PELIGROSA ELECCIÓN PRESIDENCIAL EN ESTADOS UNIDOS
Trump vs. Biden: la (In)transferencia de conocimiento electoral y los riesgos de crisis constitucional en 2020
04.11.2020
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PELIGROSA ELECCIÓN PRESIDENCIAL EN ESTADOS UNIDOS
04.11.2020
Para muchos constitucionalistas y cientistas políticos el periodo que se inicia en la madrugada del 4 de noviembre en EE.UU. es el de mayor peligro para la estabilidad de la democracia y sus instituciones no solo en ese país. En esta columna, el autor examina los elementos estructurales -constitucionales y sociopolíticos- que hacen hoy de los Estados Unidos un país en vías de involución constitucional y a situarse en la antesala de una grave crisis de legitimidad de la democracia. Y pone su foco en su sistema electoral “muy complejo, arcaico y disfuncional”: “allí radica el principal cimiento estructural de la potencial crisis institucional y fraude electoral en torno a las elecciones presidenciales de este 3 de noviembre”. Revisando diversos y sabrosos capítulos candentes de la historia estadounidense, afirma que EE.UU. “es el único país considerado una democracia consolidada cuya Constitución ya ha cumplido con creces dos siglos”.
A la sazón, Estados Unidos es la única democracia consolidada de la OCDE cuyo jefe de Estado concurre a las elecciones presidenciales deslegitimando el procedimiento electoral que regula la misma y sembrado dudas sobre el resultado. En efecto, el presidente Trump ha realizado múltiples afirmaciones sobre el riesgo de fraude electoral en las elecciones presidenciales de 2020, por Twitter, en debates electorales, en declaraciones a la prensa o, incluso, en discursos oficiales, como sucedió en su discurso de aceptación de la nominación del Partido Republicano a las elecciones presidenciales de 2020. Y todo ello replicado por los medios de comunicación internacionales. Ello, huelga mencionarlo, sin aportar una prueba creíble y, lo que resulta más sorprendente, sin hacer una sola referencia a la ausencia de acciones por parte de su administración para evitar dichos riesgos, pese a que, en la campaña electoral de 2016 ya sembró dudas sobre la falta de fiabilidad del sistema.
Como recordará el lector, su victoria electoral no calmó, más bien lo contrario, su falta de fe en el sistema electoral americano. Entonces las señales del fraude para Trump tenían que ver con la negación de que Hillary Clinton hubiera obtenido casi tres millones más de votos populares que su candidatura.
En este artículo estudiaremos los elementos estructurales, constitucionales y sociopolíticos, que hacen hoy de los Estados Unidos un país en vías de involución constitucional. Tras cuatro años de administración Trump, Estados Unidos ha perdido cualquier legitimidad de decidir quién es y quién no es una democracia consolidada. Un país en el que la mitad de su sistema de partidos de gobierno -Partido Republicano- se ha hecho ultramontano y ha negado de palabra y de obra los elementos básicos de la democracia en Estados Unidos tal y como ellos la construyeron en la mejor tradición de su decimosexto presidente, Abraham Lincoln.
Tras cuatro años de administración Trump, Estados Unidos ha perdido cualquier legitimidad de decidir quién es y quién no es una democracia consolidada
Frente a lo que ocurre en la mayoría de los sistemas presidenciales del mundo, los estadounidenses no eligen su presidente en elecciones directas con una única circunscripción electoral nacional, ya sea a una o dos vueltas. Los ciudadanos que tienen derecho a sufragar, y que son muchos menos de los que emiten su sufragio en otros países (en torno al 55%), votan en una circunscripción estatal para elegir un número de representantes de su Estado (California, Dakota del Sur, Delaware u Oklahoma). Estos se reúnen en el denominado Colegio Electoral, en Washington D.C., y ahí es donde se elige formal y legalmente al presidente.
El número de representantes de cada Estado en ese Colegio Electoral es, por virtud del artículo 2 de la Constitución, el equivalente al número de senadores y representantes en las dos cámaras de ese Estado en el Congreso de los Estados Unidos. Esto introduce otro elemento de tensión con el flujo demográfico y socioeconómico del país por infrarrepresentar a los estados más poblados. Todos los Estados tiene dos senadores en el Senado por mandato constitucional, pero, en la Cámara de Representantes sí existe la posibilidad de modular el número de representantes a la población. Pese a ello, desde la Permanent Apportionment Act de 1929, donde se fijó el número de representantes en 435, dicho número no se ha adaptado al crecimiento demográfico, perjudicando al Partido Demócrata. Esto introduce otro elemento de tensión institucional y de presión del Partido Republicano para no perder el poder en 2020.
Esta fórmula fue fruto de los recelos de los padres fundadores con la democracia representativa y el sufragio directo. Para evitar las sorpresas de una elección directa, pensaron que no había nada mejor que ubicar unos “intermediarios” que se parecieran a los padres fundadores. El pretexto histórico fue la eventual falta de conocimiento de los candidatos debido a las limitadas vías de comunicación existentes en 1787, año de la génesis constitucional que nos ocupa. Así, los electores – “intermediarios”- del colegio electoral podían y pueden votar por un candidato distinto al elegido por los ciudadanos. Sin ir más lejos, en 2016 hubo siete electores que no votaron ni a Trump ni a Clinton.
La otra gran sorpresa desconocida a muchos niveles, con gran impacto según las teorías del fraude electoral, es que la Constitución no requiere la mediación de elecciones para elegir a estos electores del Colegio Electoral. Por el contrario, otorga a los estados total libertad para nombrarlos. Así, el predicho artículo 2, en su sección 1, en su segundo apartado, reza: “Cada Estado nombrará, del modo que su legislatura disponga, un número de electores igual al total de los senadores y representantes a que el Estado tenga derecho en el Congreso”. Ni hay obligación constitucional de realizar elecciones ni hay formalmente una elección nacional stricto sensu para elegir al presidente. Hay un cúmulo de regulaciones y elecciones estatales que eligen a unos electores.
El segundo recelo sobre el que se construyó el sistema de gobierno y de elección era el de los pequeños estados frente a los grandes. Ello provocó la introducción de una criba mayoritaria, en el gobierno (léase composición paritaria del Senado) y en la elección presidencial. El Colegio Electoral facilitaba no realizar una elección presidencial sino tantas como estados hubiera en la Unión. Por ello, en lugar de haber una criba nacional mayoritaria, porque únicamente se celebra una discriminación nacional en una única circunscripción nacional (como ocurre en todo sistema presidencial con la lógica de the winner takes all o the first past the post), hay 50 discriminaciones mayoritaritas, una por cada estado (51 si contamos los tres electores de Washington D. C.).
El hecho de que Trump repita insistentemente que tendría que proclamarse sí o sí un ganador en la noche electoral, es nuevamente, jugar a ser el Nerón de la Constitución estadounidense
Fruto de esta realidad, Hillary Clinton ganó las elecciones de 2016 a Donald Trump por 2.868.686 votos, pero Donald Trump, con 306 electores en el Colegio Electoral, ganó a Hillary Clinton con 232 electores. Esto se produjo por la sencilla razón de que Trump ganó en muchos estados pequeños y con menor población, en algunos por muy poco margen de votos. Por el contrario, Hillary Clinton ganó solamente en 18 estados entre los que, con la excepción de Texas, se encontraban los estados más poblados, con las ciudades más grandes y por mucha más diferencia, como en California o el Estado de Nueva York. Hay muchas formas de resumir el sesgo del sistema electoral americano, una gráfica sería señalar que después de que 120 millones de votos fueran emitidos en las elecciones de 2016, Donald Trump ganó a Hillary Clinton porque sacó 77.745 votos más que ella en tres estados clave que ganó: Michigan, Pensilvania y Wisconsin. Esto hizo intranscendente electoralmente el hecho de que ella obtuviera 2.868.686 millones de votos más en todo el país.
Para contextualizar el drama demócrata, conviene recordar que Wisconsin no había votado a un candidato republicano desde 1984, mientras, por su parte, tanto Pensilvania como Michigan no habían votado por un candidato republicano desde que votaron por George H.W. Bush padre en 1988. Por ello, la forma más sencilla y probable de victoria electoral para Biden es devolver esos tres estados del lado demócrata, eso sí, sin perder el resto de los estados ganados por los demócratas en 2016.
Los Padres Fundadores, siguiendo la lógica constitucional apuntada, dejaron en el ámbito de los estados la regulación de todos los procesos electorales, incluido el que posibilita la elección del presidente. Esto se justificó y justifica porque lo que formalmente se elige en las elecciones presidenciales no es al presidente, no al jefe del Estado, es a unos delegados estatales que, en principio, deben elegir al presidente al que los ciudadanos creen votar. El resultado del ejercicio de este poder electoral surgió y se desarrolló a lo largo de la historia, con un objetivo: mantener el derecho al sufragio activo y pasivo del hombre blanco cristiano. Como veremos, la evolución de la universalización del voto ha sido muy lenta y todavía está lejos de completarse.
El otro elemento paradigmático del sistema es la inmensa diversidad regulatoria entre estados, desde las papeletas, hasta el voto por correo, pasando por las cabinas y ciertamente sobre el conjunto de cosas que se votan haciendo las papeletas interminables. Como seguramente recordará el lector, esta realidad prehistórica alcanzó su máximo apogeo en las escandalosas técnicas utilizadas en el Estado de Florida en 2000, provocando el famoso caos del capítulo Gore vs. Bush. El caos fue tal que el Tribunal Supremo, de mayoría conservadora, tuvo que intervenir dando la razón a la campaña de George W. Bush y provocando el definitivo reconocimiento de la derrota por parte de Gore. Este asunto puso de manifiesto el diseño sistemático de técnicas fraudulentas en las papeletas y en el sistema de votación creadas para favorecer a Bush frente a Gore. De muestra vale un botón: las papeletas mariposa. Dichas técnicas se diseñaron desde el Estado de Florida, donde curiosamente era gobernador Jeff Bush, hermano del candidato republicano favorecido por la maquinaria fraudulenta, George W. Bush (entonces gobernador de Texas). Ambos, como es sabido, hijos del expresidente George H. W. Bush.
La elección de 2000 no es la primera que llega al borde de la crisis constitucional por no poder elegir a un presidente en tiempo y forma por causa de la disputa electoral. En la elección presidencial de 1876, el republicano Rutherford B. Hayes perdió en votos contra el demócrata Samuel J. Tilden, pero reclamó la victoria en el Colegio Electoral. La crisis se resolvió con el denominado “Compromiso de 1877” por el cual los demócratas concedieron la victoria en la elección a Hayes a cambio de poner fin a la “Reconstrucción” y conseguir la retirada de las tropas federales del Sur. Este acuerdo deshonró el legado de Lincoln, traicionando a los republicanos negros que volvieron a ser privados del derecho al voto en todos los estados del sur. Dicha inercia no cambió en lo estructural hasta que Lindon B. Johnson consiguió aprobar el Civil Rights Act en 1964. Tras la firma presidencial del Act se atribuye a Johnson la frase: “Creo que acabamos de entregar el Sur al Partido Republicano durante mucho tiempo”.
Lo que se elige en las elecciones presidenciales no es al jefe del Estado, es a unos delegados estatales que, en principio, deben elegir al presidente al que los ciudadanos creen votar. El ejercicio de este poder electoral surgió y se desarrolló a lo largo de la historia, con un objetivo: mantener el derecho al sufragio activo y pasivo del hombre blanco cristiano
El mapa electoral desde entonces no lo ha desmentido significativamente debido, entre otras, a los muchos condicionantes constitucionales del sistema electoral y de gobierno. Sin embargo, la puerta puede salir de sus goznes por la evolución demográfica y sociocultural del país. Efectivamente, esta evolución, junto con el efecto boomerang negativo de Trump, puede dar alguna sorpresa impensable también en el sur en estas elecciones. Más pronto que tarde incluso Texas votará a algún presidente demócrata.
Efectivamente, el desarrollo demográfico y sociopolítico del país ha provocado que, desde hace 50 años, solo en una ocasión el candidato republicano haya ganado las elecciones presidenciales en votos electorales y populares. Esta excepción la realizó George W. Bush en su reelección. Y fue provocado por el punto de inflexión del 9/11 que dio el presidente una popularidad sin parangón del 90% gracias a la estrategia diseñada por el vicepresidente Dick Cheney: de “la caza de Bin Laden” a “las armas de destrucción masiva”, pasando por la foto de Azores y la guerra de Iraq. Desde las elecciones de 2016, el número de votantes blancos sin formación universitaria -la base de Trump- se ha reducido en más de cinco millones. Por el contrario, 13 millones se han sumado a una bolsa mayoritariamente demócrata en el mismo período: blancos universitarios y minorías raciales y étnicas (afroamericanos, latinos, etc.). Si miramos los estados clave, la vuelta a la tortilla posible supera con mucho los 77.745 votos que dieron la victoria a Trump en Michigan, Pensilvania y Wisconsin.
De todo lo dicho, y descartando de antemano una victoria en voto popular de Trump, se colige que un primer escenario electoral en 2020 sería otra victoria electoral de Trump, perdiendo nuevamente en número de votos populares por más diferencia que en 2016. Esto tendría un impacto en la movilización de la mayoría progresista sin precedentes en favor de la reforma constitucional para el cambio del sistema de elección y el reequilibrio hacia la proporcionalidad del gobierno.
Un segundo escenario posible sería una victoria demócrata en votos populares y electorales, sin reconocimiento por parte de Trump. El presidente, todavía en ejercicio, acudiría a los tribunales -como ya lo está diciendo en su campaña- denunciando irregularidades y concretamente la validez del voto por correo en estados clave. Aquí nos podríamos encontrar en un escenario como en Gore vs. Bush, una decisión de una mayoría conservadora del Tribunal Supremo favoreciendo la causa de Trump. El hecho de que tres de sus nueve magistrados hayan sido nombrados por Trump empeoraría la situación respecto al antecedente.
En primer lugar, porque los nombramientos de Trump en el Tribunal Supremo han sido contestados radicalmente por la mayoría social y política demócrata. El nombramiento de Gorsuch, por ser fruto de un año de bloqueo al candidato de Obama (Garland), a quien la mayoría republicana se negó a considerar durante 293 días con la excusa de ser año electoral. El nombramiento de Kavanaugh fue discutido, entre otros, por haber sido acusado de acoso sexual y haber formado parte de los equipos de defensa republicanos como abogado, entre otros asuntos, en el mencionado capítulo Gore vs Bush. Por último, Barrett ha sido discutida, también procedimentalmente, por haber sido nombrada a escasos días de las elecciones, habiendo los republicanos cambiado el precedente que crearon para no considerar siquiera al candidato de Obama por la excusa de que durante un año electoral había que esperar a que los ciudadanos eligieran a un nuevo presidente.
La evolución demográfica y sociocultural del país, junto con el efecto boomerang negativo de Trump, puede dar alguna sorpresa impensable también en el sur en estas elecciones. Más pronto que tarde incluso Texas votará a algún presidente demócrata
En segundo lugar, porque los excesos de la administración Trump y los republicanos han hecho aflorar las deficiencias constitucionales de los nombramientos vitalicios del Tribunal Supremo, por el mero hecho de que la legitimidad democrática derivada queda debilitada por la lógica mayoritaria de las elecciones del Colegio Electoral y del Senado. Los tres últimos nombramientos del Supremo fueron realizados por un presidente elegido con tres millones menos de votos que su oponente, y ratificados por un Senado de mayoría conservadora (54 sobre 100) pese a tener millones menos de votos que la minoría electoral demócrata (46 sobre 100).
Hay que recordar que esta realidad no es nueva por los motivos explicados. Según Nathan Nicholson, investigador de FairVote, “los 46 miembros del caucus demócrata en el 114º Congreso recibieron un total de 67,8 millones de votos para ganar sus escaños, mientras que los 54 miembros del caucus republicano recibieron 47,1 millones de votos”.
En este contexto, la mayoría conservadora del Supremo está apoyando decisiones que impedirán el computo del voto emitido legalmente por correo, básicamente porque avala la imposición estatal de fechas límites que impedirán que los votos por correo lleguen a tiempo, aunque fueran enviados en tiempo y forma. Esto es particularmente impresionante en un año en el que debido al COVID, se ha incrementado exponencialmente el voto por correo. El hecho de que las indicaciones sanitarias recomienden evitar las aglomeraciones -en los colegios electorales también-, claramente ofrece elementos para una interpretación flexible respecto al cómputo del voto por correo, ello para preservar efectivamente el derecho al sufragio activo y la salud.
Desde las elecciones de 2016, el número de votantes blancos sin formación universitaria -la base de Trump- se ha reducido en más de cinco millones. Por el contrario, 13 millones se han sumado a una bolsa mayoritariamente demócrata en el mismo período: blancos universitarios y minorías raciales y étnicas (afroamericanos, latinos, etc.)
Los magistrados elegidos por Trump, además, han permitido que se introduzca en la más alta instancia judicial la música del fraude electoral que está tocando el presidente Trump. En concreto, el magistrado Kavanaugh escribió, en un voto particular concurrente a la mayoría conservadora, que las fechas límite al voto por correo se diseñaron “para evitar el caos y las sospechas de irregularidades que pueden producirse si fluyen miles de votos por correo después del día de las elecciones y que potencialmente pueden cambiar los resultados de una elección”. Aquí hacemos nuestra la respuesta del voto disidente de la magistrada Kagan, quién afirmó, con todo el criterio constitucional, que el voto por correo no cambia ni da la vuelta al resultado electoral, sencillamente porque no hay resultado electoral hasta que se computan todos los votos, incluidos ciertamente los emitidos legalmente por correo postal. El hecho de que Trump repita insistentemente que tendría que proclamarse sí o sí un ganador en la noche electoral, es nuevamente, jugar a ser el Nerón de la Constitución estadounidense.
El tercer escenario, aunque parezca difícil, sería todavía más peligroso. Requeriría que el resultado de las elecciones presidenciales dependa de uno o dos estados claves, como ocurrió en 2000 con Florida. En este contexto, la campaña de Trump inundaría a las administraciones electorales de estos estados con recursos y recuentos interminables, recurriendo principalmente a la validez del voto por correo y, subsidiariamente, el voto presencial. Con ello, evitarían que haya un recuento definitivo que haga posible la declaración de vencedor en un periodo razonable de tiempo. Ante esta tesitura, dado que el nombramiento presidencial tiene fechas tasadas, sería necesario resolver la situación por una vía alternativa. Aquí, las dos cámaras legislativas de los estados discutidos, de mayoría republicana, elegirían a unos electores del Colegio Electoral favorables a Trump sustituyendo el voto popular por voto fraudulento o “recuento inconcluso”. Barton Gellman, en la prestigiosa revista The Atlantic, ha afirmado que el presidente del Partido Republicano en Pensilvania reconoció “on the record” haber discutido sobre esta posibilidad en la campaña de Trump.
Los excesos de la administración Trump y los republicanos han hecho aflorar las deficiencias constitucionales de los nombramientos vitalicios del Tribunal Supremo, por el mero hecho de que la legitimidad democrática derivada queda debilitada por la lógica mayoritaria de las elecciones del Colegio Electoral y del Senado
Es un secreto a voces que los republicanos piensan que Pensilvania será el Florida de esta elección. Por otro lado, debemos recordar que, en el caso de Florida de 2000, las dos cámaras del Estado, dominadas por mayorías republicanas, estuvieron a punto de realizar sendas votaciones para votar electores a favor de George W. Bush. De hecho, la votación había sido aprobada en las comisiones parlamentarias pertinentes en ambas cámaras. Como sabemos, la campaña de Al Gore, sitiada por esta operación a nivel parlamentario estatal, y por la sentencia mencionada del Tribunal Supremo, decidió tirar la toalla.
En definitiva, cuando el presidente Trump afirmó en su discurso de aceptación de la nominación republicana, que solo podía perder la elección si había fraude electoral, no hablaba a humo de pajas. Podríamos decir que los estadounidenses tienen y tendrán lo que han votado. También podríamos simplificar la ecuación atribuyendo los problemas únicamente al Partido Republicano, a la administración Trump o, en última instancia, simplemente a Trump. Pero, como hemos visto, la situación actual no se hubiera dado si los cimientos constitucionales del sistema electoral y de gobierno no tuvieran más de dos siglos. Tampoco si la mayoría de la elite intelectual y académica estadounidense no se limitara a buscar las soluciones a sus limitaciones constitucionales de forma autárquica.
Hay mucho conocimiento constitucional en el mundo, pero hay muy poca transferencia de este hacia el laboratorio constitucional de los Estados Unidos. Ello es así porque líderes de ese país en condiciones de influir en los distintos ámbitos, están muy poco internacionalizados. De hecho, baste con ver las carreras de los magistrados del Tribunal Supremo. Hay vida, incluso hay vida inteligente fuera del constitucionalismo estadounidense. También hay mucha necesidad de superar las limitaciones centenarias del constitucionalismo estadounidense, particularmente si no se quiere que la única América en crecimiento se aleje del patriotismo constitucional. Esperemos que no sea necesaria una crisis constitucional para que los estadounidenses comiencen a ganar el futuro. Para ello, deben encontrar la fórmula constitucional para que su sistema de gobierno esté, al menos, designado por la mayoría de los ciudadanos.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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