CIPER ACADÉMICO / ENSAYO
Desafíos del feminismo en la discusión constituyente
30.12.2020
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CIPER ACADÉMICO / ENSAYO
30.12.2020
La autora revisa los desafíos del feminismo en Chile, tras un año marcado por el triunfo de la reforma constitucional que nos transformó en el primer país del mundo que tendrá una convención paritaria; y marcado también por cómo la pandemia y la crisis económica impactó a la fuerza laboral femenina con desempleo y sobrecarga en el hogar. ¿Cómo avanzar hacia una Constitución que consagre la igualdad de género? La autora cree que no es fácil y advierte sobre un espejismo común dentro de la izquierda: un estado más igualitario en lo social no desarma, necesariamente, las asimetrías de género.
El llamado “estallido social” de octubre de 2019 es el desenlace de un encadenamiento de movimientos sociales que vienen sucediéndose en las dos últimas décadas con cierta regularidad, fisurando la reputación chilena de modelo ejemplar de transición democrática, estabilidad y desarrollo social en Latinoamérica. En este periodo, el relativo protagonismo de actores y demandas relacionadas con la educación pública y gratuita (“pingüinos” en 2006 y universitarios en 2011-2012) ha ido cediendo paso a la emergencia de otros actores y demandas sociales, como No +AFP (2016) y el movimiento feminista (marcha del 8M en 2019 y 2020).
Desde el retorno a la democracia, el movimiento feminista chileno había tenido una presencia intermitente en el debate sociopolítico, en torno a demandas específicas (como el divorcio, la violencia o los derechos reproductivos), con mayor o menor grado de movilización y visibilidad mediática. Antes y durante la revuelta social de octubre de 2019 se produjo una intensificación de la movilización feminista, encarnada en episodios de activismo más concentrados en el tiempo, desplegados a través de un diversificado repertorio político, que incluye la marcha y la performance de protesta.
Este activismo generó las condiciones para que la demanda por paridad política en el proceso constituyente se plasmara en una reforma constitucional (ley Nº 21.216, D.O. 24.03.2020), transformando a Chile en el primer país en el mundo que ha garantizado un diseño de asamblea constituyente (la convención constitucional) que resguarda un estricto equilibrio entre hombres y mujeres.
En el marco de la revuelta social, la movilización feminista se entretejió con otros proyectos transformadores, en particular, con la crítica al paradigma neoliberal. Y promovió la sustitución de la narrativa totalizante del mercado por un modelo alternativo que reconozca el valor de lo comunitario y proteja la diversidad cultural, reivindique el rol del Estado en la articulación de una sociedad más justa y permita afrontar la crisis ecológica.
No debiera darse por sentado que la igualdad de género es una especie de subproducto de otras agendas políticas que pudieran permear el debate constitucional
No cabe duda de que un programa neoliberal (depredador de la solidaridad institucional, promotor de una especie de darwinismo social y reductor de la acción estatal a asegurar el funcionamiento del mercado) expone especialmente a las mujeres a explotación, la pobreza, la violencia y la marginación. Es claro también que la vulnerabilidad ante la discriminación no se reparte entre las mujeres de manera idéntica y que la clase social, la pertenencia étnico-racial, la orientación erótica-afectiva son factores de jerarquización social que se combinan con la cuestión de género precarizando las vulnerabilidades. Toda la evidencia apunta también a que la degradación medioambiental, sobre todo en países pobres, afecta particularmente a las mujeres, al estar ligadas tradicionalmente a las labores de subsistencia (como traer el agua y cultivar la tierra) y a las necesidades de cuidado.
Sin embargo, no debiera darse por sentado que la igualdad de género es una especie de subproducto de otras agendas políticas que pudieran permear el debate constitucional. Dicho en términos más concretos, una nueva Constitución que consagrara un Welfare State, reconociera y protegiera la diversidad cultural, promoviera las políticas de identidad y estableciera la protección de la naturaleza, entre otras posibilidades, no necesariamente sería una constitución feminista. Esto es así porque no todas las formas de pensar y ejecutar dichos programas políticos son capaces de transformar las asimetrías que subyacen a la desigualdad de género. Si bien lo propio de una Constitución en una sociedad pluralista es que ella cobije (o permita) diferentes programas políticos, reconozca y ampare múltiples dimensiones de la vida social a través del establecimiento de distintos tipos de derechos humanos; al ser llevados a la práctica esos distintos programas y derechos, pueden colisionar entre sí e, incluso, unos pueden fagocitar a los otros.
Es importante, entonces, resistir la tentación de soslayar las tensiones que pueden existir entre diversos problemas sociales y agendas de cambio, “subsumiéndolos bajo una rúbrica emancipatorio-utópica que todo lo hermana, pero, a la vez, todo lo aplana” (Amoros, 2000:16) y que diluye, de paso, sus implicancias de género.
La historia reciente del pensamiento y de la práctica feministas está llena de las tensiones y paradojas entre los intereses emancipadores e igualadores de las mujeres y otras agendas sociales. Así, a finales de la década del 80, en su clásico Toward a Feminist Theory of the State (Hacia una teoría feminista del Estado), Catharine Mackinnon formulaba una crítica a la teoría marxista respecto de su manera de tematizar las relaciones entre clase social y género. Ahí la acusaba de promover un enfoque totalizante de las desigualdades sociales, que “iguala y hunde los problemas de las mujeres”, subsumiéndolos, reduciéndolos y asimilándolos al análisis de clase” (1995:121).
Es claro que la vulnerabilidad ante la discriminación no se reparte entre las mujeres de manera idéntica y que la clase social, la pertenencia étnico-racial, la orientación erótica-afectiva son factores de jerarquización social que se combinan con la cuestión de género precarizando las vulnerabilidades
Las políticas de bienestar — o, simplemente, políticas sociales—tampoco se han salvado del escrutinio feminista. Desde la década del 90, múltiples investigaciones vienen mostrando que, si bien dichas políticas han logrado “desmercantilizar” el ingreso de las personas y colectivizar los riesgos (desempleo, vejez, enfermedad, etc.), esto se ha hecho a costa de mantener inalterada las bases de la familia patriarcal. Así, han equiparado al “trabajador” con el “proveedor-varón” (Lewis, 1997), monetarizado y burocratizado los derechos sociales y transformado a las mujeres en destinatarias de ayudas en el plano familiar, incentivando en ellas comportamientos estratégicos que refuerzan la división de género de las funciones de cuidado (Fraser, 2015: 62-63).
Un ejemplo elocuente de lo anterior son los programas de transferencia condicionadas (PTC), profusamente utilizados en América Latina y El Caribe en las últimas décadas. Los PTC se caracterizan por supeditar la entrega de recursos monetarios y no monetarios por parte del Estado a las familias en situación de pobreza o pobreza extrema que tienen hijos menores de edad, a la condición de que dichas familias cumplan con ciertos compromisos asociados al mejoramiento de las capacidades humanas de niños, niñas y adolescentes. Las mujeres, quienes reciben el beneficio, son utilizadas como verdaderas ejecutoras de estos programas, consolidando su rol de género y designándolas responsables principales del funcionamiento del hogar y cuidado de sus integrantes (Molyneux, 2006). Sin ir más lejos, el Ingreso Ético Familiar en Chile (ley Nº 20.595) contempla la posibilidad de transferir diversos “bonos” a las familias más pobres a condición de que estas (en la práctica, las madres) acrediten la asistencia de sus hijos/as a los controles del niño sano o a la escuela (85% o más de asistencia mensual); o, bien, den cuenta del logro de ciertos rendimientos académicos por parte de aquellos.
Las tensiones entre la agenda de género y el reconocimiento de la diversidad cultural han sido también objeto creciente de preocupación feminista. En un provocador ensayo titulado Is Multiculturalism Bad for Women? (¿Es el multiculturalismo malo para las mujeres?), publicado a fines de los 90, Susan M. Okin afirma que la mayor parte de las culturas son patriarcales y contemplan costumbres cuyo propósito es controlar a las mujeres (especialmente, en su sexualidad y reproducción). Ahí la filósofa advierte que la reivindicación de derechos culturales no necesariamente es parte de la solución de la discriminación y de la violencia contra las mujeres pudiendo, en algunos casos, agudizar estos fenómenos (Okin, 1999).
En Chile ya hemos tenido algunos asomos de este tipo de discusiones. La más reciente se vinculó al requerimiento de inaplicabilidad por inconstitucionalidad que, en junio de este año, planteó el Juzgado Mixto de Rapa Nui ante el Tribunal Constitucional (TC) a propósito de la violación de una mujer turista. Este requerimiento fue acogido por el TC, en septiembre pasado, si bien no está disponible aún la sentencia para acceder a sus fundamentos. El tribunal requirente adujo que los artículos 13 y 14 de la ley Nº 16.441 (conocida como la Ley Pascua) que prevén una rebaja de la penalidad del delito de violación en el caso de ser perpetrado por hombres Rapa Nui, en el territorio de la isla (de 3 años y 1 día a 5 años de privación de libertad en lugar de 5 años y 1 día a 15 años) y un régimen más favorable en el cumplimiento de la pena, son contrarios a la cláusula de igualdad constitucional y a tratados internacionales. En contra de esta tesis, el Consejo de Ancianos de Rapa Nui, en su escrito de amicus curiae, presentado durante la tramitación del citado requerimiento, defendió la constitucionalidad de esas normas arguyendo que se trata de reglas legales de determinación de la pena que establecen una rebaja establecida por motivos culturales y étnicos, basada en “la incompatibilidad de la cosmovisión de la sexualidad y el erotismo Rapa Nui con la forma de entender y reprimir la sexualidad en el mundo continental conforme a la ley penal chilena” (Rol 8792-20, p. 698).
Toda la evidencia apunta a que la degradación medioambiental, sobre todo en países y territorios pobres, afecta particularmente a las mujeres, al estar ligadas tradicionalmente a las labores de subsistencia (traer el agua, cultivar la tierra) y a las necesidades de cuidado
La jurista española, Ruth Rubio, quien viene realizando uno de los trabajos de más largo aliento sobre constitucionalismo y género en el plano histórico-comparado, ha puesto de relieve que el proceso de “ciudadanización” que trajo consigo el constitucionalismo moderno ha estado atravesado por el género desde sus inicios, mediante una hebra bien hilvanada de significados sociales en los que se han entrelazado Estado, familia y nación. Rubio (2020a) destaca que, por un lado, la noción de ciudadanía estatal se creó en torno a la idea de que los derechos no se conferirían a los individuos, sino a los hombres como representantes de una familia, en tanto las mujeres los adquirían de forma refleja, a través del vínculo matrimonial, que legitimaba, a su vez, su posición social subordinada en el orden moderno. Por otro lado, debido a que históricamente las mujeres han sido las transmisoras intergeneracionales de tradiciones culturales, costumbres, canciones, cocina y lengua, lo femenino ha sido considerado como un asunto central en las reivindicaciones constitucionales relacionadas con las naciones. De ahí que, en varios textos jurídico-constitucionales recientes, los cuales reconocen la diversidad cultural al interior de ciertos Estados o dentro de estructuras internacionales, las reglas que deciden la existencia, composición y ruptura de las familias, sean tratadas como verdaderas cuestiones de supervivencia nacional o cultural, imposibilitando su universalización como cuestiones que afectan los derechos humanos de las mujeres.
En suma, es importante tomar nota de que lo femenino no ha dejado de ser un terreno de disputa en el constitucionalismo contemporáneo. Aun cuando no se discuta directamente la subjetividad de las mujeres (si estas pueden o no ser titulares de derechos), como sí se hacía en el constitucionalismo decimonónico, lo femenino todavía es pensado como una pieza maestra de una serie de discusiones que orbitan alrededor de conceptos considerados elementales (dentro de la articulación constitucional la familia, la nación, lo privado, lo público, entre otros). Este entramado de conceptos y de prácticas crea el sedimento que posibilita una construcción dialéctica, residual e inestable de la subjetividad femenina, ubicada en una especie de limbo entre el estado de naturaleza y el pacto social, lo privado y lo público, el estatus social de “lo femenino” y la ciudadanía igualitaria.
Lo expuesto hasta aquí no quiere decir que las feministas deban abandonar toda defensa de agendas políticas variadas en una discusión constituyente ni mirarlas necesariamente con recelo; después de todo el feminismo, como movimiento social y repertorio de pensamiento, ha sido siempre proclive a las alianzas. Pero, es importante no pasar por alto que todos los programas e ideas que nos parecen valiosos no siempre se realizan de forma conjunta, armónica y sincrónica. Y, sobre todo, es imperativo tomar nota de que hay una relación especialmente problemática o tensa entre los dispositivos históricos de sujeción femenina (el Estado, la familia, la cultura, el capital, entre otros) y la transformación social de género.
Apelar a esos dispositivos, sin intentar reestructurar sus lógicas, servirse de imaginarios que les son funcionales u olvidar que las relaciones de poder en las que se encuentran inmersos los sujetos —en especial, las mujeres— son complejas y en ellas interactúan relaciones de sentido con relaciones de producción (Foucault ,1976) conlleva complicaciones y peligros. Así, por ejemplo, demandar protección constitucional de la maternidad, reconocimiento y retribución del cuidado sobre la base de lógicas esencialistas— que asuman que las mujeres tienen “naturalmente” una aptitud para la maternidad y el cuidado— puede socavar la idea de la maternidad como opción libre y personal, y comprometer el proyecto de corresponsabilización en las tareas de cuidado al interior de la familia.
La historia reciente del pensamiento y de la práctica feministas está llena de las tensiones y paradojas entre los intereses emancipadores e igualadores de las mujeres y otras agendas sociales
De otro lado, descansar dogmáticamente en la idea de que todas las formas de retribución del cuidado y del trabajo doméstico son per se indeseables porque rigidizan un imaginario tradicional de lo femenino puede tener también sus propios inconvenientes. Nancy Fraser (2015) ha subrayado que el rechazo del feminismo de la segunda ola estadounidense (1960-1980) a discutir sobre cualquier medida de retribución del trabajo doméstico y su decisión de abandonar el debate sobre la redistribución económica, focalizándose en las políticas de la diferencia y de la identidad, ha terminado por crear una convergencia no intencionada entre la crítica feminista y las lógicas neoliberales. Los nuevos discursos capitalistas, que hacen gala de estar purgados de sesgos de género, aceptan y promueven entusiastamente el ingreso de las mujeres al mercado de trabajo, idealizan el modelo de familia con dos proveedores y fomentan la “flexibilización” (desregulación) del trabajo femenino invocando la necesidad de que las mujeres compatibilicen su vida laboral con su vida familiar. En América Latina, en particular, los renovados esfuerzos reguladores de las normas de género provenientes del Estado han sido dirigidos a “preparar” a las mujeres para la empleabilidad, convertirlas en potenciales trabajadoras sin que descuiden la gestión doméstica. El “empoderamiento” que este modelo de familia con dos salarios y trabajo “flexible” ofrece a las mujeres es limitado. No se emancipan del mercado ni de la estructura de familia patriarcal, cuyas necesidades de acumulación de capital y gestión del cuidado siguen satisfaciendo con su doble trabajo (Schild, 2016).
Desde el punto de vista de la agenda feminista, el debate constitucional no debiera concebirse como un ejercicio agregativo de múltiples intereses sino como un ejercicio reflexivo en el que se formulan y responden varias preguntas. No solo debiésemos interrogarnos por cuáles intereses tienen relevancia ético-política y deben tener protección constitucional (por ejemplo, la protección de la maternidad o el reconocimiento y valoración del cuidado), sino también deberíamos preguntarnos por los marcos ideológico-interpretativos en que se insertan esas necesidades, qué propósitos ético-políticos persiguen y cómo se concilian con la transformación de género. Dicho de otro modo, no solo es importante preguntarse si la maternidad debiera considerarse un interés a proteger por la Constitución sino, en su caso, cuál sería el enmarque o justificación de ello. No da lo mismo que se proteja la maternidad como uno de los múltiples proyectos valiosos para el desarrollo personal de las mujeres y/o porque se desea “socializar” sus costos mediante el aseguramiento estatal de una red de cuidados, que plasmar una protección constitucional de la maternidad como una especie de propiedad descriptora de lo femenino o como un deber (de cuidado) que las mujeres tienen para con la sociedad, sus familias o sus hijos/as.
Dado que es muy fácil que la voz de las mujeres sea tergiversada en las decisiones que necesariamente complementarán una nueva Constitución (ya sea en la forma de leyes, políticas administrativas o decisiones judiciales), es imperativo, además, plantearse en el debate constituyente a quién le corresponderá determinar establemente los medios para satisfacer esas necesidades, intereses constitucionales o derechos y cuál será la participación que los colectivos concernidos tendrán en este proceso (Fraser, 2016: 79). No por casualidad, el giro participativo del constitucionalismo contemporáneo, ocurrido a partir de la década del 90, mediante la expansión del principio de paridad o presencia equilibrada de mujeres y hombres en la toma de decisiones públicas y en la esfera de relaciones privadas (como empresas, universidades etc.), es el hito que ha ofrecido, hasta ahora, las mejores posibilidades para sentar las bases de una real transformación de género desde el constitucionalismo (Rubio, 2020b).
Sería un error, por consiguiente, que la discusión sobre las agendas de cambio — incluida la de género — y sobre la manera de compatibilizarlas entre sí, se hiciera al margen de la discusión sobre los resortes constitucionales de la distribución del poder social y político. Dicha advertencia puede resultar todavía más pertinente si examinamos el contexto histórico-regional en el que se inscribe la discusión constituyente chilena.
Roberto Gargarella ha puesto de relieve que los sucesivos procesos constituyentes o grandes reformas en Latinoamérica (Colombia 1991, Argentina 1994, Venezuela 1999, Ecuador 2008, y Bolivia) han tenido dos almas: una que intenta darle centralidad a la cuestión social y otra que le sigue rindiendo culto a lógicas decimonónicas. En palabras del constitucionalista argentino: “la «clase trabajadora» (y los grupos desaventajados, en general) encontraron lugar en los textos constitucionales, desde comienzos del siglo XX, pero solo en la sección de los derechos. La sección constitucional que organiza las «palancas del poder» sigue estando reservada a unos pocos.” (Gargarella, 2015: 172). De ahí que las discusiones sobre el régimen político (presidencialismo, parlamentarismo o formas híbridas), sobre la forma del Estado (unitario, federal, regional), sobre la integración y designación del Congreso y del Poder Judicial, sobre el sistema electoral, entre otras materias, no son neutras desde el punto de vista de las agendas sociales y, en particular, desde la perspectiva de género. Al contrario, las decisiones que se tomen a este respecto pueden favorecer o entorpecer el acceso de ciertos colectivos (mujeres, en particular) a la toma de decisiones, potenciar o mermar su incidencia en estas decisiones, mejorar o empeorar el rendimiento de ciertas políticas públicas.
La neutralización de los derechos como herramienta transformadora en el constitucionalismo latinoamericano ha estado muy ligada al recurso a la “acumulación” de contenidos como técnica de redacción constituyente. En efecto, cuando las asambleas constituyentes no podían llegar a acuerdos ni se aceptaba que los disensos fueran solucionados vía legislación ordinaria, varias constituciones de la región terminaron por juntar las diversas pretensiones, dejando el texto resultante en abierta tensión. Esto explica que en las constituciones latinoamericanas coexistan declaraciones de nuevos derechos (entre otros, derechos de participación y referencias a los derechos de mujeres, minorías sexuales, religiosas, étnicas, raciales o nacionales) con una organización, basaba en un entendimiento restrictivo o elitista de la democracia, lo que ha propiciado que esos nuevos derechos sean, en la práctica, simples triunfos testimoniales (Gargarella, 2016).
Además de los riesgos de banalización de los derechos de género obtenidos en el marco de un proceso constituyente, una eventual estrategia de acumulación respecto de las agendas feministas puede facilitar su tergiversación. Las mujeres históricamente no han gozado de la capacidad de autorrepresentarse, es decir, han sido, definidas desde afuera y colocadas en una red de significados—la madre-esposa, la monja, la presa, la puta, a las que se refiere Lagarde (2005) — que son, precisamente, los que la movilización feminista ha puesto en el centro de una disputa político-cultural. Como el sistema sexo-género es, además de un estabilizador de roles sociales, un aparato que asigna significado (identidad, valor, prestigio, ubicación en la jerarquía social, etc.) a los individuos en la sociedad, ser representado y representarse como varón o mujer implica, en la práctica, asumir la totalidad de los efectos de esos significados heteroasignados (de Lauretis, 1987:5).
De modo que el desafío de poner al constitucionalismo al servicio de las mujeres requiere no solo reflexionar sobre los lastres, inercias y sesgos de las discusiones y prácticas constitucionales sino también sobre las estrategias feministas, sus potencias y límites, para contrarrestarlos.
Editado por Juan Andrés Guzmán
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Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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