CIPER ACADÉMICO / ANÁLISIS
Por qué no basta con que haya más mujeres investigadoras para acabar con el sexismo en la academia
12.03.2021
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CIPER ACADÉMICO / ANÁLISIS
12.03.2021
Por estos días el Ministerio de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación prepara la presentación de una política de igualdad de género que busca superar las barreras y disminuir las brechas que dificultan el acceso y la participación de las mujeres en la generación de conocimiento. La columna argumenta, sin embargo, que el sexismo está tan arraigado en las estructuras de poder de las organizaciones de investigación, que es necesario integrar conocimientos de áreas como las humanidades y las ciencias sociales para avanzar hacia un modelo más justo, proactivo, asociativo y sostenible.
Los datos presentados en esta columna son resultado de investigaciones financiadas por los siguientes proyectos: Núcleo Milenio Autoridad y Asimetrías de Poder, Fondecyt Regular Nr.1180129: “El trabajo científico en Chile: Instrumentos de acción pública. Prácticas cotidianas e identidades laborales”, ANID-PIA SOC 180039 “Producción de conocimiento en Chile contemporáneo”.
TRANSPARENCIA: El autor y la autora no trabajan, comparten o reciben financiamiento de ninguna compañía u organización que pudiera beneficiarse de este artículo. Además, no deben transparentar ninguna militancia política ni afiliación relevante más allá de su condición de académico/a investigador/a.
Un eje central del Ministerio de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación ha sido la elaboración y pronta presentación de una política de igualdad de género. Se trata de la respuesta oficial a los últimos datos de los estudios sobre desigualdad entre hombres y mujeres. Aunque el acceso de estas últimas a la educación superior representa hoy el 53,1%, versus un 50,2% de hombres, las mujeres siguen enfrentando más dificultades para el desarrollo de sus carreras. Del total del personal investigador en el país, ellas apenas representan el 34%. Además, su presencia disminuye considerablemente en puestos laborales universitarios: del personal contratado, un 22% son mujeres; en cargos como directoras de investigación financiada con fondos públicos, apenas representan el 34% durante los últimos 11 años, y en cargos de poder, por ejemplo, como rectoras de universidades, no superan el 8% (Departamento de estudios, 2017; Comisión nacional, 2017, 2018; Subsecretaría de educación superior, 2018, Datos Fondecyt regular 1180129).
Más allá de la subrepresentación numérica, nos parece fundamental reflexionar sobre las lógicas que subyacen a las desigualdades en materia de formación avanzada, trayectoria académica, reconocimiento y prestigio
Con el fin de “reordenar la institucionalidad con perspectiva de género y construir un camino colectivo para ello” (Radiografía, 2020, p. 3), el ministerio ha realizado un trabajo productivo en materia de datos: han diseñado una consulta pública, han elaborado Lineamientos para la política de igualdad de Género y la Radiografía de género —ambos publicados a fines de 2020—, además del proyecto de un Observatorio del Sistema CTCI. Al respecto, la subsecretaria Dra. Carolina Torrealba ha declarado que el objetivo principal es “aprovechar los talentos” de mujeres que han sido sistemáticamente excluidas, para aumentar la productividad y la eficiencia de las instituciones dedicadas a producir conocimiento y tecnología (Torrealba, 2021). Frente a estas cifras, no hay duda de que Chile necesita una política de igualdad género en materia de ciencia, tecnología, conocimiento e innovación. Pero, ¿qué alcances, dimensiones y efectos debería tener esta política en el ecosistema de CTCI?
Más allá de la subrepresentación numérica, nos parece fundamental reflexionar sobre las lógicas que subyacen a las desigualdades en materia de formación avanzada, trayectoria académica, reconocimiento y prestigio; aspectos que hoy son inherentes a nuestra cultura científica. Porque no basta, solamente, con aumentar la participación de mujeres en el ámbito de la investigación para que una política de igualdad de género sea exitosa: el sexismo está tan arraigado en las organizaciones que resulta fundamental, en el escenario actual, revisitar el sentido filosófico de la desigualdad de género, y considerar algunos resultados de investigaciones recientes en esta materia, para así albergar la política por venir y sus desafíos locales.
En términos generales, el trabajo del Ministerio de CTCI entiende el género como una política orientada a superar las “barreras” y las “brechas” que dificultan el acceso, la participación y el reconocimiento igualitario de las mujeres en las actividades de generación de conocimiento. El Consejo para la Igualdad de Género en CTCI se ha concentrado en las desigualdades en materia de oportunidades de carrera y puestos de trabajo. De hecho, con su Radiografía, se confirman las múltiples diferencias entre hombres y mujeres en el ecosistema de CTCI. Dentro del contexto de la OCDE, Chile ocupa el puesto 17 en materia de empleabilidad en investigación —entre 37 países—, con un total de 34% de mujeres participando en este campo laboral. A nivel nacional, las cifras son igualmente desalentadoras. En los últimos 10 años, las mujeres graduadas con Becas ANID han decaído de un 49% a un 45%. En las universidades del Consejo de Rectores, solo un 38% de los trabajadores con jornada completa son mujeres y apenas un 22% tienen titularidad, a pesar de que el 70% de estas universidades ya cuenta con un departamento o unidad de género.
Frente a estos datos, los Lineamientos contemplan 4 principios (justicia, proactividad, diversidad y sostenibilidad) y 3 ejes de acción (acceso, sensibilización e igualdad) para mejorar el ingreso de mujeres al campo laboral, reconocer la igualdad entre personas de diverso género y, principalmente, aplanar la brecha cuantitativa entre hombres y mujeres. No obstante, si bien el problema está relativamente “dimensionado” en términos estadísticos, es cierto que aún conocemos poco sobre los aspectos simbólicos, históricos y subjetivos de esta conyuntura. Más allá de un problema de números y binarismos, la discriminación y las distintas formas de violencia contra el género no son un fenómeno casual, sino síntomas de una estructura y política androcéntrica en la academia. Al respecto, creemos que los Lineamientos del ministerio reconocen la dimensión simbólica asociada al género, pero no la ponderan en su justa medida. Por eso resulta urgente, en un primer paso, explicar y dar a conocer la dimensión simbólica —y eminentemente política— de la llamada perspectiva de género. Y, en un segundo paso, informar el diseño de herramientas, planes y actividades de la agenda nacional con los conocimientos cualitativos en materia de género y carrera de investigación que se producen en Chile, hace ya más de tres décadas.
En un famoso artículo, Evelyn Fox Keller recuerda que el concepto de “género” fue acuñado por agrupaciones feministas durante la década del 70’, en Estados Unidos, para distinguir la diferencia sexual biológica de sus definiciones y significados culturales (Keller, 2001, 132). En Chile, los primeros discursos con perspectiva de género surgen más o menos una década más tarde, gracias al trabajo científico e intelectual de mujeres feministas en universidades y colectivos políticos, orientados a combatir el sistema represivo de la dictadura (Rebolledo, 2014). En términos generales, y como ilustra ya la antigua distinción aristotélica entre hombre/racional y mujer/irracional (Aristóteles, Política, 1254b13–14), la diferencia sexual es considerada en las sociedades modernas como causa y prueba de la inferioridad de las mujeres frente a los hombres. Frente a esta idea, la contribución principal de estos primeros movimientos ha sido mostrar, una y otra vez, que más que un razonamiento, se trata de una inconmovible estructura mítica de la conciencia moderna. Como ha señalado Susan Haack, un hecho “verdadero pero poco sorprendente” es que la diferencia sexual y sus características biológicas asociadas no son causa suficiente para argumentar a favor de las diferencias cognitivas entre hombres y mujeres y, mucho menos, para sostener que el sexo biológico es causa o prueba de algún tipo de inferioridad de las mujeres frente a los hombres (Haack, 1985). Pese a ello, en sociedades como la nuestra, siempre han existido dinámicas culturales y costumbres que abren y sostienen la brecha de género en la ciencia. Los niños y las niñas interiorizan los roles de género desde los 4 años, a través del juego o las expectativas sobre su conducta. En ellas es usual fomentar la ética del cuidado a través de regalos como muñecas y tacitas, en vez de juegos de construcción o de temática intelectual. Asimismo, se espera que ellos desarrollen y defiendan sus opiniones, mientras que en ellas la pasividad y el silencio es premiado como señal de buena educación. Juzgar a las mujeres, más no a los hombres, por su físico y apariencia, e invisibilizar sus méritos intelectuales son algunos de los ejemplos cotidianos y silenciosamente discriminadores. Desde el caso de la Dra. Rosalind Franklin hasta casos locales, como el de la Dra. Helena “Lola” Hoffmann, exponen la actualidad de lo que podemos llamar el “mito de la inferioridad” y muestran cómo aquellos atributos arbitrariamente asignados al género femenino son reiteradamente subvalorados en contextos de creación de conocimiento científico (Díaz, 2020; Queirolo & Zárate, 2020; Zárate, 2007).
Lo que hoy llamamos “perspectiva de género” es una estrategia para abolir este mito y la espontánea naturalización del sexismo que promueve (Haack, 1985, 268; Haraway, 1991, 131). Para abolir, empero, necesitamos comprender, analizar e interpretar el fenómeno en cuestión. Por ello, el “género” define también, y ante todo, un ejercicio filosófico y político, en tanto revela la dimensión simbólica y regulativa del sexismo en nuestras vidas y trayectorias laborales. En cada forma de mirar y hablar, en cada gesto espontáneo o expresión cotidiana, se manifiestan los efectos de este sesgo. Por ello, no hace falta aquí enumerar los muchos y feroces ejemplos presentes en nuestra sociedad para constatar su incesante operación; basta con pensar en nuestras prácticas cotidianas, para descubrir su espontánea y perseverante presencia en más de una ocasión. En este sentido, el valor de la perspectiva de género consiste en orquestar una interrupción minuciosa, calculada y decisiva de aquella distinción supina y discriminadora, amparada en la violencia de siglos de sometimiento, prohibiciones e incomprensión.
Entre 1981 y 2020, el Fondecyt regular ha financiado 15.550 proyectos de investigación en diversas áreas de conocimiento. De ellos, 2.218 proyectos fueron liderados por mujeres y 12.062 por hombres
Los estudios sobre género y ciencia nos muestran que el sexismo no es solo un problema de subrepresentación numérica en las organizaciones que realizan investigación (universidades, centros, institutos de excelencia) (Guil, 2008, Fardella & Corvalan, 2020). Más bien, se trata de un problema complejo conformado por múltiples niveles, que abarcan desde el discurso institucional general, pasando por la estructura y jerarquía laboral, hasta las experiencias personales y las conductas silenciosas, pero altamente eficaces, de las personas que habitan estas organizaciones. Aquí, las brechas oficiales en materia de remuneración, la costumbre de tomar decisiones a expensas de las mujeres (Datos Fondecyt regular 1180129)[1], aun cuando la ciencia se entiende a sí misma como un espacio democrático y objetivo, el “mansplaining”[2], el “manterrupting”[3] y el “manspreading”[4] son fenómenos cotidianos que procuran el orden androcéntrico y hetero-normativo preexistente.
El nivel más general en toda organización de investigación es su ethos discursivo de una racionalidad pura, sustentado en la idea abstracta y descarnada del conocimiento y su producción. Aunque el discurso epistémico, moderno y hegemónico suele asociar el conocimiento objetivo a una racionalidad neutra, ideal y descarnada, basada en el peso de las evidencias, la exactitud de los procesos experimentales y la robustez de resultados depurados de toda mirada parcial, en la práctica la producción de conocimiento está determinada por formas de autoridad sustentadas en valoraciones sexistas (Haraway, 1991; Harding, 1997, Saini, 2017). En el contexto local, por ejemplo, las mujeres no solo se sienten “extranjeras” en el campo de la investigación —por ser minoría—, sino que también se sienten muchas veces subvaloradas, al ser tratadas como asistentes de sus pares masculinos, a pesar de cumplir con las credenciales necesarias para realizar investigación avanzada (Datos Fondecyt regular 1180129). Hay que reconocer y asumir, entonces, que el ámbito científico no está distanciado del ámbito político. Validez y valoración del conocimiento mantienen hoy una relación estrecha, ya que los criterios epistémicos de autoridad se suelen correlacionar con criterios políticos de autorización (Rheinberger, 2005). En nuestro sistema local de CTCI, así como en muchos otros, estos criterios se han impuesto tradicionalmente en virtud de la posición de poder que “lo masculino” ocupa en la sociedad y sus instituciones (Muñoz y Lira, 2020). Ellos mandan, ellos toman las decisiones y así sus criterios son los que terminan por imponerse.
El nivel intermedio de las organizaciones de investigación concierne a la estructura o jerarquía laboral y, en particular, a la llamada división sexual del trabajo académico. No es exagerado afirmar que las organizaciones de investigación repiten sin tapujos la antigua distinción aristotélica que hemos mencionado: mientras el género masculino es asociado a lo racional y, por tanto, a lo relevante y autorizado, el género femenino es asociado al cuidado del otro y al trabajo emocional y, por tanto, a lo secundario y desautorizado (Fardella & Corvalán, 2020; Fardella et al. 2020, Ríos et al. 2017). Por ello, no resulta extraño que la presencia de mujeres disminuya considerablemente en disciplinas como la física o la electrónica, mientras que en disciplinas como la pedagogía, la enfermería y la psicología su presencia aumente (García-Holgado et al. 2019). Y tampoco es sorpresa que las disciplinas históricamente feminizadas estén subvaloradas por el mercado y sean peor remuneradas. En 2014, la Universidad de Chile constató que las facultades con menor presencia femenina — como las de Ciencias Físicas y Matemáticas, y Economía y Negocios— cuentan con las remuneraciones más altas, mientras que las facultades con mayor presencia femenina —como el Instituto de Nutrición y Tecnología de Alimentos y el Instituto de Comunicación e Imagen— cuenta con las remuneraciones más bajas. En la Facultad de Economía y Negocios, por ejemplo, las mujeres con jornada completa representaban el 16,9% y recibían en promedio 39% menos de remuneración mensual que sus pares hombres (Universidad de Chile, 2014; 63, 64).
En 2014, en la Facultad de Economía y Negocios, las mujeres con jornada completa representaban el 16,9% y recibían en promedio 39% menos de remuneración mensual que sus pares hombres
Finalmente, el nivel más íntimo o subjetivo de las organizaciones de investigación concierne a la vida cotidiana de las investigadoras y su experiencia de sí, su identidad y sus relaciones interpersonales. En este nivel, estudios recientes han constatado que las brechas de género tienen al menos cuatro efectos en el ecosistema local de CTCI (Fardella & Corvalán 2020; Fardella et al. 2020; Ríos et al. 2017).
Primero, la asociación de ciertas labores del trabajo científico con el género femenino ha inhibido la legitimación y profesionalización de áreas relevantes para la investigación. Como señalamos, tal es el caso de la “gestión”, la “divulgación”, la “administración” y, actualmente, es también el caso de la “docencia” (Pullen et al., 2017, Ríos et al. 2017, Datos ANID PIA SOC 180039). Segundo, la división de labores en base al género biológico de los agentes afecta su bienestar mental y físico, a la vez que dificulta considerablemente los procesos de construcción de carrera de las mujeres. Tercero, y en consecuencia, nuestro actual ecosistema fomenta un ambiente laboral de extrema competitividad, donde los diversos agentes no pueden actuar en igualdad de condiciones. Al respecto, se ha observado que el ambiente laboral en organizaciones de investigación fomenta la construcción de subjetividades sesgadas y fuertemente individualizadas, incluso a su propio pesar, acostumbradas a conflictos constantes y tácitos entre sujetos hegemónicos y sujetos subalternos, que los vuelven especialistas en tácticas de sobrevivencia, pero ignorantes en estrategias de cooperación, asociatividad y cuidado mutuo. Por último, este arraigado sexismo no solo impide imaginar otras formas de investigación, sino que también vuelve cada vez más improductiva a las mismas organizaciones, al desaprovechar los talentos, capacidades y oportunidades de sus agentes en base a un mito que no produce más que desigualdad y discriminación.
Un caso ejemplar de la presencia del sexismo y sus efectos, es el instrumento de Fondecyt regular. Si bien este ha sido la estrategia nacional de financiamiento científico más relevante durante los últimos 40 años, ha privilegiado históricamente a más hombres que mujeres, conduciendo a estas últimas a padecer diversas formas colaterales de malestar a pesar de su éxito intelectual (Fardella & Corvalán, 2020), desde estrés y ansiedad hasta el síndrome del impostor. Entre 1981 y 2020, el Fondecyt regular ha financiado 15.550 proyectos de investigación en diversas áreas de conocimiento. De ellos, 2.218 proyectos fueron liderados por mujeres y 12.062 por hombres. Así, en nuestra cultura científica e intelectual, las mujeres que han accedido al cargo de investigador principal solo equivalen al 22% (Datos proyecto ANID PIA SOC 180039).
En la actualidad, estos niveles y sus efectos instalan y resguardan al sexismo en organizaciones locales de investigación y representan un obstáculo profundo para la próxima política de igualdad de género, que busca orientar el ecosistema de CTCI hacia un modelo más justo, proactivo, asociativo y sostenible. En este sentido, se espera que la próxima política de género sea un aporte histórico, de múltiples efectos. Sin embargo, para contribuir a la visibilización y legitimación constante y efectiva de las voces tradicionalmente silenciadas (Spivak 1994, Muñoz y Lira, 2020), hay que reconocer e insistir en que la perspectiva de género debe ser algo más que una estrategia para aumentar la productividad del país mediante la recuperación e inclusión de talentos femeninos (Torrealba, 2021).
Una posible estrategia es que la próxima política de igualdad de género integre conocimientos situados y cualitativos, que las humanidades y ciencias sociales aportan. Estos conocimientos ofrecen la oportunidad de cualificar, definir, analizar e interpretar las experiencias de las personas que habitan y performan el ecosistema actual de CTCI, lo que permitiría ir más allá de las estadísticas. Además, se trata de conocimientos particularmente sensibles a los efectos normativos de los instrumentos de financiamiento actual, así como a los modos, prácticas, costumbres e idiosincrasias basadas en sesgos. En este sentido, la evidencia cualitativa que estos conocimientos reportan permitiría diseñar y ajustar a la realidad local los planes, herramientas, instrumentos y prácticas generales que el Ministerio proyecte para el desarrollo inclusivo e integral del ecosistema local de CTCI. Por ello, fomentar y asegurar el intercambio constante entre quienes toman decisiones en política pública y expertos en humanidades y ciencias sociales puede ser una práctica fructífera, no solo para aumentar la cantidad de mujeres, sino también para mejorar la calidad del ecosistema en el que se desenvuelven.
Si estos conocimientos no comienzan a ser considerados, traducidos y aplicados, la institución política podría contribuir a distanciar los estudios de género, como un campo de saberes expertos, pero estériles y acuartelados en la academia (Ríos et al. 2017). Y, peor aún, el proyectado aumento del número de mujeres en organizaciones de investigación no podrá impedir la creciente perpetuación de aquellos mitos y desigualdades que no hacen más que instalar un futuro anacrónico, lleno de retrasos, vaivenes y conflictos, a pesar de todo el avance en materia de conocimiento, tecnología e innovación.
[1]Esta situación describe un testimonio común, obtenido del análisis de 56 entrevistas a investigadoras de universidades chilenas (Datos Fondecyt regular 1180129).
[2]Práctica en la que un hombre le explica a una mujer algo que ella sabe, de manera condescendiente, desacreditando a su interlocutora simplemente por su género.
[3]Práctica en la que un hombre interrumpe innecesariamente a una mujer.
[4]Práctica en la que un hombre utiliza más espacio del que requiere, quitándole lugar a una mujer.
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Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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