CIPER ACADÉMICO / ANÁLISIS POLÍTICO
Cambiar o morir: la crisis terminal de los partidos políticos chilenos
18.06.2021
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CIPER ACADÉMICO / ANÁLISIS POLÍTICO
18.06.2021
Las recientes elecciones mostraron que los partidos están en una “crisis mortal”, asegura el autor. ¿Por qué la profunda reforma que se hizo en 2016 no los sacó del atolladero? El texto sugiere que, aunque abordó temas importantes, esa reforma no consideró como problema el desarraigo de los partidos respecto de la ciudadanía. Si se quiere abordar su déficit de representatividad y su desajuste con la sociedad civil organizada, no solo hay que preocuparse de la autonomía y probidad de los partidos, sino dotarlos de “una importante dosis de permeabilidad”. Aquí explica cómo.
La idea de una democracia sin partidos no es nueva, por cierto. Es un tema de discusión obligado en casi toda América Latina, donde esas organizaciones han tendido (aunque con algunas notorias excepciones) a ser febles y muchas veces con bajos niveles de apoyo. Sin embargo, la evidencia de su necesidad para la democracia es prácticamente unánime. Como explican Levitsky y Cameron (2003) con Perú en la mente, los partidos son de las instituciones con menor credibilidad de América Latina, pero sin ellos la democracia es casi inconcebible.
Sin embargo, disminuir a los partidos al nivel de “mal necesario” es insuficiente. Si nos queremos tomar en serio su rol central en la democracia, habría que aceptar que éstos funcionan de otra manera en las democracias exitosas. La crisis del sistema de partidos que observamos en Chile no la trajeron las listas de independientes. Si hay que buscar culpables, parece que habría que poner el foco en los mismos partidos.
Hoy es difícil de creer, pero hace no mucho Chile era citado con frecuencia como un ejemplo de sistema de partidos consolidados y estables en América Latina (Mainwaring y Scully, 1995; Siavelis 2000; Zucco, 2015). Buena parte de esta percepción de estabilidad se basaba en una relativa baja volatilidad del voto (López y Baeza, 2013). Sin embargo, por lo menos desde mediados de los 2000, surgieron voces que cuestionaron esta supuesta fortaleza. En particular, la estabilidad electoral y la consolidación institucional parecían contrastar con una baja y decreciente penetración social y niveles de identificación (Luna y Rosenblatt, 2012). Este periodo también coincidió con importantes movilizaciones sociales, como las de los movimientos estudiantiles, que hicieron replantearse varias medidas normativas del sistema de partidos (Siavelis, 2016) y la institucionalidad política. Por ejemplo, a finales de 2014 se legisló el fin del binominal, que hasta ese momento había evitado, «una evolución dinámica y una renovación moderada del sistema de partidos» (Altman y Luna, 2015, p. 219); y en 2016 se implementó una nueva ley para regular a estos colectivos.
Sin embargo, lejos de revertirse la tendencia de desapego con estas organizaciones, el fenómeno se agudizó. Entre julio de 2014 y diciembre de 2019 la confianza en los partidos disminuyó de un 6% a un paupérrimo 2% (CEP, 2014;2019). Y, lo que tal vez es aún más complejo, la identificación con cualquiera de los colectivos políticos cayó de forma notoria. Mientras en 2014 el 66% de los encuestados no se identificaba con ningún partido, para 2019 ese porcentaje había escalado a 78%.
En definitiva, si bien las reformas políticas y electorales tuvieron efectos sobre la composición del legislativo, que, luego de las elecciones de 2017, mostró un poco más de diversidad política con la llegada de nuevos colectivos, a grandes rasgos se mantuvo la combinación de niveles altos de estabilidad electoral y desarraigo social.
La reforma al sistema de partidos de 2016 fue insuficiente porque no buscó revertir la tendencia al desarraigo de estas organizaciones. El exceso énfasis institucionalista evitó abrir la puerta a la discusión más relevante: su capacidad de agregación de demandas sociales
De hecho, apenas 26 de los 155 diputados y tres de los 43 senadores no provenían de los principales conglomerados de los últimos 30 años. Pese a la advertencia de algunos sobre que este sería un congreso más fragmentado, lo cierto es que si esto ocurrió se debía más a una creciente indisciplina dentro de los colectivos y coaliciones tradicionales que al cambio marginal en la composición de las dos cámaras.
Por otro lado, las colectividades que emergieron tampoco mostraron un enraizamiento social capaz de revertir la tendencia descrita y, en ocasiones, incluso mostraban menos penetración social que sus contrapartes tradicionales. Que el masivo estallido social del 2019 tuviera como una de sus principales características un fuerte sentido anti partido, por lo mismo, no debería sorprender.
Las recientes elecciones del 15 y 16 de mayo terminaron de hacer patente lo que, en realidad, hace rato era evidente para todo el que quisiera verlo: la crisis mortal del sistema de partidos chilenos. No es solo que los candidatos independientes se impusieron claramente en la Convención Constitucional, donde 103 de sus 155 integrantes no tienen militancia política, sino que también tuvieron un desempeño contundente en las elecciones de alcaldes, en las que el número de alcaldes independientes pasó de 52 a 105.
Frente a estos resultados, la pregunta que ha invadido los foros de discusión ya no es cuáles son las reformas que les permitirían a los partidos subsanar su falta de inserción social, sino si es posible hacerlo. Algunos concluyen que habrá que resignarse a la despartidización de la política nacional y conformarse con listas de independientes que se agrupen coyunturalmente para cada elección.
Antes de discutir qué reformas podrían funcionar, es útil indagar por qué la reforma de partidos del 2016 fue insuficiente.
Marcada por el destape del financiamiento irregular e ilegal de la política, esa reforma se enfocó en cómo regular mejor a los partidos. Implicó cuatro grandes cambios.
Se los obliga a:
La reforma del 2016 estuvo marcada por dos ideas fuerza: una preocupación por la autonomía de los partidos ante los intereses económicos; y el reforzamiento del control de los militantes sobre las decisiones partidarias.
Sin embargo, el resultado de la reforma respecto a sus objetivos implícitos es discutible. Por un lado, efectivamente los partidos cambiaron su forma de financiarse; y colectivos que históricamente no habían seguido el principio de un militante un voto (como la Unión Demócrata Independiente y el Partido Comunista), lo hicieron por primera vez. Pero es menos claro que las colectividades tengan hoy autonomía de intereses económicos o hayan evitado la captura por parte de una elite partidaria.
Sin embargo, sostengo que esta reforma fue insuficiente, sobre todo, porque no buscó revertir la tendencia al desarraigo. No es solo que, como muestran los sondeos públicos, el proceso de desidentificación con los partidos ha seguido, sino que además el exceso énfasis institucionalista evitó abrir la puerta a la discusión más relevante sobre el futuro de estas organizaciones en Chile: su capacidad de agregación de demandas sociales.
Detrás de esta diferencia en énfasis está la definición misma de lo que constituye un partido. Como explican Piñeiro y Rosenblatt (2020), ha existido una tendencia a concebir la institucionalización partidaria como un mero asunto de “estabilidad”, sin considerar la vital capacidad de estos conglomerados a adaptarse y responder a los cambios sociales, incorporando las demandas que emanan desde la sociedad.
En este sentido, la estabilidad del sistema de partidos puede ser síntoma de dos fenómenos radicalmente opuestos: puede ser el resultado de colectividades exitosas en reflejar las demandas sociales, de modo que los votantes se sientan plenamente representados; o ser el resultado de fallas en los mecanismos de institucionalización que terminan excluyendo a los eventuales desafiantes de los partidos. Bajo esta luz, la irrupción de las listas de independientes le da un giro a la discusión, al forzarnos a repensar qué es un partido.
Siguiendo a Luna et al. (2020) es posible distinguir una definición mínima de partidos como una agrupación de candidatos que se coordinan para ganar elecciones. En este sentido mínimo, una lista de independientes sería un (proto)partido, pero, de forma significativa, varios de los conglomerados que hay nuestro sistema institucional no difieren de forma sustantiva con esta definición mínima. Más allá del número de fichas firmadas ante notario y presentadas al Servicio Electoral, son marcas vacías de liderazgos coordinados, a veces clientelares, que se organizan para desafíos electorales, con poco más que eso.
El problema con estos instrumentos electorales es que no adquieren capacidad real de representación, más allá que satisfagan mecánicamente los requisitos del sistema electoral (los sistemas electorales obligan a algún nivel de coordinación de candidatos y alguien siempre gana las elecciones).
Un punto central es que los partidos como meros instrumentos electorales no resuelven los problemas de mediación política. En otras palabras, la coordinación electoral es un elemento necesario, pero no suficiente para el funcionamiento democrático. De este modo, como explican Luna et al. (2020), los partidos en sentido pleno, vale decir, los que cumplen un rol necesario para la representación política, son los que combinan coordinación horizontal electoral entre candidatos, coordinación entre elecciones (en gobierno u oposición) y, sobre todo, tienen la capacidad de generar agregación vertical de intereses colectivos en la sociedad.
Visto de este modo, las reformas del 2016 tuvieron un fuerte énfasis en asegurar la correcta coordinación horizontal de los candidatos y militantes, evitando capturas por intereses económicos y elites partidarias (con éxito discutible), pero poco o ningún elemento que se hiciera cargo de la dimensión representativa de los partidos. Un énfasis en la agregación vertical de intereses sociales significaría pensar a estos colectivos como expresión de la sociedad civil organizada y no como meros instrumentos electorales. Su incapacidad de generar espacios para la sociedad civil organizada ha implicado que esta solo se ha podido expresar baipaseando a los partidos. Por otro lado, una lista de independientes que se coordina entre elecciones y que es capaz de generar agregación vertical programática y de intereses, más allá del nombre que se le ponga, es un partido de pleno derecho, mucho más que una organización con cascara partidaria.
Pensar en reformas institucionales que fomenten la consolidación de partidos representativos no es simple porque, entre otras cosas, estos debiesen ser expresión de la sociedad organizada y, por lo mismo, no puede ser creados por decreto. Sin embargo, hay algunas cosas que desde las normas actuales se podrían hacer para fomentar este objetivo, en lugar de conformarse con que se consoliden como instrumentos electorales. Reconocer su déficit de representatividad y su desajuste con la sociedad civil organizada implica que un principio básico para su reglamentación debiese ser, junto con cuidar su autonomía y probidad, dotar al sistema de partidos de una importante dosis de permeabilidad.
En particular, propongo tres áreas en las que se podría plasmar este principio de permeabilidad y que profundizaré en las próximas columnas: barreras a la entrada, formas diversas de militancia y desarrollo cultural e ideológico.
El primer tema, las barreras a la entrada, es el que más ha aparecido en la palestra. Periódicamente, antes de las elecciones, se escucha de diversos candidatos en esfuerzos maratónicos para juntar las firmas necesarias que permiten candidatearse y formar colectividades que puedan competir en listas (para las elecciones legislativas y de concejales). En general, hay poca discusión de si ese mecanismo es el más adecuado para determinar qué organización “merece” llevar el nombre de partido.
En particular, la idea de “proteger” al votante de un exceso de alternativas es un argumento que no solo contradice los principios de la democracia liberal, sino que, en la práctica, desincentiva la institucionalización de organizaciones que pueden canalizar demandas sociales. Así, por ejemplo, el fenómeno de los independientes se ha vuelto foco central del debate público porque en las últimas elecciones tuvo una expresión nacional y, por cierto, santiaguina. Sin embargo, hace mucho que en la regiones extremas del país, tanto en el Sur como el Norte, campean las candidaturas “independientes”. En realidad, en muchos casos se trata de movimientos regionales que nuestra legislación, que no reconoce la existencia de partidos regionales, empuja a funcionar por fuera de la institucionalidad. En definitiva, la pregunta es si nuestro sistema posee la holgura en términos de legitimidad social para excluir a expresiones de la sociedad organizada que deseen institucionalizarse, para que el voto sea más corto.
La idea de “proteger” al votante de un exceso de alternativas es un argumento que no solo contradice los principios de la democracia liberal, sino que, en la práctica, desincentiva la institucionalización de organizaciones que pueden canalizar demandas sociales
Pregunta distinta, por cierto, es el mecanismo electoral y los umbrales de votos que se definan para poder tener representantes en el legislativo. Este umbral debiese ser la herramienta para desincentivar el peligro de una excesiva fragmentación, no las reglas burocráticas para formar colectividades. Existen varios ejemplos en el mundo en que se conjuga bajas barreras burocráticas con estrictos umbrales en el sistema electoral. Por ejemplo, en Suecia, para formar un partido solo se requiere establecer una organización sin fines de lucro. Ni siquiera se requiere registrarla, sino que los suecos, al momento de votar, tienen una papeleta adicional en blanco en la que pueden poner el nombre de cualquier partido. Sin llegar a este extremo, el concepto básico de que es el votante y no los trámites burocráticos los que debiesen decidir qué organización merecen existir es algo que permitiría inyectar una importante dosis de legitimidad al sistema. Visto de ese modo, la pregunta sobre las listas de independientes se vuelve un tanto baladí. Siempre y cuando estas listas generen una institucionalidad que exista más allá de las elecciones, los requisitos burocráticos adicionales son secundarios. Es posible, por ejemplo, que para poder competir en listas se replique la exigencia de firmas de la Convención, junto con la conformación de una entidad legal (sin fines de lucro) en la que recaiga su coordinación entre elecciones. Si a eso se le pone el rotulo de “partido” o no, es más bien un asunto de marketing. De hecho, ya tenemos organizaciones que incluyen el rotulo de “independientes” (como la Unión Demócrata Independiente y el Partido Regionalista Independiente). Sobre los partidos regionales, es posible legalizar la existencia de estos y permitirles competir como tales para las elecciones locales, dándoles la posibilidad de federarse para presentar candidaturas nacionales (presidenciales o legislativas).
Un segundo elemento para incorporar el principio de permeabilidad es reconocer las distintas formas de militancia, más allá de la inscripción de ficha de militante. Prácticamente todas las colectividades socialdemócratas de Europa tienen sindicatos afiliados a estos. Muchos ciudadanos, sin firmar por estos partidos, terminan incidiendo en las discusiones programáticas, elección de directiva, y selección de candidatos, a través de sus sindicatos. En América Latina el ejemplo más citado es el del Frente Amplio uruguayo y sus formas diversas de participaciones desde partidos y organizaciones de base. Algo similar ocurre con el MAS en Bolivia. Una de las cosas que se demostró con fuerza luego del resultado electoral de la Convención es la existencia de una diversidad de colectivos, movimientos y causas sociales en las que “militan” importantes liderazgos locales. Repensar los partidos implica reconocer estas formas diversas de militancia, más allá del nombre formal que se le entregue. En este sentido, la lógica exclusiva de “un militante un voto” y otros aspectos normativos de la actual ley de partidos, que obligan a una serie de estructuras de organización interna, pueden tener el efecto contrario al deseado. Una militancia atomizada, sin estructuras de organización, puede volverse mucho más manejable para las elites partidarias. En definitiva, en lugar de ser un chaleco de fuerza a la innovación en formas de organización, la ley debiese dar suficiente flexibilidad para reconocer formas de militancia del siglo XXI (y algunas del siglo XX, como las sindicales).
Por último, la ley de partidos les entregó a estos los recursos y la misión de generar discusión programática, ideológica y de formación política, con la opción de crear una organización sin fines de lucro a cargo de estas tareas. Si bien una parte del esfuerzo debe estar alojado en estos, la necesidad de volverlos más permeables también implica que estos cedan parte de su control sobre estos debates. Siguiendo el modelo alemán, sería posible imaginarse organizaciones de la sociedad civil, a cargo de esta función, que reciban parte de estos recursos. Organizaciones con vínculos ideológicos con los respectivos partidos, pero con una importante dosis de autonomía tanto financiera como organizacional de estos y sus inevitables presiones electoralistas.
En los próximos meses el país se verá envuelto en varios debates que tendrán como epicentro la Convención Constitucional. Más allá del texto constitucional que emerja, es una posibilidad única para dotar de legitimidad nuestro ordenamiento institucional. En las siguientes columnas voy a exponer algunas ideas para fomentar partidos que estén en sintonía con un proyecto democrático participativo, socialmente legítimo y coherente con una sociedad chilena distinta a la que se veía reflejada en los partidos de la transición democrática. Lo hago desde una posición que sé que hoy es tremendamente impopular, como la de defender la existencia de partidos políticos.
Lo hago también reconociendo que las propuestas expuestas pueden no dar resultado, y que el camino andado de desarraigo institucional puede no tener vuelta atrás. Sin embargo, las propuestas que presentaré se hacen en un contexto que me da cierta esperanza de que puedan ser más efectivas de lo que han sido intentos previos. El proceso constituyente que comenzamos y la composición de la Convención Constitucional pueden ser una oportunidad única en nuestra historia republicana para discutir qué tipos de partidos queremos. Por un lado, hay una presión mucho menor de parte de los partidos incumbentes para delimitar los márgenes de la discusión. Por otro lado, la Convención se parece a Chile como ningún otro espacio representativo y, por lo mismo, tiene el potencial de dar este paso con una legitimidad mucho mayor. Antes de tirar la toalla con los partidos, valdría la pena al menos hacer el intento.
Fuentes, C. S. (2017). Las nuevas reglas del juego político en Chile. Partidos, campanas, probidad. Fundación F. Ebert.
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Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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