La paya al medio de la epidemia dieciochera
16.09.2021
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16.09.2021
Los arranques de «chilenidad» en estas fechas pueden ser temibles, estima el autor de esta columna, investigador, decimista y guitarronero. La confusión entre conceptos, la apropiación de símbolos ajenos y la banalización mercantil de la cultura popular son síntomas recurrentes de un problema identitario mayor. El mal recurso al arte de la paya será, inevitablemente, uno de los equívocos lamentables en las fiestas del fin de semana.
Un virus endémico genera cada septiembre en Chile una epidemia. Es una enfermedad altamente contagiosa, aunque relativamente breve, pese a que pulula durante todo el año con focos más o menos controlados e inocuos por aquí y por allá. Ataca centros neuronales de la memoria colectiva responsables del sentido de pertenencia, la identidad y la raigambre, y produce sordera en el oído del alma ante las voces del destino. La temperatura ideal de su apogeo se da con los arranques de «chilenidad».
Tal parece que no hay vacuna infalible, por más que se la ha buscado. La condena es aprender a convivir con el bicho, pero muchos no terminamos de habituarnos: cuesta tolerarlo cuando la televisión y los medios anuncian «concursos de payas», «maratón de payas», «escríbenos una paya», «tírate una paya», «las mejores payas dieciocheras», «¡ponte tu chupalla y mándanos tus payas!»; y así cumplen con la cuota de cultura nacional para las mentes ciudadanas, arrojada desde las pantallas y redes sociales a manera de engrudo para la cohesión social.
Es de chincol a jote. Recordemos, por ejemplo, los espasmos verbales de nuestro actual presidente en unas Fiestas Patrias pre 18-O, al inaugurar las fondas de la capital con su buen chamanto doñigüano a la manera del chaleco de La Chilindrina y sombrero de paño calado en un ángulo imposible:
«Por Dios que está lindo Santiago,
así da gusto, alcalde.
Se merece sin duda
Un gran halago.
[…] Quiero decirles, también,
que mucho’ árbol lindo hay en este parque,
pero en invierno siempre lo depre’an [sic]
pero no tienen nunca tanta fruta
como lo’ naranjo’ en La Moneda».
Esos son los tintes criollos que le da a su arenga poética; y hacia el final desnuda su verdadero «ingenio pícaro»:
«Y quisiera decirle, señor intendente,
que vamos a bailar hasta el suelo, [¿autoprofecía?]
pero no se asuste, porque esta vez
no le voy a cortar el pelo».
Y de ahí para abajo. Una diarrea verbal, en un lenguaje aséptico y obsecuente. A lo menos desde los años ochenta, gracias a programas como «¿Cuánto vale el Show?» y panelistas como Yolanda Montecinos, comienza a llamarse «espontaneidad y picardía del chileno», cuyos agentes infecciosos tienen nombres como Lalo Vilches, Pancho del Sur, El Monteaguilino, El Clavel…, que se ganaron la vida en la televisión, restaurantes, ferias costumbristas; grabando discos y casetes difundidos por las radios, incluso en festivales como los de Olmué y Viña. Vestidos con camisas a cuadritos, chupallas, ojotas, un pañito blanco a la cintura, una guitarra con un medio pulso acuecado y tonadejo, impostan la voz caricaturizando al campesino (aunque dicen ser su voz); y la falta de talento, de imaginación y de honestidad se consagran como virtud artística. Todo el mundo tiene derecho a trabajar, se dirá, y claro que sí, difícil no estar de acuerdo. ¿Pero qué dirían si ese derecho al trabajo en la práctica es una expropiación del derecho a ganarse la vida de los que sí tienen competencias en esa labor? ¿Acaso las obras de infraestructura se las entregan a la responsabilidad de los jornaleros en vez de a ingenieros y arquitectos? Bueno, aquí se construyen puentes como el Caucau y el Loncomilla; uno basculaba al revés y el otro valía más dinamitado que reparado. Hay cirujanos que olvidan las tijeras en el duodeno; rentistas que se hacen llamar capitalistas, y así, la lista es interminable.
La cultura de masas está en la orilla opuesta de la cultura popular, no son sinónimos; el individualismo es propio de la mentalidad de las masas, se gregariza, cada cual ve por sí mismo sin diferenciarse; la comunidad de lo popular, por otro lado, permite individuarse en una memoria común. Y lo peor del virus dieciechero es que se reproduce apropiándose de estructuras ajenas, en lo semántico, simbólico y significante. La masa se folcloriza, lo popular —muy por el contrario— ES folclor. El supermercado (perdón, el retailer) para estas fechas menudea toneladas de chupallas a un precio asequible para llegar a la oficina como el Huaso Clemente, mientras los gerentes lucen como Los Quincheros.
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«Pero si el pensamiento corrompe el lenguaje, el lenguaje también puede corromper el pensamiento. Un mal uso se puede difundir por tradición e imitación incluso entre personas que deberían saber y obrar mejor», es la famosa cita de George Orwell de un artículo de 1946. Y uno de los más grandes daños del sistema neoliberal —que entró por los poros, más que por la bota y el fusil— es la corrupción del lenguaje. La lengua, el habla, es lo que cohesiona a los seres humanos, y su riqueza y diversidad es lo que posibilita la construcción de coherencia y sentido. El lenguaje no pasa por nosotros, es al revés: nosotros pasamos por el lenguaje; cada palabra y enunciado tienen carga semántica, de significado, nos remiten a una memoria común y antigua a la vez que actual. Perder los enlaces simbólicos nos despoja de la memoria, una red como las de los bosques con el micelio gracias a los hongos que logran generar una micorriza, una internet que mantiene comunicada a todas las especies vegetales a su propio ritmo. Nuestro bosque del corazón está talado.
El vocablo «paya» tiene un origen incierto, nadie puede dar la última palabra al respecto, pero hay luces a considerar, porque la paya es algo vivo, se cultiva, tiene frutos y cultores con logros notables. En lo inmediato, refiere a un arte, a una techné, un conocimiento y práctica que se pueden aprender y heredar para construir algo con sentido y belleza, placer y disciplina. Es cantar componiendo y componer cantando. En diálogo por medio de diversas modalidades, y sus formas estróficas son la décima y la cuarteta, su música es tradicional, sus instrumentos: guitarrón y guitarra, también rabel e incluso arpa hoy en día. Es canto improvisado, con reglas claras: «Pa’ cantar de un improviso / se requiere buen talento, / memoria y entendimiento, / fuerza de gallo castizo», son las primeras líneas de las décimas autobiográficas de la Viola Chilensis; ahí está toda la poética de este asunto, y la recoge una madre primordial de los poetas.
«Paya» antes en Chile se escribía con doble ele, «palla». Se la ha hecho derivar del quichua paclla (campesino) y pallái (coger, recoger; pallakui sería recoger para sí, y pallaco, el mineral aprovechable que se recoge entre los escombros de una mina abandonada.); también en quichua palla corresponde entre los incas a «mujer de sangre real» (palla coya era la esposa principal del Inca). Pallares en Perú son también los frejoles. En aymara el número 2 se dice paya. Lugones hace derivar el término de la lengua provenzal con el significado de trova y tensión (de ahí las «tensones» o contrapuntos), aunque también payo es del español campesino rudo e ignorante, o un aldeano, y también tiene un uso similar en México; y remite también Lugones al portugués palhada que significa charla, paparrucha, y que forma el verbo palhetear, bromear. Corominas recoge una acepción interesante para la voz ‘pallar’: «‘improvisar coplas en controversia con otro cantor’, 1855, primitivamente ‘entresacar la parte más rica de los minerales’, 1637. Del quichua pállai ‘recoger del suelo, cosechar’. El cambio de significado se explica porque el pallador elige las palabras más apropiadas para su réplica, como el minero escoge la parte mejor del mineral».
Como vemos, no es fácil hallar el centro semántico para las palabras «paya» y «payador», la raíz original ha viajado muchísimo por la memoria, la fantasía y el uso, y se han enriquecido como Ulises en el viaje hacia Itaca. Y esto es prueba de lo vivo que entraña. Remite a los minerales valiosos, al alimento, a la matemática, al juego, al placer del habla, a la esposa del hijo del Sol, al campesino-aldeano. Todos estos sentidos están hoy presentes en el payador y en la paya, en el ciudadano que canta al improviso en diálogo y contrapunto encendiendo el fuego de la memoria colectiva: dolores y alegrías, historias y contingencias, lirismos y picardías… todo vale en el placer del canto con tus semejantes.
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En 2020 se produjo una inflexión. El embajador de Chile en Argentina, Nicolás Monckeberg Díaz, organizó vía telemática un encuentro de payadores Chile-Argentina. De allende los Andes, Cristián Méndez, joven payador de notable valía, y de nuestros lares… El Monteaguilino, como lo mejor de los valores criollos y de la paya en Chile. El resultado fue sin comentarios. Lo bueno es que esto derivó en un trabajo con la Subsecretaría de Patrimonio a cargo de Emilio de la Cerda, quien promueve un proyecto de ley sobre patrimonio que es para otra conversa.
Que Nicolás Monckeberg tenga una noción de la paya producto de una memoria identitaria bastardeada, no es novedad. El punto es que si el Estado promueve una política de salvaguardia donde se incluye la paya y el canto a lo poeta, suceda que un funcionario público gaste recursos y promueva algo que va en contra de la Convención Unesco (con rango constitucional) que busca proteger y no deformar lo que esa misma política dice cumplir. ¿El Estado sufre de esquizofrenia? Emilio de la Cerda tuvo que reconocerlo. Y esa incongruencia se origina en la falta de conexión con la memoria ciudadana. Así nació una actividad en redes sociales que se llama «En Defensa de la Paya», y que cualquiera puede visitar.
Con el retorno a la democracia, este país de a poco comenzó a recuperar su memoria social, sus raíces. No digamos que la Concertación ayudó mucho, pero los payadores ya venían conquistando escenarios autogestionados; la cueca ya no solo era el baile nacional por decreto, sino que también música y crónica/poesía, y los payadores decidieron improvisarla. ¿Cómo decir que lo que muchos llaman «paya», en realidad a veces era un «relance» (o «relauche» como lo recoge la Viola)? ¿O que lo que hacía Lalo Vilches y tantos más era una mala versión de una «cueca larga» en seguidillas? ¡Nooooo! Hubiese sido complejizar mucho el asunto para la gallada.
Quizás no valga la pena quejarse a cada rato de la bastardía de que muchos hacen gala y han transmitido a un pueblo con escasas herramientas discursivas, o tratando de llevar el pandero en las redes sociales para aleonar a las masas contra «el sistema» levantando el puño. Lo extraordinario es que la paya y los payadores han hecho crecer el arte y el público que los sigue, como La Décima Orquesta con una propuesta artística que marca huella con payadores como Ignacio Reyes, Luciano Fuentes, Américo Huerta; o los Payadores del Puerto y Los Tenores de la Paya con Paul Castán, Pancho Lewero, Eduardo Albornoz, Claudio Pérez-Martínez; o payadoras como María Antonieta Contreras y Emma Madariaga… Son muchísimos, desde adolescentes a veteranos con mil combates en el cuerpo.
Aún tenemos paya, señores. Y la patria lo sabe.