CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
Mujeres modernas
05.12.2020
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CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
05.12.2020
En el siglo XIX, cuando en Chile se fundaban los primeros liceos, la educación de la mujer no era prioridad estatal. Esto cambió producto de la acción de personajes que han sido omitidos por la historiografía tradicional. Una es una mujer de elite, Carmen Arriagada, quien planteó la urgencia de colegios para niñas. Más importante fueron las monjas francesas, que educaron a las mujeres como parte de la estrategia de la Iglesia para enfrentar la secularización de la sociedad. Sabemos poco de su papel pues, como explica Rafael Sagredo, la mujeres hasta hace poco habían sido invisibilizadas como sujetos y protagonistas de la historia.
Créditos imagen de portada: Carmen Arriagada (Fuente: Wikipedia).
El papel de la mujer en la historia ha sido omitido por la mayor parte de la historiografía, también por la que se ocupa de Chile. Una realidad, hoy un absurdo, que resulta brutal para quienes vivimos en un mundo en el que el género femenino es protagonista.
Como se comprenderá, hay muy buenas razones para identificar a mujeres en la historia, las que además se van ampliando, dilatándose con el paso del tiempo y con la evolución social que hace posible la incorporación, la visibilidad, la necesidad de dignidad, para cada vez más actores. Sujetos y minorías, marginados alguna vez de la comprensión del pasado, pero que la contemporaneidad transforma en protagonistas del presente y por eso de la Historia.
En ocasiones reflejando a través de ellas procesos absolutamente inéditos, pero también sorprendentes por el papel que en ellos desempeñaron como agentes del cambio y, por ejemplo, de una modernidad que corrientemente sólo se atribuye al género masculino. O de realidades inéditas si se abordan desde la situación de mujeres adelantadas a su tiempo que, como Carmen Arriagada, se atrevieron a romper con las convenciones que cercaban a su género; o las religiosas educadoras, monjas, que los estereotipos y prejuicios jamás imaginaron podrían ser apreciadas como “modernas”. Todas con actitudes y acciones que hoy las sitúan en la Historia.
Carmen Arriagada construyó un argumento en que la educación de la mujer no sólo beneficiaba al género femenino, sino que a toda la sociedad
Hija de un liberal, Carmen Arriagada en su juventud conoció personalidades de la época de la independencia, tuvo acceso a libros, al conocimiento de idiomas y a una formación basada en las prácticas de sociabilidad propias de su condición en momentos de gran efervescencia política e intelectual. Casada en 1825 con un militar europeo llegado a Chile para combatir por la causa patriota, debió dejar los salones de la capital para trasladarse a la provincia, en las cercanías de Talca, alejándose así de la posibilidad de seguir participando de una vida social estimulante y coincidente con sus inquietudes intelectuales, ideas políticas, intereses artísticos y talento literario.
En 1835, en el hogar familiar en el que debió confinarse, conoció al pintor viajero de origen bávaro Juan Mauricio Rugendas, con el que inició una relación sentimental que se prolongó por años. Fruto de ella es el elocuente epistolario publicado como Cartas de una mujer apasionada, que la chilena escribió a su “querido amigo” hasta diciembre de 1851. En este se refleja su pasión, pero también una monótona existencia cotidiana y las limitaciones que la realidad le impuso a su condición de mujer con intereses más allá de los que en su tiempo se atribuían al género femenino.
Carmen Arriagada, que asumió plenamente su situación de mujer apasionada, es decir consciente de su individualidad y de su género, aunque no identificada con él, tuvo la oportunidad de hacer saber públicamente sus inquietudes sociales, políticas e intelectuales, su determinación y su condición de sujeto comprometido con su tiempo. Y lo hizo también a través de cartas críticas de la realidad y de la autoridad despachadas a la prensa en 1843 y 1844.
Esas cartas muestran que, en una época de gran efervescencia cultural expresada en movimientos y polémicas literarias, la aparición de las primeras historias nacionales y la fundación de establecimientos educacionales a lo largo del país, como liceos y escuelas, la Universidad de Chile y otros de formación práctica para los jóvenes, Carmen Arriagada tuvo una opinión y fue fiel a sus ideas al reclamar por la educación para el género femenino.
La metodología de enseñanza del Sagrado Corazón tal vez habría sido aprobada por Carmen Arriagada, pues estaba dirigida no sólo a formar mujeres de fe, objetivo de la Iglesia; también a entregar una sólida y actualizada visión de las humanidades y las ciencias
La primera de sus cartas apareció en El Mercurio de Valparaíso el 17 de septiembre de 1843. A través de ella demandó instrucción esmerada para la mujer, previniendo sobre la “devoción fanática” y “los vicios vergonzosos” a que podía conducir la falta de educación. También aludió críticamente al intendente de Talca, afirmando: “El intendente debe y puede hacer su renuncia. Su apatía no conviene con el estado de progreso y movimiento en que se vive el día. Talca necesita un hombre activo, ilustrado y de prestigio, un hombre de la época, que desarrolle el germen de prosperidad en la provincia; le dé animación y no la sofoque con la pesada mano de la inercia… Sus ideas no son progreso y eso basta para que se resigne a dejar su puesto. Quien vea que en Talca no hay un colegio para niños no puede pensar que lo haya alguna vez para niñas”.
Verdadera denuncia de la conducta de la autoridad en un tema sensible para Carmen Arriagada, la carta fue suscrita como “El Imparcial”, demostración de que su autora era consciente de que para una mujer estaba limitada la capacidad de intervenir en los asuntos públicos, como también vedada la posibilidad de un gesto político tan imperativo. También sabía del riesgo que corría pues, como le escribió a Rugendas, “¿Quién simpatiza con uno? Nadie” o “si uno sale del modo de pensar rutinario la critican”. Más de una vez escribió que en su situación y condición, si uno tiene “dotes -intelectuales- más que el común de las mujeres, aquí se extinguen”.
Haciendo gala de mujer de avanzada con frases del tipo “como cada uno es libre de dar su voto voy a emitir el mío francamente”, atribuyéndose así, aunque de manera anónima, un derecho que en general se negaba a las mujeres, la inquieta Carmen Arriagada argumentó en favor de la educación femenina señalando que la misma era necesaria además “para que cuando lleguen a desaparecer los atractivos de la belleza pueda ofrecer a su esposo una sociedad agradable”. Sin duda una representación de los estereotipos de género vigentes incluso entre las mujeres modernas como ella que reclamaban formación escolar para las niñas.
Un empeño sobre el que volvió poco más de un año después, cuando el 14 de diciembre de 1844 apareció otra de sus cartas en El Alfa, un periódico de Talca. En ella, de nuevo responsabilizó a las autoridades y corporaciones por la carencia de enseñanza para las niñas de la ciudad, alegando que “hasta ahora no se ha tomado ninguna medida para obtenerla”. Un hecho “vergonzoso” asentó, sobre todo si se consideraba que en muchos pueblos más pequeños existía algún establecimiento de educación para mujeres, pero no lo había en Talca que, aseguraba, contaba con mayores recursos.
Las religiosas vivirían para socorrer a los enfermos y a los grupos marginales de la sociedad y, lo esencial, para educar a las mujeres, entre ellas las de la élite, apreciadas como agentes fundamentales de la promoción de la religión católica
Según Carmen Arriagada “hay pues urgencia de un colegio de señoritas: el Intendente, la Municipalidad, deben promoverlo, y los padres de familia empeñarse, trabajar, hacer algún sacrificio, si es necesario para alcanzarlo” pues, preguntó, “¿qué es la hermosura sin educación?”. Y la respuesta era dura, “flor insípida y sin fragancia”, que no halla en qué ocuparse y, por lo tanto, en riesgo de practicar “pasatiempos que deshonran a su sexo como el juego”, refiriéndose así casi inadvertidamente una de las conductas reprochadas por la sociedad.
Por el contrario, aseveró, “la que ha sido regularmente educada, esas horas las sabe emplear con provecho y se las proporciona. La lectura instructiva que para otras es mortificante, porque no comprenden lo que leen, llena este vacío”. Concluyendo que “esta es una de las muchas ventajas que trae la educación de la mujer, y es innegable que la mejor educada es mejor madre y esposa que la que no lo es”. Incluso, se atrevió a sostener, aprovechando para su causa lo que la sociedad valoraba en una mujer, “la hermosura y la plata es verdad que son atractivos muy poderosos; pero una buena educación les da realce y mérito positivo”.
Intentando convencer a la comunidad a la que apelaba, identificó algunas de las actitudes, costumbres y creencias arraigadas que explicaban la situación, reflejando además la todavía limitada concepción prevaleciente de la formación femenina. “Los padres se esmeran en la educación de sus hijos varones: es el mejor patrimonio, dicen, que se les puede dejar; pero permítasenos dudar que en esto no obren por cálculo. De la educación del hombre esperan utilidad por la profesión lucrativa que abrace, y abandonan la de la mujer porque no les ofrece igual provecho, contentándose con enseñarle los primeros rudimentos de lectura y escritura”. Una elocuente representación de la forma en que la sociedad concebía la situación de la mujer. Realidad histórica que la llevó a concluir, asignando responsabilidades: “¡Pobre mujer! ¡Siempre la última, siempre dependiente y en todo tiranizada! ¡Injusticia del hombre!”
Carmen Arriagada construyó un argumento en que la educación de la mujer no sólo beneficiaba al género femenino, sino que a toda la sociedad pues, escribió, ellas son como “las plantas que más tarde deben producir y dirigir los corazones de los que han de formar la sociedad venidera”. Con lucidez se atrevió a sostener que el papel asignado a la mujer era un hecho cultural y no un imperativo derivado de la naturaleza y por lo tanto inmutable. Así lo asentó al escribir: “La mujer no por naturaleza, sino por esclavitud de la sociedad, tiene que girar en un círculo estrecho”.
Como ha sido advertido por Joyce Contreras, Damaris Landeros y Carla Ulloa en su obra Escritoras chilenas del siglo XIX. Su incorporación pionera en la esfera pública y el campo cultural, el que la carta en El Alfa apareciera suscrita como “Una del mismo sexo”, muestra que para Carmen Arriagada la apelación por la educación de la mujer fue también un medio a través del cual discutió los roles asignados a su género. Todavía de manera anónima, pero no por eso menos decidida, como también lo reflejan sus ideas sobre la formación de las niñas y la apelación que hizo a sus madres cuando escribió, “a vosotras os corresponde más directamente influir, mover, porque tenga lugar la formación de un colegio para vuestras hijas. No dejéis por ningún motivo, en el siglo del saber, sin ilustrar la mente de vuestras hermosas hijas”.
Su alegato no fue en favor de una educación científica, que consideró innecesaria para la mujer, “no la queremos ni estamos en circunstancias de pretenderla” asentó en 1844; “pero sí, reclamó, que además de leer, escribir y contar se cultive la razón con los estudios de gramática castellana, geografía y nociones de historia”. Sin duda, un planteamiento moderno y osado que muchas otras mujeres comenzarían a practicar con los años, aunque por otras razones. Visionaria, Carmen Arriagada en su carta de 1844 a El Alfa, pronosticó: “Los tiempos de ahora no son como los de antes; la ilustración se extiende rápidamente, y dentro de poco se mirará como el defecto más notable en una niña no poseer los primeros elementos del saber”.
Entre 1849 y 1851 Carmen Arriagada no sólo escribió las últimas cartas que le conocemos; además, confirmó el diagnóstico de su condición antes de sumergirse en la inconsciencia de la enfermedad: “Rugendas, padezco de un padecer que no tiene nombre, puesto que no sé si mi fantasía refleja una triste verdad, o solamente es producida por lo enfermiza de mi mente”. “Yo no soy la misma. He sufrido tanto, física y moralmente, que no sólo mi cuerpo se ha destruido, sino hasta mi inteligencia se ha menoscabado”; “yo no he podido ser nunca feliz”.
Sin embargo, sus planteamientos sobre la educación de la mujer no eran aislados y muy pronto se vieron materializados, tal vez no como Carmen Arriagada lo imaginó, pues fue gracias al arribo de congregaciones religiosas femeninas que, por promover y extender en el país la educación de las niñas, también fueron agentes de la modernidad.
Que la modernidad decimonónica puede hallarse en hechos y personas para muchos aparentemente distantes de ella, lo demuestra el caso de las “vírgenes viajeras”, cuyos diarios dio a conocer Sol Serrano en 2000. Constituyen una fuente que hizo posible una visión original sobre la Iglesia chilena del siglo XIX, y con ella del papel de las mujeres en su obra, al interpretar la llegada e instalación en Chile de las congregaciones femeninas francesas como parte de un fenómeno mayor. Esto es, la progresiva adecuación de la Iglesia a la modernidad, esencialmente laica en su carácter, que a lo largo del siglo XIX fue prevaleciendo en el país.
La presencia de estas “religiosas útiles” no sólo representó una de las respuestas de la Iglesia a la arremetida liberal de la centuria. Además, y por su propio quehacer, significó un medio de asistencia al Estado en su afán formador de ciudadanos y de mano de obra capaz de insertar al país en el modelo capitalista.
Una propuesta de Serrano atrevida pero fundada que significó rebatir, por lo menos en este plano, la visión tradicional que la historiografía ha ofrecido de una Iglesia totalmente contraria a la modernidad decimonónica y representado a las mujeres como agentes de la reacción conservadora. No cabe duda de que la tesis planteada, así como el camino escogido para demostrarla, resultaron muy novedosas para nuestra historiografía. La aparición en 2012 del libro de Alexandrine de La Taille, Educar a la francesa. Anna du Rousier y el impacto del Sagrado Corazón en la mujer chilena (1806-1880), que explica el proceso de extensión de la educación femenina en Chile a partir del quehacer de la religiosa que lo instauró, muestra lo afortunado que resultó para el conocimiento de nuestra historia el planteamiento original.
El papel jugado por las congregaciones francesas y a través de ellas por la Iglesia en el proceso de modernización, es aquilatado por las historiadoras al mostrar que todas ellas son agrupaciones religiosas insertas en la actividad de la sociedad y no contemplativas, como las existentes hasta mediados del siglo XIX. Esta característica fundamental no sólo hizo posible que las mujeres abandonaran progresivamente “la ruidosa devoción barroca”, educándose y centrándose en la caridad ejercida a través de la atención de establecimientos de enseñanza y salud; además, les dio una gran oportunidad de participar en el ámbito público, un espacio normalmente clausurado para ellas.
Esencial resulta comprender también que las “vírgenes viajeras” formaron parte de comunidades creadas con el propósito final de transformar a las mujeres en contenedoras estratégicas de la secularización, del desorden social, del desacato moral, del descontrol de las pasiones que, la Iglesia creía, afectaba a todos los sectores sociales en el Chile decimonónico.
Entonces se pasó de un “catolicismo de referencia”, propio del convento contemplativo, hacia un “catolicismo de movimiento”, que saliera a hacer difusión y acercara a la feligresía a la práctica pastoral. Ahora las religiosas vivirían para socorrer a los enfermos y a los grupos marginales de la sociedad y, lo esencial, para educar a las mujeres, entre ellas las de la élite, apreciadas como agentes fundamentales de la promoción de la religión católica y sus principios.
Si para el Estado su presencia significó una ayuda sustancial en el objetivo de educar, disciplinar al pueblo y asistir a los necesitados, para la Iglesia chilena las órdenes religiosas representaron una oportunidad para reformar los conventos existentes y crear nuevos modelos de piedad femenina, más profunda y disciplinada. Se trató, advierte Sol Serrano, de hacer nacer una devoción activa que tuviera la caridad por centro y que educara a las mujeres para enfrentar la secularización de la sociedad.
Así, y aunque pueda parecer contradictorio, en su lucha contra el signo de los tiempos, la propia Iglesia se sumó a la modernización a través de las congregaciones femeninas de vida activa y su ofensiva educativa contra la ignorancia femenina y su acción caritativa. No sólo como un medio de salvación para quienes la ejercían, también de regeneración y consuelo para quienes la recibían. Todo lo anterior, sin perjuicio de su papel en la mantención del orden social, uno de los objetivos esenciales del Estado chileno, del cual la Iglesia fue parte hasta 1925.
Expresión de los logros obtenidos por las congregaciones de vida activa es que ellas se distribuyeron por la mayor parte del territorio, y la fundación de establecimientos religiosos en numerosas regiones es un signo más de la expansión chilena del siglo XIX. También de la creciente importancia de las provincias y de la integración política, cultural y territorial de la nación, de la cual las religiosas y su quehacer, tanto como el ferrocarril o la ciudadanía, también formaron parte.
En el ámbito de la instrucción de las mujeres, algunas de las religiosas cumplieron con la aspiración que alguna vez reclamara Carmen Arriagada. Por ejemplo, las de los Sagrados Corazones, que en 1858 abrieron una escuela gratuita en Talca, con un “extenso currículo equivalente en varias materias al de hombres”. Enseñaban francés, inglés, historia, geografía, elementos de literatura e historia natural, física, mineralogía, botánica, astronomía, así como música” y otras actividades adjudicadas al género femenino como “labores domésticas y de aguja”.
Tan importante como las materias que impartieron, que Alexandrine de La Taille demuestra no diferían sustancialmente de las de los establecimientos masculinos, la llegada de las religiosas del Sagrado Corazón en 1853 implicó aplicar un modelo sistemático y organizado de enseñanza femenina, pues el Estado no la consideraba una tarea de su responsabilidad. Además, de carácter internacional, pues eran planes probados por la congregación en otros lugares del mundo. Su método de enseñanza era novedoso, por lo integral, y porque pretendía unir “la virtud con las letras”, “la vida con la ciencia” y “la conducta con el saber”. Pero también lo eran los contenidos, objetivos y metodologías del plan. Reflejo también de la modernidad de las religiosas, es el hecho que incluyeran en sus planes la historia reciente de Chile y América hasta 1847.
La metodología de enseñanza del Sagrado Corazón tal vez habría sido aprobada por Carmen Arriagada, pues estaba dirigida no sólo a formar mujeres de fe, objetivo de la Iglesia; también a entregar una sólida y actualizada visión de las humanidades y las ciencias, capacitándolas para desempeñar un papel relevante en la sociedad desde el hogar.
A Talca la congregación del Sagrado Corazón arribó en 1858 invitada por la comunidad que, a través del sacerdote Justo Pastor Tapia, les facilitó un terreno y ayudó en la construcción de su establecimiento. Su principal objetivo fue cubrir la necesidad de educación femenina. La que Carmen Arriagada había defendido a comienzos de la década de 1840.
De este modo, y para sorpresa de muchos, en particular quienes trabajan a partir de consignas y no de las fuentes, y de otros que no pueden ver oportunidades en temas aparentemente cerrados por sus prejuicios, las religiosas protagonistas de esta historia hicieron partícipe a la Iglesia de la modernidad. Siendo ellas modernas en tanto instrumentos de la acción pública de la institución a la que pertenecían y del Estado en que actuaban, pero también al abrir escuelas para las mujeres que, hasta entonces, y como Carmen Arriagada había reclamado, permanecían al margen del sistema educacional. Una aparente paradoja que sólo la Historia comprensiva es capaz de revelar y explicar.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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