CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
Mirando el 18-O desde la salud mental: Cuando la violencia doméstica se tomó la calle
17.11.2020
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CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
17.11.2020
El 18 de octubre chileno ha sido analizado desde la Ciencia Política, la Sociología y la desigualdad económica. Esta columna lo mira desde la salud mental. Según el autor, el estallido y luego la pandemia nos enviaron a un mundo en que todo se volvió extraño e incierto. Si octubre fue un estallido emocional colectivo, el COVID-19 produjo una completa alteración del orden económico y social. El autor analiza los sucesos del último año y plantea una idea inquietante: la violencia que se ve en las calles es aquella que estaba creciendo en los hogares chilenos y que ahora arrasa con edificios, templos, museos y otros símbolos de nuestra identidad nacional.
En una época,
sólo la certeza me daba
alegría. Imagínense…
la certeza, una cosa muerta.
Louise Glück
La mayor virtud de un buen marinero es una saludable incertidumbre
Joseph Conrad
(Esta columna es una versión resumida y adaptada de la presentación que el autor realizó en el Festival Puerto de Ideas el 8 de Noviembre de 2020. Para ver la presentación original, ver el siguiente enlace).
Créditos foto de portada: Migrar Photo
Una vez, durante los largos días pandémicos de confinamiento invernal, cuando la percepción del tiempo se licuaba, salí a la calle y sentí algo cercano al pavor. Recordé aquellos días de mayo de 1986, cuando, estando en Alemania, recomendaban no salir a la calle para evitar ser contaminado con la nube tóxica de la explosión nuclear de Chernóbil y yo, incrédulo, me arriesgué a salir a dar un paseo en bicicleta. Después de algunas cuadras tuve que volver, pues me aterró encontrarme en calles totalmente vacías y silenciosas, calles que normalmente bullían de gente y actividad; me invadió la sensación siniestra de estar siendo testigo de la muerte de la humanidad.
Hoy se ha convertido en un lugar común afirmar que vivimos en tiempos inciertos. La incertidumbre la Real Academia de la Lengua la define en oposición a la certeza. Es la falta del conocimiento seguro y claro que se tiene respecto de algo; como la ausencia de certeza, es un estado subjetivo, es el nombre que damos a la percepción que nos señala que no tenemos convicción o seguridad de que lo que se sabe es efectivamente verdadero. Entonces, se entiende inmediatamente que se acompañe de inquietud, de inseguridad y desasosiego, los sentimientos del ciclista que fui hace 34 años y que recordé este invierno.
Nuestro cerebro/mente siempre está anticipando (en un tipo de inferencia bayesiana[1]) lo que la próxima ola de sensaciones le comunicará. Se la pasa haciendo predicciones y actualizando sus creencias en función de lo que le transmiten los sentidos, e intentando minimizar las señales de error de predicción y así prevenir la sorpresa. El cerebro/mente es un órgano fantástico. Genera hipótesis y fantasías que le son apropiadas para tratar de explicar los innumerables patrones y el flujo de información sensorial que está recibiendo (Karl Friston).
Sin embargo, hay circunstancias en que los efectos dañinos de nuestras respuestas frente a la incertidumbre no pueden resolverse mediante una inferencia (bayesiana) exitosa. En ese caso, nos invade lo que los psicoanalistas hemos llamado “terror sin nombre” (Bion) y que Freud describió como “lo ominoso” (Das Unheimliche), lo no familiar, lo extraño. Aquello que sabemos pero no podemos pensar (Bollas) porque se mantiene en algún nivel fuera de nuestra conciencia. A pesar de que no lo podemos expresar con palabras, se manifiesta en nuestras emociones, como ocurre con los recuerdos viscerales de interacciones con nuestros padres o cuidadores, que dan forma a quienes somos y definen nuestra respuesta a la incertidumbre en la vida adulta.
El efecto de la pandemia sobre la salud mental es al menos el doble mayor que el efecto del terremoto del 2010
¿Cuánto de lo que dábamos por sentado como “normal” e imprescindible para nuestras vidas, la pandemia ha mostrado que en realidad no lo es? Si algo une al estallido y a la pandemia, es que ambos fenómenos nos situaron súbitamente en una situación en que lo familiar se volvió extraño, con lo cual las vivencias asociadas a ello se tornaron sorpresivas, inquietantes y sobrecogedoras.
La irrupción del dicho “la pandemia ha puesto en evidencia…” sólo es comparable al otro dicho que, después del “Chile despertó”, se convirtió en moda en los medios y en los conversatorios: ese que afirmaba que el gobierno, y toda la elite, “no ha entendido nada”. Y es que aquello que el estallido de octubre manifestó, fue luego puesto en evidencia por la pandemia, de tal modo que ya es cada vez más difícil seguir ocultándolo.
Los psicoterapeutas nos hemos visto envueltos en la incertidumbre reinante. Para quienes ejercemos la “profesión imposible” (como la definió Freud), no es infrecuente encontrarnos en situaciones en que no sabemos qué hacer frente a nuestros pacientes. Son situaciones extremas, de intensa carga emocional. En estos tiempos de crisis social y política, de pandemia y cuarentena, nos envuelve una “inquietante extrañeza”. La primera “situación extraña” a la cual hemos debido adaptarnos es a la telepsicoterapia. Los pacientes han planteado reiteradamente la pregunta: “¿Cuánto durará esto? ¿Cuándo volveremos a la normalidad?”. Es la misma alarma que reverbera en las reuniones virtuales de supervisión con nuestras alumnas y alumnos del diplomado en psicoterapia (de la Corporación Salvador): “Profe, ¿qué le podemos decir a nuestras pacientes, cuando nosotras estamos en la misma situación, confinadas desde hace meses, en un espacio reducido con nuestras familias? Hemos aprendido a que tenemos que ‘contener’ a nuestros pacientes, pero, ¿qué significa contener en estos momentos?”.
La pregunta se vuelve a formular en el círculo de médicos y de investigadores; con avidez, leemos los informes científicos y las interpretaciones de quienes saben más que nosotros. Sin embargo, no logramos tranquilizarnos. En el grupo operativo de terapeutas, una alumna interviene: “Una paciente me dijo que quienes trabajamos en la Salud Mental estamos en la primera línea; pero, ella misma se interroga, ¿en la primera línea de qué?”.
¿Qué es aquello que el estallido de octubre mostró y que algunos aún no entienden? En uno de sus párrafos, el reciente informe[2] que el Canciller Allamand envió a las embajadas chilenas en el extranjero, dice que “muchos se sorprendieron cuando el año pasado Chile vivió jornadas de protesta e inusual violencia. No hay duda –continúa– que en ese fenómeno influyeron factores tales como la mala distribución del ingreso, las bajas pensiones y las deficiencias del sistema de salud público”. Sin embargo, a reglón seguido afirma que “la conexión a internet es probablemente el mayor facilitador de la protesta social, y la percepción, no necesariamente la evidencia empírica de la desigualdad, es quizás el más importante indicador de la potencial inestabilidad política”.
Si bien es innegable el rol jugado por las redes sociales y por Internet en la protesta social creo, en contra de lo que afirma el ministro, que durante los últimos años hemos recabado suficientes datos científicos para afirmar que hay una robusta evidencia empírica sobre la creciente desigualdad en la sociedad chilena y su impacto en el malestar social y la salud mental. Si, como dice el texto, “muchos se sorprendieron” con la protesta, es más bien porque la elite dirigente de este país estaba ciega y sorda frente al sentir colectivo mayoritario y estaba realmente convencida de que Chile era un “oasis”, como lo planteó el presidente de la República pocos días antes del estallido.
Pero, para entender lo que digo me acercaré a esta realidad desde los estudios que hemos realizados distintos centros de investigación en ciencias sociales y de la salud, entre los cuales incluyo a Midap, el Instituto Milenio para la Investigación en Depresión y Personalidad, que dirijo. Nuestros estudios sobre los factores etiológicos de la depresión en Chile, nos llevaron hace algunos años a descubrir la estrecha relación entre depresión y malestar social.
Partamos interrogando a los mismos actores de la protesta de octubre. De entre los múltiples rayados y graffitis que llenaron las paredes de Santiago, destaco dos que nos servirán para mostrar que la calle tiene una interpetación intuitiva e inmediata de esta relación. El primer rayado decía “No era depresión, era capitalismo”. Y el segundo afirmaba: “Esta es la rabia contenida que intentaron callar con Fluoxetina”. El sentido se capta de golpe: el malestar social se expresa como depresión y se atribuye al desarrollo del sistema capitalista. Pero, más aún, se afirma que la rabia, que fue una de las expresiones dominantes en el estallido social, ha sido medicalizada y reprimida por el sistema de salud a través del uso de psicofármacos. El sistema de salud mental actúa aquí como un dispositivo de control y dominación de la “ley y el orden”.
El estallido social fue, desde nuestro punto de vista, un estallido emocional colectivo donde apareció una paleta colorida de emociones que, a diferencia de la experiencia depresiva, fue compartida colectivamente en marchas y manifestaciones a las que muchos nos sentimos convocados
Desde que Freud publicara en 1930 su ensayo sobre El Malestar en la Cultura, sabemos que, más allá de cierto umbral del proceso de modernización e individualización, la modernidad deja de ser un proyecto emancipador y comienza a generar inseguridades, anomia, desconcierto, y finalmente… malestar. Cada época tiene lenguajes y expresiones que modelan la representación personal y colectiva del malestar social. No obstante, en las últimas décadas, y esto ha pasado en todo Occidente, la idea de que el desarrollo de la sociedad produce malestar ha encontrado formas de representación colectiva que han llegado a expresarse crecientemente en el término de depresión.
Pero, ¿por qué depresión y malestar social se convierten en expresiones casi sinónimas? En primer lugar, porque los indicadores de desarrollo y algunos indicadores de salud mental corren paralelos. A mayores índices de desarrollo, mayor es la tasa de suicidio y mayor el consumo de antidepresivos. En segundo lugar, porque, efectivamente, los determinantes sociales en la etiología de los trastornos llamados comunes en salud mental, en especial depresión y angustia, tienen un peso mucho mayor que el que la Psiquiatría históricamente les ha atribuido. Entonces, si los indicadores de sintomatología depresiva y de malestar social parecen aumentar al mismo tiempo, se debe a que comparten cierto sustrato común, aun cuando no sean estrictamente el mismo fenómeno.
Veamos: quienes están deprimidas se sienten solas, inseguras frente al presente y al futuro, poco realizadas como personas, disminuidas frente a los demás e incompetentes. Y hablo en femenino porque la mayoría son mujeres. Las investigaciones muestran que en nuestro país la sintomatología depresiva, que en los últimos años era un 20% más alta que el promedio mundial, se asocia al género femenino (las mujeres chilenas están 5 veces más deprimidas que los hombres, en circunstancias que en el mundo esta proporción es de 2 es a 1), al bajo nivel educativo, a la pobreza, a las experiencias de maltrato y discriminación, al alto nivel de endeudamiento y a la percepción de un proyecto de vida inalcanzable.[3],[4]
Por su parte, el malestar social se asocia con la percepción de falta de seguridad humana (acceso a la seguridad social, a la salud y a la educación de calidad), con sentirse poco respetado y perdedor, con ser joven y pobre, con sentirse solo y desconfiar de los demás, con haber tenido experiencias de maltrato en las relaciones cotidianas. Hay factores sociodemográficos, subjetivos y experienciales que son el sustrato común entre lo que llamamos depresión y el malestar social. La discriminación y el maltrato también forman parte de la experiencia cotidiana de una significativa proporción de chilenas y chilenos de casi todas las clases y sectores sociales.[5]
Las investigaciones muestran que en nuestro país la sintomatología depresiva se asocia al género femenino, al bajo nivel educativo, a la pobreza, a las experiencias de maltrato y discriminación, al alto nivel de endeudamiento y a la percepción de un proyecto de vida inalcanzable
Para entender la relación entre las condiciones llamadas “objetivas” y la percepción de las mismas, necesito recurrir a un teorema fundamental en psicología social que dice que “si las personas definen las situaciones como reales, éstas son reales en sus consecuencias”[6]. Este teorema está en la base de las profecías auto cumplidas. Por ejemplo, con la pandemia del Covid-19 hemos aprendido que lo importante en su control es, precisamente, la capacidad de la población de compartir eficazmente convicciones subjetivas de prevención. En el caso de la depresión esta distinción es relevante. Por ejemplo, se sabe desde hace tiempo, y nuestras investigaciones así lo han confirmado, que el apoyo social es un factor de protección frente a la depresión. Pero, de nuevo, no es el apoyo objetivo que una persona puede tener, sino la percepción subjetiva de apoyo social lo que importa. Alguien en particular puede contar con muchas redes de protección, en la familia o en la comunidad, pero, si esa persona no percibe esas redes como de ayuda, ese apoyo “objetivo” no tendrá un efecto protector.
Por cierto, hay algunas personas que frente a los determinantes sociales descritos desarrollan síntomas depresivos y ansiosos, y que terminan, o no, consultando en el sistema de salud, mientras que hay otras personas, o las mismas en otras circunstancias, que no procesan este malestar en términos de insuficiencia individual y sufrimiento psíquico, sino que lo encausan como injusticia y lo viven en primer lugar como malestar social.
Lo anterior puede ser generalizado hasta el nivel macro social: los indicadores “objetivos” de desarrollo económico no bastan para construir una sociedad saludable, es fundamental que la comunidad perciba que el desarrollo beneficia a la mayoría y no solo a unos pocos.
Y aquí tenemos una clave para entender que puede haber pasado en la explosión social del 18 de octubre. Lo primero es que el malestar social acumulado durante años se expresó, de un momento a otro, en estados subjetivos diferentes a la depresión. El estallido social fue, desde nuestro punto de vista, un estallido emocional colectivo donde apareció una paleta colorida de emociones que, a diferencia de la experiencia depresiva, fue compartida colectivamente en marchas y manifestaciones a las que muchos nos sentimos convocados. El súbito cambio psicosocial transformó las condiciones de la expresión emocional individual produciendo un potente fenómeno de contagio colectivo. “Chile despertó” fue la consigna más escuchada.
La discriminación y el maltrato también forman parte de la experiencia cotidiana de una significativa proporción de chilenas y chilenos de casi todas las clases y sectores sociales
En el período que siguió al 18 de octubre aparecieron frecuentemente en las conversaciones las palabras miedo, temor o susto, frente a la inseguridad generada. En los estudios destacó la percepción de que los jóvenes no mostraron miedo, sino rabia, mucha rabia. Esta rabia se expresó en evadir el metro, en dañarlo, en reclamar, en las marchas, y se acompañó de un coraje que a muchos adultos hasta nos produjo admiración. Por cierto, entre los más acomodados la violencia de los jóvenes provocó más bien indignación. A los mayores impresiona, eso sí, que los mismos jóvenes que en la casa se comportan tranquilamente, cuando se encapuchan parecen estar movidos por una violencia ciega. Los mayores plantearon que la rabia se debe a la constatación de la desigualdad de oportunidades en la sociedad, a las dificultades económicas de su familia.
Pero, ¿de dónde viene tanta violencia? Nuestros estudios nos permiten plantear la hipótesis de que en octubre la violencia doméstica se tomó la calle. La alarmante falta de cohesión social, el alto nivel de conflictividad, la creciente desconfianza en las instituciones, las percepciones compartidas de vulnerabilidad e inequidad, hicieron posible que la violencia rompiera la barrera doméstica y arrasara con edificios, templos, museos y otros símbolos de nuestra identidad nacional.
Los resultados de la Encuesta Longitudinal de la Primera Infancia (ELPI), del Ministerio de Desarrollo Social del 2017, que recogió datos de una muestra representativa de cuidadores principales de más de 17.000 hogares chilenos, son decidores en este sentido. En relación con los métodos de disciplina aplicados por los adultos a las niñas y niños del hogar, un 62,5% reconoció aplicar, o haber aplicado, algún método disciplinario violento, psicológico o físico. Estas cifras revelan que, desde la cuna misma, nuestra sociedad es una sociedad violenta. Quizás si la prueba más contundente de esto y de que el Estado de Chile viola sistemáticamente los derechos de las niñas, niños y adolescentes que están bajo su tutela, sea el lapidario informe de la PDI[7], que en 2017 encontró que en el 100% de los centros administrados por el Sename, y en el 88% de los gestionados por particulares se constataron abusos, muchos de ellos con connotación sexual. Es decir, menores que han sido encargados al cuidado del Estado porque en sus familias de origen habían sido abandonados o maltratados, son retraumatizados ferozmente en el Sename, psicológica, física y sexualmente. Esos menores serán posteriormente maltratadores/as de la pareja y de los hijos, delincuentes, adictas/os a drogas, presa fácil del narcotráfico o portadoras/es de trastornos graves de personalidad y, finalmente, pacientes de un sistema de salud sobrepasado. Siento anunciar que esta cultura de la violencia en la educación y en el trato hacia nuestros menores es quizás el mayor problema de salud mental que enfrentamos como país.
Pero, si bien la sospecha que se expresó en octubre de 2019 identifica un polo emocional negativo que genera oposición y rebeldía, en el polo positivo también apareció una fuerte expectativa de cambio. Los motivos de esperanza se centraron en el cambio de una ideología basada solamente en el mérito individual por otra que permita construir una sociedad más equitativa y solidaria. Junto con la sospecha y la esperanza, durante el estallido apareció reiteradamente la mención al “pueblo”. En este contexto, la categoría de “pueblo”, como expresión de un sentimiento colectivo de pertenencia, cobra un sentido moral positivo, referido a la identidad de quien habla y no sólo de las clases más bajas, a todos los que están descontentos y que apoyan la “causa” que hermana a los que están unidos en la protesta por el cambio social. Se habló de un nosotros, de un “país completo”, que incluye a “ricos, pobres y flaites”.[8]
Durante este último año los chilenos y chilenas hemos sido testigos de una sucesión de crisis, una triple crisis social, seguida por una sanitaria y otra económica. Si el estallido social alteró las maneras de pensar nuestra vida colectiva, visibilizando desigualdades y precariedades que dieron curso a una demanda por dignidad e igualdad, la rápida propagación del COVID-19 ha producido un quiebre en nuestra cotidianeidad, afectado nuestra salud, relaciones sociales y fuentes laborales.
La disrupción de la vida social impuesta por el estallido social y la actual pandemia, junto con las fuentes de estrés psicosocial y económico que la acompañan, han afectado significativamente la salud mental de las personas. La Encuesta Bicentenario de la Universidad Católica (agosto 2020[9]) muestra que un 15% de la población ha presentado problemas de salud mental durante la pandemia; en las mujeres esto sube el 21% y también es más frecuente en los niveles socioeconómicos medios y bajos. La encuesta también indaga sobre síntomas en comparación con períodos anteriores, frente a lo cual un 51% de los encuestados señala una mayor frecuencia de síntomas actuales en comparación con periodos anteriores.
El efecto de la pandemia sobre la salud mental es al menos el doble mayor que el efecto del terremoto del 2010. Las diferencias más importante en comparación con el terremoto están en su impacto sobre el bienestar emocional y la situación laboral. Las sensaciones o síntomas más frecuentes son inquietud o intranquilidad, nerviosismo y sensación de agobio. Estos hallazgos son concordantes con estudios internacionales. En los EE.UU., los estudios muestran que la sintomatología depresiva subió de un 8.5%, antes del COVID, a un 27.8% de la población en abril del año 2020[10]. Es decir, prácticamente se triplicó.
Pero, la situación es aún más compleja. Hay razones suficientes para pensar que lo que enfrentamos actualmente no representa una pandemia, sino más bien una “sindemia”[11], es decir, la interacción de múltiples agentes causales: condiciones sociales (pobreza, desigualdad, injusticia, conflicto social, desempleo), procesos ambientales (cambio climático, desastres socionaturales y ecológicos) y estados patológicos (comorbilidades entre enfermedades como depresión, diabetes e hipertensión que afectan a muchos chilenos y chilenas) que potencian sus efectos negativos sobre la vida de los individuos y exacerban la carga de enfermedad en ciertos grupos de la población. En otras palabras, no estamos simplemente frente a un agente infeccioso que parasita nuestros cuerpos, sino que presenciamos una completa alteración del orden económico y social.
En marzo escuchábamos que COVID-19 “no discrimina”. Esta afirmación demostró ser falsa. El impacto sanitario, económico y social de COVID-19 no es el mismo en los distintos grupos sociales. Los estudios muestran que a mayor pobreza multidimensional (trabajo informal, malnutrición y baja escolaridad), mayor ha sido el nivel de contagios por Covid-19 en algunas comunas del Gran Santiago. La variable clave parece ser el hacinamiento, el cual correlaciona positiva y significativamente con la tasa de contagios y de fallecidos.[12],[13]
Algo que la pandemia ha dejado en evidencia es que la salud mental es un fenómeno relacional que sobrepasa la psicología individual, y que se condiciona por factores sociales, económicos y políticos. Es decir, por los contextos de pobreza y vulnerabilidad, las desigualdades y la segregación territorial.
Por el país que hemos construido.
En el umbral de un proceso constituyente que busca construir el marco de convivencia que regirá las próximas décadas, es útil recurrir a lo que hemos aprendido en los momentos pasados de crisis extremas, tanto en nuestra historia personal como en la del país. Nuestra experiencia de vida y de psicoanalista nos ha mostrado que la reacomodación de nuestros límites y fronteras, en el mejor de los casos, estimula estados inéditos y creativos.
Unos más, otros menos, todos estamos asustados frente a un proceso constituyente de resultado incierto. Pero pensemos que ese es precisamente el estado emocional que guía todo proceso creativo. Entonces, no prejuzgemos ahora el resultado, el contenido mismo de una constitución que aún no existe. Más bien abrámonos al proceso constituyente. Junto con la incertidumbre y sus secuelas de angustia y depresión, hemos aprendido mucho de la respuesta que las comunidades y tantas personas han tenido frente a la adversidad: el renacer de las ollas comunes en los barrios más pobres, el altruísmo de la primera línea sanitaria, el compromiso generoso de muchos. El despertar de las fuerzas autocurativas son un aliciente que nos llena de esperanza.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
CIPER/Académico es un espacio abierto a toda aquella investigación académica nacional e internacional que busca enriquecer la discusión sobre la realidad social y económica.
Hasta el momento, CIPER Académico recibe aportes de seis centros de estudios: el Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (COES), el Centro de Estudios Interculturales e Indígenas (CIIR), el Centro de Investigación en Comunicación, Literatura y Observación Social (CICLOS) de la Universidad Diego Portales, el Núcleo Milenio Autoridad y Asimetrías de Poder (NUMAAP), el Observatorio del Gasto Fiscal y el Instituto Milenio para la Investigación en Depresión y Personalidad (MIDAP). Estos aportes no condicionan la libertad editorial de CIPER.
[1] La inferencia bayesiana es un tipo de inferencia estadística en la que las evidencias u observaciones se emplean para actualizar o inferir la probabilidad de que una hipótesis pueda ser cierta.
[2] Andrés Allamand. Ministro de Relaciones Exteriores. Octubre 2020. A UN AÑO DEL 18-O: EL CAMINO DEMOCRÁTICO E INSTITUCIONAL DE CHILE. Recuperado de Internet 17/10/2020.
[3] Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (COES), 2018. “Resultados Primera Ola, Estudio Longitudinal Social de Chile (ELSOC)”. Módulo 6: Salud y bienestar. Salud Mental en el Chile de hoy. Notas COES de Política Pública N°15. ISSN : 0719-8795. Santiago, Chile: COES.
[4] Álvaro Jiménez Molina, Ángel Jiménez y Graciela Rojas. Sobreendeudados y deprimidos: salud mental en un país con 4,6 millones de morosos. Ciper académico 05.12.2019.
[5] DESIGUALES. Orígenes, cambios y desafíos de la brecha social en Chile. www.desiguales.org. Programa de las Naciones Unidas Para el Desarrollo (PNUD), junio 2017.
[6] William I. Thomas, en su libro The child in America: Behavior problems and programs (1928) (Los niños en América: problemas conductuales y programas)
[7] Análisis del funcionamiento residencial en centros dependientes del Servicio Nacional de Menores. Fuerza de Tarea Sename. Policía de Investigaciones de Chile. Santiago. Diciembre, 2018
[8] Oscar Mac-Clure, Emmanuelle Barozet, José Conejeros y Claudia Jordana. Escuchando a los chilenos en medio del estallido: Liberación emocional, reflexividad y el regreso de la palabra “pueblo”. Ciper, 02.03.2020
[9] ENCUESTA NACIONAL BICENTENARIO. UNIVERSIDAD CATÓLICA. Resultados Salud Mental. Recuperado de Internet, Disponible aquí.. 19/10/2020.
[10] Catherine K. Ettman, BA; Salma M. Abdalla, MD, Gregory H. Cohen, MPhil, MSW, et al Fuente: Prevalence of Depression Symptoms in US Adults Before and During the COVID-19 Pandemic. JAMA Netw Open. doi:10.1001/jamanetworkopen.2020.19686
[11] Álvaro Jiménez Molina, Fabián Duarte y Graciela Rojas. Sindemia, la triple crisis social, sanitaria y económica; y su efecto en la salud mental. Ciper académico, 20.06.2020.
[12] Amanda Telias Simunovic y Nincen Figueroa Urquiza. Hacinamiento: la variable clave en la propagación del Covid-19 en el Gran Santiago. Ciper académico 17.10.2020.
[13] Garay,R; Contreras,Y; Díaz,J; Herrera,R y Tapia, R. (2020) Propuestas para repensar las viviendas y el habitar Chile. Serie Domesticar la Ciudad. Vicerrectoría de Investigación y Desarrollo de la Universidad de Chile, Santiago.