CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
Colombia: derecho a la protesta y violencia policial
12.05.2021
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CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
12.05.2021
“Si el gobierno colombiano tiene pruebas sólidas de que las protestas están siendo orquestadas por terroristas, que presente las pruebas. De lo contrario, es comprensible que los colombianos respetuosos de la ley pierdan la paciencia con sus líderes”. Ese es el tuit del senador norteamericano Patrick Leahy quien, como muchos, se manifiesta choqueado frente a la violencia policial que ha desplegado el gobierno de Iván Duque. La politóloga Lucía Tiscornia también está consternada. Sobre todo por la apelación constante a que Colombia se enfrenta a “enemigos del estado”. Tiscornia ha investigado cómo el apoyo ciudadano y político a la “mano dura” perpetúa las prácticas violentas. Cree que el discurso del gobierno hará que el conflicto escale y aumenten los heridos, muertos y el desprestigio de las instituciones.
Más de 80 mil personas se han manifestado en las calles en distintas ciudades de Colombia, desde el pasado 28 de abril. La movilización surgió como rechazo a una propuesta de reforma tributaria impulsada por el Presidente Iván Duque para paliar los efectos económicos de la pandemia. La propuesta fue vista como insuficiente para lidiar con la profunda crisis económica que ha agravado los niveles de desempleo e informalidad, y que ha puesto a más del 40% de los colombianos en situación de pobreza, según datos oficiales. El gobierno respondió a las protestas con altos niveles de represión por parte de la policía dejando al 5 de mayo al menos 35 muertos y más de 1.000 heridos, y 133 desaparecidos.
La protesta —uno de los mecanismos legítimos de expresión de las ideas en democracia— representa una clara demanda por inclusión. La reacción del gobierno da cuenta de una dificultad para responder a esta demanda y canalizarla de forma no violenta. A pesar de que el uso de la fuerza policial está regulado, prima la retórica de los “enemigos del orden.” Este discurso moviliza percepciones que justifican el uso arbitrario de la fuerza y conduce a deslegitimar a la policía y a menoscabar intentos de reforma futura.
En democracia, la policía es una herramienta clave para la legitimidad del estado de derecho. En la medida que es la encargada de aplicar la ley para gestionar los conflictos sociales, necesita de los ciudadanos para obtener información que le permita mediar disputas, resolver crímenes y mantener el orden. Diversos estudios han mostrado que existe una relación entre el trato de la policía y las percepciones de eficacia y legitimidad. Específicamente, cuando las personas perciben que son tratadas de manera justa por la policía—y no cuando le temen—tienden también a verla como legítima[1]. Por el contrario, cuando la policía se comporta de manera violenta, o cuando usa acciones que son percibidas como excesivas, genera desconfianza y menoscaba su legitimidad.
Las policías actúan de manera violenta por diversas razones; una de ellas está vinculada a la persistencia de lógicas de acción basadas en la dinámica de la guerra y en la percepción de que existen “enemigos del orden social.” Estas lógicas no se erradican por el mero paso de la guerra a la paz, o del autoritarismo a la democracia, requieren de cambios en el entrenamiento, y en los modos de organización policial[2].
De un modo igualmente fundamental, el cambio de lógica operativa requiere un cambio discursivo por parte de quienes comandan y supervisan el accionar policial: usualmente presidentes, ministros del interior, y jefes de policía. Si las autoridades de turno entienden que la política de seguridad pública se sustenta en la guerra contra “otros”, difícilmente podemos esperar cambios significativos en el comportamiento policial.
Ante las reacciones en contra de la violencia policial, el gobierno Colombiano argumentó que existen vándalos y terroristas que buscan desestabilizar la convivencia, frente a los cuales hay que ser “implacables.” La respuesta del gobierno plantea una falsa dicotomía entre el derecho a la libre expresión y la seguridad. Para ello, criminaliza la protesta y glorifica el uso excesivo de la fuerza como forma de “proteger a las personas de bien.”
Cuando las personas perciben que son tratadas de manera justa por la policía, y no cuando le temen, tienden también a verla como legítima
Bajo esta misma lógica, el Presidente decide involucrar a las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública para hacer frente a “organizaciones criminales” que alega estarían detrás de las manifestaciones. El uso de militares para tareas de seguridad pública es problemático. En general, los militares no reciben entrenamiento para este tipo de tareas. Desde el punto de vista simbólico, la presencia de militares contribuye a reforzar la imagen de estado de guerra y la lógica del enemigo; lejos de reducir el conflicto puede empeorarlo.
Además, el uso de los militares envía una clara señal escalatoria: no hay otra organización del aparato de seguridad con más capacidad para el ejercicio de la violencia física, una vez que llegamos a ese punto, ¿qué nos queda? Investigaciones existentes muestran que la presencia de militares en seguridad pública está asociada con un aumento en las violaciones de derechos.[3] El accionar del gobierno colombiano se enmarca en la ola de políticas de seguridad punitivas que predomina en América Latina y que estimula el uso de la fuerza como primer recurso, no como última opción.[4]
La Constitución colombiana establece el derecho a la libre expresión de las ideas sin capacidad de censura en el Capítulo 1 (art 20). En democracia, la protesta social funciona tanto para hacer ejercicio de la libre expresión de las ideas, como para comunicar información a los gobiernos con el fin de influir en sus decisiones; es un mecanismo legítimo de expresión del pensamiento. El aparato de seguridad, en particular la policía porque tiene dentro de sus funciones garantizar el orden dentro del territorio, tiene la obligación de garantizar tanto la protección de la propiedad como el derecho a manifestarse en espacios públicos.
El comportamiento de la policía colombiana es regulado por la Ley 1801 de 2016, que establece el Código Nacional de Seguridad y Convivencia Ciudadana. Una serie de artículos dentro de la ley hace referencia específica a conductas que ameritan la intervención policial y establecen las formas adecuadas de intervención. En particular, el artículo 27 establece que las confrontaciones violentas constituyen “comportamientos que ponen en riesgo la vida e integridad” y que la “mediación policial” es el medio adecuado para intentar su resolución. Dentro de la misma ley se establecen los principios que rigen el accionar policial. El artículo 8, numeral 12, establece la proporcionalidad y razonabilidad en el accionar policial, lo que implica “procurar que la afectación de derechos y libertades no sea superior al beneficio perseguido y evitar todo exceso innecesario.” El numeral 13 establece el principio de necesidad, bajo el cual “Las autoridades de Policía solo podrán adoptar los medios y medidas rigurosamente necesarias e idóneas para la preservación y restablecimiento del orden público cuando la aplicación de otros mecanismos de protección, restauración, educación o de prevención resulte ineficaz para alcanzar el fin propuesto.” Asimismo, los numerales 3 y 5 del artículo 10 establecen que es deber de la policía “Prevenir [que es distinto a reprimir] situaciones y comportamientos que ponen en riesgo la convivencia” y “Promover los mecanismos alternativos de resolución de conflictos como vía de solución de desacuerdos (…), y propiciar el diálogo y los acuerdos en aras de la convivencia.”
En otras palabras, la respuesta policial debe ser proporcional a la acción que la genera, y el uso de la fuerza es el último recurso. Esto contrasta con videos que muestran a Marcelo Agredo, un manifestante de 17 años que pateó una moto de policía y recibió como respuesta un balazo que terminó con su vida.
A pesar de que la ley establece claramente cuál debe ser el modo de operar policial (y de que las sanciones que se deben aplicar son en su mayoría multas) las acciones impulsadas por el gobierno no se condicen con lo que establece la ley. La criminalización de la protesta y la retórica del enemigo operan para generar percepciones de riesgo y justificar el uso de la violencia desmedida, sin tener en cuenta el principio de proporcionalidad o el derecho al debido proceso.
Una de las grandes fallas de las democracias contemporáneas es la persistencia de formas autoritarias de control social que operan de forma distinta, usualmente en función de categorías de clase y raza
El peso de la evidencia demuestra que la gran mayoría de las protestas en Colombia han sido pacíficas y que no hay organizaciones criminales detrás de ellas. También existe amplia evidencia, más allá de Colombia, de que la protesta social masiva es una respuesta espontánea ante la falta de solución a problemas sociales concretos.[5]
Pero más fundamentalmente, en un contexto democrático no se trata de que algunas personas merezcan la protección del estado y otras no. Existen categorías de crímenes, o en todo caso conductas criminales. Es decir, las personas no están en violación de la ley debido a quienes son (“terroristas”, “vándalos”). La responsabilidad de un gobierno democrático es garantizar el debido proceso, y no decidir de antemano la culpabilidad con base en quién es el que se manifiesta.
Una de las grandes fallas de las democracias contemporáneas es la persistencia de formas autoritarias de control social que operan de forma distinta, usualmente en función de categorías de clase y raza[6]. A pesar de la existencia del principio de igualdad ante la ley, la acción policial no se distribuye de igual manera en el territorio y todos los ciudadanos no reciben el mismo trato. Aunado a la retórica de los enemigos, este comportamiento contribuye a consolidar la desigualdad, poniéndose de manifiesto en reacciones violentas de los grupos sociales más poderosos que ven al paro como una amenaza a sus privilegios y que no son igualmente condenados por la administración de Duque.
Los gobiernos tienen un rol clave en el accionar policial porque autorizan el uso de la fuerza. Caracterizar a los manifestantes como “enemigos” no solo distorsiona la realidad, sino que crea las condiciones para que el uso de la fuerza se aplique de forma desmedida. Si el uso de la fuerza se sustenta en discursos de guerra, no es sorprendente que el resultado sea mayor violencia. Si ésta sigue siendo la lógica operativa, es improbable que los llamados al diálogo sean efectivos y que se reduzca la violencia. La consecuencia más inmediata es la escalación del conflicto, y el aumento de los heridos y los muertos. La consecuencia de más largo plazo es la profundización de las desigualdades, la deslegitimación de la policía y las limitadas posibilidades de instalar un proceso de reforma profunda y significativa.
[1] Ver por ejemplo, Tom Tyler: Why People Obey the Law, Princeton University Press 2006.
[2] Ver Peter Kraska (2007) “Militarization and Policing”
[3] Para una síntesis de diversos estudios ver: Gustavo Flores Macías y Jessica Zarkin (2021) “Militarization and Perceptions of Law Enforcement in the Developing World”
[4] Ver por ejemplo: Gustavo Flores Macías y Jessica Zarkin (2019) “The Militarization of Law Enforcement: Evidence from Latin America.”
[5] Este es el caso en países tan diversos como Sudáfrica y Chile
[6] Sobre este punto ver por ejemplo, Yanilda González: Authoritarian Police in Democracy, Cambridge University Press 2021.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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