Fragmento del nuevo libro de Mauricio Weibel: “La caída de las AFP”
04.11.2020
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04.11.2020
El nuevo libro del periodista Mauricio Weibel, que ya está en librerías, reconstruye la historia de los conflictos de interés que han atravesado el sistema privado de pensiones en Chile durante los últimos años. Con testimonios inéditos y documentos exclusivos, “La caída de las AFP” deja al descubierto una trama que incluye pensiones de invalidez negadas, desfalcos bursátiles y lujos castrenses. Una historia que comienza con una demanda de un millón de dólares y concluye con los retiros masivos de fondos de este año. Weibel ha escrito también “Traición a la Patria” (2016) y “Los niños de la rebelión” (2017), entre otros volúmenes de investigación. CIPER ofrece ahora a sus lectores los primeros capítulos de su nuevo libro, publicado por Aguilar.
El presidente de la Fundación Valídame, Juan Carlos Pizarro, llegó sin anunciarse al edificio corporativo de Provida con el en cargo de negociar bajo cuerda el pago de un millón de dólares.
—No tengo cita, esto es confidencial explicó a los guardias.
Lo dejaron subir sin problema hasta el decimoquinto piso y allí una secretaria lo condujo a una sala de reuniones.
Un abogado apareció a los pocos minutos.
Pizarro le pasó dos hojas que guardaba en un maletín y le dijo que venía a conversar sobre los fraudes previsionales cometidos por la empresa.
-Le voy a mostrar esto a mi jefe —dijo el profesional después de revisar los documentos en silencio.
—No, esto es cara a cara. El que quiera leerlos, que venga —replicó el visitante.
El hombre obedeció y regresó con Juan Antonio Valdés Vicuña, el gerente legal de la compañía.
El ejecutivo, que había enfrentado negociaciones en China, Inglaterra y Estados Unidos, tomó ambas hojas y confirmó que en ellas estaban impresos una serie de correos electrónicos antiguos, en los que se ordenaba a los ejecutivos de Provida evitar que los afiliados obtuvieran sus pensiones de invalidez cuando enfermaran de gravedad, aunque fueran dolencias terminales.
«Si aplicamos todo lo que nos enseñaron, cumpliremos el objetivo», rezaba uno de los mensajes, como parte de un plan que imponía diversas metas a las sucursales de todo el país, especificando el número de personas a las que debía negarse ilegalmente sus jubilaciones (ver copia en Anexos, documento 1).
Pizarro esperó a que todos estuvieran pendientes de él y reveló el motivo de su visita.
-Mi representada, Alejandra Vidal, quiere obtener su pensión de invalidez y, por cierto, un pago adicional, porque fue obligada durante años a seguir estas órdenes, claramente ilegales e inconstitucionales, como jefa de Beneficios de Provi da en Concepción.
Valdés Vicuña, sin alterarse, le explicó que una solicitud de esa naturaleza debía resolverla la gerencia general, quizá el mismo directorio, encabezado por Víctor Hassi Sabal. En otras palabras, él no tenía atribuciones para decidir, eventualmente, cuánto costaba el silencio de aquella ejecutiva.
—No está en mis manos —se excusó.
Juan Carlos Pizarro, tras advertir que tenía un disco duro con más antecedentes, solicitó que le timbraran los papeles que llevaba, como prueba de la reunión. Nadie se opuso.
Tras algunos intercambios, para aclarar los márgenes de aquella negociación, la respuesta llegó el 17 de junio de 2018 desde el correo institucional de Juan Antonio Valdés Vicuña.
«Por medio de la presente, quisiera informarles la negativa de la administración al pago que pretenden recibir por estimarse excesivo. Entiendo que la trabajadora sigue con licencia. Agradeceré me informen un nuevo monto al que ustedes estén dispuestos», planteó el también profesor de derecho de la Pontificia Universidad Católica de Chile (ver intercambio de mensajes completo en Anexos).
El correo fue copiado a Renata Tavares y Marco Rivera, ambos de Recursos Humanos.
Juan Carlos Pizarro telefoneó entonces a Alejandra Vidal.
A esa fecha, mediados de 2018, ella llevaba dos años sin recibir el pago de su licencia médica y, además, no lograba avanzar con su trámite de jubilación por invalidez, sometida a las mismas prácticas ilícitas que observara durante veintiocho años como empleada de la entonces principal administradora de fondos de pensiones del país.
Postrada por el dolor, la jefa de Beneficios de Provida en Concepción decidió abortar los contactos con la gerencia.
—Estoy agotada, prefiero que todo esto se sepa, no negociamos nada —respondió desde su casa en Tomé, en el centro-sur del país.
Pizarro, criado en un hogar de menores en el desértico poblado de El Palqui en Monte Patria, asintió y comenzó a diseñar una estrategia para enfrentar públicamente a la mayor industria financiera de Chile, después de quince años viendo morir a veces en la pobreza- a personas que intentaban obtener infructuosamente sus pensiones de invalidez.
La historia de aquel fraude previsional, ignorada por completo por los afiliados al sistema privado de pensiones, había comenzado sin embargo mucho antes, quizá en los albores mismos del siglo, como si fuera un simple error administrativo.
Pero no lo era.
En verdad, ocultaba un daño patrimonial incalculable que estaba a punto de estallar, pero sin que ni un peso volviera a los bolsillos de la gran mayoría de los trabajadores o de sus familiares sobrevivientes.
Ni uno solo. Y por cierto, Provida no era la única empresa involucrada.
Y este no era el único fraude que había provocado pérdidas por millones de dólares a los afiliados del sistema.
¿Cuáles eran, en definitiva, los supuestos fraudes que valían un millón de dólares? ¿Cuándo habían comenzado? ¿A cuánto ascendía aquel presunto desfalco? ¿Cuántos otros existían?
¿Quiénes eran, finalmente, los protagonistas de aquella negociación en las oficinas metropolitanas de Provida, empresa controlada desde 2013 por la compañía de seguros estadounidense MetLife?
Los primeros indicios de la existencia de errores masivos y graves en los cálculos de las jubilaciones asomaron con claridad en 2009.
Ese año la Superintendencia de Pensiones detectó primero pérdidas inexplicables en los traspasos de fondo de mil cuatrocientos cuarenta y cuatro trabajadores afiliados a Cuprum, firma propiedad en esos años del grupo Penta, uno de los principales financistas corporativos de la Unión Demócrata Independiente, UDI.
«De acuerdo con los antecedentes que obran en el expediente de investigación, se encuentra acreditado que las infracciones normativas en que incurrió Cuprum constituyen hechos objetivos, de carácter grave», subrayó la autoridad en aquella época.
Luego el dictamen oficial explicó que estas prácticas anómalas llevaron a esta administradora «a postergar y en otros casos anticipar en un día hábil la materialización de cambios de fondos impartidas por sus afiliados, circunstancias que afectaron con pérdidas de rentabilidad estas operaciones de cambio».
A juicio de la autoridad, se había dañado el patrimonio de casi un millar y medio de trabajadores, sin que nadie lo advirtiera originalmente.
Las máximas autoridades del directorio de Cuprum eran a esa fecha Ernesto Silva, presidente, y Pablo Wagner, vicepresidente. A ellos se sumaba el exsenador Carlos Bombal como director.
Todos ellos, que años después serían investigados por el financiamiento irregular de la política tras el estallido del caso Penta, eran miembros destacados de la Unión Demócrata Independiente, la colectividad política más importante del país y de la derecha esos años.
La situación de Cuprum no era aislada. También se había repetido en Provida, Habitat y Modelo, según atestiguan los registros públicos de la Superintendencia de Pensiones.
Los errores, sin embargo, no se detuvieron y, solo dos años después, nuevas ilegalidades fueron detectadas en otras dos sociedades del sistema privado de pensiones.
Pero ahora no era un simple error de cálculo, sino que se trataba de operaciones irregulares y masivas vinculadas al polémico seguro de invalidez y sobrevivencia, el que permite a los cotizantes activos jubilarse de manera anticipada con una pensión equivalente a un 50 o 70 por ciento de su remuneración si les sobreviene algún tipo de invalidez parcial o total, respectivamente.
El primer caso sacudió las oficinas de la compañía Plan vital. En ellas, entre 2004 y 2011 alrededor de sesenta trabajadores —o sus familiares sobrevivientes— fueron informados de que carecían de aquel beneficio.
Es decir, los ejecutivos y empleados de esta administradora de fondos de pensiones les aseguraron a sus afiliados que no podían jubilar con el beneficio de una pensión de invalidez, sino que debían conformarse con sobrevivir, en algunos casos sus últimos años de vida, con los pocos ahorros que tuvieran en sus cuentas de capitalización individual.
Esto era falso, por cierto. Una mentira o un error descarados, como confirma la propia Superintendencia de Pensiones.
Realmente, lo que sucedió fue que de forma irregular aquella administradora privada de fondos de pensiones y las compañías de seguro que trabajaban con ella dejaron de transferir millones de pesos a los trabajadores o a sus familiares sobrevivientes, según correspondiera en cada caso.
No habían buscado ningún subterfugio normativo, simplemente negaron ilegalmente los beneficios, como detectaron las autoridades, fuera de cualquiera duda posible.
Pero lo sucedido en Planvital no era una excepción. Otros trabajadores con invalidez sufrieron el mismo destino.
En ese mismo lapso, Provida negó de manera ilícita el derecho a una pensión de invalidez a otras ciento catorce perso nas, con un perjuicio acumulado de casi 700 millones de pesos.
El descubrimiento de estos supuestos errores administrativos dejó una larga estela de dudas.
De partida, ¿cómo fue posible que aquellos hechos ocurrieran sin que nadie los advirtiera por años? ¿Por qué las autoridades no indagaron un período más extenso de tiempo, sobre todo si los incentivos para cometer este fraude existían desde la misma creación del sistema? ¿Cuánto ganaron estas empresas con negar sus pensiones a los inválidos o enfermos terminales a lo largo de los años? ¿Desde cuándo operaban estos procedimientos ilegales?
Lo cierto es que, tras ordenar revertir la situación, la Superintendencia de Pensiones cuestionó por primera vez lo que estaba sucediendo en las AFP, pero sin detectar todo el mecanismo en operación ni investigar sobre un período más amplio de tiempo.
«Resulta evidente la fragilidad de los procesos internos de Provida para la determinación de la cobertura del Seguro de Invalidez y Sobrevivencia (SIS), al menos en la época a la que se refieren las irregularidades investigadas, desde el momento que incluso existen veintitrés casos que fueron correctamente considerados como cubiertos por el SIS y, posteriormente, la respectiva solicitud de pensión fue trabajada manualmente como no cubierta», alegó la entidad fiscalizadora en su dictamen sancionatorio.
El desfalco, sin embargo, era mucho más profundo y meticuloso que una simple mentira.
Y había provocado un perjuicio mucho mayor que aquel millón de dólares que Juan Carlos Pizarro y Alejandra Vidal querían negociar con Juan Antonio Valdés Vicuña, el gerente legal de Provida.
La verdad es que el robo a los trabajadores con invalidez era solo una parte del descalabro que se incubaba esos años en algunas de las principales empresas y corredoras de bolsa del país.
Una debacle de millones y millones de dólares que iba a golpear a todos los cotizantes y que no tendría sanción alguna.
¿Pero toda la historia de la negociación en las oficinas de Provida se reducía a supuestas ilegalidades cometidas diez años atrás por las administradoras privadas de fondos de pensiones y las compañías de seguros?
Desde luego que no. Estas empresas no solo habían rechazado de manera ilícita las pensiones de invalidez, sino que, una vez descubiertas, comenzaron a inclinar con más fuerza toda la normativa legal a favor de sus intereses, aprovechando su influencia sobre la institucionalidad.
De hecho, tras el descubrimiento de los fraudes cometidos por Cuprum, Planvital y Provida, una serie de presiones asomaron de manera reiterada en la negociación que se libró esos años en Santiago sobre los requerimientos que debían regir el proceso de calificación de una invalidez, aspecto clave para que los trabajadores accedieran a una pensión que incluyera este beneficio.
El proceso, cuyos resultados afectan hasta hoy los derechos de millones de afiliados, comenzó formalmente a inicios de 2010, pero recién el 19 de enero de 2012 la Comisión Técnica de Invalidez logró reunirse para zanjar las diferencias en torno a la materia, bajo la coordinación de la entonces superintendenta de Pensiones, Solange Bernstein.
El doctor Pedro Osorio, como secretario de la instancia técnica, explicó ese día que la disyuntiva central, después de dos años de discusiones, a ratos antagónicas, se refería a si, en casos excepcionales, debían sumarse los efectos de varias enfermedades para determinar los distintos niveles de invalidez que podía padecer una persona y, a partir de ello, determinar el monto de su pensión en relación con su sueldo.
-Esto ha sido abiertamente rebatido por la Asociación de Aseguradoras de Chile —explicó.
El representante de aquella industria financiera, el médico Gabriel del Río, reconoció sin ambages que eso era efectivo y pidió reducir los beneficios de los cotizantes.
—La suma de tres menoscabos parciales no refleja una real invalidez. Esto puede ser el camino a un uso fraudulento de este seguro —arguyó.
Osorio lo contradijo y argumentó que no podía cerrarse la puerta a todos los afiliados, dejar a la gente indefensa.
—¿Qué pasa si alguien tiene hipoacusia y alteración de la agudeza visual? —preguntó.
La respuesta a esa pregunta médica valía miles de millones de pesos, como todos sabían en esa reunión.
Determinar cuándo un trabajador ya no está en condiciones parciales o totales de laborar es la clave para decidir bajo qué circunstancias las compañías de seguros deben abonar millones de pesos en las escuálidas cuentas de capitalización individual de los afiliados al sistema privado de pensiones, gracias a la prima que las empresas pagan mensualmente.
Por ello, antes de que la discusión se volviera estéril, la superintendenta Bernstein alertó de la necesidad de construir un acuerdo, lo antes posible, para evitar que el conflicto escalara institucionalmente.
-Existe la posibilidad de que el Poder Judicial desestime la norma que estamos negociando y que disponga que todos los menoscabos deban sumarse, lo que hará aumentar aún más los costos a las aseguradoras. Es mejor llegar a un consenso- planteó.
-Lo entiendo, pero entonces reduzcamos el beneficio a mujeres mayores de cincuenta y cinco años y a hombres de más de sesenta. Con ello se evita que personas más jóvenes accedan al seguro de invalidez sin tener gran compromiso —insistió el doctor Del Río en nombre de las compañías de seguros.
—¡Pero eso es insostenible en tribunales! Hay un principio de igualdad ante la ley que no puedes vulnerar, lo sé porque he trabajado por años en el sistema judicial como perito —le enrostró el representante de la Asociación de Facultades de Medicina de Chile, Juan Ritz.
La superintendenta Bernstein expresó que no había condiciones para un acuerdo y pidió terminar la junta, a la espera de lograr un consenso en la cita de fin de mes. Todo quedó en actas y firmado (ver documento 3 en Anexos).
El 26 de enero de 2012, como estaba previsto, los miembros de la Comisión Técnica de Invalidez volvieron a reunirse. Solange Bernstein pidió al doctor Pedro Osorio que leyera la propuesta de la autoridad, tras una semana de negociaciones informales.
El facultativo, luego de recordar el rechazo de las aseguradoras, dijo que la idea era que las personas mantuvieran su derecho a jubilarse por invalidez, sumando diversas patologías.
—Pero accediendo sólo a invalidez parcial, desde ahora -propuso.
El doctor Del Río, en representación de las compañías de seguros, cuestionó una vez más la idea.
—Por ejemplo, quienes tengan simultáneamente hipertensión arterial, diabetes mellitus y depresión podrán jubilarse, pese a que pueden trabajar. Y, ese es el problema, la prevalencia de esas enfermedades es muy alta en Chile en la actualidad- reclamó el facultativo.
—No hay ninguna evidencia de lo que dices y, además, por ser invalidez parcial, deberán reevaluarse en tres años -objetó Osorio.
El representante de las AFP, Fernando Ávila, aunque aceptó la propuesta de la autoridad, manifestó que le gustaría evaluar cuál sería su impacto económico sobre el sistema.
—No hay tiempo para eso —replicó Solange Bernstein, sin saber que sus temores sobre la judicialización de las solicitudes de pensión de invalidez iban a cumplirse en pocos años más, en medio de las mayores protestas sociales en la historia de Chile.
Así, un año después de ser sancionadas por primera vez por negarse al pago de las pensiones de invalidez, las administradoras de fondos de pensiones y las compañías de seguros habían logrado que el sistema les ofreciera un nuevo resquicio para acotar los beneficios de los cotizantes, como quedó refrendado en el acta (ver documento 4 en Anexos).
Pero, claro, estas empresas, en algunos casos, siguieron operando en los bordes de la legalidad, lo que impidió durante años que diversos trabajadores accedieran a cobrar las pensiones de invalidez a las que tenían derecho, como llegó a sostener el propio Parlamento años más tarde.
Durante años, un modelo de acción absolutamente ilegal se instaló en el sistema casi por inercia. Un mecanismo del que tenían conocimiento las gerencias de las administradoras de fondos de pensiones y un grupo selecto de ejecutivos intermedios, entre ellos Alejandra Vidal.
Nadie, sin embargo, recuerda hoy cuándo comenzó la operación y cómo se mantuvo por tanto tiempo. Ni si algún día termino.
La propia Alejandra Vidal le aseguró al presidente de la Fundación Valídame, Juan Carlos Pizarro, que desde que entró a trabajar en Provida —en un lejano 1990— recibió la orden de no afiliar a enfermos, personas con obesidad mórbida ni mayores de cincuenta años.
Al principio, como muchos empleados, no entendió por qué esos trabajadores eran indeseados por las administradoras de fondos de pensiones.
Todo se transparentó cuando en 2008 asumió como jefa de Beneficios en Concepción, cargo desde el que debía gestionar los pagos de las pensiones de invalidez y sobrevivencia.
Para aclarar sus interrogantes, sus superiores la enviaron a capacitarse a Santiago con Yasna Venegas, en un curso al que asistieron empleados provenientes de todo el país.
-Debemos cumplir metas de siniestralidad, no podemos pensionar a todos los que padezcan alguna invalidez —le reveló sin tapujos la ejecutiva en esa ocasión.
Yasna Venegas le advirtió que los objetivos eran precisos y le enseñó el protocolo que existía para obstaculizar o sencillamente impedir la entrega de las jubilaciones. Luego le envío una presentación con los detalles.
Todo era oficial, decidido desde las gerencias de Santiago, le confirmó.
Divorciada y con una hija pequeña, Alejandra Vidal aceptó las órdenes. No era la primera vez que lo hacía.
Hasta entonces, sin embargo, lo más anómalo en lo que había participado era el traspaso sistemático e ilícito de los da tos personales de los afiliados al Banco BBVA, el controlador de Provida durante esos años.
De hecho, cada empleado de la unidad de Beneficios que ella dirigía debía ayudar a gestionar un número de créditos de consumo, informando a los ejecutivos del banco qué afiliados eran posibles clientes, quiénes necesitaban dinero.
El Plan Milodón, el nombre formal de esta iniciativa comercial, llevó siempre un registro, pese a la evidente ilegalidad de usar las bases de datos de la AFP en favor del banco que la controlaba.
Por ejemplo, en marzo de 2006, cuando los motores del crecimiento latinoamericano comenzaron a apagarse, el gran problema fue el sobreendeudamiento de los potenciales clientes.
«Se han referido bastantes casos este mes en Curicó, pero por Dicom, o requisitos de renta, no califican», precisaban los informes compartidos ese período en la zona centro-sur del país. «Se marcaron las pensiones mayores a doscientos mil pesos y una ejecutiva estará dedicada exclusivamente a contactar a los clientes», rezaba el resumen de Talca.
El documento, enviado también a los agentes bancarios, resaltó además la colaboración operativa entre Provida y su controlador. «A los referidos al banco, se les está llamando por teléfono y solicitando la documentación faltante» (ver documento 5 en Anexos).
Cada encargado de pensiones debía ayudar a gestionar hasta diez créditos al mes; esto contra un pago variable y, desde luego, no estipulado en su contrato.
Pero a partir de 2008, cinco años antes de la venta de Provida a la compañía de seguros estadounidense MetLife, los énfasis cambiaron y lo principal fue bloquear las pensiones por invalidez, aplicando un protocolo específico para impedir que los trabajadores accedieran a sus derechos, según Alejan dra Vidal.
Y coincidentemente, en esos años, la Superintendencia de Pensiones autorizó a las administradoras de fondos de pensiones a preguntar a los afiliados qué enfermedades padecían.
La norma, erradicada recién en 2018, vulneraba abiertamente los derechos de los cotizantes —como pacientes, y permitía a estas empresas saber de antemano qué afiliados tenían más posibilidades de reclamar una pensión de invalidez, ya fuera ésta total o parcial.
Por lo demás, aquella consulta era el primer filtro. Los casos más graves debían ser postergados hasta que los trabajadores, después de meses o años de obstáculos, optaran por jubilarse sin cobrar el seguro o, lo más habitual, perdieran sus trabajos y, por lo tanto, la cobertura del seguro de invalidez y sobrevivencia.
Ello implicaba que las compañías de seguros, en algunos casos relacionadas patrimonialmente con las administradoras de fondos de pensiones, se ahorraban el pago de millones de pesos por cada trabajador que resignaba su beneficio.
En contraste, los cotizantes recibían una jubilación dos o tres veces inferior a la que tenían derecho.
¿Por qué esa diferencia? Simplemente porque cuando un trabajador se jubila por invalidez, tiene derecho a recibir una pensión equivalente al 70 o 50 por ciento de su sueldo, dependiendo de si padece un menoscabo laboral total o parcial.
Como en general los cotizantes carecen de ahorros previsionales suficientes para financiar una jubilación de esa magnitud, las compañías de seguro deben depositar la diferencia, siempre que el afiliado esté al día en sus cotizaciones.
Y ese pago puede ascender a cien millones de pesos o más por cada trabajador, según las circunstancias.
Ese secreto, por cierto, sí podía valer un millón de dólares. Incluso mucho más.