Quemar al Otro: el día en que Iquique ardió
06.10.2021
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06.10.2021
Las lamentables escenas de violencia antimigrante que han llegado desde la ciudad-puerto del Norte se entroncan con el descontento por el mal manejo del tema por parte de las autoridades, así como con un nacionalismo atávico, recuerda el autor de esta columna citando referencias históricas. La furia ha puesto en crisis el orgullo local hacia una evidente identidad multicultural, «que no se puede entender sin el aporte de las migraciones».
Las imágenes hablaban por sí solas. Una turba prendía fuego contra carpas de los migrantes de Venezuela. Ardían los pequeños y frágiles hogares de refugiados que venían al «país oasis» en búsqueda de mejores condiciones de vida. Pañales, juguetes, cuadernos y sueños eran consumidos. El mundo entero cubrió esos hechos y la palabra ‘intolerancia’, que creíamos expulsada de nuestro diccionario, apareció una vez más. El lugar de los hechos fue la llamada «zona cero», epicentro de las protestas de octubre de 2019, ubicada en Héroes de la Concepción con Las Rosas.
Hasta el sábado 25 de septiembre, uno de los orgullos más preciados de los iquiqueños entró en crisis; aquél sustentado en la idea ―cierta, por lo demás― de que somos una región, al igual que todo el Norte Grande, multicultural y que no se puede entender sin el aporte de las emigraciones. Desde fines de siglo XIX, por el atractivo de la industria del salitre arriban a este territorio franceses, ingleses, españoles, yugoeslavos, árabes y chinos, entre otros. La huella de estos migrantes aún se deja sentir. El escritor Luis González Zenteno, habla de un Iquique cosmopolita, e incluso de que era «una villa grande y hermosa» (1956)[1].
Lo anterior, no obstante, hay que cotejarlo con la historia, y rastrear en ella fenómenos de nacionalismo duro, como Las Ligas Patrióticas, grupos apoyados por el estado chileno que a comienzos de siglo XX desataron el terror contra los peruanos, obligándolos a abandonar su tierra natal (González, Maldonado y McGee, 1993)[2]. Otra, el racismo que sufrieron los chinos, acusados según la prensa de «raza amarilla, proclives al juego y a fumar opio», cuando el siglo recién pasado comenzaba a despuntar. A ello hay que agregar las condiciones de esclavitud que vivieron durante la explotación del guano a fines del siglo XIX (Guerrero, 1990)[3].
El cuadro de la discriminación se completaba con los bolivianos, y bajo esta etiqueta cabían aymaras, qechuas y otros grupos étnicos, englobados bajo el rótulo de ‘indios’. El modo más suave de nombrarlo era el de ‘morenitos’. Por último, eran pobres.
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La comuna de Colchane se creó el año 1978 durante la dictadura de Pinochet, y obedeció a criterios geopolíticos de resguardo de fronteras. Hay que recordar que en 1979 se cumplían cien años del Combate Naval de Iquique. Implicó un reordenamiento espacial de Isluga, el centro ceremonial de la zona (Podestá, 1985)[4]. Es una frontera prácticamente imposible de controlar que tiene más de 75 pasos no habilitados por donde se realiza el tráfico de drogas. En Colchane viven funcionarios públicos en casas construidas para ellos. La población aymara, en su mayoría adultos mayores, ocupan casas de adobe, tienen ganado camélido y ejercen el comercio. Esta comuna votó por el Rechazo en el plebiscito por una nueva Constitución, sumándose a Las Condes, Vitacura y La Dehesa. Una de las razones para explicar esta votación está en que la mayoría de los habitantes son evangélicos y votan animados en contra de la agenda impulsada por el progresismo (Guerrero, 2020)[5].
La masiva llegada de venezolanos y la consecuente crisis humanitaria que ello ha significado —con más de diez muertos tratando de eludir los controles policiales, por la existencia de «coyotes»— ha significado que esta pequeña localidad ubicada a 3.800 m.s.n.m. alcance notoriedad no deseada.
De Colchane empieza una verdadera peregrinación, que ya se había iniciado en Venezuela, para llegar a Iquique. Transitar por cuatro pisos ecológicos (altiplano, quebradas, pampa y costa) con los rigores que ello implica sólo se soporta con el deseo de llegar al puerto, y de ahí a Santiago y otras ciudades donde esperan familiares y amigos. Sin embargo, la estadía en Iquique se prolongó. Ante la ausencia del Estado y de los pocos recursos locales, improvisaron en plazas y otros lugares campamentos con carpas. Se organizaron redes sociales, las mismas que actuaron para el estallido y para el Covid-19. En el resto de la población cundía un malestar por esta presencia no deseada que ocupaba espacios, que eran pobres y hablaban fuerte, tenían otro color de piel, caminaban de otro modo y pedían plata en las calles. Delitos que se cometía en la ciudad eran imputados a los venezolanos, el aumento del Covid-19 se les imputaba a ellos. Se transformaron en chivos expiatorios. Cuando se escucha la Cantata de la Escuela Santa María, parece que la historia se repite: «Hasta Iquique nos hemos venido / pero Iquique nos ve como extraños. / Nos comprenden algunos amigos / y los otros nos quitan la mano».
La plaza Brasil fue el símbolo de esta ocupación y del violento desalojo. Hasta los años 80 allí funcionó la Comisaría de Carabineros, y frente a ella hay un monolito que recuerda a Gerardo Poblete, un cura salesiano torturado y asesinado en 1973 en ese mismo lugar. Hoy está cercada. Desalojados de este lugar, los migrantes duermen en las playas y donde los sorprenda la noche. Otros han emprendido viaje al sur del país a pie; los más afortunados, en buses.
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La marcha del sábado 25 de septiembre y la posterior quema de carpas, sumadas a la expulsión de los venezolanos de la plaza Brasil —con una puesta en escena en que banderas de diversas significaciones flameaban en el aire, himno de Chile y de Iquique, camisetas de la selección y de los dragones celestes—, en un mañoso ejercicio hacía creer que Iquique en su totalidad consensuaba esa lucha xenofóbica y desclasada.
Es la tercera crisis que el gobierno de Piñera no sabe manejar: la primera, el estallido social; la segunda, la del Covid-19; y la tercera, la migracional. Y ésta, por tener ribetes regionales, pareciera no importarle: es de Perogrullo advertir que el Norte Grande sólo importa en tanto fuentes de riquezas y nada más. Otros los han dicho ya, somos Colonia Interna de un país hipercentralizado (Van Kessel, 1980). Importamos en cuanto producimos riquezas; ayer el salitre, hoy cobre, y entre ambos harina de pescado. De allí la necesidad de una descentralización que le otorgue poder real a los gobernadores y a los alcaldes, y que todos estos, junto a la sociedad civil, puedan elaborar una política regional de migración que incluya en primer lugar consideraciones de tipo humanitarias. Y, por cierto, una educación desde la preescolaridad en torno «al extranjero, en tanto un amigo que uno no conoce».
El Norte Grande, el lugar donde nació el movimiento obrero con sus postulados del internacionalismo proletario, con lo sucedido el último fin de semana de septiembre sepulta esos ideales humanistas. La paradoja es que mientras se discute una nueva Constitución, que le garantice voces a todos, estos movimientos, nada de espontáneos, parecen desear una nación homogénea, encerrada en sí misma, tal cual la pensó la Constitución del 80.
Quemar las carpas de los migrantes nos sitúa en la línea histórica de «La noche de los cristales rotos» que dio inicio al Holocausto judío. Espero esto no sea una señal de algo peor. Por lo mismo se precisa de acciones coordinadas por parte del Estado y de las autoridades regionales y locales, así como de una sociedad civil activa y movilizada frente a la xenofobia.
La marca del 25 de septiembre mezcló motivaciones diferentes, lo que hace compleja su caracterización. Algunos fueron a protestar contra el mal manejo de parte del gobierno de Piñera. Algunos de sus ministros visitaron Colchane antes de la marcha, pero nunca se vieron resultados. El flujo de venezolanos sigue en aumento. Lo que queda claro es que las autoridades locales, desde el gobernador y los alcaldes carecen de instrumentos y de recursos para solucionar tan complejo tema.
También se movilizaron aquellos que se sienten incómodos por la presencia de los invitados/migrantes/refugiados y que demandan su expulsión, añorando el Iquique cosmopolita de comienzos de siglo XX y continuando, como ya señalamos, con la furia nacionalista contra peruanos y la xenofobia contra los chinos. Quemar al Otro es el modo de exorcizar el presunto mal.
Quemar carpas, en este caso, recuerda la quemazón de libros en tiempos de Pinochet. Y lo anterior más la sumatoria de la xenofobia nos hizo pensar en el fascismo o en un neofascismo o miro-fascismo, anclados en grupos de derecha que añoran el Chile presuntamente homogéneo, blanco, monolingüe y patriarcal. Aquel que Alfonso Márquez de la Plata, ministro de Agricultura de Pinochet, sintetizara en la siguiente frase: «En Chile no hay indios, somos todos chilenos».
Una semana después de los violentos hechos del 26 de septiembre se convocó a otra marcha antimigrantes. Pequeños grupos le salieron al paso, pero no pasó a mayores. Fue una marcha menos numerosa, diversa en su composición como ha sido la tónica, que difícilmente puede cristalizar en una orgánica. Es más bien un estado de ánimo. Ésa es su debilidad, pero también es un peligro que puede ser canalizado por la derecha ávida de votos, sobre todo porque engarza con su proyecto de la una chilenidad pura, que claramente no existe.
[1] GONZÁLEZ Zenteno, Luis (1956). Los pampinos (Santiago: Editorial Prensa Latinoamerican).
[2] GONZÁLEZ, Sergio; MALDONADO, Carlos y McGEE, Sandra (1993). «Ligas Patrióticas», en Revista de Ciencias Sociales n°2 (Iquique: Universidad Arturo Prat), pp. 37-56.
[3] GUERRERO, Bernardo (1990). Del Chumbeque a la Zofri. ¿Los iquiqueños somos los mismos? (Iquique: Centro de Investigación de la Realidad del Norte).
[4] PODESTÁ, Juan (1985). «Estado, espacio y educación. El etnocidio de los aymaras en Chile entre 1974-1985» (Universidad Libre de Amsterdam; Tesis de Maestría).
[5] GUERRERO, Bernardo (2020). «Colchane no es Vitacura». En prensa.