18/O – 2 años: ¿Democracia con violencia?
20.10.2021
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20.10.2021
¿Quiénes son y qué buscan quienes se manifiestan en torno al estallido social? La pregunta volvió esta semana durante la agitada y masiva conmemoración de su segundo aniversario. Tres investigadores tomaron datos de una encuesta realizada por el CEP a fines de 2019, y con ellos construyeron una clasificación de cinco tipos de ciudadanos, desde los manifestantes frecuentes a los apáticos. Su análisis arroja una paradoja, de interés para el actual debate: «Los grupos que más creen que la democracia es la mejor forma de gobierno son, al mismo tiempo, los que están más prestos a justificar métodos violentos para perseguir fines políticos». Lo/as autore/as del estudio se extienden al respecto en esta columna de opinión.
La siguiente columna se centra en los resultados del estudio «The 2019 Chilean Social Upheaval: Who Are the Leaderless Protesters?» (septiembre 2021), disponible para consulta aquí.
El recuerdo estos días del estallido social trae imágenes de manifestaciones masivas y cabildos ciudadanos, junto con saqueos, incendios, enfrentamientos violentos entre manifestantes y Carabineros a lo largo del país, y violaciones a los DD.HH. Los eventos violentos persistieron incluso después de firmado el acuerdo del 15 de noviembre de 2019, cuyo objetivo era «buscar la paz y justicia social a través de un procedimiento inobjetablemente democrático», y en el cual los partidos firmantes se comprometían «con el restablecimiento de la paz y el orden público en Chile». Lo ocurrido en el segundo aniversario del estallido muestra que la violencia con tintes políticos persiste aun con la redacción en marcha de una nueva Constitución. ¿Cómo entender la conjunción de una demanda por mejor democracia con la violencia, cuando es justamente la democracia la forma que han encontrado las sociedades para resolver los conflictos de poder de forma pacífica, ya no con piedras ni balas sino con votos, como piedras de papel? (Przeworski y Sprague, 1988).
En este artículo abordamos la mirada de la ciudadanía hacia esta conjunción de democracia y violencia. Utilizamos datos de la encuesta CEP, presencial y representativa a nivel nacional, realizada en diciembre de 2019, cuando todavía había enfrentamientos y manifestaciones en las grandes urbes de nuestro país. Siguiendo a Beissinger (2013) en su estudio de la Revolución Naranja en Ucrania, construimos una tipología de las personas encuestadas, basada en su apoyo y participación en las protestas del estallido: los manifestantes frecuentes son aquellos que apoyaron y protestaron más de una vez (17% de los encuestados); los manifestantes por una vez, los que protestaron una vez, probablemente en la gran marcha del 25 de octubre (9%); los simpatizantes, quienes apoyaron pero no participaron en protestas (36%); los opositores, los que no apoyaban al momento de la encuesta (20%); y los apáticos no tomaron posición ante estas preguntas (18%).
Estos grupos de ciudadanos son muy distintos entre sí en varias dimensiones, partiendo porque los manifestantes, y en especial los manifestantes frecuentes, tienden a ser jóvenes y educados, están interesados en política, se identifican fuertemente con la izquierda y usan intensamente las redes sociales. Pero en este artículo queremos profundizar en sus diferencias en una dimensión particular: su actitud respecto de democracia y violencia.
El 88% de los manifestantes frecuentes cree que «la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno», antes que alternativas autoritarias («en algunas circunstancias, un gobierno autoritario puede ser preferible a uno democrático») y la indiferencia («a la gente como uno, le da lo mismo un régimen democrático que uno autoritario»). Les siguen los manifestantes por una vez y los simpatizantes, con 67 y 69%, respectivamente. Sólo el 46% de los opositores y el 51% de los apáticos prefieren la democracia; ambos grupos tienden a respaldar con más fuerza las alternativas autoritarias. Los resultados por grupos de un índice de autoritarismo siguen el mismo patrón —en el que los manifestantes frecuentes se encuentran en el extremo menos autoritario y los opositores en el más—, y estas diferencias entre grupos se mantienen al controlar por edad, sexo y nivel educacional. En suma, los manifestantes, y en particular los frecuentes, presentan un mayor compromiso democrático que el resto de la población, mientras que los opositores son quienes menos valoran la democracia como forma de gobierno.
Pese a su compromiso democrático, los manifestantes frecuentes —que, decíamos, tienden a ser jóvenes, educados y de izquierda— son quienes en mayor medida justifican acciones violentas como forma de buscar cambios. Mientras más de un cuarto de ellos justifica «siempre» o «casi siempre» participar en barricadas o destrozos como forma de protesta, ello ocurre sólo entre el 1% de los opositores o los apáticos; y mientras un poco menos de la mitad de los manifestantes frecuentes no lo justifica «nunca» o «casi nunca», ello ocurre entre el 95% de los opositores y apáticos. Así, los grupos que más creen que la democracia es la mejor forma de gobierno son, al mismo tiempo, los que están más prestos a justificar métodos violentos para perseguir fines políticos. Esto resulta paradójico para quienes entendemos la democracia como una apuesta por la resolución pacífica de los conflictos, una apuesta que implica renunciar a la violencia.
¿Cómo hacer sentido de esta paradoja? En La sociedad abierta y sus enemigos, Karl Popper planteó que «el uso de la violencia se justifica sólo bajo una tiranía que hace imposible hacer reformas sin recurrir a la violencia, y debiera tener un solo fin, cual es, conducir a un estado en que sea posible hacer reformas sin violencia». ¿Era Chile una tiranía? No. El gobierno de Sebastián Piñera había sido elegido en elecciones limpias y competitivas, por una amplia mayoría (55%), y con participación electoral relativamente alta en ese momento (siete millones de votantes participaron en segunda vuelta; cerca de quinientos mil votantes menos que en el plebiscito por la Nueva Constitución). Chile tiene, de acuerdo con los diversos índices internacionales que la miden, una democracia que funciona relativamente bien.
Aun así, para muchos, y en particular para los manifestantes, la percepción era otra. Si bien la percepción de que la democracia en Chile funciona mal o muy mal estaba bastante extendida en la población general (47%), ella era mucho más alta entre los manifestantes frecuentes (63%) y considerablemente más baja entre los opositores del estallido (40%). A la vez, aunque haya una desconfianza generalizada hacia las instituciones, probablemente atizada por los escándalos de corrupción de los últimos años, los manifestantes frecuentes son los más desconfiados y los opositores los menos. Así, la alta valoración de la democracia como forma de gobierno entre los manifestantes frecuentes coexiste con una percepción crítica de su funcionamiento. Ello es evidencia de ciudadanos que, tal vez, justamente porque valoran más la democracia, exigen más de ella, en línea con lo que Pippa Norris denomina déficit democrático (2011).
Esta insatisfacción con la democracia puede estar relacionada con las dificultades de las instituciones para lograr cambios. El mismo Popper defendía la democracia como una forma de cambiar el rumbo sin derramar sangre. Pero en la práctica no ha sido tan fácil cambiar el rumbo. El entramado institucional no parece conducente a que el Presidente cuente con mayorías en el Congreso, y genera pocos incentivos a la cooperación, lo que sumado a los quórums supramayoritarios dificulta realizar cambios profundos. No obstante, nuestra historia electoral nos lleva a mirar con algún escepticismo la tesis de que los cerrojos constitucionales han truncado permanentemente el camino hacia cambios profundos que contaban con apoyo mayoritario. Desde el retorno a la democracia, las candidaturas presidenciales de izquierda que abogaban por reformas sistémicas han estado recurrentemente en las papeletas, pero no han superado un cuarto de los votos. Entre alcaldes, que por el carácter más personalista de su cargo dependen menos del sistema de partidos, tampoco hay resultados más exitosos para la izquierda. Visto así, oferta siempre hubo; demanda, poca. Tal vez también faltó un esfuerzo de persuasión a las mayorías por parte de quienes abogaban por las reformas profundas.
Otra hipótesis para explicar el simultáneo apoyo a la democracia y a la violencia como forma de conseguir cambios es que, para los manifestantes, la violencia se justifique como parte de un círculo vicioso de violencia entre represión policial y manifestantes (Tyler and Huo 2002; Gerber et al. 2018). En efecto, la creencia en que las policías y los militares violaron los derechos humanos durante el estallido se alinea con esta tesis: un 93% de los manifestantes frecuentes así lo cree, comparado con un 71% de los simpatizantes y un 38% de los opositores. Incluso, ante una pregunta por quiénes fueron responsables de los incendios en el metro, uno de cada cinco manifestantes frecuentes afirma, como respuesta espontánea, que fueron carabineros.
Pero aun cuando el apoyo a métodos violentos para lograr cambios surja de una percepción de ilegitimidad o del abuso de los agentes encargados de asegurar el monopolio del uso legítimo de la violencia, ello es problemático para el funcionamiento de la democracia. A fin de cuentas, la violencia por parte de los ciudadanos difícilmente frena la violencia en manos del Estado. Como planteó Hannah Arendt en su célebre ensayo de 1969, la esencia de la acción violenta se rige por la pregunta sobre los medios y los fines y, como la violencia es siempre impredecible, corre el peligro de que su propio fin sea sobrepasado por sus medios, medios a los cuales el fin justifica y necesita.
¿Será que los manifestantes frecuentes trivializan el fuego, los piedrazos y los destrozos? Tal vez la relativa paz resultante del entramado institucional de las últimas tres décadas les haya impedido notar que en un mundo donde todos los medios están permitidos, sólo la fuerza vence a la fuerza y no hay democracia posible. Contar cabezas puede ser lento y mediocre como agente de cambio, pero, como se ha dicho antes, es, sin duda, mejor que correr el riesgo de que se terminen cortando.
ARENDT, Hannah (1969). Reflections on Violence. New York Review of Books.
BEISSINGER, Mark R. (2013). «The Semblance of Democratic Revolution: Coalitions in Ukraine’s Orange Revolution.» American Political Science Review 107 (3): 574–92.
GERBER, Mónica M., Roberto González, Héctor Carvacho, Gloria Jiménez-Moya, Cristóbal Moya, y Jonathan Jackson (2018). «On the Justification of Intergroup Violence: The Roles of Procedural Justice, Police Legitimacy, and Group Identity in Attitudes toward Violence among Indigenous People.» Psychology of Violence 8 (3): 379–89. doi: 10.1037/vio0000177.
POPPER, Karl. 1945. The Open Society and its Enemies. Princeton Classics.
PRZEWORSKI, Adam y John Sprague. 1988. Paper Stones: A History of Electoral Socialism University of Chicago Press.
NORRIS, Pippa. 2011. Democratic Deficit: Critical Citizens Revisited. New York: Cambridge University Press.
TYLER, Tom R., y Yuen J. Huo. 2002. Trust in the Law: Encouraging Public Cooperation with the Police and Courts. New York: Russell Sage Foundation.