Arte chileno en los 80: el «apagón cultural» que no fue
01.12.2021
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01.12.2021
Con todo en contra, creadores, artistas y gestores chilenos consiguieron levantar bajo dictadura una peculiar voz de resistencia. En condiciones represivas y de extrema precariedad, surgieron en los años ochenta personajes de inquietud profunda y escaso cálculo, unidos en algo así como pandillas movilizadas por el deseo de hacer algo. El historiador Manuel Vicuña, director del nuevo proyecto de investigación y archivos «Rupturas culturales en dictadura» (Centro para las Humanidades-UDP), presenta en esta columna para CIPER algunas claves del quehacer cultural chileno en tiempos sombríos.
En 1977, el entonces ministro de Educación, contraalmirante Arturo Troncoso, lanzó al ruedo la expresión «apagón cultural». Obviamente, no lamentaba la debacle post golpe militar en el campo de la creación artística, literaria y musical. Lo que la autoridad resentía era el pobre desempeño en las pruebas de admisión de los postulantes a las Fuerzas Armadas [1].
Aun así, la expresión quedó flotando en el aire, y desde entonces fue materia de reflexiones sesudas y conversaciones discrepantes. ¿A qué atribuir el apagón cultural de esos años en el país? ¿A la vulgaridad de la programación televisiva? ¿A la flojera del público lector? ¿Al exilio y a la censura? ¿A la instrumentalización ideológica del arte y la literatura? ¿Existía en Chile, para cerrar la discusión, un apagón cultural? No. Sí. Sí. No.
O, más bien, todo depende. En plena dictadura, en el ámbito de una sensibilidad de izquierda por lo general alejada de las formas convencionales de la militancia, se armaron escenas disidentes, casi clandestinas, células de espíritu experimental que no se conformaban con cuestionar al régimen, sino también a la música, a las artes visuales, a la literatura y a los lenguajes críticos que intentaban dar cuenta de esas actividades. El de esa época era un mundo de convergencia entre proyectos individuales y colectivos, y de grupos que combinaban las disputas facciosas con las colaboraciones y la admiración mutua. Esa escena cultural, organizada entre ruinas, respondía a afanes programáticos y a pulsiones viscerales. En esos tiempos posheroicos y de resaca utópica, la conexión con la cultura del exilio es muy débil hasta avanzados los 80, y no faltan las tensiones entre los desterrados en Francia o Suecia o México y quienes padecen el exilio interior.
«La única manera de poder hacer una buena película es hacer algo lo más distinto a las películas de ese género», le confiesa el cineasta Carlos Flores a Alberto Fuguet en una de las entrevistas contenidas en el proyecto «Rupturas culturales en dictadura», nueva colección de textos, entrevistas en video y otros materiales audiovisuales del Centro para las Humanidades UDP, que desmiente la idea de un «apagón cultural». En los tardíos años 70 y en los 80, la lección de Flores se extendió más allá del cine; también en otros campos de producción cultural se abrió paso el deseo de saltarse las reglas para remover el aire viciado del encierro dictatorial.
A la distancia, el paisaje de esa época presenta algunas figuras totémicas. Nelly Richard, por ejemplo, la crítica cultural que teorizó y en cierta forma inventó la llamada Escena de Avanzada. Con un lenguaje a ratos cifrado, Richard se propuso sin embargo descifrar las obras desconcertantes de artistas como Carlos Leppe, cuyas performances, en palabras de Isabel García, mezclaban «aullidos, sonidos guturales, música de bolero y pasos torpes de ciego», con la intención de empujar al público hacia experiencias límites. El arte y la literatura y la música más lanzados o, por lo bajo, menos empaquetados durante la dictadura, también jugaron con la idea de límites, conscientemente o no: había que traspasar algo para encontrar aire fresco, y esa barrera que tocaba derribar o burlar iba desde el censor del régimen hasta la manera de grabar un documental, armar una banda o fotografiar a los peregrinos de la noche.
Otro rasgo destacado del periodo: las colaboraciones entre gente procedente de la música, de las artes visuales, de la literatura, del cine y del feminismo, que irrumpe en organizaciones pro defensa de los derechos humanos, como Mujeres por la Vida, y en acontecimientos intelectuales, como el Congreso Internacional de Literatura Femenina Latinoamericana de 1987. Señalo lo evidente: las condiciones de producción cultural eran muy precarias. Pero esa adversidad allanó el camino para la conformación de pandillas movilizadas por el deseo de hacer algo, aunque todo les jugara en contra.
La política y el arte se relacionaron de modos imprevistos, en refugios provisionales, como las galerías alternativas, o en la propia ciudad vigilada. Tal vez donde mejor se advierte este vínculo es en las intervenciones neovanguardistas del CADA (Colectivo Acciones de Arte). Integrado por dos artistas visuales (Lotty Rosenfeld y Juan Castillo), dos escritores (Diamela Eltit y Raúl Zurita) y el sociólogo Fernando Balcells, el CADA puso en juego acciones de arte que le dieron nuevos sentidos a lo público como experiencia ciudadana. Su movida más lograda es «NO +» [imagen superior]. Desplegado en lienzos o grafiteado en las paredes por colaboradores espontáneos, el «NO +» representó una invitación a completar el mensaje con todas las demandas interdictas en dictadura, y más tarde desatendidas en democracia. «NO + hambre», «NO + dictadura», «No + tortura»: tres muestras de la vivacidad de una acción de arte que difuminó la noción de autoría.
En los años 80 existía una vocación de ruptura con locaciones muy precisas en el panorama urbano de Santiago. Las ceremonias under del Trolley y «el Garage» de Matucana 19 hace rato que adquirieron el estatus de mito. «Estaba todo pasando», le dice la poeta Carmen Berenguer al escritor Álvaro Bisama al momento de rememorar esos años y esos lugares, donde se entrecruzaban el placer dispendioso de los cuerpos, la inventiva punk del «hazlo tú mismo», la fiesta como complicidad entre extraños, y una serie de manifestaciones culturales (desde el look new wave hasta las performances de Vicente Ruiz y las tocatas de Electrodomésticos) que desafiaban las convenciones sociales y las normas de buen comportamiento de la institucionalidad del arte. Un nuevo estilo de baile se titula el ensayo-documental que Alberto Fuguet dirigió para el proyecto, un collage de imágenes de época del que emerge todo lo que sucedió en torno a esas fiestas clandestinas. Cuando el toque de queda lo permitía, el placer del trasnoche se hacía presente en los galpones abandonados de Santiago, mientras la peña con vino navegado seguía rindiéndole honores a una cultura de izquierda estancada en la nostalgia de la Unidad Popular.
Si se quiere, los 80 son, también, un momento estelar de la literatura, y sobre todo de la poesía. Diamela Eltit publicó tres novelas (Lumpérica, Por la patria y El cuarto mundo) que descolocaron por su trabajo poético con el lenguaje y sus imaginarios límites; o quizá, mejor sería decir, limítrofes. Raúl Zurita hizo lo suyo con Purgatorio (1979) y luego con Anteparaíso (1982), dos libros de poesía que parecían salidos de la nada, a no ser por la fascinación nerudiana del autor por los paisajes sublimes del territorio nacional. Mientras ocurría todo eso, Rodrigo Lira desafinaba intencionalmente en la orquesta de la poesía chilena con unos versos rallados y paródicos; en 1983, Diego Maquieira se instalaba con La Tirana, esa gozosa puesta en escena de lo que Roberto Careaga llama un «barroco posmoderno»; y Paulo de Jolly, autor del poemario Louis XIV (1982), se dejaba arrebatar por la magnificencia de Versalles y la espléndida soberanía del Rey Sol.
Hay más. Elvira Hernández escribe y pone en circulación por canales alternativos las copias mimeografiadas de su primer libro, La bandera de Chile, que representa un esfuerzo por recuperar un símbolo usurpado por los militares, según ella misma relata en otra entrevista. Otra poeta ineludible del periodo, también entrevistada en el marco de ese proyecto: Carmen Berenguer, autora de Bobby Sands desfallece en el muro (1983), se suma a la exploración de situaciones extremas con una escritura que se resiste a ser encasillada y que aborda el presente dictatorial con sentido de urgencia.
Aunque escrito sin urgencia, tal vez La nueva novela (1977) de Juan Luis Martínez haya sido el libro-objeto que dejó a más lectores colgados de toda esa época. Leído con fascinación reverente por escritores y artistas visuales, el montaje de La nueva novela, con sus poemas intrigantes, sus juegos de lógica y sus elucubraciones filosóficas, invitaba al lector a tomar un papel más activo que de costumbre, a la vez que a ensanchar las fronteras de la poesía por medio de una relación alquímica entre imagen y palabra.
Si Juan Luis Martínez disfrutaba cultivando una «identidad velada», Enrique Lihn gozaba haciendo lo contrario. Se lanzó en múltiples direcciones. Pasó por el teatro, el cómic, la crítica literaria y artística, el cine y el happening. Un tono paródico hilvana los retazos dispersos de su hiperactividad creativa. Cualquier cosa podía convertirse en un acontecimiento, incluso algo tan insípido como la presentación de un libro. Lihn lanzó El Paseo Ahumada (1983) en el lugar de los hechos. Poesía política y contingente en la medida en que disuelve con versos corrosivos la promesa redentora del neoliberalismo, El Paseo Ahumada fue estrenado así: con Lihn recitando el poema con un megáfono de cartón, arriba de un banco del Paseo, como un predicador evangélico sui generis. El libro empieza con estos versos de grueso calibre: «Su limosna es mi sueldo / Dios se lo pague / Un millón y medio de subempleados mendigos suscribirían el lema / si los dejaran chillar como a éste y a otros tantos pocos en el Paseo Ahumada».
En definitiva, «Rupturas culturales en dictadura» rastrea todo ese mundo hecho de conexiones imprevistas, de obras que no han perdido una gota de vigencia, y de un espíritu cuestionador que mantenía a raya el sopor de la rutina.
[1] DONOSO, Karen Esther (2019). Cultura y dictadura. Censuras, proyectos e institucionalidad cultural en Chile, 1973-1989 (Santiago: Ediciones Universidad Alberto Hurtado).