social, vestirse se ha transformado en un acto político, que puede decir mucho sobre nuestros valores, creencias y mirada de mundo. En definitiva, hace rato que nuestra relación con la ropa dejó de ser algo inocente.
Lo demuestran, por ejemplo, las noticias de las últimas semanas sobre vertederos clandestinos de ropa usada en el norte de Chile. Previamente habíamos leído sobre algo similar en Ghana, donde se hablaba del «cementerio de la ropa usada de Occidente». Aunque para quienes habitamos en el centro del país esta situación puede resultar novedosa, hace años es parte de la realidad habitual de la Región de Tarapacá, que han sido testigo de como la comuna de Alto Hospicio se ha convertido en una «zona de sacrificio» de la moda (Niessen, 2020); es decir, en un lugar que ante la promesa falsa de desarrollo económico —pues son vecinos de la próspera zona franca iquiqueña— ha comprometido no sólo el ecosistema, sino también la salud y bienestar de sus habitantes.
Una legislación laxa ha permitido que cada año en Chile se importen 55 mil toneladas de ropa usada (proveniente de Europa, Estados Unidos, Corea y Japón). De éstas, 39 mil toneladas terminan en vertederos clandestinos o incineradas; es decir, el 70 por ciento se convierte en basura que no vemos, pero que está contaminando las napas subterráneas de agua producto de los químicos para «sanitizarla», que al contacto con la intemperie y el calor se convierten en veneno. Además ha propiciado plagas de ratones y la generación de polución derivada de la quema ilegal, con potenciales efectos nocivos de largo plazo en la salud de la población que la rodea.
La mayoría de estas prendas desechadasestán confeccionadas con materiales plásticos como el poliéster, que pueden demorar hasta doscientos años en biodegradarse.
Esta realidad que hoy nos afecta es parte del relato cotidiano de quienes hacen la ropa que vestimos, la que proviene de los principales exportadores de vestuario a nivel global; es decir, China, Bangladesh y Vietnam. Es allí donde la llamada fast fashion (o moda rápida) ha instalado sus centros de producción, creando un modelo de negocio paradojal, que bajo la consigna de «democratizar el acceso a la moda» se ha convertido, según la ONU, en la responsable del 20 por ciento de la contaminación de agua potable en todo el mundo y del 8 por ciento de los gases de efecto invernadero.
Estas cifras son el resultado no sólo de un modelo económico voraz y falto de ética, sino también de una cultura de consumo sustentada en la obsolescencia programada (ropa desechable por su baja calidad) y del consumismo existencial, en el que la impulsividad («no tengo nada que ponerme») prima sobre la racionalidad y la conciencia.
La narrativa aspiracional de la industria de la moda ha propiciado estas conductas disfrazando sus malas prácticas con la promoción de imágenes de vidas idílicas y glamorosas —las que luego son reproducidas sin mayor reflexión por cientos de influenciadores de redes sociales en todo el mundo—, impidiéndonos ver la huella ambiental y social que está atentando la dignidad de las personas y sus territorios.
Lo anterior no solo ha impedido un cambio de paradigma del sistema-moda, sino también que las y los tomadores de decisiones (desde el Ejecutivo al Legislativo) entiendan la gravedad del problema. Si bien diversas organizaciones de la sociedad civil visibilizaron esta problemática hace más de siete años, recién en octubre de 2021 el Ministerio de Medio Ambiente de Chile anunció la inclusión de textiles y ropa en la Ley de Responsabilidad Extendida del Productor, también conocida como «Ley REP».
Este primer paso para prevenir nuevas zonas de sacrificio de la moda todavía tiene un horizonte lejano de implementación, lo que nos obliga a buscar soluciones no solo para el problema ya existente, sino también para contener su expansión regional y nacional. Esto requiere desde restricciones legales a la importación de ropa hasta educación ciudadana respecto a su consumo. También, «cambiar el verbo» en la industria y sus consumidores, dejando de lado lo de «vender y comprar» como las bases del negocio, e incorporando también lo de «reusar», «reparar», «mantener», «cuidar» y «compartir».
Como en otras industrias que las propician, las zonas de sacrificio en la moda son el resultado de un modelo de desarrollo y consumo, que se desvincula de las comunidades y los ecosistemas, privilegiando el beneficio de unos pocos con la excusa de un bien común superior. Hoy resulta urgente que, al abrir nuestros clósets, comencemos a hacernos preguntas que nos motiven a realizar cambios actitudinales (como el dejar de comprar de forma impulsiva). La ropa deja de ser simplemente ropa cuando su producción está manchada de sangre del planeta y de las personas que la confeccionan, así como de quienes viven en los lugares donde la desechamos.