CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
Lo que arde, cuando arde Baquedano
12.03.2021
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CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
12.03.2021
En la disputa sobre el monumento a Baquedano, el autor observa una mentalidad colonizadora que se resiste a desaparecer. “Gran parte de la promesa republicana que ofrecieron en los siglos XIX y XX, siguen siendo privilegios de unos pocos. Mucho de lo que se espera de una sociedad moderna no aplica a nuestra realidad profundamente racista, clasista y patriarcal”, escribe.
Cada cierto tiempo nuestro país nos recuerda que el pasado convive con el presente. La reciente quema del monumento a Manuel Baquedano es una muestra irredargüible de aquello. Ubicado en el centro simbólico de la capital, Baquedano no solo se ha transformado en una suerte de trofeo en la relación entre manifestantes y carabineros; sino que también se ha constituido en un símbolo dentro de la batalla por la hegemonía en la construcción de la memoria/historia nacional. En tiempos en que los monumentos colonialistas son derrumbados en todo el mundo por su directa relación con la esclavitud, como institución social que originó la acumulación primaria que permitiría el crecimiento y desarrollo de muchos de los grandes capitales de Europa y EE.UU., el monumento en cuestión representa algo mucho más grande que la mezcla de cemento, bronce, y pintura que homenajea al triunfante Chile decimonónico de la Guerra del Pacífico y de la Pacificación de la Araucanía.
Pareciera que el monumento hubiese sido resignificado hacia ser leído como una cristalización de una forma de concebir la construcción de la nación que se basa(ba) en la propagación de un nacionalismo funcional a los intereses de las elites, y no así del roto chileno. La Guerra del Pacífico necesitó de la construcción de esas narrativas que con el tiempo fueron monumentalizadas. Lo que vendría después de la expansión territorial sería la explotación de los territorios por parte de los que la permitieron, y la instalación de la violencia en el sur.
Si algo tiene en común el derrumbe de los monumentos esclavistas con lo que pareciera simbolizar Baquedano, es un rechazo a la coerción y a la histórica explotación de una parte de la población basada en una supuesta superioridad racial, étnica o de clase. En un país que está viviendo el proceso de repensarse como nación plurinacional, y que se ha transformado en un destino apetecible para migrantes del continente, el monumento de Baquedano nos recuerda la importancia que han tenido, y siguen teniendo, las elites en la construcción del espacio público. Ciertamente la centralidad del monumento es clave en este caso. Su ubicación pareciera querer subrayar el deseo de la elite por evitar un despertar de este racializado peso de la noche chileno. En un país tan desigual, ese recuerdo, esa historia, genera violencia.
La imagen de un Baquedano ardiendo pareciera ser signo inequívoco de que tenemos temas pendientes como sociedad en relación con el conocimiento e interpretación de nuestra historia
La imagen de un Baquedano ardiendo pareciera ser signo inequívoco de que tenemos temas pendientes como sociedad en relación con el conocimiento e interpretación de nuestra historia.
A pesar de este rol protagónico de la historia en el ambiente nacional de los últimos años, al leer la prensa resulta evidente que a una sección importante de nuestra clase dirigente le incomoda el tema. Se siente mucho más a sus anchas filosofando sobre los subproductos de la modernización capitalista, las pulsiones telúricas de los pueblos, los beneficios de la meritocracia de laboratorio, el monopolio del uso de la fuerza, o el nivel de felicidad de los chilenos; que, de hacerse cargo, por ejemplo, del rol histórico de nuestras elites en el desarrollo del modelo económico chileno, con todo lo que eso implica.
Hacernos cargo de nuestra historia supone indagar en procesos de corta, mediana y larga duración que en gran parte informan la crisis de legitimidad que experimenta el sistema político y el modelo de desarrollo nacional. En términos concretos, asumir nuestra historia conlleva explicar cómo se han perpetuado ciertas castas en el poder; cómo se han militarizado la relación con el pueblo mapuche; como se obliteraron a otros pueblos originarios; cómo el modelo de desarrollo económico que se impuso en dictadura se montó sobre una estructura social que todavía conserva(ba) mucho de lo que entendemos como el orden colonial. Y este no es un tema meramente intelectual o propio del mundo académico o letrado, su importancia excede la esfera de lo teórico, pues tiene ramificaciones concretas, como refleja la reciente exclusión de los afrodescendientes chilenos de los escaños reservados para la convención constituyente; sin importar que existan muestras concretas de su presencia en el territorio que actualmente conocemos como Chile, desde el siglo XVI.
La mayoría de las naciones americanas establecidas durante el siglo XIX buscaron construir narrativas aglutinadoras que permitieran amalgamar distintos grupos, otorgando un sentido de pertenencia a los y las habitantes de los respectivos territorios. Al mismo tiempo en que se desarrollaban las teorías raciales de la antropología física, se consolidaban los estados nación en América, ciertamente informados por el debate sobre el racismo científico que se llevaba a cabo en distintas partes del mundo.
Aunque muchas veces no explícitamente, el racismo opera(ba) a todo nivel; en lo cotidiano, pero también en dimensiones más “abstractas”, como puede ser el pensar e imaginar las distintas comunidades imaginadas del continente. Así fue como durante la segunda mitad del s. XIX, varias naciones pasaron por un periodo denominado de “blanqueamiento”, impulsado por el desarrollo de políticas públicas tendientes a aumentar la inmigración de europeos a sus respectivos países. Si bien se esgrimían razones de ocupación de territorio y el de hacer soberanía, por un lado, o la lógica económica del reemplazo de mano de obra esclava, por otro; sin lugar a dudas fueron políticas públicas informadas por una cosmovisión cuya arquitectura se afirmaba en una jerarquía de razas y naciones.
Ya entrado el siglo XX, intelectuales americanos ofrecerían teorías optimistas que denunciaban como el racismo científico había sido creado para validar la supuesta superioridad racial de los blancos y justificar la represión y violencia contra el resto. En México, José Vasconcellos publicó en 1925 su ensayo La Raza Cósmica, lo que el mismo autor relató como un intento por subir la moral cultural de una raza oprimida. En Brasil, Gilberto Freyre publicaría Casa Grande o Senzala en 1933, popularizando la idea de que Brasil tenía un futuro especial pues era distinto al resto del mundo, presentando a ese país como un paraíso racial, ajeno al racismo de otras latitudes (EE.UU.) debido, entre otras cosas, a la mentalidad menos prejuiciada del colonizador portugués, en comparación con los colonizadores ingleses, holandeses, e incluso españoles.
Nuestros letrados locales no quedaron ajenos al debate, y también luchaban por ocupar un lugar de avanzada en la racializada carrera por el desarrollo que se planteaba entre las distintas naciones del mundo. Tal es el caso de Nicolás Palacios, quien publicó Raza chilena en 1904, obra en la que realizó una apología del pueblo chileno como raza superior, formada por la mezcla de conquistadores de raza goda y araucanos recios y valientes. Tácitamente, cualquier otro grupo quedaba excluido en aquel simbolismo, y con el tiempo se afianzó una noción de que Chile se constituye ontológicamente por ese encuentro, mapuche – español.
Chile, por lo tanto, se distanciaba del grupo de naciones cuya economía se basó en el trabajo de esclavos de origen africano, por lo tanto, ontológicamente era concebida (todavía lo es para muchos) como una nación no-negra. Excepcional en el contexto regional. “No con tanta influencia europea como Argentina”, pero “con menos componentes indígenas que otros países de la región como Perú, Bolivia o Ecuador”, reza el repertorio popular.
Nuestro imaginario geo-histórico demarcado por desierto, cordillera y mar, ayudarían a completar la imagen insular, excepcional. En las décadas posteriores, historiadores como Sergio Villalobos, utilizaron la noción de frontera desarrollada por Frederick Jackson Turner – exponiendo el carácter fronterizo de la sociedad norteamericana – para plantear la noción de que la sociedad chilena también tenía su génesis en aquel encuentro entre “dos mundos” que ejemplificaban la clásica dicotomía entre civilización y barbarie. La construcción de nación con un ethos fronterizo conlleva(ba) la existencia o construcción de “un otro”, y bajo esa misma lógica, de limites (historias) en disputa. En muchos sentidos, pareciera que ese ethos militarizado fronterizo ha impregnado nuestra forma de construir y relatar nuestro país. Nuestra débil sociedad civil así lo confirma.
La violencia detrás de la imagen de la expulsión de los inmigrantes haitianos y venezolanos que llegaron al país en búsqueda de mejores oportunidades es impactante, pero lamentablemente no es identificada como tal por la mayoría de la población
El episodio de la estatua de Baquedano no es el único episodio de violencia ocurrido durante estos últimos tiempos. La violencia detrás de la imagen de la expulsión de los inmigrantes haitianos y venezolanos que llegaron al país en búsqueda de mejores oportunidades es impactante, pero lamentablemente no es identificada como tal por la mayoría de la población. En el caso haitiano, parte de la prensa denunció el hecho, pero no logro articular una reacción suficientemente clara como para impedirlo. En momentos en los cuales el país atraviesa un periodo de incertidumbre sociopolítica agravada por la pandemia, el monumento de Baquedano nos recuerda que la violencia excluyente con la que fue construida la nación en el XIX sigue instalada en nuestra elite 200 años más tarde. Si la nación fue concebida como no negra en el XIX y XX, para muchos ese excepcionalismo debe seguir en pie.
En el más reciente caso de los inmigrantes venezolanos, la prensa rescató el hecho para evidenciar las inconsistencias de la política exterior del gobierno de Piñera. Los overoles blancos con los que vistieron a los deportados solo hicieron evidente lo racializado de las políticas migratorias de un país que sigue reproduciendo la cosmovisión colonialista de nuestra elite decimonónica. La reciente ola migratoria que ha llegado a nuestro país las últimas décadas ha permitido visibilizar las profundas estructuras racistas que sostienen nuestra narrativa como nación. Pareciera que al perpetuar esa construcción de sociedad fronteriza dónde todo está por negociarse, flexibilizara nuestros umbrales para detectar y sancionar la violencia.
En muchos sentidos, nunca hemos dejado de ser una capitanía general. Gran parte de la promesa republicana y ciudadana que ofrecieron los siglos XIX y XX, siguen siendo privilegio de unos pocos; y mucho de lo que se espera de una sociedad moderna, no aplica a nuestra realidad profundamente racista, clasista y patriarcal. Da la sensación de que muchos miembros de la elite “siguieran” contrariados con la realidad que “les tocó”, tal como fue el diagnóstico de sus pares durante el siglo XIX. Son los mismos que habrían deseado haber sido colonizados por ingleses u otras potencias europeas. Los mismos que a la propiedad de los medios de producción le sumaron el control de los medios de comunicación. Sobre ese matrimonio entre capital y medios hemos construido una esfera pública que no logra reflejar la diversidad de visiones que subyace en una nación plurinacional como la nuestra.
En tiempos en que nos tratamos de repensar como nación, lo primero que debemos hacer es asumir que la mentalidad colonizadora no desapareció con la llegada de las nuevas naciones, solo fue resignificada y reaplicada, y los que nos gobiernan siguen reproduciendo conscientes e inconscientemente las prácticas culturales que nos ubican dentro de los países más desiguales del orbe.
Lamentablemente todo indica que el diagnóstico de nuestra elite local en relación con la enseñanza de la disciplina de la historia en escuelas y colegios apunta exactamente en sentido contrario de lo recomendable. En una sociedad violenta lo que hay que fomentar es el intercambio de ideas, el diálogo y la comprensión “del otro”. Sin eso, nuestro ethos nacional seguirá siendo fronterizo, el de una línea demarcatoria, real e imaginaria, entre unos y otros.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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