CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
Mientras Ortega endurece su control, Nicaragua se prepara para unas elecciones volátiles
22.06.2021
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CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
22.06.2021
Lleva casi 15 años de gobierno y puede reelegirse en noviembre. Por cómo reprime a la oposición y controla el sistema electoral, se teme que manipule la votación. “Después de las protestas de 2018, el régimen prohibió las marchas y fortaleció un sistema de inteligencia a nivel comunitario que emplea a simpatizantes locales, exconvictos e incluso a las personas que ayudan a estacionar los autos para recopilar información sobre los oponentes de Ortega”, escribe el autor. Hoy ninguna agrupación en la oposición pasa el 4% de apoyo. Para el autor eso se debe, en parte, a que los líderes sociales de las masivas protestas contra Ortega en 2018 fueron desplazados por políticos tradicionales y los nicaragüenses no les creen.
El autor es analista para América Central del International Crisis Group, con base en Guatemala. En este rol realiza un extenso trabajo de campo, produce análisis, y propone ideas de políticas públicas a los decisores nacionales e internacionales sobre temas relacionados con la violencia criminal, migración y la inestabilidad política en la región. Esta columna está basada en el artículo para World Politics Review: As Ortega Tightens His Grip, Nicaragua Braces for Volatile Elections.
Es difícil imaginar que hace tres años grandes manifestaciones contra el gobierno sacudieron Nicaragua y paralizaron al país antes de ser violentamente reprimidas. Actualmente, a pesar de la pandemia de COVID-19 y la falta de vacunas, Managua, la capital, vibra con actividad. Los centros comerciales están a reventar y las intersecciones están llenas de vendedores ambulantes y mendigos. La vida cotidiana parece haber vuelto a la normalidad. Las únicas cicatrices visibles de los disturbios de 2018 son algunos grafitis, aunque muchas de las consignas de protesta han sido tachadas con mensajes a favor del gobierno que proclaman: “El comandante se queda”, una referencia al presidente Daniel Ortega. La policía antidisturbios vigila el tráfico, claramente aburrida pero lista para sofocar cualquier indicio de protesta.
Con elecciones presidenciales y legislativas programadas para noviembre 2021, los próximos meses demostrarán si la actual calma es solo superficial. Debido a las reformas políticas que se detallaran luego, los nicaragüenses enfrentan la posibilidad de un gobierno vitalicio de Ortega y su esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo. Durante una visita reciente al país, escuché un comentario común entre los votantes nicaragüenses, que parecen resignados: “Se van a robar las elecciones”.
Ortega, quien cumplirá 76 años en noviembre, tiene un pasado revolucionario de lucha contra la dictadura de Anastasio Somoza que contradice su autoritarismo actual. Cuando era un joven rebelde marxista del Frente Sandinista de Liberación Nacional, pasó siete años en prisión bajo el régimen de Somoza antes de ayudar a derrocarlo en 1979, uno de los dos levantamientos armados exitosos que se han llevado a cabo en América Latina desde la Segunda Guerra Mundial. Luego lideró el gobierno sandinista mientras enfrentaba una guerra civil en contra de insurgentes respaldados por EE.UU. conocidos como los Contras, y ganó las primeras elecciones presidenciales posrevolucionarias del país en 1984. En 1990 no logró ser reelecto, pero volvió a ganar la presidencia en las elecciones de 2006 y ha permanecido en el poder desde entonces.
Este noviembre buscará su cuarto periodo presidencial consecutivo en unas elecciones empañadas por los recuerdos de la movilización y represión de 2018, cuando más de 300 personas, principalmente manifestantes, fueron asesinadas durante aproximadamente cinco meses de disturbios, muchas de ellas a manos de la policía y fuerzas parapoliciales. Desde entonces, Ortega ha perdido aliados internos y está cada vez más aislado internacionalmente. La consecuencia de las recientes acciones para consolidar su control sobre las autoridades electorales y bloquear a la oposición es que, a menos que haya un cambio de rumbo, las elecciones puedan ser percibidas como drásticamente manipuladas a su favor. Esto aumenta la posibilidad de que se produzca otra oleada de disturbios que aísle aún más al gobierno y empeore la ya grave situación económica y humanitaria de uno de los países más pobres de América Latina.
El gobierno de Ortega claramente no está dispuesto a ceder terreno a la oposición. Después de las protestas de 2018, el régimen prohibió las marchas y fortaleció un sistema de inteligencia a nivel comunitario que emplea a simpatizantes locales, exconvictos e incluso a las personas que ayudan a estacionar los autos para recopilar información sobre los oponentes de Ortega. Los opositores más activos son constantemente hostigados por las fuerzas de seguridad, quienes recientemente han empezado a detener a varios de los exponentes más representativos de los sectores de oposición. Prácticamente no ha habido manifestaciones antigubernamentales en los últimos años, y las discusiones políticas se han vuelto tabú incluso dentro de los hogares.
Durante el último año, el régimen promulgó una serie de leyes que prometen sancionar a quienes fueran considerados “agentes extranjeros” o “traidores de la patria”, incorporadas en una reciente reforma electoral, y otras medidas dirigidas a obstaculizar la participación de los partidos de oposición en las urnas, las cuales incluyen llenar el Consejo Supremo Electoral, el principal organismo electoral del país, con magistrados partidarios del gobierno. Los nuevos magistrados afiliados del gobierno, nombrados a principios de mayo, fijaron el 12 de mayo como fecha límite para el registro de alianzas políticas, lo que desencadenó un esfuerzo frenético pero finalmente infructuoso por parte de los dos principales bloques de la oposición, la Coalición Nacional y la Alianza Ciudadana, para crear un frente unido contra Ortega, con esta última registrando su propia alianza electoral.
El Consejo Electoral procedió después a anular las credenciales legales del Partido de Restauración Democrática, principal vehículo político de la Coalición Nacional. Al mismo tiempo, las autoridades judiciales iniciaron investigaciones sobre acusaciones de lavado de dinero contra más de 30 periodistas y empresarios, así como contra Cristiana Chamorro, la más popular de los aspirantes a la presidencia de la oposición e hija de la expresidenta Violeta Barrios de Chamorro, quien derrotó a Ortega en las elecciones de 1990. Después de que la Fiscalía General de la República emitiera un comunicado en el que le prohibía efectivamente a Chamorro a postularse para cualquier cargo público, fue puesta bajo arresto domiciliario. Desde entonces, otros cuatro precandidatos presidenciales de la oposición han sido detenidos por supuestamente haber buscado fomentar la injerencia extranjera en los asuntos políticos internos, un delito delineado en una de las leyes promulgadas por Ortega en 2020. Bajo la misma acusación, se ha detenido a otros conocidos opositores, incluyendo al expresidente del Consejo Supremo de la Empresa Privada (COSEP).
Ortega ha intentado interferir en el proceso electoral en otras ocasiones. Desde que reasumió la presidencia en 2007, varias elecciones municipales y nacionales se han visto empañadas por acusaciones de irregularidades, las cuales incluyen retirar las personerías jurídicas de algunos partidos de oposición y la presunta intromisión en el conteo de votos. En esas ocasiones, Ortega logró salir bien librado de las acusaciones gracias a su gran respaldo popular, sumado a un contundente crecimiento económico y a sus estrechas relaciones de trabajo con dos de los grupos más importantes del país: la Iglesia Católica y el sector privado.
Desde entonces, gran parte de este respaldo popular e institucional se ha desvanecido. Tras la represión de 2018, las empresas, el clero y un número cada vez mayor de nicaragüenses se han alejado del presidente, y hay mucho resentimiento entre quienes se oponen al gobierno, quienes no pueden expresar sus críticas sin exponer su seguridad. Solo un tercio de los nicaragüenses continúa apoyando a Ortega, según encuestas de opinión. Tres años consecutivos de contracción del PIB han provocado una profunda recesión económica, agravada el año pasado por la pandemia de COVID-19 y dos huracanes consecutivos.
Después de las protestas de 2018, el régimen prohibió las marchas y fortaleció un sistema de inteligencia a nivel comunitario que emplea a simpatizantes locales, exconvictos e incluso estacionadores de autos para recopilar información sobre los opositores de Ortega
Consciente de la vulnerabilidad de la economía y las dificultades de la población para sostenerse, el gobierno de Ortega evitó imponer bloqueos estrictos por el coronavirus y manejó los datos relacionados con la pandemia con gran hermetismo. El virus cobró la vida de varios sandinistas de alto rango, incluidos aliados cercanos de Ortega, reduciendo la envejecida cúpula del partido de gobierno en un momento en el que no hay un sucesor presidencial claro.
Aclamado, incluso por sus críticos, por su astucia política, Ortega todavía tiene una clara ventaja sobre sus rivales en las elecciones de noviembre, en las que enfrentará a una oposición débil y fragmentada que carece de respaldo popular. Aunque, en teoría, la oposición aún podría unirse en torno a la Alianza Ciudadana (utilizando su vehículo electoral, el partido Ciudadanos por la Libertad, o CxL), hasta ahora no ha logrado capitalizar el descontento público y conformar una alternativa convincente al gobierno. Los estudiantes y activistas de la sociedad civil que encabezaron las protestas hace tres años, fueron desplazados por reconocidas figuras políticas y empresariales (muchas de las cuales también son objeto de hostigamiento por parte de las fuerzas de seguridad). Estos líderes, sin embargo, atraen menos respaldo popular debido a la cercanía que se percibe tienen con el establecimiento político tradicional. Como resultado, los movimientos y partidos de oposición han obtenido unos resultados bastante malos en las encuestas de opinión recientes: ninguno atrae el apoyo de más del 4 por ciento de los nicaragüenses.
No obstante, como han demostrado las crisis recientes en otros países latinoamericanos como Honduras y Bolivia, unas elecciones controvertidas podrían sumir al país en una nueva conmoción. Si las elecciones fueran ampliamente percibidas como amañadas a favor de Ortega y los sandinistas, la población podría enfurecerse de nuevo, particularmente si las principales fuerzas de la oposición fueran capaces de unirse en torno a un candidato y que éste pueda efectivamente participar. Unas elecciones controvertidas también aislarían aún más a Ortega a nivel internacional, limitando cualquier oportunidad de recuperación económica y posiblemente contribuyendo al éxodo de nicaragüenses a la vecina Costa Rica, que ha recibido a la mayoría de las 100.000 personas que han huido del país desde 2018.
Como era de esperar, EE. UU., la Organización de los Estados Americanos y la UE han expresado su alarma, rechazando con firmeza la “contrarreforma” electoral de Ortega y reiterando su voluntad de presionar por elecciones justas. Más recientemente, EE. UU. ha incluido a cuatro funcionarios y aliados de Ortega en la primera ronda de sanciones de la administración Biden, mientras el Consejo Permanente de la OEA ha condenado la embestida en contra de opositores de Ortega en una resolución que obtuvo más votos que cualquier otra sobre Nicaragua hasta ahora. Sin embargo, estas críticas no pueden ocultar el hecho de que Nicaragua es tan solo uno de los problemas de una región conflictiva donde la agenda diplomática, particularmente de los EE. UU., debe ser reestructurada.
El presidente Joe Biden ha prometido reactivar sus relaciones con Centroamérica después de que Trump restringiera la cooperación a una agenda limitada y enfocada en la migración. Pero por ahora, Biden está preocupado principalmente por el aumento dramático de la llegada de migrantes por la frontera sur. Nicaragua ha recibido mucha menos atención que los tres países del Triángulo Norte (El Salvador, Guatemala y Honduras), los cuales son vistos como los protagonistas de la migración hacia el norte y para los que EE. UU. designó su propio enviado especial, Ricardo Zúñiga. Cuando le pregunté a un representante de la Alianza Cívica para la Justicia y la Democracia sobre el apoyo de la administración Biden en marzo, me respondió sarcásticamente: “¿Cuál administración Biden? No han aparecido todavía”.
La Casa Blanca tendrá que esforzarse por elaborar una estrategia que aborde los desafíos crónicos de Centroamérica en materia de gobernabilidad, desigualdad y seguridad, sin legitimar ni antagonizar con los líderes políticos de dudoso historial en materia de estado de derecho y corrupción. Declaraciones contundentes, sanciones selectivas y otras medidas punitivas, que tienden a ser los medios preferidos de Washington para ejercer presión, no han logrado el objetivo de corregir el comportamiento de los gobiernos centroamericanos. En el caso de Nicaragua, en lugar de provocar deserciones entre los leales sandinistas o generar concesiones, las sanciones que EE. UU. ha impuesto desde 2018 a 30 altos funcionarios han llevado al gobierno a atrincherarse, reforzar su retórica antiimperialista y frenar prácticamente todas las comunicaciones con sus socios occidentales.
Durante el último año, el régimen promulgó una serie de leyes que prometen sancionar a quienes fueran considerados “agentes extranjeros” o “traidores de la patria”, incorporadas en una reciente reforma electoral, y otras medidas dirigidas a obstaculizar la participación de los partidos de oposición en las urnas
Retirar las sanciones contra el gobierno de Nicaragua sería políticamente difícil para el gobierno de Biden, particularmente a la luz del apoyo bipartidista del que gozan en el Congreso y de la reciente escalada represiva. Sin embargo, abstenerse de imponer nuevas sanciones y ofrecer levantar algunas (al menos en privado) podría ayudar a persuadir a Ortega para que asegure unas condiciones electorales mínimamente justas. Tales concesiones deberían formar parte de una iniciativa más amplia para aumentar el compromiso diplomático con el fin de prevenir cualquier conflicto electoral. Incluir a Nicaragua en el mandato de Zúñiga también podría ser un primer paso útil para abrir nuevos canales de comunicación.
En un momento de gran tensión en Centroamérica, sería de interés tanto para Washington como para Managua explorar soluciones que aporten a la estabilidad regional y eviten que Nicaragua caiga en un mayor aislamiento.
Editado por Karina García Reyes
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