CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
Cómo construir confianza en un sistema de educación superior todavía golpeado por los desastres del 2000
10.12.2020
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CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
10.12.2020
Una de las condiciones para asegurar el funcionamiento de la educación superior es la confianza pública: la de las familias que no quieren volver a ser engañadas por universidades que desaparecen o quiebran a pesar de estar acreditadas por el Estado; la confianza del Estado que desde los 2000 ha financiado a instituciones de cuestionable calidad; y la confianza de las universidades e institutos que sienten que no son evaluados con justicia. A partir del debate sobre los nuevos indicadores propuestos por la Comisión Nacional de Acreditación, la columna revisa la historia reciente de la acreditación y las formas de definir calidad, y sugiere que el actual debate constituyente es una oportunidad para reflexionar sobre la función de las universidades.
Este artículo se basa en dos trabajos académicos a ser prontamente publicados: ¿En qué confiamos al evaluar la calidad de las universidades? Evolución de los mecanismos externos de aseguramiento de la calidad en Chile. Revista Iberoamericana de Educación Superior, de Julio Labraña y César Mariñez. Y What Does it Mean to Assess Quality? A Sociohistorical Analysis of Quality Assurance Systems in Chilean Higher Education. En Murphy, M., Burke, C., Costa, C. & Raaper, R. (eds.) Social Theory and the Politics of Higher Education. Critical Perspectives on Institutional Research. Bloomsbury: Londres-Oxford, de Tomás Koch y Julio Labraña.
La CNA (Comisión Nacional de Acreditación) propuso nuevos estándares y criterios para la acreditación de instituciones de educación superior, lo cual ha sido objeto de un intenso debate[1] entre rectores de universidades, investigadores y tomadores de decisión. El tema es central: de la acreditación dependen gran parte de los recursos a los que las universidades pueden acceder y las actividades que éstas deben priorizar (Labraña & Rodríguez, 2017). Asimismo, en la medida en que vela por la calidad de las instituciones, la acreditación hace las veces de señal o garantía de confianza frente a las familias.
Fue precisamente esta confianza la que se vio erosionada a comienzos de 2010, cuando el sistema de evaluación se vio envuelto en una serie de escándalos que apuntaban a su incapacidad para evaluar adecuadamente la calidad de las universidades . Los hechos fueron un antecedente importante para las movilizaciones de 2011 y se formó una comisión investigadora en la Cámara de Diputados que concluyó que la CNA había hecho un daño “en la fe pública del sistema”, pues había acreditado “instituciones y carreras de dudosa calidad”.
Hoy, esta institución propone una serie de parámetros para evaluar la calidad de las instituciones de educación superior, y el debate se ha concentrado especialmente en las debilidades percibidas en el modelo propuesto. Por ejemplo, su incapacidad para valorar la heterogeneidad de misiones que caracterizan a las instituciones del sector; la falta de reconocimiento de importantes dimensiones del quehacer universitario; su opción por un control burocrático; la ausencia de una perspectiva de género, y la persistencia de un sistema centralizado basado en la desconfianza sobre las universidades. ¿Cómo pensar y construir entonces un sistema de acreditación que asegure la confianza pública en las instituciones de educación superior?
En esta columna sostenemos que para abordar esta pregunta y la actual discusión, es necesario poner el sistema en perspectiva histórica. Ofrecemos un recorrido por los principales cambios a los que ha estado sujeto el proceso de acreditación desde sus inicios, enfocándonos en los distintos modos en que se ha buscado construir confianza, así como en la capacidad que el sistema de acreditación ha mostrado para responder a los desafíos que el entorno universitario y social han planteado.
En esa línea, argumentaremos que el debate actual en torno a la acreditación de las universidades es técnico y político; y que, en última instancia, se refiere a las expectativas que existen sobre el rol de las universidades en la sociedad contemporánea. Esto resulta particularmente relevante en el contexto de cambio constitucional, pues es un espacio para pensar cuál es el rol que como sociedad le asignamos a la educación superior, y los mecanismos para asegurar su calidad.
Desde una mirada histórica, el sistema de acreditación actual es sumamente reciente en Chile. Hasta fines de la primera mitad del siglo XX, la definición de calidad y la política de evaluación de calidad de las universidades estaban fuertemente basadas en lo que la Universidad de Chile hacía o dejaba de hacer. Se trataba de un sistema jerárquico, donde el control de calidad de la educación superior estaba monopolizado. Así, la Universidad Católica (1888), la Universidad de Concepción (1919), la Universidad Técnica Federico Santa María (1926), la Universidad Católica de Valparaíso (1928), la Universidad Austral de Chile (1954) y la Universidad del Norte (1956) debieron hacer que sus estudiantes rindieran exámenes ante comisiones formadas por académicos de la Universidad de Chile.
Aunque esta forma de regulación quedó registrada en distintas leyes[2], fueron los cambios del propio sistema universitario los que hicieron inviable que la Universidad de Chile mantuviera este rol de gran evaluador a contar de los cincuenta. Por una parte, las universidades ya mencionadas habían aumentado su matrícula ante la mayor demanda profesional, superando la capacidad de respuesta de los académicos de la Universidad de Chile. Por otra, la universidad estatal comenzó a perder su monopolio del conocimiento superior frente a otras instituciones que, como apunta Levy (1986), desarrollan actividades similares en docencia, investigación y vinculación con el entorno. Finalmente, durante esta época se produce la gran reforma de las universidades, que resulta en la creación de departamentos disciplinarios con relativa autonomía respecto de las carreras. Estas transformaciones produjeron una diversificación de la oferta en el sector universitario, complejizando así su estructura interna y dificultando la continuidad del sistema de evaluación vigente.
La creciente expansión y diversificación del sistema universitario gatilló finalmente el reemplazo de un sistema de evaluación jerárquico y centralizado, por uno basado en la confianza estatal en las universidades, ya fueran públicas o privadas. La idea de confianza estatal apunta a que si bien las nuevas universidades debían ser reconocidas por el Estado para poder otorgar títulos profesionales, una vez obtenida la autorización, éstas podían operar de manera autónoma y recibir recursos públicos no sujetos a rendición de cuentas (Bernasconi & Rojas, 2004). Este arreglo se mantuvo hasta la reforma universitaria impuesta durante la dictadura cívico-militar; específicamente, hasta que el Decreto con Fuerza de Ley N° 1 (1981) flexibilizó el criterio para la creación de nuevas universidades privadas y estableció que éstas debían presentar sus programas de estudio ya no ante una universidad estatal, sino ante académicos de cualquier universidad tradicional (estatal o privada) creada antes de 1981. Bajo este nuevo arreglo, eran las universidades tradicionales las que tenían la atribución de definir qué se entendía por calidad universitaria, al tiempo que se les asignaba el rol de supervigilarla.
El debate en torno a la acreditación de las universidades es técnico y político; y, en última instancia, se refiere a las expectativas que existen sobre el rol de las universidades en la sociedad contemporánea
Entre 1988 y 1990 se autorizó el funcionamiento de 25 universidades, cuyas demandas por la evaluación de sus programas sobrepasaron las capacidades académicas de las instituciones tradicionales (Bernasconi & Rojas, 2004). Se estableció un mecanismo central de evaluación de la calidad de las universidades, presentado principalmente como una cuestión técnica y no política, lo que facilitó el mantenimiento del sistema tal como estaba diseñado y la exclusión de su discusión pública[3]. En la práctica, se trató de una estructura central con relativa autonomía tanto del gobierno como de las universidades, lo que aseguró definiciones y un control de la calidad independiente de las preferencias políticas de los gobiernos de turno, así como de los cuerpos universitarios y sus nuevas direcciones elegidas democráticamente. La tecnificación de los parámetros de evaluación, junto con su falta de legitimación social, despolitizó, de este modo, la discusión, y aseguró el funcionamiento del emergente (cuasi-)mercado de la educación superior chilena. Estos factores resultaron en un nuevo cambio de los mecanismos de aseguramiento de la calidad: desde una confianza basada en el prestigio histórico de las instituciones tradicionales a una confianza más tecnificada, concebida como resultante de una medición basada en criterios y estándares decididos como relevantes. Es aquí donde nace el actual sistema de acreditación.
Una de las instituciones creadas por la LOCE[4] fue el Consejo Superior de Educación, al cual se le asignó la responsabilidad de evaluar los proyectos institucionales de las nuevas universidades que aspirasen a tener reconocimiento oficial a contar de 1990, así como de verificar y evaluar su correcto desarrollo por un periodo de entre 6 y 11 años. Si bien el Consejo Superior de Educación operaría sin cambios significativos en la siguiente década, sus limitaciones comenzaron a hacerse visibles. Impulsadas por la necesidad de atraer mayores recursos en un entorno económicamente competitivo[5], tanto las nuevas universidades privadas como las tradicionales, tendieron a abrir nuevas sedes a lo largo del país, sin necesariamente asegurar que conservasen adecuados niveles de calidad. Como muestra el estudio de Zapata, Rojas y Fleet (2003), entre 1990 y 2003 el número de sedes de las universidades casi se triplicó, pasando de 79 a 238 a lo largo del país.
Con el objetivo de resolver este problema, en 1999 se creó la Comisión Nacional de Acreditación de Pregrado, órgano dedicado a iniciar procesos piloto de acreditación, de carácter voluntario, a instituciones autónomas de educación superior. Estas evaluaciones fueron pensadas inicialmente como un medio de evidenciar prestigio frente a sus competidores (Salazar, 2013), y no como una condición para acceder a recursos fiscales. Esto cambiaría con la promulgación en 2006 de la Ley N° 20.129, que estableció un sistema nacional de aseguramiento de la calidad de la educación superior. Este nuevo sistema vinculaba por primera vez directamente la acreditación de las instituciones con el financiamiento del sistema, en la medida en que podía determinar si éstas eran elegibles para que sus estudiantes tuviesen acceso al Crédito con Aval del Estado (2005).
Este vínculo con el financiamiento consolida el rol de la Comisión Nacional de Acreditación como garante de la calidad, siendo un mecanismo fundamental para estructurar el sistema y entregar información a las/os futuras/os estudiantes para la toma de decisiones. Tal como apuntaba el mensaje que acompañó este proyecto de ley, la evaluación de este organismo buscaba que “las decisiones que los ciudadanos adopten con relación a los servicios proporcionados por el sistema de educación superior” estuviesen “apoyadas por antecedentes sólidos, provenientes de la propia comunidad técnica, profesional y académica, y refrendados y sustentados por el Estado” (Ministerio de Educación, 2006:6).
La creación de la CNA da inicio a un nuevo momento para la gestión del sistema de educación superior. En este nuevo marco, el proceso de evaluación se presenta como una cuestión principalmente técnica, en que la definición de calidad no depende ni del prestigio, ni de la tradición, ni tampoco de su adecuación a un plan de desarrollo nacional. Se trataría de un sistema basado únicamente en los resultados que las instituciones obtengan en métricas construidas en base a ciertos criterios y dimensiones cuantificables y comparables, que han sido identificados como relevantes por las comunidades expertas (Labraña & Rodríguez, 2017). A modo de ejemplo, la CNA identificó inicialmente como obligatorias para la acreditación institucional las áreas de gestión y docencia de pregrado, dejando como voluntarias las de docencia de postgrado, investigación y vinculación con el medio. Cada una de estas áreas incorporaba a su vez una serie de aspectos —debidamente reglamentados— que debían ser obligatoriamente considerados en la evaluación de las universidades y que determinaba si estas eran acreditadas o no y por cuántos años.
Fue precisamente esta estructura la que hizo crisis en 2010. Los escándalos mencionados anteriormente dejaron entrever que las decisiones de la CNA no eran regidas solo por criterios objetivos, como se presentaba en el discurso oficial, sino que, en ocasiones, resultaban de presiones político-económicas. La crisis de la CNA en este período mostró que la institución no logró cumplir con la misión encomendada en los propios términos en los que se había fundado y era presentada; esto es: servir de gestores y garantes de la nueva confianza tecnificada en las instituciones.
A la luz de esta revisión histórica y con miras al debate actual debemos comprender que toda decisión —incluso aquellas referidas a la calidad de las universidades — parte de una definición, más o menos explícita, de qué es y qué no es calidad (Readings, 1996; Luhmann, 2010). Y que dicha definición, que es crucial para sustentar una confianza tecnificada basada en indicadores confiables, depende en parte del rol y expectativas que se les asignen a las universidades en distintos momentos. Como hemos mostrado en este breve recorrido histórico, la definición de calidad en los sistemas de evaluación es contingente; es decir, está en directa relación con su adecuación a las necesidades y demandas de una sociedad cambiante, e implica una permanente redefinición de los mecanismos para resguardarla.
Los escándalos dejaron entrever que las decisiones de la CNA no eran regidas solo por criterios objetivos, como se presentaba en el discurso oficial, sino que, en ocasiones, resultaban de presiones político-económicas
En un contexto en que no parece ya plausible retornar a formas anteriores de resguardo de la calidad de la educación superior, resulta esencial entonces reconocer que el debate sobre la reciente propuesta de la CNA es una cuestión tanto política como técnica. Dada la complejidad del sistema actual de acreditación, el contexto mundial (los altos niveles de interconexión global del sistema universitario) y la trayectoria del mismo, ni la subordinación de las universidades a una o varias instituciones, ni el libre albedrío universitario parecen ser ya opciones convincentes. A su vez, si consideramos la fuerte crisis de legitimidad del sistema político, no parece posible retornar a una confianza sustentada meramente en el presunto carácter técnico de las decisiones acerca de la calidad de las actividades desarrolladas en las instituciones de educación superior.
En breve, entonces, tanto la definición de calidad en educación superior como su evaluación dependen de cómo comprendamos socialmente las instituciones de educación superior, qué esperemos de éstas y si los sistemas de aseguramiento de la calidad son capaces de adaptarse a estos desafíos. El proceso constitucional es, en este sentido, una oportunidad para reflexionar sobre las perspectivas y demandas de la sociedad sobre el sentido y rol de la educación superior, elementos que debiesen a su vez operacionalizarse en las formas de gobernanza y mecanismos de aseguramiento de la calidad. Solo de este modo se podrá garantizar —esta vez sobre bases tanto técnicas como políticas sólidas— la confianza pública en el funcionamiento de las universidades y su pertinencia frente a los desafíos presentes y futuros de nuestro país.
Editado por Juan Pablo Rodríguez. Sociólogo de la Universidad de Chile. Doctor en sociología por la Universidad de Bristol, Inglaterra.
Bernasconi, A. & F. Rojas (2004), Informe sobre la educación superior en Chile: 1980-2003, Santiago, Chile, Editorial Universitaria.
Labraña, J. & Rodríguez, J. (2017). Estado y universidad en Chile: problemas de distinción en torno a su función pública. Pensamiento Educativo. Revista De Investigación Educacional Latinoamericana, 54(1), 1–19.
Levy, D. C. (1986), Higher education and the state in Latin America: Private challenges to public dominance. Chicago and London, The University of Chicago Press.
Luhmann, N. (2010). Organización y decisión. Ciudad de México: Editorial Herder.
Neave, G. (2014). Evaluative state, institutional autonomy and re -engineering higher education in Western Europe. The Prince and His Pleasure. UK: Palgrave Macmillan.
Readings, B. (1996). The university in ruins. Cambridge, Massachusetts y London: Harvard University.
Salazar, J. M. (2013), Public policy for higher education in Chile: a case study in quality assurance (1990-2009). PhD thesis. Centre for the Study of Higher Education: Melbourne, Graduate School of Education, The University of Melbourne.
Zapata, G., F. L. Rojas, & N. Fleet (2003). Evolución de las sedes de instituciones de educación superior en Chile. Documento de trabajo. Comisión Nacional de Acreditación de Pregrado. Santiago, Chile: Ministerio de Educación.
[2] El Decreto con Fuerza de Ley N° 7.500 del Ministerio de Educación Pública de 1927, por ejemplo, reconoció la autonomía administrativa de las universidades y su capacidad de definir “todo lo inherente a su organización, ubicación y funcionamiento”. Sin embargo, al mismo tiempo, estableció que la entrega de grados académicos y títulos profesionales en las universidades privadas quedaba subordinada al control de la Universidad de Chile pues esta representaba directamente el gobierno. Posteriormente, el Decreto Ley N° 4.807 de 1929, igualmente del Ministerio de Educación Pública, 1929, explicita el rol de la Universidad de Chile como la institución a cargo de supervigilar el conjunto del sistema de educación superior.
[3] Situación que se corresponde con los llamados “amarres” del régimen y manifestado en esta ocasión con la promulgación de la LOCE (Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza) en 1990.
[4] Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza.
[5] Por ley, la principal fuente de recursos de las universidades pasó a depender de las matrículas y aranceles cobrados a las/os estudiantes.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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