A dos años del acuerdo del 15N: un análisis desde la economía política
15.11.2021
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15.11.2021
Enfrentada al estallido social, la clase política tenía hace dos años tres opciones: «reprimir, redistribuir o negociar un cambio institucional», recuerdan los autores de esta columna para CIPER. El acuerdo del 15 de noviembre de 2019 fijó una vía de salida a una coyuntura de aguda tensión democrática entre los ciudadanos movilizados y la élite, que obligó a esta última a reconocer que «el único camino era ceder parte de su poder», para luego enfrentar consecuencias diferentes a las proyectadas.
Luego de casi un mes de revuelta social, el 15 de noviembre de 2019 (15N) la clase política chilena firmó un acuerdo para implementar un itinerario de cambio constitucional. Los días que siguieron, según datos de la base internacional en eventos de conflicto ACLED, la protesta en ciudades empezó a retroceder. El acuerdo parecía haber logrado por el momento canalizar el estallido social a través del cambio institucional.
En lo que sigue discutimos las causas y consecuencias del acuerdo del 15N a partir de la Economía Política. ¿Por qué el estallido social generó una demanda de cambio institucional, y no en aspectos directamente redistributivos? ¿Por qué la clase política cede el poder a un órgano constituyente, firmando el acuerdo del 15N? ¿Cuáles eran las presuntas consecuencias democratizadoras del acuerdo, y cómo resultaron en la práctica? Estas son algunas de las preguntas que desarrollamos a continuación.
Nuestro enfoque se basa en la teoría de democratización y cambio institucional iniciada por los economistas Daron Acemoglu y James Robinson [ver REFERENCIAS] hace ya un par de décadas, y que tiene tres elementos fundamentales. Primero, se centra en las instituciones. Éstas son contratos sociales de largo plazo, que determinan la distribución del poder político y los pagos del intercambio económico, siendo la principal institución de un país su Constitución. Algunas instituciones pueden ser excluyentes, en cuanto no representan las preferencias de todos los ciudadanos. Históricamente, las instituciones excluyentes – por ejemplo, democracias oligarcas, con sufragio censitario, o democracias limitadas o protegidas – han ido evolucionando hacia modelos más inclusivos, en un proceso conocido como democratización. Uno de los mecanismos más frecuentes que detona este cambio, aunque no el único, es la revuelta popular.
Segundo, la democratización supone un conflicto entre dos grupos. El grupo que detenta el poder, dado el marco institucional, es la llamada élite o clase política. Mientras que el grupo que disputa ese poder es el pueblo o los ciudadanos. El conflicto de interés entre estos dos grupos es, por regla general, un conflicto económico, pero dado que las instituciones distribuyen el excedente económico, la disputa se traslada indirectamente a la esfera institucional.
Y tercero, los grupos en conflicto se comportan racional y estratégicamente bajo incertidumbre, en el sentido que, al tomar decisiones, tanto élite como pueblo toman en cuenta las acciones y reacciones contrarias. A partir del 18 de octubre, tanto el pueblo como la clase política interactuaron en un juego estratégico que encontró su punto cúlmine el 15N.
Si bien esta forma de problematizar lo que ocurrió en Chile es necesariamente reduccionista, en cuanto a que modela y generaliza, nuestra aproximación permite identificar algunos mecanismos relevantes a la hora de interpretar los eventos que sacudieron al país.
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Enfrentada al estallido social, la clase política tenía tres alternativas: reprimir, redistribuir, o negociar un cambio institucional.
Históricamente, la alternativa más inmediata de la élite es reprimir. Uno de los resultados más conocidos en la literatura de conflicto indica que la represión es típicamente la respuesta inicial de los gobiernos para evitar la propagación de la protesta [1]. En Chile, en las semanas del estallido observamos un nivel de coerción estatal que no se había dado después de 1990. Existen indicios que muestran que el gobierno contempló seriamente una represión a gran escala, como es la desafortunada declaración de guerra del Presidente contra un «enemigo poderoso», así como la agenda de seguridad y el llamado al COSENA, el día 7 de noviembre. Pero, ciertamente, el uso de la fuerza estatal estuvo contenido por el cuestionamiento nacional y principalmente internacional respecto a las violaciones de los derechos humanos. La posibilidad de reprimir fuertemente el conflicto, a costa de un severo daño a la población, parece impropia en los tiempos actuales. Pero se debe recordar que en Chile todos los anteriores estallidos populares fueron ferozmente sofocados por la clase política mediante la represión militar [2]. En cualquier caso, es evidente que los costos de una represión a gran escala se evaluaron como demasiado altos frente al costo de democratizar.
La segunda alternativa es redistribuir; es decir, responder a la protesta con medidas políticas de corto plazo. A los pocos días del estallido, Piñera revierte la subida de pasaje del metro, y luego hace diversas ofertas redistributivas, que resultan tan acotadas como inconducentes. ¿Por qué estas políticas no permiten resolver el conflicto? Los influyentes trabajos de Acemoglu y Robinson [3 y 4] sugieren una respuesta a esta pregunta. Enfrentada a la movilización, la clase política chilena naturalmente contempla apaciguar la amenaza a través de concesiones materiales al pueblo. El problema está en que estas reformas generan ganancias de corto plazo. Los ciudadanos son capaces de predecir que cuando se acabe la amenaza de protesta, también se podrían acabar las reformas. Dado que la fuerza del estallido es un fenómeno de corto plazo y reversible, los ciudadanos buscan asegurar una solución que persista en el tiempo. A partir de cierto nivel de conflicto, la única solución creíble es el compromiso por parte de la élite de un cambio en la distribución del poder en el largo plazo. Y es aquí donde entra la tercera alternativa: el cambio institucional. Los ciudadanos movilizados actúan racional y estratégicamente, usando su poder de corto plazo para cambiar las relaciones de poder en el largo plazo. En momentos de conflicto, ya es tarde para redistribuir.
Que la demanda por nuevas instituciones sea la respuesta racional a la crisis, no implica que los ciudadanos adoptarán necesariamente esta perspectiva en la práctica. De hecho, lo que observamos en el caso chileno es que el estallido surge a partir de múltiples descontentos y frustraciones, de demandas difusas relacionadas a dimensiones sectoriales y económicas [5]. No obstante, le sigue un proceso de «racionalización» del conflicto, en el cual estos reclamos materiales evolucionan hacia una protesta por las instituciones. Si bien la dinámica de este aprendizaje no ha sido estudiada, la primera evidencia que hemos revisado a partir del comportamiento de las redes sociales muestra que la demanda por Constitución no surge de manera inmediata luego del estallido, sino que se desarrolla a partir de las primeras semanas de conflicto, sobre todo a partir del 25 de octubre.
En cualquier caso, durante las primeras semanas de noviembre la élite o clase política se quedó sin sus dos herramientas preferidas, cuales son la represión y la redistribución. El único camino era ceder parte de su poder, y negociar un cambio institucional.
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La tercera alternativa para conducir la protesta, aquella que finalmente fue la opción de la clase política, es ofrecer una salida institucional. No obstante que la salida negociada es el primer paso hacia la democratización, esta salida no implica necesariamente que la clase política va a ofertar todo lo que se le demanda. En los procesos democratizadores, existen muchos ejemplos históricos sobre cómo cesiones del poder político fueron parciales, o condicionadas por nuevas reglas que permitieron la sobrevivencia de la élite [6]. La extensión del sufragio, por ejemplo, se implementó a través del mundo junto a nuevas reglas que permitían que únicamente miembros de la élite compitieran en elecciones. La transición chilena ilustra de gran manera cómo la democratización puede ser parcial, y cómo esa misma parcialidad es la que permite el cambio democratizador, en primer lugar.
En este contexto, la clase política negoció un acuerdo de transformación institucional, el acuerdo del 15N, pero bajo ciertas garantías. Específicamente, se propone una doble regla de «hoja en blanco» junto a un quórum de aprobación de «dos tercios». Estas definiciones son en sí contradictorias, porque una regla de supramayoría requiere necesariamente de la existencia de un status quo; es decir, lo opuesto a una hoja en blanco. Pero esta contradicción expresa una ambigüedad y abre un espacio de interpretación política. En principio, la regla de dos-tercios parece difícil de justificar si se busca cambiar una Constitución cuyo problema central es su carácter contramayoritario. No obstante, la hoja en blanco podría interpretarse como que en el nuevo proceso todas las partes tendrán igual poder de veto. De esta manera, se podría avanzar al menos hacia la así llamada Constitución mínima.
Resulta evidente que la clase política suscribió un acuerdo que permitía al sector conservador, si las cosas se daban como hasta entonces, mantener su poder de veto en el diseño de las nuevas instituciones. Dicho grupo, la derecha, había obtenido históricamente votaciones muy por encima del tercio de los votos en todas las elecciones desde 1990. Si a eso se suma la ventaja que posee la derecha por su mayor cohesión electoral, el acuerdo con muy alta probabilidad les aseguraba mantener el poder de veto en el próximo diseño constitucional.
El acuerdo, entonces, abría el camino hacia una democratización parcial, minimizando los costos esperados de ceder el poder para la clase política, lo cual a su vez hizo posible el acuerdo mismo.
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Una de las preguntas de la teoría de cambio institucional es por qué en muchas ocasiones la élite no es capaz de establecer un itinerario de democratización parcial, y en cambio se termina con un cambio radical de las instituciones. Una solución teórica considera que la democracia parcial actúa como una señal de debilidad sobre los grupos radicalizados, los cuales entonces extreman sus demandas [7]. Esta explicación ya había sido dada por ciertos pensadores clásicos, como Maquiavelo y Tocqueville, quienes observaron que en procesos de democratización las concesiones parciales solo alientan un movimiento más radical de democratización total.
El mecanismo que ocurre en el caso chileno es distinto, dado que el acuerdo es desbordado por un error de la élite, la cual no predice que la protesta sería sucedida por la movilización electoral. Sorpresivamente, la derecha, el sector de la clase política que se opone a la democratización, obtiene fuertes derrotas tanto en el plebiscito de entrada como en la elección de constituyentes. Lo interesante del proceso es que si bien la garantía del acuerdo del 15N parecía de antemano razonable para la derecha, en la práctica dicha predicción fue refutada. La élite no internalizó una serie de determinantes que cambiaron radicalmente el escenario electoral.
El 25 de octubre de 2020, en medio de una pandemia sanitaria, más de siete millones y medio de personas asistieron a votar. El resultado fue un claro, rotundo e indiscutible 78.28% a favor de cambiar la Constitución. ¿Qué pasó? El resultado del 25 de octubre es, probablemente, una combinación de tres fenómenos: cambios en las preferencias de quienes ya votaban, aparición de nuevos votantes, y desaparición temporal de votantes antiguos ahuyentados por el miedo al contagio de COVID. Al observar los datos del Servel, observamos dos cambios notorios en el padrón. Los jóvenes, que votaban a tasas del orden del 20% para el rango 20-24 años, votaron a tasas casi tres veces mayores. Más aún, esta participación aumentó fuertemente en las comunas de nivel socioeconómico más bajo. En la comuna de La Pintana, por ejemplo, la participación electoral de jóvenes entre 20 y 24 años alcanza un 55.1%, lo que se contrapone a la elección municipal del 2012 donde ese porcentaje no superó el 10%.
¿Qué explica este cambio en preferencias y el padrón? Un primer factor, y el más evidente, es que la elección ocurre en un contexto de pandemia mundial. Naturalmente, grupos jóvenes enfrentan menor riesgo relativo de contraer el virus, y por tanto la participación de personas mayores disminuye respecto a los jóvenes. Sin embargo, este fenómeno por sí solo no es capaz de explicar por qué dentro de los mismos jóvenes aumenta la participación ni el resultado final. El segundo factor, y que, desde nuestro punto de vista resulta crucial, es la revuelta popular. Muchas veces la protesta es entendida como el resultado de preferencias preexistentes; como una forma de transmitir a la élite el descontento con la situación actual. Sin embargo, la protesta debe ser entendida como un proceso y no un resultado. La revuelta genera un espacio público de interacción ciudadana, un proceso de aprendizaje social, que no sólo lleva a la superficie frustraciones latentes, sino que cambia las preferencias de los ciudadanos y con ello la composición del electorado[8].
La elección de la Convención Constituyente repite y profundiza este patrón. Pero además de los efectos de la protesta y la pandemia, esta vez adicionalmente se incorporan nuevas reglas de elección. Las listas de independientes, la paridad y la incorporación histórica de escaños indígenas terminan por inclinar la balanza en contra de las fuerzas conservadoras. La derecha obtuvo 37 de 155 asientos, lo cual corresponde a menos de un cuarto de los asientos. Esto anula el eventual poder de veto que esperaban tener al negociar el acuerdo. Por el contrario, 77 miembros de la Convención Constituyente provienen de listas que plantean una agenda de incorporación política y cambios estructurales al modelo económico y social.
El acuerdo del 15N abrió un pequeño espacio de democratización parcial, pero fueron los ciudadanos quienes por la vía institucional desbordaron ese espacio, abriendo un inesperado proceso de democratización radical.
[1] DAVENPORT, C. (2007): «State repression and political order», en Annu. Rev. Polit. Sci., 10, 1-23.
[2] SALAZAR, Gabriel (1990). Violencia política popular en las» grandes alamedas»: Santiago de Chile, 1947-1987 (Una perspectiva histórico-popular). SUR.
[3] ACEMOGLU, D., y ROBINSON, J. A. (2000): «Why did the West extend the franchise? Democracy, inequality, and growth in historical perspective», en The Quarterly Journal of Economics, 115(4), 1167-1199.
[4] ACEMOGLU, D., y ROBINSON, J. A. (2006). Economic origins of dictatorship and democracy (Cambridge University Press).
[5] ARAUJO, K., Poblete, P., Montiglio, M. A. N., & Echenique, G. V. (2019). Hilos tensados. Para leer el octubre chileno (Santiago: Editorial USACh).
[6] ACEMOGLU, D., y ROBINSON, J. A. (2008): «Persistence of power, élites, and institutions», en American Economic Review, 98(1), 267-93.
[7] ACEMOGLU, D., y ROBINSON, J. A. (2000): «Democratization or repression?», en European Economic Review, 44(4-6), 683-693.
[8] MADESTAM, Andreas, et al.: «Do political protests matter? Evidence from the Tea Party movement», en The Quarterly Journal of Economics 128.4 (2013): 1633-1685.