La zona documental
12.11.2021
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12.11.2021
Hace seis años surgió en Cristián Leighton la idea de contar la historia de una comunidad alemana convertida en centro de abusos y delitos. Experimentado documentalista e investigador, se abocó entonces al trabajo de archivos, entrevistas y decisiones que desembocó en «Colonia Dignidad: Una secta alemana en Chile», estrenada el mes pasado en Netflix. Frente a la buena recepción del trabajo y sobre todo desde su camino recorrido en el género, el documentalista reflexiona en esta columna-ensayo para CIPER sobre su oficio: «El cine documental se afirma en una labor concreta: confrontar la realidad. Y no la reduce, lidia con ella».
El cine documental existe y resiste en un territorio de límites difusos. Desde hace muchos años y con el nacimiento del cine, que explota con la narrativa de la realidad de los hermanos Lumiére, lo que parece ser solo un vínculo de un dispositivo con el mundo es acosado rápidamente por la ficción, la teatralidad, la literatura, y la narrativa ilimitada que produce el mundo que nos rodea.
El cine de ficción y a la vez el periodismo van haciéndose del dispositivo y extendiendo sus alcances y dominios. Esto no ha cesado; más bien, las nuevas narrativas que surgen de los cada vez más sofisticados dispositivos tecnológicos van haciendo más específico el campo del cine documental, el que no ha renunciado a existir pero sobretodo a persistir en su deseo de identidad (propiciado por quienes nos hacemos llamar documentalistas).
Efectivamente, el territorio del documental, no importando las invasiones y acosos de las narrativas diversas que se le imponen desde el despliegue audiovisual, es flexible y desafía lo que muchas veces se le ha pretendido dictar desde afuera. El ocaso vaticinado desde los años 80 por teóricos y seudoteóricos que no se ahorraron juicios sobre un final inevitable, no ha logrado concretar la derrota de una narrativa y retórica de la realidad determinadas no sólo para sobrevivir, sino además para recordarnos que el lenguaje documental tiene una historia pero especialmente un porvenir.
La atracción industrial del cine de ficción y la fuerza arrolladora —por lo masiva y diversa— del multiespectáculo del periodismo audiovisual han puesto siempre en jaque al documental en términos de masificación cultural. Aclaro que me referiré esta vez al documental como género y quehacer humano, y no a «lo documental» sobre la base de una definición filosófica expuesta en la dispersión de los soportes.
Vamos por parte. La artesanía del cine-documental es inentendible para quien no transita su camino. Se trata de un trabajo exigente, y además bien incomprendido en un país, el nuestro, en el que tanto audiencias como críticos, prensa e incluso realizadores confunden géneros sin intentar captar sus rasgos distintivos. Es por ejemplo frecuente que asuman que un reportaje en profundidad para televisión y un documental para cine son más o menos lo mismo en cuanto a técnica de producción y narrativa. O que le exijan al cine «inspirado en hechos reales» datos de referencia factual, sin considerar que los sistemas de información están inundados de datos imprecisos y carentes de sentido (por no decir falsos).
El cine documental se afirma en una labor concreta: confrontar la realidad. Y no la reduce: lidia con ella.Deambula y se sumerge en la realidad —física, material—; elabora el espacio y el tiempo de lo real. Se tensiona, y esa tensión es su razón de ser. Pero se resuelve necesariamente en la construcción dramática que la subsume, cuando la realidad se transforma en historia y las personas reales se encarnan en personajes.
Quienes hacemos documentales, en definitiva, dialogamos con el cine (dispositivo que se manipula y lenguaje que se despliega) y escapamos a los límites-rejas de aquello que podría ser una disciplina aprendida por definición. Precisamente el rótulo de «no-ficción» define un territorio innombrable sin banderas ni ejército, pero desde ese mismo campo cercado recurre con todo a la retórica como herramienta múltiple, compleja y de una densidad que ahoga muchas veces al propio documentalista. Se aleja así del periodismo —que objetiva imponiendo y ocultando las subjetividades incrustadas en lo fáctico—, como también del enfoque de la labor de la historia —que objetiva los hechos, y donde no cabe la verosimilitud—. En el documental el sentido no tiene camino señalado ni final predeterminado.
La artesanía documental muchas veces es un flirteo con la memoria, interpretando lo que ocurre, aceptando que eso ocurrido nunca será definitivo porque el presente no deja nunca de modificarlo (según nos dicen cada vez más la Biología y la Neurociencia).
Al interior de la zona documental los senderos, los tiempos, la retórica, se cruzan y también conforman las múltiples vías de escape del documentalista que finalmente se aloja oportunamente en el refugio de la propia subjetividad. Es trabajo concreto y a la vez una labor huidiza. Trabajo humano. Con límites y fracturas. Sin embargo, no hay renuncia al relato ni al desborde (para invadir el campo extraño y resistir la intrusión ajena).
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Gente seria que habla seriamente de asuntos serios, siempre lo he dicho. Y hoy hablo seriamente de esta zona porque un documental titulado Colonia Dignidad: Una secta alemana en Chile (estrenado en Netflix el 1 de octubre de 2021), del cual soy responsable como autor, es un trabajo grave y denso, pero también una buena excusa y ejemplo para intentar dimensionar y reconocer aspectos del territorio.
Nunca hay que cercarlo, ¡ojo! Los del documental siempre serán cierres provisorios, y no definitivos; más bien, fronteras ilusorias y necesarias sobre un terreno demarcado una y otra vez por la praxis documental. Me permito esta autorreferencia porque el visionado y el espectador tuvieron o están teniendo la experiencia de ver la serie ahora mismo: de una vez, parcelada, suspendida o incluso abortada ante la tentación irresistible de «una nueva serie» que tan bien elaboran los streaming. La serie es de una ambición innegable: contar la historia de una comunidad alemana que deviene en secta en el transcurso de medio siglo.
El afán historiográfico de este documental es evidente, pero además se yuxtaponen los trajes de otros oficios: un poco de etnografía, sicología, sociología, y sobre todo exploración de todas las fuentes que lo alimenten para poder desplegar un relato. No es poca cosa lo que sentenció Grierson al definir el documental como «el tratamiento creativo de la realidad». En esa idea subyacen dos elementos fundamentales: la duda frente a la realidad y la libertad formal de la construcción del relato. En este doble prisma de libertad y de duda, la no ficción unida umbilicalmente con el mundo se emancipa del tótem que más se nos impone y al que todo documentalista renuncia a poco andar, pues sabe mejor que nadie que puede sortearla. Me refiero a aquella ventana por donde se mira el mundo (verdadero); una escenografía que media entre el que filma y el mundo, la separación falsa con el mundo, un pasadizo para quienes practican con sus objetivos y micrófonos y eluden a cada momento el cánon. Así, la verdad hallada será también solo la punta del iceberg que guarda toda su complejidad hundida en el mar esperando que alguien bucee para reducirla. Esa verdad parcial, asible (visible y audible) es la única posibilidad verdadera de generar la ilusión de objetividad. La serie Colonia Dignidad… es un claro ejemplo de este simulacro-esfuerzo en que las subjetividades se encuentran con otras subjetividades —las de sus autores— que confluyen en un relato que pretende ser verosímil ante un tema además pulverizante de lo temático y la racionalidad. No se trata de Colonia Dignidad; se trata del Mal, aquello que está inscrito en el corazón de cada ser humano.
Entonces la búsqueda de la verdad —afán ético— se ve más disminuida, porque no hay racionalidad que permita entender el Mal. Así la exploración de carácter documental es más que nunca la única posible; la que no busca objetivar ni reducir el relato a conclusiones definitivas, sino la que hace estallar las dudas y el miedo frente a una fuerza que nadie sabe de dónde viene. Entonces y sin darnos cuenta, el documentalista se ha convertido esta vez en teólogo, y se pregunta de paso: ¿de dónde viene el Mal? Exponer su mano de obra desplazándose por medio siglo de las heridas de la Alemania de posguerra arribadas al Chile sureño viene a ser un trabajo ni más ni menos que artesanal, sin pensar en quién usará o interpretará tal manualidad que logró restaurar y fijar para siempre las imágenes y sonidos digitalizados provenientes del reino de Paul Schäfer. La serie significó buscar herramientas ya empolvadas, es decir, hacer funcionar la vieja moviola del cine, enganchar la película, verla temblar en su recorrido ante la mirada que observa cómo el haz de luz revela el fantasma del líder; la visión atenta para observar el video magnético que desprende óxido, se desengancha del mecanismo de poleas y se atasca por la infección humectante que el paso del tiempo le ha legado. Toda esta materialidad determinante no solo afecta el quehacer documental: es el quehacer. No hay manera de eludir lo que las imágenes traen del mundo fantasmal y de terror que colinda con ese río Perquilauquén.
Quizás a diferencia de trabajos anteriores («Los Patiperros», «Apasionados», «Inmigrantes»), en los que me tocó abordar temas sensibles como las migraciones, los destierros, las pasiones o las identidades rotas, esta vez el campo de trabajo nunca me llevó a un territorio tan incierto y revelador de la precariedad de las herramientas de protección que aseguran la inmunidad, la voz y mirada omnisciente, la probada silla de director que crea bajo el aura del bien. Esta vez no había comodidad. Imposible irse de tesis y jugar al artista justiciero que nos sienta tan bien como narradores del mundo que nos rodea y dominamos, robándole el alma a quien se pare enfrente de nosotros para mirarnos y hablar. No hay cabida para la histeria del que pretende dictar cátedra, que elige quiénes son las buenas almas y cuáles los malos espíritus. En esta zona no se admiten santos ni iluminados (ni el mismo Schäfer se lo creyó). Por esto —al menos yo lo experimenté una vez más—, los documentalistas nunca podrán aspirar a liberarse de este destierro desolador en un campo tan lleno de espejismos y de dolor, en el cual no sabemos si la verdad está en el cielo que observamos o en la tierra que pisamos.