CIPER ACADÉMICO / ANÁLISIS
Derechos para los animales (no humanos): una defensa
13.03.2021
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CIPER ACADÉMICO / ANÁLISIS
13.03.2021
La ley chilena entiende a los animales como cosas y, eventualmente, como propiedad de alguien. Regulaciones recientes avanzan sobre eso y los definen como seres vivos, sintientes, a quienes hay que proteger de “sufrimientos innecesarios”. ¿Es posible dar otro paso y – como proponen algunos movimientos animalistas-, reconocerles derechos en la misma medida que los tiene usted? El autor analiza los argumentos que se oponen a esa idea en un interesante viaje que también explora lo que nuestra legislación entiende por ser humano. Propone, entre otras cosas, superar la dicotomía persona/cosa y sugiere mecanismos de representación (tipo defensorías) para hacer efectivos los derechos que eventualmente se reconozcan.
El autor es miembro del Comité Científico de la Revista Latinoamericana de Derechos de la Naturaleza y de los Animales (Salvador de Bahía), así como del Comité Editorial de la Revista Chilena de Derecho Animal. Ha impartido los talleres de investigación “Los animales (no humanos) como sujetos de derecho” (2016) y “Modelos comparados de criminalización del maltrato de animal(es)” (2020) en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, y forma parte del cuerpo docente del Diploma en Ética, Protección y Legislación Animal de la Facultad de Ciencias Veterinarias y Pecuarias de la misma universidad. Su artículo “Animalhood, interests, and rights” ha aparecido recientemente publicado en el Journal of Human Rights and the Environment.
Transparencia: El autor no trabaja para, ni recibe financiamiento de compañía u organización alguna que pudiera beneficiarse de la publicación de este artículo.
La pregunta de si los animales no humanos pueden tener derechos parece estar dejando de ser objeto de mera especulación filosófica, o tal vez de preocupación hipster, para convertirse en un tema de interés crecientemente amplio[1]. Esto se muestra en la expectativa que muchas organizaciones “animalistas” tienen puesta en el inminente proceso constituyente como una oportunidad para transformar el estatus jurídico que hoy exhibe todo animal que no tiene el privilegio de pertenecer a la especie del homo sapiens[2].
Pero la idea de que animales no pertenecientes a nuestra especie pudieran ser titulares de derechos, en los mismos términos en que Ud. y yo, parece desafiar intuiciones asentadas en lo que a veces llamamos “sentido común”.
El propósito de esta columna es poner algo de presión argumentativa sobre ese conjunto de intuiciones. Más específicamente, me interesa analizar cuatro afirmaciones usualmente esgrimidas por quienes buscan defender esas intuiciones, intentando mostrar que los argumentos que supuestamente las respaldan o bien descansan en confusiones o bien representan falacias.
Esas afirmaciones apuntan, respectivamente, al hecho de que la ley vigente otorga a los animales no humanos el estatus de cosas (1); a la idea de que para ser titulares de derechos los animales no humanos tendrían que ser reconocidos como personas, y esto sería absurdo (2); a la idea de que solo podría ser titular de derechos quien puede ser sujeto de deberes (3); y la idea de para poder ser titular de derechos sería necesario ser capaz de ejercerlos (4).
Con ello, mi objetivo es hacer algo más inestable la tranquilidad con la que muchos de nosotros seguimos contribuyendo a la pervivencia de ciertas prácticas, que van desde variadas actividades tradicionalmente calificadas como deportivas hasta la “producción” de carne animal para el consumo humano, las cuales tendrían que verse dramáticamente puestas en cuestión si advirtiéramos que las mismas razones en las que se sustentan varios de los derechos individuales que los seres humanos nos reconocemos habla a favor de reconocer algunos de esos derechos a animales que no pertenecen a nuestra especie.
(1) “Los animales no humanos no pueden ser titulares de derechos, porque el Código Civil declara que son cosas”
La tradición jurídica de Occidente asume que todos los objetos particulares que existen en el tiempo y el espacio admitirían ser clasificados bajo la distinción entre personas y cosas. Esto quiere decir que las categorías de persona y cosa son entendidas como mutuamente excluyentes y conjuntamente exhaustivas, dando lugar a una aparente dicotomía: si X es un objeto particular que existe en el tiempo y el espacio, entonces jurídicamente X sería o bien una persona o bien una cosa[3]. Desde el punto de vista de esa misma tradición jurídica, ser persona consiste, mínimamente, en ser sujeto de derechos; lo distintivo de una cosa, en cambio, es que ella pueda ser, eventualmente, objeto de uno o más de derechos.
Tal como lo declara nuestro Código Civil desde su entrada en vigor en 1857, son personas naturales “todos los individuos de la especie humana” (art. 55), desde su nacimiento (art. 74) y hasta su muerte (art. 78). Si se asume que el Código Civil fija, de este modo, una definición del concepto (legal) de persona natural, entonces podemos decir que, de acuerdo con la ley chilena, para ser una persona natural es necesario y suficiente ser un individuo nacido, y todavía vivo, de la especie humana.
Esto parece consistente con que, el mismo Código Civil declare, también desde su entrada en vigencia, que “los animales” —expresión que la ley emplea como si los humanos no lo fuéramos— son cosas, y más precisamente: cosas muebles, esto es, cosas “que pueden transportarse de un lugar a otro”, y todavía más precisamente: cosas “semovientes” en cuanto capaces de moverse “ellas a así mismas” (art. 567). Esto quiere decir que, según el Código Civil, los animales no humanos serían cosas animadas.
Que el estatus jurídico de todo animal no humano sea el de una cosa, parecería ser suficiente para concluir que, en términos legales, los animales no humanos de hecho no son titulares de derechos. ¿Tiene esto alguna importancia para el debate acerca de si los animales no humanos deberían ser reconocidos como titulares de determinados derechos? La respuesta es negativa.
Aunque en los márgenes cabría discutir al respecto[4], parece claro que transformar el estatus jurídico de algún subconjunto de animales no humanos, de manera tal que estos pasen a ser titulares de derechos, supondría suprimir o modificar la declaración legal que les atribuye el estatus de cosas.
Pero es obvio que esta constatación no puede ser esgrimida como una razón para oponerse a esa misma transformación. Para advertir por qué, puede ser útil valernos de una analogía. El mismo Código Civil nos dice hoy que el matrimonio es un contrato celebrado entre un hombre y una mujer (art. 102). ¿Es esto una razón para rechazar la posibilidad de que, a través de una modificación legislativa, se dé reconocimiento jurídico a matrimonios entre personas de un mismo sexo? Es claro que la respuesta es negativa: para que sea jurídicamente válida una unión matrimonial entre personas de un mismo sexo, bastaría con modificar la definición legal de “matrimonio” actualmente establecida en el Código Civil.
Para volver a nuestro problema: quien pretende esgrimir el hecho de que, actualmente, la ley atribuya el estatus de cosa a los animales no humanos como una razón para que la ley siga siendo así en el futuro incurre en una falacia. Esta consiste en confundir una constatación de lege lata (esto es, acerca de cómo es la ley) con un argumento de lege ferenda (esto es, acerca de cómo debería ser la ley). Quien incurre en esa confusión difícilmente podrá explicar, por ejemplo, que en las últimas décadas varias legislaciones europeas hayan explícitamente abandonado su previa categorización de los animales no humanos como cosas, con independencia de cuán incierto o controvertido pueda ser el estatus jurídico que esas mismas legislaciones actualmente les confieren[5].
(2) “Los animales no humanos no pueden ser titulares de derechos, porque no pueden ser personas”
En contra de la conclusión de que, jurídicamente, no hay obstáculo alguno para que los animales no humanos dejen de ser considerados cosa, se podría imaginar la objeción de que ello necesariamente tendría que llevar a considerarlos personas, lo cual sería absurdo.
Antes de analizar si esta idea es efectivamente absurda, es importante notar que la objeción planteada asume, sin más, que la distinción entre personas y cosas tiene que ser entendida como una dicotomía. Dejar atrás la dicotomía persona/cosa abre la puerta para tomarnos en serio la posibilidad de que algo o alguien sea titular de uno o más derechos sin que eso implique que le tenga que ser atribuido el estatus de persona.
En los debates motivados por la pregunta de si un ser vivo de ciertas características debería ser considerado persona en términos jurídicos, el foco se encuentra usualmente puesto en si cabe o no reconocerle un derecho a la vida en sentido estricto, esto es, un derecho a no ser matado[6].
El ejemplo más claro de esto lo encontramos en el debate acerca de la permisibilidad del aborto. Aquí no me interesa entrar en esta controversia, sino simplemente observar lo siguiente. Quien favorece —como yo— la adopción de un modelo regulativo bajo el cual la interrupción de un embarazo a solicitud de la mujer embarazada, y practicada en conformidad con determinadas reglas procedimentales, tendría que resultar por principio lícita, tiene que entender que a un feto humano no debería atribuirse el estatus jurídico de persona[7]. El punto es que de esto no se sigue que quien asume esa posición tenga que sostener que el estatus jurídico de un feto humano solo podría ser el de una cosa.
Qué condiciones tendría que cumplir un ser vivo para ameritar ser considerado persona (natural), es una pregunta especialmente peliaguda y que está lejos de encontrar una respuesta unívoca en la literatura bioética. Si, según lo ya sugerido, se parte de la base de que esas condiciones tendrían que ser idénticas con aquellas de las cuales dependería el reconocimiento de un derecho a no ser matado, entonces la pregunta pasa a ser si acaso tendría sentido reconocer a un animal no humano como titular de semejante derecho. Aunque para presentar el argumento necesitaría de un espacio del que dispongo aquí me inclino a pensar que la respuesta a esta pregunta tendría que ser afirmativa, en la medida en que al respectivo animal pueda atribuirse un interés en su propia supervivencia. Y esto último tendría que depender, a su vez, de que al animal en cuestión sea portador de deseos temporalmente diferidos, esto es, deseos cuya satisfacción dependa de que aquel se encuentre vivo en algún punto de tiempo futuro[8].
Parece difícil negar que, en razón de lo que sabemos acerca de su constitución psíquica y cognitiva, animales de variadas especies cumplen la condición recién enunciada. Entre ellos figuran, destacadamente, los homínidos (que además de los humanos comprenden a orangutanes, gorilas, bonobos y chimpancés), así como los cetáceos (ballenas y delfines, entre otros), a los cuales habría que añadir, con bastante seguridad, a muchos otros mamíferos[9]. Fuera de estos casos claros, determinar si un animal posee las características necesarias y suficientes para que quepa reconocerle un interés en su propia supervivencia probablemente vaya a tener el carácter de una cuestión de grado (y no, en cambio, como una cuestión de todo o nada). Esto resultará, inevitablemente, en que la línea demarcatoria que pueda trazarse termine siendo problemática, a lo menos en el margen.
Para superar la confusión que ahora interesa despejar, sin embargo, es mucho más importante advertir que, por más aguda que sea la controversia acerca de los contornos del concepto de persona, del hecho de que muchos animales no humanos eventualmente no puedan llegar a ser considerados personas no se sigue que no pueda atribuírseles el estatus de sujetos de derechos[10].
Esto, porque son imaginables derechos de contenido diferente que tendría perfecto sentido reconocer a un vasto conjunto de animales no humanos, también si se asumiera que a una parte importante de estos no debería ser reconocido un derecho a la vida en sentido estricto. Entre esos derechos distintos del derecho a la vida, pero igualmente fundamentales[11], que podrían venir en consideración destacan, el derecho a no ser sometido a formas de sufrimiento físico o psíquico, así como el derecho a no ser privado del espacio indispensable para desarrollar una vida mínimamente placentera.
La implementación de una regulación legal que atribuyera a un más o menos extenso conjunto de animales no humanos la titularidad sobre derechos como estos tendría consecuencias dramáticas para el futuro de múltiples actividades y prácticas que, hasta hoy, descansan en la aceptabilidad de su utilización como recursos explotables para la satisfacción de necesidades humanas de muy diversa índole, entre las cuales destaca, por supuesto, la industria agropecuaria.
Como se acaba de mostrar, para avanzar en esta dirección no es necesario asumir que el reconocimiento de determinados derechos a animales no humanos supondría atribuirles el estatus de persona. Pues no hay razón alguna para seguir insistiendo en que, jurídicamente, las expresiones “persona” y “sujeto de derechos” no pueden más que ser equivalentes y, así, coextensivas, y tampoco para seguir alimentando el mito de que, en todos los sentidos posibles, el derecho a la vida sería el primero entre todos los derechos, sin la compañía del cual ningún otro derecho sería concebible.
(3) “Los animales no humanos no pueden ser titulares de derechos, porque no pueden ser sujetos de deberes”
Más plausible parece ser el argumento según el cual, si los animales no humanos no pueden ser sujetos de deberes, entonces tampoco pueden ser titulares de derechos.
La premisa del argumento es enteramente correcta: los animales no humanos carecen de las capacidades para quedar jurídicamente obligados ante otros y, por lo tanto, no admiten ser considerados sujetos de deberes[12]. La razón es que, bajo una comprensión moderna del derecho, el hecho de que alguien esté obligado a algo depende de que sea capaz de desplegar, en alguna medida, esa forma de autonomía que conocemos como agencia racional. Esto supone que el individuo en cuestión sea capaz de orientar su comportamiento considerando factores que reconoce como razones para actuar o no en una determinada dirección.
La idea de que únicamente seres capaces de contraer deberes, por ser capaces de orientar racionalmente su comportamiento, serían aptos como posibles titulares de derechos correlativos a deberes ajenos tiene como abogado ni más ni menos que a Kant, en cuya filosofía moral cabe rastrear la defensa de una “ética de la reciprocidad”: X solo podría tener un derecho frente a Y (de manera tal que Y tenga un deber correlativo frente a X) si, a la inversa, Y puede tener un derecho frente a X (de manera tal que X tenga un deber correlativo frente a Y).
Dicho de otro modo: no sería posible tener deberes para con seres que no son, a su vez, capaces de ser portadores de deberes. De ahí que, de acuerdo con Kant, los seres humanos, en cuanto agentes racionales, podamos tener deberes indirectos en relación con los animales no humanos, pero no deberes directos frente a ellos. Si bien podemos estar obligados a no tratar cruelmente a los animales no humanos, esto no es algo que debamos a ellos, sino a nuestros propios congéneres para así evitar que la crueldad se vuelva una disposición conductual que pueda llegar a expresarse en el trato que cualquiera de nosotros pueda dar a otro ser humano[13].
Con independencia de cuán persuasivo pudiera ser, en el papel, un argumento como el recién descrito[14], el problema está en que la generalidad de los sistemas jurídicos contemporáneos reconoce, indudablemente, como titulares de derechos a individuos que no son capaces de ser sujetos de deberes. Esto ocurre, por ejemplo, tratándose de seres humanos de corta edad, así como de seres humanos afectados por alteraciones psíquicas o cognitivas que llevan a que no sean considerados agentes racionales.
El hecho de que respecto de seres humanos de estas categorías en general no esté en cuestión su aptitud como titulares de una multiplicidad de derechos de diversa índole, a pesar de no estar capacitados para ser portadores de deberes, sugiere que no deja de haber hipocresía en la resistencia a reconocer esa misma asimetría entre derechos y deberes a favor de animales de especies distintas de la del homo sapiens.
Es precisamente esta inconsistencia lo que denuncia el célebre argumento de los casos marginales: si respecto de varias categorías (más o menos “marginales”) de animales humanos aceptamos que la incapacidad para ser sujetos de deberes no obsta a que puedan ser reconocidos como titulares de derechos, entonces difícilmente será algo distinto de un prejuicio de especie, o “especieísmo”, lo que sustente la negativa a aceptar esa misma posibilidad en referencia a animales no humanos[15].
(4) “Los animales no humanos no pueden ser titulares de derechos, porque no son capaces de ejercer los derechos que pudieran serles reconocidos”
Esta cuarta afirmación también descansa en la idea de que para ser titular de derechos sería necesario ser un agente racional. Pero aquí el foco ya no está puesto en la conexión entre derechos y deberes, sino más bien en la pregunta misma de qué es un derecho. La controversia existente al respecto suele presentarse como la disputa entre dos enfoques fundamentales, a saber: la “teoría de la voluntad” y la “teoría del interés.”
Según los partidarios de la teoría de la voluntad, ser titular de un derecho consistiría en tener la posibilidad, jurídicamente garantizada, de ejercer alguna forma de control sobre el comportamiento de quien cuenta como el sujeto correlativamente obligado. En lo que aquí interesa, ello tendría como consecuencia que solamente seres capaces de hacer valer la pretensión de que otro haga o no haga algo, podrían ser reconocidos como titulares de derechos. Y esta capacidad también sería privativa de individuos que, en alguna medida, exhiban la condición de agentes racionales.
Este argumento también está expuesto a la objeción de inconsistencia que aparece con el problema de los “casos marginales”. Pues es manifiesto que buena parte de los sistemas jurídicos que conocemos otorga derechos a seres humanos que no son capaces, por sí mismos de hacer valer pretensión alguna ante otros. Esta circunstancia explica que, frente a la ya mencionada teoría de la voluntad, la teoría del interés goce de mucha mayor plausibilidad para determinar, en general, qué es un derecho y quién puede ser titular de un derecho[16].
De acuerdo con este último enfoque, el sustrato de un derecho no puede ser otra cosa que algún interés susceptible de ser protegido o promovido a través de la consagración del respectivo derecho. Así, como posible titular de derechos puede ser reconocido cualquier individuo al que puedan ser atribuidos intereses que admitan ser protegidos o promovidos en la forma de derechos. Ello dependerá, a su vez, de que ese individuo sea capaz de experimentar subjetivamente acontecimientos que lo afectan, o pudieran afectar, como deseables o indeseables[17].
Es esta capacidad para tener deseos, así como creencias, temores y otros “estados intencionales”, que a veces pretende ser reducida a la capacidad de experimentar placer y dolor, aquello a lo que se alude cuando se habla de los animales como seres sintientes[18]. Desde el punto de vista que nos provee la teoría del interés, un ser sintiente es un ser paradigmáticamente apto para ser reconocido como titular de derechos.
Esta aproximación hace posible explicar que, desde su más temprana edad, niñas y niños sean reconocidos como titulares de derechos, a pesar de su incapacidad para hacer valer estos derechos por sí mismos. Contra lo pudiera pensarse, esto no significa que la consagración legislativa de esos derechos esté condenada a ser letra muerta. Pues nuestra tradición jurídica conoce un mecanismo a través del cual los derechos atribuidos a individuos no capacitados para hacerlos valer por sí mismos puedan tener, sin embargo, efectividad, a saber: el mecanismo de la representación. Es así que, por ejemplo, como representante legal de su hija o hijo una madre o padre hacer valer, frente a algún tercero, derechos cuya titularidad corresponde a la niña o al niño como tal.
Pero es todavía más importante notar que, en la medida en que el reconocimiento de las niñas y los niños como sujetos de derechos se ha ido intensificando y profundizando, ello ha traído aparejada una transformación de los arreglos institucionales disponibles para hacer efectivos los derechos que les son reconocidos. En el marco del sistema jurídico chileno, una muestra suficientemente elocuente de ello la encontramos en la Defensoría de los Derechos de las Niñez, creada por la Ley 21.067, y que tiene un poco más de dos años y medio de vigencia.
No hay razón alguna para pensar que esquemas institucionales similares no puedan ser implementados para hacer efectivos derechos que pudieran ser reconocidos a animales no humanos en cuanto seres sintientes. Como primer paso en la desactivación del prejuicio según el cual esa redefinición de su estatus jurídico no tendría destino, esa redefinición debe encontrar su sustento en una ética de la representación[19], y no en una ética de la reciprocidad.
[1]Lo cual también ha empezado a verse reflejado en el campo de la reflexión jurídica, como lo muestra, en el contexto chileno, el volumen colectivo editado por Chible & Gallego (2018).
[2]Al respecto, véase Beroiz (2020); así como Chible & Gallego (2020).
[3]Sobre esto, véase Kurki (2019), pp. 10 ss., 31 ss.
[4]Véase Kurki (2017), pp. 1086 ss.
[5]Considérese, por ejemplo, el art. 515-14 del Código Civil francés a partir de la reforma de 16 de febrero de 2015, que declara que “los animales son seres vivientes dotados de sensibilidad”, para establecer, inmediatamente a continuación, que “a reserva del cumplimiento de las leyes que los protegen, los animales están sujetos al régimen de los bienes”. Por su parte, el Código Civil alemán, desde el 1º de septiembre de 1990, declara en su § 90a que “los animales no son cosas” y “son protegidos a través de leyes especiales”, lo cual no obsta a que les sean “aplicables las disposiciones que rigen para las cosas, en la medida en que no esté determinado algo distinto”. Una solución equivalente se encuentra establecida, a su vez, en el art. 641a del Código Civil suizo. Al respecto, véase Stucki (2015), pp. 86 ss., cuyo análisis de este modelo regulativo lleva a la conclusión de que la supresión de su estatus como cosas ha dejado intacta la condición de los animales no humanos como posibles objetos de propiedad.
[6]Esto determina que, en referencia al problema aquí analizado, carezca de toda importancia que, para otros propósitos, un sistema jurídico pueda atribuir el estatus de persona a agrupaciones de individuos, como una corporación o una sociedad comercial, en el sentido de lo que llamamos una “persona jurídica”. En el debate acerca del estatus normativo de los animales no humanos, la pregunta relevante es si a ellos pudiera reconocerse uno o más derechos que son definitorios del estatus de “persona natural”.
[7]Afirmar esto último no es lo mismo que constatar que, bajo el sistema jurídico chileno hoy vigente, un feto humano de hecho no tiene el estatus jurídico de persona: en el primer contexto, uno está hablando de lege ferenda; en el segundo, de lege lata.
[8]Esta posición ha sido defendida por Tooley y Hoerster; al respecto, Mañalich (2020), pp. 165 ss., 168 ss., con una explicación de por qué, como problema de regulación jurídica, la protección de la vida de un ser vivo apoyada en la atribución de un interés en su propia supervivencia debe ser anticipada hasta el momento de su nacimiento. Para una valoración crítica de un argumento como el aquí sugerido, aunque desconociendo que el interés de un ser vivo en su propia supervivencia no necesita descansar en un deseo de seguir viviendo (sino solo en algún deseo cuya satisfacción presuponga que ese ser vivo continúe existiendo en algún punto de tiempo futuro), véase DeGrazia (2002), pp. 59 ss. Este reconoce, con todo, las implicaciones potencialmente problemáticas de la tesis por él favorecida, según la cual la condición de ser sintiente sería suficiente para que la propia muerte cuente como un “mal instrumental” (al privar al respectivo animal, humano o no humano, de las oportunidades valiosas que su vida futura le brindaría), para el debate acerca de la permisibilidad del aborto.
[9]Para una muy pertinente valoración filosófica de la evidencia disponible en esta dirección, véase DeGrazia (2009), cuyo análisis se centra, específicamente, en el fenómeno de la autoconsciencia. La aclaración importa, dado que, bajo el argumento sugerido en el texto principal, la autoconsciencia es una condición suficiente, pero no necesaria, de la posesión de deseos temporalmente diferidos, y así de un interés en la propia supervivencia.
[10]En contra de un argumento como este, sin embargo, véase Stucki (2015), pp. 302 ss.; críticamente al respecto, Mañalich (2020), pp. 170 ss.
[11]Al respecto, Stucki (2015), pp. 333 ss., 353 ss., 364 ss.; más sucintamente, Stucki (2020), pp. 543 ss., 552 ss. Para una considerablemente más ambiciosa —y a mi juicio poco plausible— propuesta de reconocer derechos políticos, o de “ciudadanía”, a los animales no humanos, véase el ya clásico trabajo de Donaldson & Kymlicka (2011).
[12]Para una puesta en cuestión de esta afirmación, véase sin embargo Kurki (2019), pp. 78 ss.
[13]Sobre esto, véase De Lora (2003), pp. 118 ss.
[14]Para una refutación del argumento de Kant en contra del reconocimiento de dignidad moral a los animales no humanos, fundada en premisas extraídas de la filosofía moral kantiana, véase Korsgaard (2018), pp. 77 ss., 131 ss.; una reseña de ese argumento se encuentra en Mañalich (2018), pp. 330 ss. Para una aproximación (crítica) a otros esfuerzos por sustentar el reconocimiento de derechos a animales no humanos sobre la base de la ética kantiana, véase Loewe (2018), pp. 63 ss.
[15]Sobre esto, véase De Lora (2003), pp. 234 ss.
[16]Al respecto, vésae Stucki (2020), pp. 540 ss. Para una contextualización de las implicaciones de la teoría del interés en referencia al problema del estatus normativo de los animales no humanos, véase Mañalich (2020), pp. 156 ss., con referencias adicionales.
[17]Son varias y difíciles las preguntas que esto plantea, en particular a propósito de la demarcación de lo que puede contar como un interés, en el sentido aquí relevante, frente a una (mera) necesidad; al respecto, Mañalich (2020), pp. 160 s.
[18]Para una muy accesible introducción a las varias y difíciles preguntas asociadas al reconocimiento de la “sintiencia” de un subconjunto muy vasto de animales no humanos, véase DeGrazia (2002), pp. 39 ss.
[19]Para una sugerencia a favor de pensar en un modelo de “representación fiduciaria” como el esquema adecuado para reconfigurar el estatus normativo de los animales no humanos, aunque sobre la base de una ética contractualista, véase Loewe (2018), pp. 67 ss., 71 s.
Beoriz, Ariadna (2020): “Comentario sobre la necesidad y justicia de la inclusión de los animales no humanos en una nueva carta fundamental para Chile”, Revista Chilena de Derecho Animal, Nº 1, pp. 11 ss.
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Chible, María José & Gallego, Javier (2020): “Los animales en la constitución chilena: el estado de la cuestión e insumos para el debate constituyente”, Revista Chilena de Derecho Animal, Nº 1, pp. 75 ss.
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Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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