CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
Baquedano barroco, desafíos para los monumentos del futuro
22.10.2020
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CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
22.10.2020
Contra la idea de que al pintar a Baquedano o derribar a Pedro de Valdivia, “las turbas buscan borrar la historia”, el autor trae al debate al historiador italiano Enzo Traverso: “derribar estatuas no borra la historia, nos hace verla con más claridad”.
Baquedano feminista, Baquedano plurinacional, Baquedano popular, Baquedano pandémico, Baquedano ekeko global tercermundista. Desde hace un año hay tantos Baquedanos que su sentido unívoco se ha perdido entre el pastiche y la decoración barroca; su origen como signo de la historia patria decimonónica se disipa en el abigarramiento contemporáneo, esa condición jaspeada que siempre fuimos pero que ante la homogeneización nacional se perdía, se borroneaba, se tornaba color pretérito y monótono.
Claro, hay ciertos “combates por la historia” que se han abierto, un cisma que devela que lo nuevo no termina de nacer cuando lo viejo no termina de morir. Lo destituyente y constituyente en su contingencia estética: eso es finalmente la batalla de brocha gorda que se desenvuelve sobre el escultórico Baquedano. Una pequeña pero trascendente lucha por los sentidos de la historia, por lo que prevalecerá y por lo que emerge, en esa agonía habitamos.
Cada trazo rojizo, cada brochazo negro azabache, es otro derrame de tinta para modelar el relato histórico que conducirá con mayor envergadura los siguientes pasos colectivos. Y esto es crucial para no decantar en miradas pasajeras y superfluas, esas que se apuran y expresan: “las turbas buscan borrar la historia”. Qué lejos están sus observaciones cuando se encuentran ante el ejercicio desmonumentalizador, esto no debería siquiera explicarse, pero ya lo decía hace unos meses el historiador italiano Enzo Traverso: “derribar estatuas no borra la historia, nos hace verla con más claridad”.
Es innegable que uno de los fenómenos que sustentan la profundidad del 18 de octubre es su diálogo con la historia. No es un movimiento que se ciñe al presentismo al que nos tenía acostumbrado la tecnocracia neoliberal, donde todo se reducía a consignas ingenieriles para resolver el dolor presente y localizado, todo ello fraguado por los “expertos” de cada materia específica.
Es que desde los 90’ se nos adentró en un agujero negro, donde todo el tiempo quedaba suspendido, habíamos llegado al fin de la historia, y las quimeras colectivas fueron ahogadas bajo apelaciones como perfectible. Todos recordamos a José Piñera diciendo esa incomoda palabra aquel invierno del 2016, a propósito de su defensa al sistema de pensiones, y ya la palabrita nos sabía irrisoria, burlesca, comenzábamos a comprender colectivamente que era vital salir del bucle neoliberal, que era urgente abrir nuevos tiempos, salir del agujero del fin de la historia, ser otra vez históricas, tal como imprimió la Brigada Laura Rodig en Plaza Dignidad en la marcha feminista del 8 de marzo de 2020.
Precisamente, desde el 18 de octubre hay un diálogo abierto con la historia, muchos y muchas, y no solo los expertos, quieren ver las heridas en profundidad, se busca observar sus recovecos, ir a los orígenes para encontrar dónde, en qué tiempo, todo el dolor se comenzó a acumular. Es ahí que adquiere rigor la temprana consigna no son 30 pesos, son 30 años; hay una búsqueda por las temporalidades que hieren, para mirarlas e intentar curar sus llagas. Luego, en las calles, la yuxtaposición cronológica 2019/1973 fue un rayado que estiraba los tiempos observables. Finalmente, al fragor de la movilización, ante la profundidad del diálogo con la historia, en decenas de ciudades se desarrollaron ejercicios de desmonumentalización, un repertorio emergente, pocas veces masificado con tanta contundencia en el país. Acá, como pocas veces, los pueblos de Chile miraban tan de cerca su historia, observando la contracara de los héroes patrios, cepillando a contrapelo los 200 años republicanos, los 500 años coloniales.
Entonces, es importante no reducir todo a nociones como “turbas irracionales”, carentes de historicidad, de consciencia histórica. Y esto será un gran desafío para los nuevos tiempos, sobre todo para una intelectualidad acostumbrada a pasear sin contratiempos su jardín hermoseado del saber, abrazar, con mal gusto si quieren, que detrás de los repertorios subalternos hay nociones políticas, interpretaciones históricas y racionalidades. En últimas, cuando se bota un monumento de Pedro de Valdivia es importante no salir a vociferar que la plebe no sabe, que el vulgo es ignorante, que el ímpetu irracional de la turba, quizás es más dable meditar que probablemente la consciencia plebeya sabe lo que hace y contra quién lo hace, actualizando el viejo adagio popular: dime a quién celebras y te diré quién eres.
Y no se trata de “juzgar todo el pasado con los criterios morales del presente”, sino que más bien se trata de juzgar ese pasado desde el punto de vista de los avasallados por la linealidad del progreso, modalidad histórica que, por cierto, sostiene el plinto de colonizadores y genocidas. Así pues, no se dialoga con Pedro de Valdivia o Baquedano según nuevas modas teóricas e intelectuales, sino que acá emerge rebosante Walter Benjamin como sostenedor de razones iconoclastas, cuando incomoda la base pulcra de la modernidad sentenciando: “No hay documento de cultura que no lo sea al tiempo documento de barbarie”, es decir, a modo de pregunta, ¿hasta qué punto lo que reboza civilización no ha sido la cara embellecida de un progreso que acumula ruinas en su vendaval imparable? ¿cuántos muertos sostienen la esfinge del triunfo “civilizador”?
Ante la posibilidad que nos da este momento dialógico con la historia, debemos preguntarnos: ¿qué significa para la memoria palpitante de los pueblos avasallados la glorificación de sus asesinos? ¿los actuales sostenedores de las esfinges todavía buscarán coronar esa memoria dolorosa para grandes mayorías? ¿cómo construir esa “comunidad política” que imaginamos plural y diversa sobre el rostro crudo de los avasalladores? Ante estas cuestiones, hay quienes promulgan los grises, que defienden el claroscuro de los personajes históricos, pero yo insistiría, ¿cómo ver grisáceos ante la elocuencia de los hechos que mortifican hasta el presente la memoria y las cotidianidades de los herederos de los muertos de la historia?
Y esta última pregunta es honda, inmensa, sobre todo cuando reconocemos, por ejemplo, que hasta hoy los pueblos indígenas habitan condiciones coloniales y de empobrecimiento que son precisamente glorificadas de contrabando por la monumentalidad oficial. Así, cuando decimos diálogo con la historia, no hay que reducir esto a una plática con algo que ya fue, con un fenómeno que ya aconteció, sino se trata de conversaciones con el tiempo, es decir, de pasados que no pasan, de muertos que producto de aquellas glorificaciones coloniales todavía yacen en la injusticias, junto con sus hijos y nietos del presente, y otra vez Benjamin: “tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo si este vence, y este enemigo no ha cesado de vencer”.
Hoy, en hora buena, gracias a la desmonumentalización, existe un diálogo abierto con esos pasados/presentes; tenemos, por tanto, una oportunidad insoslayable, y para ello es urgente miradas críticas y amplias, sin caricaturas, que busquen dibujar en la pesadumbre iconoclasta, personas que pretenden borrar la historia. No hay nada de eso, el deseo es dialogar con ella, mirar de frente, con claridad, sin heroicidades que desdibujen la sangre. Y quizás es cierto, miremos los grises, esos que la monumentalidad nunca ha dejado vislumbrar, observemos las sombras de los héroes, y preguntémonos por cómo esas sombras han dejado en penumbra la vida y la memoria de tantos y tantas.
Y ese diálogo, lo siento colegas, no es de exclusividad nuestra. Benjamin nuevamente nos aprieta los zapatos, cuando señala: “el sujeto del conocimiento histórico es la misma clase oprimida que lucha” (Tesis XII). Solo ellos logran hacerse de una consciencia histórica profunda y radical, y el estallido social fue eso, una conversación con los pasados para emerger desde allí un proyecto de justicia. Ya lo dice el historiador Pablo Aravena: “El olvido no se cura con la historiografía, sino con la justicia”, y luego cita de vuelta al pensador de Berlín: “Solo a la Humanidad redimida le concierne enteramente su pasado. Quiere decir esto: solo a la Humanidad redimida se le ha vuelto citable su pasado en cada uno de sus momentos”.
El Baquedano barroco es eso, una cita, o más bien múltiples capas de citas del pasado para emerger por fin en la historia, para encontrar un poco de justicia. Y esto debe ubicarse en el centro del debate venidero: ¿cómo el patrimonio común les hace justicia a todos los pueblos de Chile y del Wallmapu?
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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