Dos caras de los plaguicidas
21.09.2021
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21.09.2021
La contribución de plaguicidas o pesticidas a la agricultura y nuestra alimentación es indiscutible, pero también los efectos tóxicos sobre la naturaleza y salud humana de su uso desrregulado, recuerdan los autores de esta columna. En Chile se han reportado casos que ameritan un seguimiento académico y médico: como algunos niños en la Región del Maule que han presentado residuos de pesticida en su orina y alteraciones neuroconductuales, atribuibles a dicha exposición. El siguiente texto expone una serie de medidas de prevención, educación y práctica que contrarrestan este peligro.
Los plaguicidas o pesticidas tienen diversas definiciones, según su uso o el organismo que los clasifica (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, ONUAA —más conocida como FAO por sus siglas en inglés—; Organización Mundial de la Salud, OMS; Ministerio de Salud, MINSAL; Ministerio de Agricultura, MINAGRI, entre otros). En cualquiera de los casos, los plaguicidas contienen compuestos de origen natural o sintético (antropogénico) simples o en mezclas, y son utilizados como una herramienta indispensable para prevenir, controlar, repeler, combatir o destruir plagas que afectan los cultivos, los animales, las personas y el medio ambiente. Dependiendo de la plaga que se quiera controlar, los plaguicidas se agrupan en insecticidas, herbicidas, fungicidas, y otros como rodenticidas y acaricidas. Al 31 de diciembre de 2019, se encontraban autorizados on autorización vigente en Chile 1.348 plaguicidas formulados y más de 570 ingredientes activos (SAG 2019).
Durante las últimas décadas se ha promovido la venta y utilización de plaguicidas debido a que su uso aporta grandes beneficios, tendientes a lograr una mejor y mayor producción de alimentos y materias primas. Este aspecto es relevante, considerando el aumento progresivo de la población mundial: de 2.540 MM de personas en 1950 a 7.790 MM en 2020, y con una proyección de 9.740 MM para el año 2050. La mayor demanda de alimentos que esto conlleva ha generado problemas de carácter irreversible para la naturaleza, como la pérdida en la fertilidad de los suelos, la contaminación de los ecosistemas, la aparición de nuevas plagas y enfermedades, la disminución de la diversidad genética, la resistencia genética de organismos perjudiciales, la producción de alimentos con residuos tóxicos y la eliminación de especies silvestres, entre otros efectos (Ramírez, 2018).
La utilización de plaguicidas ha tenido un importante incremento a partir de los años 90, aumentando de 2,2 millones de toneladas en 1990 a 3 millones en 2000, y superando los 4 millones de toneladas en 2018 (FAOSTAT, 2020). En términos regionales, Asia es el principal consumidor (52,8%), seguido de América (30%) y Europa (13,8%). Los principales plaguicidas utilizados a nivel mundial son herbicidas (47,5%), insecticidas (29,5%), fungicidas (17,5%) y otros (5,5%).
El uso de plaguicidas (kg ha-1) difiere según el país y el tipo de cultivo (Sharma, 2019). En América del Sur, son Brasil y Argentina los principales consumidores (están entre los diez países con mayor consumo anual en el mundo). En Chile, el uso de plaguicidas es elevado, con ventas superiores a las 54.500 toneladas, según la Declaración de Ventas de Plaguicidas de Uso Agrícola Año 2019, del Servicio Agrícola y Ganadero (SAG, 2019). El promedio de aplicación de estos productos en Chile es de 4,2 kg/ha, lo cual es superior a la media de los países de la OCDE (2,1 kg ha-1). En algunos sectores productivos, como la fruticultura, la aplicación de plaguicidas puede superar los 20 kg ha-1.
La OMS certifica que cada año ocurren en el mundo 25 millones de intoxicaciones por plaguicidas, en las que mueren 20.000 personas. La FAO, por su parte, informa que si bien el 80 por ciento de los plaguicidas esparcidos por el mundo se utilizan en países desarrollados, el 99 por ciento de las intoxicaciones ocurren en países en desarrollo.
El uso masivo de los plaguicidas ha significado una revolución en la agricultura, pues contribuye a aumentar la eficiencia productiva de alimentos (cerca de 70 por ciento de mayor productividad en los últimos cuarenta años, según la FAO). Se estima que actualmente el 45 por ciento de los cultivos del mundo se pierden por acción de plagas (Pimentel & Burgess, 2014), por lo que los plaguicidas se convirtieron en una herramienta moderna indispensable para la producción de alimentos.
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La historia muestra los efectos catastróficos en cultivos y desabastecimiento de alimentos que en diferentes períodos significaron un desastre para muchas economías del mundo. Algunos ejemplos son el tizón tardío de la papa que afectó a Irlanda entre 1845 y 1846, la hambruna bengalí de 1943 debida a la enfermedad de la mancha café del arroz (Agrios, 2007) y, más recientemente, la roya amarilla que en 2012 afectó todas las zonas cafetaleras del mundo.
Las plagas también dañan la actividad productiva, como sucede con insectos que parasitan el ganado, destruyen la madera, se alimentan de las plantas destinadas a usos industriales y transmiten enfermedades al ser humano (Sánchez & Sánchez, 2017). Se ha calculado que alrededor de un tercio de la producción alimenticia del mundo se perdería si los agricultores no utilizaran medidas para contrarrestar el efecto de plagas y enfermedades (Sánchez & Sánchez, 2017). El uso masivo de plaguicidas se justifica como una manera de solucionar el hambre y la pobreza, lo cual es aprovechado por grandes compañías de agroquímicos como Monsanto, Aventis o Bayer, que aceleran su fabricación y promueven el uso de estos productos en los campos de cultivo.
Actualmente, el uso de plaguicidas en cierto modo ha disminuido, tomando en consideración los informes de casos de cáncer y otras enfermedades, el cambio en hábitos alimenticios hacia alimentos orgánicos, el mayor conocimiento sobre su actuar e impacto en el medio ambiente y el uso más eficiente de los productos, entre otras razones. Sin embargo, aún existen muchos problemas asociados al uso de plaguicida.
Otro aspecto relacionado con disminuir el impacto de la contaminación por plaguicidas y que pocas veces se menciona, es la prevención durante la manipulación de los productos previo a la aplicación y posterior al uso de los equipos. En este sentido, la implementación de sistemas de biopurificación (una tecnología que se aplica a grandes predios, pequeños huertos, viveros y otros) es una adecuada alternativa.
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El análisis de la Contraloría General de la República (2021) indica la necesidad de que en el proceso de registro de plaguicidas se incorporen procedimientos de evaluación de riesgos a la salud humana y ambiental. Asimismo, es importante la construcción de capacidades en estos procedimientos, pues requieren conocimientos interdisciplinarios que actualmente pueden aportar universidades y centros de investigación en Chile. Es un desafío la formación de profesionales y científicos capaces de contribuir a mejorar la sostenibilidad en el uso de productos químicos, utilizando y autorizando productos más seguros desde el punto de vista ambiental y de salud humana, pero a la vez capaces de otorgar la necesaria protección que requieren nuestros cultivos de las plagas que las afectan. En Chile, la educación en la sociedad respecto a las implicancias de los plaguicidas es mínima. Cuando se viaja a zonas de alta producción frutícola y hortícola, es posible observar grandes carteles a la orilla de los caminos anunciando las bondades del uso de uno u otro tipo de plaguicida, pero quienes leen esos anuncios no advierten las implicancias que los químicos pueden tener sobre la salud de las personas. En el imaginario colectivo existe un modelo ideal de productos alimenticios: de gran tamaño, bien formados, y uniformes en el mismo calibre. Pero no se cuestionan los efectos que conlleva satisfacer ese modelo; como por ejemplo, la aplicación de plaguicidas y el esfuerzo de los productores. Aceptar productos de variados tamaños o la introducción de cultivos orgánicos podrían disminuir la presión sobre la aplicación de este tipo de químicos.
Tener agua y suelo fértiles es condición principal para el bienestar del ser humano. Al reducir significativamente el valor nutricional, la biodiversidad y las áreas adecuadas para la siembra, la escasez de recursos hídricos o la degradación del suelo provocan falta de alimentos a largo plazo. La agricultura regenerativa, junto a otras prácticas agrícolas respetuosas —tales como siembra directa, conservación del suelo, agricultura orgánica—, mitigan las consecuencias negativas de la actividad agrícola actual. Es por esto que las medidas para contrarrestar el impacto ambiental y de salud del uso de plaguicidas deben complementarse con otra serie de acciones, que incluyen el mejoramiento de los sistemas de prevención durante el control de enfermedades, prácticas relacionadas a la agricultura orgánica, la prohibición de productos con ingredientes activos altamente tóxicos, la formulación de agroquímicos en forma pertinente respecto a las dosis, mezclas o elección de productos, y finalmente el manejo adecuado de residuos tóxicos utilizados.
Para orientarse adecuadamente en la implementación de la agricultura regenerativa, debe existir una claridad meridiana sobre cómo aportar biodiversidad a los ecosistemas. Las soluciones basadas en la naturaleza permiten aportar al sector agropecuario servicios ecosistémicos para la producción de alimentos.En el caso particular de la aplicación de plaguicidas existen sistemas tales como los estanques de retención y zanjas de infiltración (Gómez et al., 2021), que pueden ser muy efectivos para controlar una amplia gama de contaminantes (como los plaguicidas) y nutrientes. Si es que su diseño es el adecuado, estos sistemas son además un método robusto para reducir los contaminantes de las aguas pluviales (Gómez et al., 2021).
[1]De acuerdo con la ley orgánica n° 18.755, corresponde al SAG la facultad de fiscalización en temas de plaguicidas de uso agrícolas. La resolución n° 1.557 de 2014 y sus modificaciones n° 1208/2016 y n° 5482/2016, establecen las exigencias para la autorización de plaguicidas. Los plaguicidas de uso sanitario y doméstico, a su vez, son regulados por el Instituto de Salud Pública por el decreto 157/2007.