Vigilar y castigar a la infancia pobre
05.11.2021
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05.11.2021
La institución hoy encargada de la protección de niños, niñas y adolescentes en Chile —presentada bajo el nombre «Mejor Niñez»— no altera la racionalidad ni efectos políticos del antiguo SENAME, expone en esta columna de opinión para CIPER un trabajador social especialista en el área. Surgida en dictadura, su lógica sigue siendo «tutelar, vigilante, disciplinante, estigmatizante y maltratadora con la infancia pobre. En síntesis, una institución de clase».
A diferencia de los análisis jurídicos, psicológicos y médicos que abundan en la literatura especializada sobre infancia vulnerable, en esta columna, analizaré los efectos políticos que el nuevo Servicio de Protección Especializada a la Niñez y la Adolescencia representa como institución. Para ello, me distanciaré de las ciencias clínicas y de la dogmática del Derecho que inspiran tanto a tecnócratas como a burócratas al hablar en nombre de la niñez. Mi interés aquí radica en mostrar las relaciones de poder que se ejercen sobre la vida de la infancia pobre en Chile.
Una de las tesis que afirmaré en este texto, es que el Servicio de la Niñez y la Adolescencia es una institución gatoparda, en alusión a la famos novela de Giuseppe Tomas Di Lampedusa (El Gatopardo, 1958) que introdujo como estrategia política aquello de que «si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie».
El «nuevo» Servicio de Protección de la infancia es un ejemplo de gatopardismo. Su implementación y propósito no representan novedad alguna. La institución no posee un carácter inédito, reformista ni revolucionario. Bajo el nombre público «Mejor Niñez», no es más que la reproducción del antiguo dispositivo estatal conocido como SENAME, la institución monopólica de las políticas de intervención, control y administración gubernamental de la infancia pobre en Chile. Dicho de otra manera, el SENAME es la principal institución de gobierno y dominación de la infancia vulnerable. Para estos efectos, el «nuevo servicio» es la representación organizacional de las políticas estatales de desarraigo familiar de niños, niñas y adolescentes expósitos, huachos y vulnerables.
El Servicio Nacional de Menores (SENAME) surgió en Chile como proyecto en 1978, al alero de la dictadura cívico-militar. Me interesa pensar su gestión en términos de herencia política, pues su institucionalidad no solo funciona como un dispositivo de gobierno de la población, sino que su intervención se despliega actualmente en el contexto de una sociedad democrática y con plena independencia en los poderes del Estado. ¿Cómo fue posible que una institución anacrónicamente disciplinaria gestionara por más de cuarenta años la vida infantil sin que le haya sido objetada su génesis e impronta autoritaria?
No daré aquí una respuesta grandilocuente: heredamos de la dictadura una institución tutelar, vigilante, disciplinante, estigmatizante y maltratadora con la infancia pobre. En síntesis, una institución de clase. ¿Acaso alguien ha visto que el SENAME haya intervenido a las familias que provienen de la elite chilena? Y, si ello es así, ¿dónde están objetivadas esas estadísticas?; ¿cuál es su prevalencia?
El SENAME fue el sueño del dictador Augusto Pinochet y de su Ministra de Justicia Mónica Madariaga, quienes en marzo de 1978, mediante un decreto supremo de ley, aprobaron el plan nacional para menores de edad, otorgándole una alta prioridad a la gestión pública en esta materia «por considerar ese sector uno de los más abandonados, al mismo tiempo que más estratégico para el desarrollo nacional»[1].El cambio del antiguo CONAME (Consejo Nacional de Menores) al SENAME fue una expresión explícita del poder disciplinario de la dictadura: bajo la promesa de potenciar un organismo estatal se intentó fortalecer dicho servicio, con el objeto de que a la infancia se la incluyera en los procesos económicos del capitalismo neoliberal. No obstante, la estrategia de rentabilización financiera fue un fracaso: los niños institucionalizados en el SENAME no solo fueron excluidos de los procesos educativos y productivos del capitalismo, sino que también, una vez que obtuvieron la mayoría de edad, fueron rechazados como ciudadanos.
El sueño fallido de Pinochet y Madariaga con el transcurso de las décadas se convirtió en pesadilla. Fracaso y pesadilla son términos aquí equivalentes, ya que la infancia institucionalizada nunca ha sido un sujeto social protagónico; mucho menos, económicamente relevante para el desarrollo del país. Si siguiéramos la nomenclatura biopolítica de Michel Foucault [2], habría que decir que, bajo la perspectiva gubernamental del neoliberalismo, los niños y niñas del SENAME nunca han sido empresarios de sí mismos. Cualquiera que conozca de cerca las relaciones y mecanismos de poder bajo los cuales se captura la vida de la infancia pobre, advertirá que tanto los niños institucionalizados por razones de protección como los adolescentes condenados punitivamente por transgredir el contrato social han construido su subjetividad y su proyecto vital a partir de objetivas condiciones de desprotección. No se trata aquí —permítanme insistir— de comprender la infancia a partir del discurso gubernamental del lema «LOS NIÑOS PRIMERO», sino que de entender que siempre se trata de la infancia del bajo pueblo [3].
En lo que concierne a la desprotección infantil, la racionalidad con la que funcionan los programas ambulatorios y residenciales del nuevo servicio de la niñez obedece no tanto a la impolítica y célebre máxima jurídica del «interés superior del niño», sino que a profundos procesos de confinamiento y corrección moral de las conductas infantiles en las familias del bajo pueblo. Tal racionalidad fue desarrollada en dictadura y profesionalizada en los gobiernos dirigidos por la Concertación de Partidos por la Democracia. Desde luego, la racionalidad del encierro y corrección de las conductas del niño como problema social no surgieron en el régimen militar sino que al menos hace doscientos años, en tiempos en los que el confinamiento se presentó como una estrategia de control benigna y de gobernanza de la infancia pobre en Chile [4].
Una prueba estrictamente científica de lo aquí afirmo es que ningún programa del SENAME ni del Servicio Mejor Niñez está diseñado a partir de estudios basados en evidencia de alto nivel. Basta ver que, a contrapelo de toda la literatura especializada, abundan los diseños de intervención basados en objetivos de institucionalización infantil. He aquí la herencia de la dictadura bajo el gobierno de la actual administración de Piñera: proyectos deficientes a nivel técnico como el de la RAE (Residencias de Alta Especialidad) o las Residencias Familiares se caracterizan por propuestas de confinamiento, control, vigilancia y desarraigo familiar de niños, niñas y adolescentes. Ninguna propuesta del servicio estatal está interesada en desarrollar intervenciones preventivas ni de fortalecimiento parental. Destacan así, pues, la inexistencia de parámetros y evaluaciones de impacto que evalúen el éxito de las intervenciones psicosociales. Otra prueba empírica que permite afirmar lo que expongo son las cifras de niños que, separados a temprana edad de sus núcleos familiares, fueron ingresados al sistema de protección. Años más tarde esos mismos niños egresaron como jóvenes condenados por la Ley de Justicia Penal Juvenil. Lo mismo ocurre con la violación de los derechos fundamentales de niños y niñas egresados del sistema proteccional. Y, si se presta atención a la experiencia comparada, se verá que en la Unión Europea o en EE. UU. si bien nunca han prescindido absolutamente de los modelos residenciales, en general han logrado superar la experiencia de institucionalización —incluso tras la II Guerra Mundial— con políticas públicas que fortalecen el derecho de los niños a vivir en familia, entendiendo por ello programas de adopción temprana, familias de acogida, intervención preventiva, etcétera. En Chile, en cambio, los niños y niñas del bajo pueblo son intervenidos y atendidos una vez que su psique y su cuerpo han sido previamente sometidos y traumatizados.
En efecto, el SENAME podrá cambiar su nombre como servicio estatal, pero su racionalidad y efectos políticos no podrán ser superados históricamente. Al menos no bajo esta Constitución, ni mucho menos sin una legislación que garantice radicalmente la protección de los derechos de la infancia pobre y proletaria del país. Otra prueba de lo que aquí sostengo es que aún en Chile coexiste la Ley de Menores de 1967 junto al texto constitucional que fue creado con posterioridad a la implementación del SENAME. Todas estas normas jurídicas han hecho perfectamente funcional la coexistencia del dispositivo estatal junto a la Convención Internacional de Derechos del Niño. La evidencia histórica irrefutable de ello es la sistemática violación a los derechos humanos de los niños confinados. Así ha sido durante los últimos cuarenta años, indistintamente de los gobiernos de turno. Ya sea en el caso de la vulneración de derechos o de la transgresión a la ley, el Estado intervino siempre del mismo modo: a través del encierro y confinación del niño. Así se normaliza su conducta y subordina su vida; primero como niño, después como adulto.
La estrategia jurídica de confinación nos remite al rol del Estado, que en Chile funciona como una tecnología política, en la que el deseo de protección de niños vulnerados se somete a mecanismos de estatización de la vida a nivel individual y poblacional. En tal sentido, cabe preguntarse: ¿hasta qué punto, el deseo de protección estatal no vulnera a los niños, que en representación de sus respectivos derechos pretende salvar? ¿No adquiere públicamente el Estado un rostro soberano, cuya mera existencia decide políticamente quién debe vivir institucionalizado y por fuera del derecho a la familia?
El deseo de integrar la infancia del bajo pueblo al capitalismo fracasó. La confinación y exclusión de los infantes es la herencia institucional del SENAME. En Chile, la gubernamentalidad de las poblaciones genera desigualdades, y lo/as infantes del bajo pueblo constituyen una población cualitativamente desigual respecto de la población general. Para concluir este breve comentario, permítanme seguir el rastro filosófico de Michel Foucault al introducir una clave de su teoría biopolítica. En mi opinión, la dimensión de la muerte infantil no se expresa en la muerte física y necropolítica, sino en la notable posibilidad de hacer morir en vida a la niñez. Con la infancia institucionalizada, a diferencia de cómo lo tematizó Foucault, el principio filosófico de la biopolítica o del poder sobre la vida no está centrado en el «hacer vivir», sino que estrictamente en el «dejar morir» [4]. Ante la ausencia de un gobierno que potencie la vida de los niños como seres vivientes, su muerte residirá en la pasividad con la que diversos gobiernos expongan sus vidas al arbitrio de la contingencia y el azar de los acontecimientos. Insisto, hasta su muerte.
La ausencia de una legislación específica de garantía de derechos de la niñez, así como de salud mental infantil, instalan la necesidad de un debate ya no tan sólo jurídico sino que también filosófico, pues nos remite a la pregunta política por la vida infantil. Vale decir, a qué tipo de niños, niñas y jóvenes se pretende proteger y defender de la sociedad. Por ello me pregunto a qué infancias se pretende hacer vivir o dejar morir. A mi juicio, la pregunta más profunda y definitiva por la infancia no puede ser reducida a una definición técnica o de gestión, pues en última instancia es el Estado el que dirige todo su poderío al ámbito de la vida del niño. He ahí el problema de la biopolítica de la niñez.
[1] RAULD FARÍAS, Juan Carlos (2019). «Desprotección de la infancia en Chile: una lectura desde la noción de biopolítica de Michel Foucault». Tesis para optar al grado de magíster, Instituto de Filosofía, Universidad Diego Portales, p. 75.
[2] FOUCALT, Michel (2021). El nacimiento de la biopolítica. (México: Fondo de Cultura Económica).
[3] La nomenclatura bajo pueblo se refiere a los niños, niñas y jóvenes populares marginados de las páginas oficiales de la Historia de Chile (Salazar y Pinto, 1999). Es un término que no proviene de la filosofía académica, sino que de la historiografía social y popular chilena, y que a su vez es heredera de la tradición historiográfica inglesa. Se trata de una definición en estrecha relación con la Historia Científica Popular, vale decir, el análisis de los «procesos históricos que deben vivir los pobres, los marginados y los ciudadanos comunes y corrientes» (Salazar, 2006: 143). En síntesis, la noción de «bajo pueblo», es ante todo, una construcción conceptual abierta y de uso habitual por el historiador popular.
[4] RAULD FARÍAS, Juan Carlos (2021). «Desprotección de la infancia en Chile. Dominación, biopolítica y gobierno». (Santiago de Chile: Editorial Hammurabi).