CIPER/THE CONVERSATION
¿Un nuevo fascismo en Europa?
10.02.2021
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10.02.2021
La extrema derecha gobierna en Hungría, Polonia y la República Checa; y ha participado en el gobierno en Austria, Italia y Suiza. En España, Alemania y Francia es ya una fuerza central. El artículo examina estas formaciones y cuestiona que corresponda tildarlas a todas de fascistas, lo cual no quita que «el estudio del fascismo arroje luz sobre ciertas facetas del nacional populismo de hoy», explica el autor.
Créditos foto de portada: Mateo Salvini, secretario federal del partido ultraderechista italiano Lega, y Marine le Pen, presidenta del partido ultraderechista francés Rassemblement national, en una reunión del grupo Europa de las Naciones y de las Libertades en Milán en 2016. Shutterstock / Marco Aprile
Las sociedades contemporáneas asisten en las últimas décadas al auge de la extrema derecha, un espacio político que cuestiona el orden democrático y de valores heredados de la Ilustración y la Revolución francesa.
Desde comunistas a conservadores, el resto de partidos del espectro político se ha visto obligado a redefinir sus programas y estrategias para hacer frente al desafío que plantean a la democracia.
Los análisis convergen en subrayar su hilo conductor populista. Los partidos de extrema derecha comparten un mismo estilo retórico: atribuyen el poder legítimo al “pueblo” (en singular, soslayando que se trata de una categoría que, en órdenes pluralistas, siempre se conjuga en plural) en detrimento de las élites, englobando en esta última categoría a los políticos y a todo aquello que suene a saber “experto”.
Forma de discurso aparte, estos partidos comparten una serie de valores y actitudes: nacionalismo exacerbado, nativismo, xenofobia (la cuestión migratoria es su tema estrella) o negacionismo de la subordinación efectiva de la mujer en la sociedad. En este sentido se habla de nacionalpopulismo o de populismo autoritario.
La extrema derecha ha doblado su porcentaje de voto en las cámaras representativas de Europa desde la década de 1970 hasta la de 2010, pasando de un valor medio del 5,9 hasta el 11,7 %. Gobiernan en países del Este como Hungría, Polonia, la República Checa y Eslovenia; en Austria, Italia, Suiza o Noruega han participado en coaliciones de gobierno; en España y Alemania, Vox y Alternativa por Alemania (AfD) se han aupado en un tiempo meteórico (ambos surgieron en 2013) a la tercera posición; en Francia el Frente Nacional (FN) es desde hace décadas una fuerza central del tablero político.
Que estos partidos participen de una misma retórica y valores (que compartan cultura política) no implica que propugnen las mismas políticas. El FN defiende de las estructuras del Estado de Bienestar para los “franceses” y la nacionalización de empresas estratégicas, lo que ha llegado a convertirle en la principal opción entre la clase obrera.
En el polo opuesto, lo que se conoce del programa económico de Vox (su propuesta “Bienestar para todos”, de abril de 2019) les ubica entre los defensores del estado mínimo.
Los populistas autoritarios que gobiernan Hungría y Polonia han hecho política de Estado de la homofobia, y todavía circula el antisemitismo por sus venas; en cambio, otras formaciones, sobre todo del norte del continente, mantienen una postura más tolerante en cuestiones de orientación sexual y muestran su apoyo expreso al Estado de Israel y a su política de “contención” de sus vecinos árabes.
Con cierta frecuencia se habla de “fascistas” o “fachas” para señalar a este tipo de formaciones. Considerando lo que representó el fenómeno fascista en Europa en el periodo de entreguerras, y después de la II Guerra Mundial con la instauración de regímenes autoritarios en España, Grecia y Portugal, el uso de la etiqueta aconseja ciertas reservas.
Es cierto que partidos europeos que defienden el legado de regímenes liberticidas y genocidas, como el Partido Nacionaldemocrático Alemán (NPD), Amanecer Dorado en Grecia o Jobbik en Hungría, caben bajo la rúbrica de neofascistas. Es asimismo una constatación empírica la presencia en las filas nacionalpopulistas de individuos y sensibilidades fascistas, como se ha podido apreciar en la simbología franquista exhibida por asistentes a actos públicos de Vox, o como muestra la corriente “Der Flügel”, de resabios nazis, en el seno de la AfD.
Distinto es el caso de la derecha nacionalpopulista. Presenta analogías innegables con el fascismo clásico, como la exaltación de la “comunidad nacional”, la animadversión a la “vieja” política (los fascistas italianos ya denunciaron a la “casta”), su inclinación a dividir el mundo en individuos y pueblos “peores” y “mejores”, o una relectura de la historia nacional trufada de mitos y leyendas. Pero trazar analogías no equivale a desvelar homologías; de ahí que convenga acercarse a la extrema derecha de hoy con las cautelas necesarias para no banalizar un fenómeno que diverge del fascismo histórico en aspectos esenciales.
El fascismo, en primer lugar, nunca mostró el menor aprecio por la democracia liberal, ni por sus instituciones ni tampoco por su principio de respeto a la autonomía del individuo. Hitler lo expresó sin ambages en ‘Mi lucha’: el NSDAP “es en su naturaleza y organización interna antiparlamentario, es decir, rechaza […] el principio de la aprobación de la mayoría”.
Los populistas autoritarios de nuestros días, por su parte, desconfían de la democracia liberal en la medida que sospechan del libre albedrío individual que llega a cuestionar vínculos comunitarios ancestrales (la patria, el legado cristiano o una identidad cultural entendida de forma rígida, por ejemplo).
En cambio, postulan una democracia directa que de la voz al “pueblo”, sin mediación alguna. Inspirados en el modelo suizo, el FN, la AfD o el FPÖ austriaco recogen en sus programas medidas de “proximidad democrática” en forma de referendos y de iniciativas populares; eso sí, para votar por cuestiones como la pena de muerte o la limitación del acceso de inmigrantes. Renegar de la democracia liberal no es, pues, necesariamente lo mismo que ser antidemócratas, sino apostar por otro modelo de democracia que, asimismo, apela al pueblo como su clave de bóveda.
Otra diferencia entre el fascismo y el populismo autoritario tiene que ver con el uso de la violencia para alcanzar fines políticos. Los fascismos clásicos se sirvieron de grupos paramilitares dispuestos a batirse a muerte contra el “enemigo” marxista en su ruta hacia el poder. Los ‘arditi’ italianos y hombres de las SA alemanes caídos en la “lucha por la calle” fueron exhibidos como prefiguraciones del “hombre nuevo”.
Se trataba, sostenía su propaganda, de valientes y desprendidos patriotas capaces del último sacrificio por la regeneración de la patria vista como amenazada. La glorificación de los “mártires” caídos cumplió otra función: servir de “pegamento del movimiento”, Goebbels dixit. Los populistas autoritarios, en cambio, persiguen sus objetivos por vías legales y pacíficas.
El fascismo fue un fenómeno histórico que provocó la muerte a millones de personas. Asimilarlo con la extrema derecha de hoy denota falta de rigor histórico, lo cual no obsta para que el estudio del fascismo de ayer arroje luz sobre ciertas facetas del nacionalpopulismo de hoy.
Este artículo fue publicado originalmente en Campusa, publicación digital de la UPV/EHU.
Este artículo fue publicado originalmente por The Conversation. Lea aquí el original. CIPER lo difunde en el marco del acuerdo que ambos medios tienen para divulgar investigación académica en formato accesible para todo el público.