CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
La propuesta política de Fernando Atria: Un caso de precariedad hermenéutica
20.10.2020
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CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
20.10.2020
Fernando Atria ha sido central para fortalecer tanto la crítica de la izquierda contra el lucro en la educación (ver serie de CIPER en 2011), como los argumentos a favor de los derechos sociales y una nueva constitución. En el libro Razón bruta revolucionaria. La propuesta política de Fernando Atria, el doctor en filosofía Hugo Herrera analiza críticamente esas ideas. En esta columna aborda los argumentos de Atria sobre el mercado y sobre la deliberación pública.
Se ha extendido en la izquierda, una doctrina, formulada por Fernando Atria, con énfasis moralizante. Él caracteriza al mercado, en tanto que institución, como un campo de perversión: “fomenta” en cada individuo “perseguir su interés y mostrar indiferencia ante la necesidad ajena”; es un contexto perturbador, moralmente dañino: “el agente del mercado” deviene “un individuo solipsista, que se relaciona con los otros objetivándolos”.[i]
Además, consta la deliberación pública. Ella es entendida como un ámbito de reconocimiento. Quien entra en la deliberación pública lo hace admitiendo al otro con quien discute. Si la deliberación se efectúa de manera plena o libre de perturbaciones externas, entonces se alcanza, en último término, un “reconocimiento radical” del otro.[ii] Ese es el fin al cual apunta la deliberación.
O sea, si el mercado es el lugar de la perversión moral, la deliberación pública lo es de la perfección moral: más perfecta mientras más consolidada ella se encuentre.
Ocurre, sin embargo, que el desacuerdo deliberativo acusa persistencia. El encono del disenso es explicado por Atria en virtud del contexto: “nuestras formas de vida dificultan el reconocimiento recíproco”, señala. No “es absurdo creer” -añade- “que vivimos en condiciones de alienación parcial o total”, cuando “el modo normal de relación entre individuos es el del mercado”.[iii] La manera de actuar de los agentes en el mercado perturba la deliberación y la plenitud o “reconocimiento radical” al cual ella apunta.
Es menester, entonces, despejar el avance hacia la plenitud que abriga la deliberación pública, restringiéndose al mercado perturbador. Este objetivo se cumple mediante la instauración de un régimen de derechos sociales universales: se debe “remover” el aspecto alienante del mercado, su “dimensión cruel” como “criterio de distribución”, la cual “lleva a los individuos a ver que sus intereses están en oposición”.[iv] El régimen de derechos sociales no impide que haya instituciones privadas, pero, en tanto ese régimen procura acceso universal a prestaciones, su instauración sólo es posible en la medida en que, de modo coactivo, se hace depender los recursos económicos del Estado.
Si el mercado es el contexto dentro del cual puede decirse que “nuestras formas de vida dificultan el reconocimiento recíproco”; o que no “es absurdo creer que vivimos en condiciones de alienación parcial o total” cuando “el modo normal de relación entre individuos es el del mercado”, entonces el desplazamiento del mercado por un régimen de derechos sociales –y la correlativa concentración del poder económico en manos del poder político– se vuelve una exigencia. Lo correcto es avanzar paso a paso, pero cuanto más se pueda, en dirección a eliminar lo alienante, vicioso o cruel, para alcanzar la plenitud prometida en el “reconocimiento radical” que se acaba por conseguir en una deliberación libre de los ripios del mercado.
Atria ha indicado recientemente con algo de simpleza: “Defender la idea de derechos sociales no me obliga a buscar eliminar el mercado”. Pero es su idea del mercado como ámbito de perversión y perturbador de la deliberación pública, la que lo obliga a superarlo.
Revisando los textos de Atria, se aprecia, además, que él asume explícitamente que la exigencia de superación del mercado posee alcances en principio ilimitados. Escribe: “Por eso”, a saber, porque “entre todas” las “dimensiones” sociales –“salud, vivienda, seguridad social, etc.”– “hay desde luego implicaciones recíprocas”, “la intervención” estatal de la que aquí se trata, por la que se desplaza al mercado de ámbitos completos de la vida social, “debe ser holística”[v], o sea, abarcante o total. El carácter holístico o totalizante de la intervención se expresa en la manera en la que termina la frase en la cual alude a las dimensiones que deben ser intervenidas: un “etc.”, así como en la referencia de Atria a que “todas” las dimensiones sociales están recíprocamente implicadas, lo que las hace a todas, en principio, asunto de intervención.
Ciertamente, abandonado a sí mismo, el mercado puede producir efectos funestos y es menester controlarlo. En tanto institución, empero, y dado el hecho del Estado moderno y la intensificación de las relaciones de poder producto del desarrollo tecnológico, el mercado puede operar como mecanismo eficaz de distribución del poder social. Un mercado fuerte significa la existencia de una esfera dotada de recursos económicos sustantivos a resguardo del poder estatal. Si esa esfera desaparece o se la debilita, por la vía del desplazamiento del mercado y la correlativa acumulación del poder económico en manos del Estado, quien gobierna y quien emplea o financia los empleos coinciden; el poder social se concentra y la libertad de los ciudadanos queda amenazada.
Es menester no perder de vista los abusos que el mercado favorece. Se requiere distribuir el poder en el mercado, velar por una competencia efectiva y establecer condiciones comunes razonables, en ciertas áreas, para todos. Mas para ello no se necesita -y esta es la cuestión- llegar a un régimen donde todos los recursos nuevos dependan del Estado y la defensa del mercado devenga palabra impotente. Si se quiere conservar amplias esferas para la libertad, se ha de mantener un sistema de fuentes de recursos mixto.
El reconocimiento radical del otro que, según Atria, se anticipa y eventualmente se realiza en la deliberación pública, descansa en la idea de una comunidad que se asienta en un valor compartido: la humanidad como noción universal. La “común humanidad” y el “reconocimiento recíproco universal”, se alcanzarían mediante el convencimiento al que remite la propia estructura comunicativa de la praxis deliberativa.[vi]
Helmuth Plessner identificó, en su minuto, esta idea como el “formalismo de la convencibilidad”. Se entiende que por medio de la razón deliberante podrían ser superados los ripios del prejuicio y la ignorancia, y alcanzarse una verdad universal. Se trata de una verdad como generalidad racional que es estructuralmente parecida a la de la ciencia. Siempre puede, aquí, empero, inquirirse: “¿Hasta dónde la vida real, el individuo efectivamente existente y el pueblo concreto, se dejan comprender según esa generalidad y conformar a ella?”[vii]
Ocurre que la deliberación pública, por su propio carácter y no por impedimentos extrínsecos, no es compatible con algo así como un “reconocimiento radical” del otro.
La vida transcurre bajo apremios, en situaciones únicas que emergen dinámicamente desde un fondo excepcional. Y el ser humano, si bien tiene un aspecto público, que se expresa en la participación política, posee también un aspecto privado o interior, una singularidad irreductible a las reglas generales.
El “abismo de la vida” y sus “múltiples manifestaciones”, la peculiaridad de las situaciones y la singularidad de los individuos, no se dejan subsumir, sin violencia, a elaboraciones mentales universales.
La peculiaridad de las situaciones y la singularidad de los individuos son heterogéneas con la generalidad de la razón y, especialmente, de una razón deliberativa para la cual vale lo que es plausible ante una generalidad ocular y escrutadora.
En la deliberación pública tienden a imponerse razones generalizables, capaces de convencer a una mayoría. Ciertamente, hay aquí un momento emancipador: la razón general se impone sobre los prejuicios. Pero esa razón se impone también sobre las diferencias. La realización de la operación del dispositivo público-deliberativo coincide, en una medida insoslayable, con el sometimiento de lo distinto.
La deliberación pública es una disciplina. Se trata de un dispositivo en el cual los interlocutores quedan puestos bajo la mirada inquisitiva de los demás. El ojo escrutador ejerce un poder y ese poder es hostil a la esfera íntima del ser humano y a lo raro, lo nuevo, lo peculiar de las situaciones. Las posibilidades de desconocimiento y opresión de esas esferas en una asamblea son palmarias. Y no es necesario pensar todavía en minorías organizadas operando en ella. Basta que la deliberación funcione sin distorsiones para que ella sea heterogénea y eventualmente opresiva con lo distinto.
En la situación final de “reconocimiento radical”, logrado en el contexto público-deliberativo, donde la “comunidad política y la común humanidad devienen términos coextensivos”,[viii] la exclusión se consuma.
Atria luce no ser consciente de esta heterogeneidad y de las posibilidades de opresión de la deliberación pública. Llega a llamar “inaceptable” la posición de quien permanece escéptico ante “alguna cuestión” en esa deliberación.[ix] Entonces el pensamiento de Atria devela precariedad hermenéutica.
Puesta la heterogeneidad entre la situación concreta y los individuos singulares con las reglas alcanzadas en un proceso generalizante, ocular, escrutador, que además debe excluir (según nos dice Atria) todo escepticismo; en un proceso inquisitivo, animado en su propuesta por una idea universal, necesariamente abstracta de una “común humanidad”, o sea, de una humanidad donde el individuo ha purgado completamente sus intereses o pretensiones incompatibles con esa humanidad, una humanidad de individuos generosos o genéricos; puesta esa heterogeneidad, digo, entonces: intentar sujetar a las situaciones y a los individuos sin más a esas reglas importa sometimiento. Dado el trasfondo de inconmensurabilidad de lo real y del individuo, la actitud escéptica –“inaceptable” para Atria–, en muchos casos, no es más que el legítimo reconocimiento de los límites de la soberanía de la razón.
De al menos dos maneras se afecta, con la propuesta de Atria, la posibilidad de llevar a cabo una comprensión pertinente de la situación política.
Primero, hemos visto que al condenar al mercado como ámbito de alienación y propugnar su desplazamiento coactivo de áreas enteras de la vida social, la propuesta impone la concentración del poder en el Estado. El Estado concentra el poder político y el económico. El motivo según el cual una república libre se asienta sobre la división del poder social, es desconocido.
Segundo, el modo de interacción en el que se radican las promesas de plenitud -la deliberación pública- no es capaz de acoger plenamente todos los aspectos del ser humano. La deliberación pública encarna, he reparado en esto, una racionalidad generalizante y escrutadora. Ella es heterogénea e incluso hostil a la singularidad del individuo y la peculiaridad de la situación.
En un contexto deliberativo determinado, además, por un discurso como el de Atria, la inclinación a la exclusión de lo diferente se acentúa gravemente. Se trata de un discurso según el cual la deliberación pública efectuada bajo condiciones óptimas no puede sino conducir a decisiones correctas y, en último trámite, al consenso, al telos de la “común humanidad”, del “reconocimiento recíproco universal”. Es, además, lo hemos visto, un discurso para el cual la posición escéptica o de quien duda en “alguna cuestión” es declarada de antemano “inaceptable”. Es, en cambio, sólo bajo condición de una consciencia sobre los alcances y límites de la deliberación pública, ausente en el planteamiento de Fernando Atria, que puede ser disuelto su potencial opresivo.
[i] Atria, Derechos sociales y educación. Santiago: Lom 2014, 126-7, en adelante DS; cf. “La verdad y lo político II”, Persona y sociedad 23/2, 2009, 61; Neoliberalismo con rostro humano. Santiago: Catalonia 2013, 152, 154.
[ii] Atria, “La verdad y lo político I”, Persona y sociedad 23/1, 2009, 42.
[iii] Atria, “La verdad y lo político II”, 55, 61.
[iv] Atria, Neoliberalismo, 154, 156; cf. p. 155.
[v] Atria, Derechos sociales y educación. Santiago: Lom, 2014, 111.
[vi] Atria, “La verdad y lo político I”, 42, 44; “La verdad y lo político II”, 53.
[vii] Plessner, Grenzen der Gemeinschaft, en: Gesammelte Werke. Frankfurt: Suhrkamp 2003, V, 52-53.
[viii] Atria, “La verdad y lo político II”, 42, 44.
[ix] Atria, Neoliberalismo, 209; cf. “La verdad y lo político I”, 47.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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