CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
El poder emancipatorio de los derechos sociales en una nueva Constitución
23.10.2020
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CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
23.10.2020
El constitucionalista Jaime Bassa examina la ingeniería social de la dictadura y cómo la Constitución de 1980 la lleva adelante a través de la protección de unos derechos y el olvido de otros. Sugiere que este proyecto político se ha mantenido vivo, entre otras cosas, gracias a constitucionalistas que se han negado al reconocimiento constitucional de los derechos sociales. Sostiene que estos derechos tienen un potencial emancipatorio que va más allá de mejorar el acceso a bienes públicos de muchas personas. Una Constitución que incluya derechos sociales permite ordenar de otra manera el poder en la sociedad.
Los derechos sociales ocupan un lugar central en el debate constituyente, no solo en el actual ciclo político que se inicia con la revuelta popular de octubre de 2019[1]. Ya en el intento de proceso constituyente del Gobierno anterior vimos cómo sectores más conservadores se pronunciaban contra su efectiva protección constitucional. La crítica a aquellos derechos que pueden desplegar su potencial emancipatorio sobre las condiciones materiales de vida de la sociedad ha sido una constante en el constitucionalismo del último siglo; aunque ha menguado como consecuencia de la unidad de los derechos como categoría teórica y jurídica, la crítica a los derechos sociales ha logrado posicionarse en las últimas décadas, en especial como consecuencia de la discusión en torno a la redacción del texto constitucional luego del golpe de Estado. Ha sido especialmente notoria la intervención de ciertos constitucionalistas de la élite, particularmente preocupados de evitar que estos derechos, pilares fundamentales en los procesos de transformación social, puedan consolidarse a nivel institucional[2]. La posición hegemónica de estos constitucionalistas –marcada tanto por la pretensión de neutralidad política de su discurso, como por su estratégica posición como académico de tiempo parcial, vinculado profesionalmente con asesorías al Estado y a grandes empresas– ha permitido que su discurso determine los límites dentro de los cuales es posible desarrollar la discusión constituyente.
En el presente texto quisiera mostrar cómo los discursos que se oponen a que los derechos sociales tengan carácter constitucional, los definen de una manera restringida. Vamos a proponer aquí formas alternativas de entender estos derechos, que desbordan las fronteras del derecho constitucional y consideran los efectos que tienen en la configuración de la sociedad.
Chile se encuentra en crisis. Existe una corrupción estructural en los modos de la representación democrática que impiden, por una serie de razones, que las instituciones representen el interés general y se orienten, en cambio, a la defensa de intereses particulares. La famosa crisis de confianza es, en definitiva, una crisis de representación, marcada por la complejidad estructural de la sociedad y, especialmente, por la corrupción de las formas mismas de la representación.
Esta situación requiere revisar con agudeza el diseño y funcionamiento de los mecanismos institucionales de representación del poder, de modo tal que funcionen de forma transparente y al servicio del interés general. Pero esto no es suficiente, pues también es necesario considerar las condiciones institucionales, económicas y materiales de participación, especialmente aquellas a partir de las cuales se garantizan y ejercen los derechos constitucionales.
Desde esta perspectiva, los derechos –en especial los sociales– cumplen un papel clave en la configuración de las relaciones de poder de la sociedad y de las condiciones de participación, las que se proyectan a través de las formas de representación.
En razón de lo anterior, quisiera proponer una ampliación de la perspectiva con la que se piensa la relación entre Constitución y poder, en otras palabras, la forma en que un texto constitucional regula, jurídicamente, el ejercicio del poder político. En particular, revisar la relación entre la Constitución de 1980 y la configuración del poder en la sociedad, es decir, cómo se articula, constitucionalmente, el proyecto de ingeniería social que caracteriza al proyecto político de la dictadura. Son dos dimensiones complementarias que atraviesan el texto vigente, que pueden identificarse con mayor precisión en determinadas dimensiones del actual orden constitucional.
La Constitución de 1980 es un proyecto de ingeniería social anclado, principalmente, en una precarización de los derechos sociales y protegido por una serie de enclaves o dispositivos constitucionales
En primer lugar, es un lugar común en el constitucionalismo afirmar que las constituciones regulan el ejercicio del poder político a través de los órganos estatales e instituciones públicas. Lo que se conoce como la parte orgánica de una Constitución contiene una serie de normas destinadas a configurar los límites jurídicos dentro de los cuales se puede ejercer el poder político: investidura regular, competencias, procedimientos. Es la expresión más directa y manifiesta de la Constitución como la forma jurídica del poder, cuyo diseño responde a una serie de objetivos políticos, tanto para la limitación del ejercicio del poder como para su habilitación.
Sin embargo, sabemos que también hay una dimensión del poder político que se ejerce fuera del aparato estatal, que desborda las fronteras de la institucionalidad estatal y se proyecta hacia la sociedad, en las relaciones ordinarias entras las personas, entre los distintos sectores de la sociedad.
Chile se encuentra en crisis. Existe una corrupción estructural en los modos de la representación democrática que impiden, por una serie de razones, que las instituciones representen el interés general y se orienten, en cambio, a la defensa de intereses particulares. Desde la perspectiva de las condiciones para el ejercicio del poder político en las relaciones sociales, la normativa constitucional no es políticamente neutra. La ausencia de reconocimiento constitucional de los pueblos originarios configura determinadas relaciones de poder en la sociedad que despliegan sus efectos en favor de la población mestiza, postergando a los pueblos originarios a una condición de subalternidad estructural. Otro tanto ocurre con el reconocimiento de los derechos sexuales y reproductivos, donde los textos constitucionales responden a decisiones políticas que contribuyen a configurar determinadas relaciones de poder atravezadas por el factor género. No son decisiones neutras desde el punto de vista de las condiciones para el ejercicio del poder en la sociedad.
Lo propio ocurre con los derechos sociales, pues el diseño de su reconocimiento constitucional afecta directamente en la configuración de las condiciones materiales de existencia, donde se verifica el ejercicio de estos derechos. Desde la perspectiva de las estructuras de poder de una sociedad, no es políticamente neutra una desprotección del derecho al trabajo o a la educación, en especial si es acompañada de una sobreprotección de la libertad de emprendimiento privado, porque da paso a condiciones inequitativas para su ejercicio, situando a uno de los sujetos –individuales o colectivos– que ejerce dichos derechos en una posición subalterna respecto del otro. Desde esta perspectiva, la Constitución y las leyes sectoriales respectivas cumplen un papel fundamental en la configuración de la sociedad, el que no puede ser desatendido en un proceso constituyente que está llamado, precisamente, a pensar formas alternativas de organización política y social.
Estas mismas normas constitucionales pueden ser analizadas desde una perspectiva distinta, que viene a complementar la función que cumplen las constituciones en tanto forma jurídica del poder, a través de las cuales se deja ver con mayor claridad el contenido del proyecto político de la dictadura: el diseño de una determinada ingeniería social, que no solo configura la sociedad de una cierta manera, sino que desarticula los efectos sociales producidos por el ciclo político que termina en 1973.
La Constitución de 1980 responde a un proyecto político particular, uno que reacciona contra las transformaciones sociales que caracterizaron al siglo XX chileno, intensificadas en el período 1964-73; busca imponer un concepción alternativa de la sociedad, a través de la hegemonía de la racionalidad neoliberal y el despliegue privatizador de un Estado subsidiario.
Desde la perspectiva de la Constitución de 1980, el proyecto de ingeniería social tiene dos partes: el diseño social mismo (el proyecto de sociedad de la dictadura) y los dispositivos constitucionales destinados a protegerlo y neutralizar potenciales reformas. Sostengo que la ingeniería social de la dictadura se desplegó a través del catálogo de derechos fundamentales, tanto los que protegen bienes sociales como aquellos que protegen bienes individuales o propietarios. Es en la combinación de las distintas estrategias de protección constitucional de los derechos que se van configurando determinadas condiciones para su ejercicio, las que inciden directamente en la vida cotidiana de las personas.
Estas estrategias de protección actúan a través de la mayor o menor especificidad de las obligaciones estatales respecto de ciertos derechos, así como en la cobertura de las acciones judiciales de tutela. A su vez, este diseño está muy conectado con el concepto de sociedad desde el cual se piensa la Constitución y los derechos, pues no es lo mismo proteger un derecho como si la sociedad fuera la mera agregación de individuos, o bien, como si se tratara de una comunidad –o comunidades– con un presente y un destino en común. Según cómo se conciba la sociedad, el catálogo de derechos estará más inclinado a proteger la dimensión individual de los derechos o su dimensión social, por lo que la decisión de constitucionalizar ciertos derechos, en desmedro de otros, nunca es políticamente neutra.
Por ejemplo, no es lo mismo garantizar la libertad para elegir entre el sistema público o privado de salud –libertad que se distribuye de manera poco equitativa en la sociedad– que garantizar la universalidad del derecho a la salud no solo en su titularidad, sino que en su ejercicio; se trata de elecciones constitucionales que configuran modos de vida distintos.
No es lo mismo la vida que se construye en una zona de sacrificio que aquella que es posible desarrollar en una ciudad, o bien, el tipo de vida que se construye entorno a los centros de atención de salud primaria o de una clínica exclusiva. Las condiciones sociales que emergen de cada variable, que habilitan o entorpecen la incorporación a la vida en sociedad, se distribuyen de forma muy desigual en el país, donde la universalidad de los derechos constitucionales es relativizada por el concepto de sociedad en el que se sostiene la Constitución de 1980.
Ahora bien, ese proyecto de ingeniería social cuenta con una serie de dispositivos constitucionales articulados para neutralizar la agencia política del pueblo y, de esta forma, evitar que el proceso político pudiera concretar eventuales demandas por cambio social en reformas constitucionales que alteraran dicho proyecto de ingeniería social.
Inicialmente identificados como enclaves autoritarios o instituciones contramayoritarias, hoy se ha extendido la idea de las trampas constitucionales: una serie de dispositivos que buscan evitar que la organización política del pueblo logre las transformaciones sociales de manera libre y soberana. Entre estos dispositivos encontramos algunos que marcaron el ciclo iniciado en 1990 (senadores designados o la inamobilidad de los comandantes en jefe de las ffaa), otros que proyectan sus efectos políticos y culturales más allá de su reforma o derogación (sistema binominal) y, por cierto, otros tantos todavía vigentes (como las leyes orgánico constitucionales, la iniciativa legislativa exclusiva del Presidente en materia sociales o las atribuciones del Tribunal Constitucional).
La parte orgánica de la Constitución diseñada, en definitiva, para garantizar la intangibilidad de su parte dogmática, al punto que el artículo 19 –la norma que contiene los derechos fundamentales– prácticamente no tiene reformas desde 1980. De hecho, el diseño constitucional de los derechos sociales que han estado en el foco de la crisis social del último año (salud, educación, seguridad social, trabajo) sigue siendo el mismo impuesto en dictadura, con el texto constitucional y la legislación sectorial respectiva.
En definitiva, se trata de un proyecto de ingeniería social anclado, principalmente, en una precarización de los derechos sociales y protegido por una serie de enclaves o dispositivos constitucionales. Esta comprensión política del actual texto constitucional nos permite incorporar una clave de inteligibilidad adicional para el análisis de la cuestión constituyente: la discusión constitucional tiene una dimensión ley que es central para la discusión jurídica, pero también se juega una dimensión norma que tiene un profundo impacto social y cultural. Por un lado, aquella manifestación jurídica propia de las fuentes del Derecho, donde hay un texto jurídico escrito, en tanto ley; por el otro, una dimensión de la vida social que ha devenido en norma, que se ha normalizado como consecuencia de la imposición de un proyecto político determinado en dictadura. Ambos elementos se proyectan sobre la cuestión constitucional de manera articulada, pues la ley despliega sus efectos gracias a que cierta forma de vida que ha devenido en la norma: existe una normalización de una determinada convivencia que durante décadas aceptamos sin cuestionar.
Esta normalización no ha sido cuestionada, entre otras razones, porque el constitucionalismo hegemónico en Chile ha hecho esfuerzos importantes por constreñir la deliberación constituyente –así como la propia discusión política– en materia de derechos sociales dentro de márgenes muy estrechos, cuyas fronteras están delimitadas por la polémica en torno a su justiciabilidad y el financiamiento de las prestaciones sociales. Así, la posibilidad de pensar alternativas ha estado fuera del alcance de la discusión política y ciudadana, condenadas a permanecer fuera de las fronteras de la racionalidad del discurso jurídico.
Existe cierto constitucionalismo que defiende la justiciabilidad de los derechos sociales (por cuanto integran una unidad axiológica junto a todos los demás derechos en la protección del individuo), en oposición a una corriente conservadora o autoritaria que les desconoce este atributo, bajo el argumento que condena el activismo judicial (aunque sin aceptar la consecuencia evidente: las mayores atribuiciones que requiere el legislador para que la garantía efectiva de estos derechos no depende de los tribunales). Ese mismo clivaje se proyecta sobre las condiciones de financiamiento de las prestaciones sociales, pues mientras unos le niegan a los derechos sociales su carácter de fundamentales (no serían más que anhelos sociales y no derechos, pues dependen de las capacidades económicas que financiarían la prestación, un acto positivo adicional que no requerirían los derechos individuales propiamente tal), otros recuerdan que la garantía efectiva de todos los derechos demandan, en algún nivel, de una prestación estatal que requiere financiamiento público.
Estas disputas teóricas en torno a los derechos sociales se configuran a través del discurso jurídico, que se caracteriza por una importante pretensión de neutralidad política. Así, las diferencias entre ambos tipos de pretensiones –a favor y en contra de los derechos sociales, resumiendo– se explicarían por las distintas concepciones teóricas que las sostienen, un problema técnico que se agota en el funcionamiento del sistema constitucional y en la mayor o menor capacidad de las normas jurídicas para proteger estos derechos, o bien, del desarrollo económico para financiarlos. Situados dentro de las fronteras demarcadas por el discurso jurídico, la protección de los derechos sociales no es entendida como un problema político, es decir, como una cuestión que incide de manera determinante en el reparto del poder en una sociedad.
Por razones que exceden las pretensiones de esta columna, los derechos sociales han sido desprovistos de la huella histórica que explica su existencia, aquella que explica cómo es que estos derechos emergen como respuesta a determinados contextos de crisis social y cómo su reconocimiento constitucional, históricamente, ha sido acompañado de procesos de reconfiguración de las fuerzas políticas de una sociedad. Poco va quedando de la dimensión social de los llamados derechos sociales; y lo cierto es que cada vez queda menos de su dimensión derechos. Por qué.
Es posible afirmar que el constitucionalismo moderno se sostiene en una comprensión de las relaciones sociales desde una perspectiva preferentemente jurídica, que oculta el carácter social de los derechos y los concibe como si fueran categorías teóricas, propias de expertos y expertas constitucionalistas, distantes –o incluso separadas– del conflicto social y la contingencia de las relaciones de poder. Así, los derechos son entendidos como categorías estrictamente jurídicas, al margen de las condiciones sociales que determinan su ejercicio, dando paso a una suerte de equiparación entre ellos, como si fueran parte integrante de una misma institución jurídica. Una suerte de abstracción amorfa y despolitizada, que se construye al margen de las relaciones sociales, susceptible de ser académicamente analizada y caracterizada conforme a adjetivos que se predican de todos estos derechos por igual, como si ellos no fueran la respuesta a cierto tipo de conflictos sociales… o como si hubiesen dejado de serlo.
Sin embargo, detrás de todos los derechos hay conflictos sociales que han sido canalizados institucionalmente a través de su garantía constitucional; conflictos que aún le dan forma a las sociedades contemporáneas, pues la forma en que son regulados jurídicamente incide en las condiciones de ejercicio de estos derechos y, con ello, en las condiciones materiales de existencia de la población. Las constituciones de los últimos siglos son respuestas políticas a estos conflictos sociales; la Constitución de 1980 no es la excepción.
Desde la perspectiva de las estructuras sociales y el reparto del poder en la sociedad, el desbalance en la protección constitucional de los derechos fundamentales genera condiciones sociales desiguales para su garantía, lo que se traduce en un desigual ejercicio de estos derechos y, en consecuencia, del poder.
Pensemos, por ejemplo, en los efectos que la desprotección constitucional de los derechos laborales colectivos tiene sobre la sociedad, especialmente en relación a la sólida protección constitucional de la libertad de empresa. Ambos derechos buscan proteger, en abstracto, a la persona. Pero en concreto, su ejercicio se distribuye de forma bastante particular en la sociedad, siguiendo criterios socioeconómicos claramente delimitados. Se trata de derechos que protegen –mejor o peor– distintos ámbitos de la vida individual y social, cuestión respecto de la cual ninguna Constitución es ciega.
La Constitución de 1980 no es neutra en lo que se refiere al reparto del poder político en la sociedad, especialmente en el desbalance evidente en la protección de los derechos fundamentales. La postergación estructural en la protección de los derechos de carácter social pone de manifiesto cómo la Constitución vigente –que en este aspecto responde casi íntegramente al texto original de 1980– toma partido en aquellos conflictos que caracterizan a la sociedad chilena y, con ello, configura determinadas condiciones para el ejercicio del poder político.
La centralidad que ha adquirido la dimensión jurídica de los derechos sociales en este momento de crisis constituyente deja en evidencia un intento por despolitizar una discusión que tiene un impacto determinante en el reparto del poder social. Si la deliberación sigue anclada en su judicialización o su financiamiento y no se abre a considerar cómo los derechos sociales impactan en la distribución del poder político en una sociedad, la nueva Constitución perderá parte importante de su potencia de transformación social. La hegemonía de la perspectiva individualista de los derechos sociales –como si solo se tratara de prestaciones que una persona tiene derecho a exigir– obstruye el horizonte de posibilidades para la decisión constituyente y acota el contenido de la deliberación. En otras palabras, el objetivo de la garantía constitucional de los derechos sociales no se agota en su dimensión individual (en los mecanismos jurídicos necesarios para proteger su legítimo ejercicio), precisamente porque el ejercicio de estos derechos genera efectos propiamente políticos y sociales que exceden las fronteras de quien reclama titularidad sobre ellos. Pensar estos derechos es pensar el tipo de sociedad en la que vivimos: su débil garantía constitucional produce relaciones sociales injustas, donde una de las partes es condenada a una posición debilitada, subalterna.
Mientras a las personas los derechos se les presentan como lo que son –relaciones sociales trabadas entre individuos, familias, grupos que tienen intereses y necesidades distintas– cierto constitucionalismo los presenta como si se trataran de complejas relaciones jurídicas entre categorías teóricas, abstractas, cuyo conocimiento está reservado a expertos. Así, sus formas jurídicas pretenden mostrar los atributos sociales de los derechos –aquellos que emanan de relaciones sociales atravesadas por conflictos y antagonismos– como si se trataran de propiedades esenciales e inherentes de los derechos, desvinculada de lo social y desvinculada por cierto de los conflictos políticos.
Esta perspectiva permite zanjar ciertos conflictos sociales recurriendo a formas discursivas completamente desvinculadas de ellos, higienizadas, presentando la razón jurídica desde la cual se opera como técnica, neutra y despolitizada. Es lo que permite que ciertos actores del proceso constituyente puedan hablar de los derechos desde la corrección técnico-jurídica de sus discursos, pero sin hacerse cargo del impacto político y social que la protección de los derechos genera en la vida de la sociedad y de las personas. Por lo demás, en Chile la posición de los derechos sociales es particularmente compleja: no solo son fuente de precarización para la vida cotidiana de millones de personas, pues al mismo tiempo son fuente de una enorme riqueza para un sector muy reducido de la sociedad.
La pretendida garantía de una titularidad universal de los derechos sociales debe traducirse en una regulación constitucional de las condiciones políticas, sociales e institucionales necesarias para garantizar su ejercicio universal. La discusión constituyente no puede limitarse a la dimensión individualista de los derechos sociales, empantanada en las reglas para su justiciabilidad o su financiamiento. La potencia transformadora de una nueva Constitución radica, precisamente, en la posibilidad de configurar una nueva distribución del poder político en la sociedad; es lo que las constituciones hacen, regular jurídicamente el ejercicio del poder. Desde la perspectiva de los derechos sociales, eso significa garantizar su ejercicio individual tanto como su dimensión propiamente social, equilibrando la protección constitucional respecto de otros tipos de derechos, a la vez que generando condiciones equitativas para el ejercicio del poder en la sociedad.
Cerremos con un ejemplo: educación. Como consecuencia de una regulación constitucional y legal que concibe la educación como un bien de consumo individual, se ha dado paso a formas institucionales de segregación social, funcionales a la concentración del poder (del capital económico y cultural). Es posible pensar la educación desde su función pública, como un espacio de integración y cohesión social y no de segregación ni de lucro. Un proceso constituyente es el momento ideal para hacerlo.
[1] Hablo de revuelta popular pues me parece que ese concepto define de mejor forma aquella manifestación de una voluntad popular que se dirige en contra del orden social vigente.
[2] La Tercera, 4 de noviembre del 2013. «La Constitución de Bachelet»
Disponible aquí., p. 54 ss.
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