CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
Hospitalidad, ¿en Chile?
03.10.2020
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CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
03.10.2020
El historiador Rafael Sagredo examina la “proverbial hospitalidad chilena”. A la luz de los testimonios coloniales, lo que aparentemente es una cualidad, aparece como una necesidad profunda de la sociedad por recibir los elogios de los extranjeros visitantes. “Cautivar a los viajeros fue la expresión material de la frágil, angustiosa y precaria realidad social”, escribe.
La discusión sobre los inmigrantes, que desde hace años está presente en la sociedad chilena, ofrece la oportunidad de recurrir a antecedentes históricos para aludir a uno de los tantos mitos que pueblan las representaciones que como comunidad difundimos. Muchos de ellos contra la evidencia más reciente que muestra una política restrictiva respecto del ingreso de extranjeros y, tal vez más elocuente, la discriminación y violencia que sujetos pertenecientes a minorías extranjeras sufren en Chile. Realidad que desmiente la proverbial hospitalidad que nos atribuimos y que resume el verso de una conocida canción: “Y verás como quieren en Chile al amigo cuando es forastero”.
Así identificaremos rasgos de la mentalidad de una comunidad marcada desde la época colonial por su precariedad y aislamiento, razón por la cual hizo del halago de los extranjeros que entonces ocasionalmente arribaban, un mecanismo de compensación para sobrellevar su dura cotidianidad. Con el tiempo, y cuando los extraños llegaron para quedarse, pero sobre todo cuando comenzaron a venir sujetos ajenos al mundo anglosajón o latino, pero europeo, la hospitalidad proverbial se transformó en hostilidad sistemática para con los asiáticos, los africanos y la mayor parte de los latinoamericanos. A la mayor parte de los cuales, sin distinción, y por alguna causa, discriminamos.
Utilizando las descripciones que los viajeros europeos hicieron de los usos y costumbres de los habitantes del Chile colonial, identificaremos prácticas que reflejan rasgos estructurales de nuestra comunidad. La hipótesis es que la sociedad criolla, marcada por la precariedad y el aislamiento, utilizó mecanismos que le permitieron compensar una existencia en ocasiones muy dura. Entre ellas, buscar el reconocimiento de extranjeros que, por su origen, situación y condición, la sociedad valoró particularmente. Un comportamiento que tuvo en el género femenino a sus protagonistas, siendo las mujeres las que se destacaron en el afán social por agasajar a los extranjeros que entonces arribaron a Chile. Creemos que basta con explicar los orígenes de la mentada hospitalidad nacional para, contrastada con la situación actual que todos conocemos, comprender algunas de las razones de nuestro comportamiento en el presente.
Durante su recorrido por la costa occidental de América, llamó la atención de Amadeo Frezier el hecho que “en Chile se practica mucho la hospitalidad”, a consecuencia de lo cual se “recibía muy generosamente a los extranjeros”. La impresión que el científico francés se formó en 1712 sería confirmada por numerosos viajeros a lo largo del siglo XVIII. Por ejemplo, los científicos de la Expedición Malaspina, quienes en los años de 1790 escribieron sobre “la atención y obsequio de todas estas gentes”, el “trato fino y amable” y “la hospitalidad constante” de los que llamaron “españoles chilenos”. Alabando su carácter “sumamente amable y obsequioso”, afirmaron, “nada ponderan los viajeros que tanto han ensalzado su generosidad”.
El marino inglés George Vancouver, que arribó a Chile en 1795, relató en su diario las “agradables disposiciones” tomadas en su favor por las autoridades españolas de Valparaíso, las “atenciones” de que fue objeto, la “hospitalidad de los excelentes habitantes”, las “invitaciones” y “ofrecimientos” que se le hicieron, en fin, la “cordialidad” de que hicieron gala para con él y su tripulación. Agradecido por la actitud de los anfitriones, escribió que los porteños los “trataron con la mayor finura y más obsequiosa hospitalidad”.
Antes, el conde de La Pérouse en su recalada en Concepción en febrero de 1786 había sido objeto de numerosas atenciones y de auténticas muestras de cordialidad por parte de la población, “tan afectuosas, relató, que ningún gesto de nuestra parte era suficiente para expresar nuestro agradecimiento”. La hospitalidad de los penquistas llegó a tal grado que los franceses se sintieron en deuda con ellos, lo cual los decidió a “dar una fiesta general antes de la partida”.
¿Qué razones justifican tantas atenciones para con los científicos y marinos europeos? ¿Cómo se explica la pretendida hospitalidad de los pobladores de la más remota de las posesiones españolas en América?
José Bustamante, integrante de la Expedición Malaspina, la atribuyó a “la abundancia de un suelo tan privilegiado por la naturaleza”. El francés La Pérouse ofreció una particular razón para justificar la “fiesta más encantadora en ninguna parte del mundo” con que lo agasajaron junto a sus marinos. Según él, fue “dirigida a extranjeros que tenían la reputación de pertenecer a la nación más galante de Europa”. Mientras que el inglés George Vancouver, junto con reiterar que “los habitantes nos recibieron con gran afabilidad”, precisando, “especialmente las jóvenes”, ofreció otra razón. El gusto, el placer, la satisfacción de hacer más llevaderos los días de los viajeros, sería la causa esencial de la hospitalidad mostrada por los habitantes de Chile.
Explicación razonable, en especial considerando que en las costas de esta gobernación rara vez se recibían extranjeros, y que por ello su arribo representaba todo un acontecimiento para la aislada sociedad local. Además, éstos resultaban llamativos, cuando no atractivos, por su condición de ingleses, franceses o españoles; excéntricos en oportunidades por sus formas, usos y costumbres; atrayentes por el hecho que eran portadores de artefactos e instrumentos desconocidos, o de adelantos y técnicas inéditas en estos territorios. Como escribió Vancouver, a propósito de una gran comida ofrecida para él y sus oficiales, y a la que asistieron “todos los habitantes de la aldea” de Casablanca, éstos “se mostraron no menos satisfechos del espectáculo, nuevo para ellos, que les dábamos”.
Para los anfitriones, el contacto con los viajeros no sólo significó obtener el placer de lucir y desplegar ante sujetos ilustres y reconocidos sus bienes y atributos. También una oportunidad gratificante por la satisfacción de adquirir crédito y renombre ante sus coterráneos y, gracias a ello, darse el gusto de sobresalir a través del contacto, el roce con el viajero y, también, la presentación personal y las estrategias ideadas para llamar su atención. Así, los forasteros europeos en viaje por América fueron bien recibidos y reiteradamente agasajados en el Chile del siglo XVIII, y su presencia provocó gran expectación, a tal punto que sus actividades, así como los momentos de relación a que daba lugar su estadía, adquirieron el carácter de evento social. De instancia de satisfacción de la modesta y reiterativa sociabilidad local que, gracias a su presencia, se veía prestigiada y sacada de su ostracismo.
De su paso por Casablanca, Vancouver cuenta que todos “se arreglaban lo mejor que podían para recibirnos”, y que en Santiago, en una ceremonia encabezada por el gobernador, y a la que asistieron “los oficiales militares y los principales habitantes de las ciudades y los alrededores”, sólo las atenciones que recibieron “disiparon el embarazo que tuvimos al encontrarnos arrojados en tan numerosa compañía de personas que parecían muy contentas por presentarse con todos los atavíos y según la etiqueta de la corte”.
Fuera por la “distancia en que se hallaban del esplendor y del progreso de los pueblos europeos”, o de “su inferioridad respecto de algunas de las otras colonias del rey”; de las dificultades económicas; de la crudeza de la existencia en una “tierra de guerra”; o de las consecuencias de un “acontecer infausto” por la terrorífica sucesión de desastres ocurridos a lo largo de los siglos, lo cierto es que los habitantes de la gobernación de Chile desarrollaron actitudes que no sólo los hizo cultivar un “ardiente amor al suelo natal”; también que los llevó a mostrarse hospitalarios y afectuosos con los valorados afuerinos llegados de Europa. Rasgos surgidos como mecanismo de consuelo, como práctica destinada a fortalecer el cuerpo social a través de la valoración que ofrecían los apreciados extranjeros con sus elogios.
Los viajeros europeos dejaron testimonio de que el género femenino sobresalió en la práctica de agradarlos y agasajarlos, aunque tal vez de una manera un tanto desinhibida para sus costumbres. Sin duda las “chilenas” llamaron la atención de los extranjeros.
En las primeras décadas del siglo XVIII Amadeo Frezier asentó que los atractivos que la educación da a las españolas en estas latitudes son “tanto o más turbadores cuanto que generalmente van acompañados de un hermoso porte”; agregando que generalmente “son bastante simpáticas, de ojos vivos y lenguaje jovial”. También escribió que “gustan de la galantería libre, a la que responden con ingenio y a menudo con un matiz que huele un poco a libertinaje, según nuestras maneras”, concluyó justificando su juicio. Los marinos Jorge Juan y Antonio de Ulloa calificaron a las penquistas como “bien parecidas”, y a las mujeres de Santiago las consideraron “de buen aspecto, y muy blancas y rosadas”.
En la década de 1790 George Vancouver ponderó a las jóvenes de Casablanca, “entre las cuales vimos muchas con hermosas caras”; sobre las santiaguinas afirmó que la mayor parte de ellas “no carecen de atractivos personales y muchas de las que tuvimos el gusto de ver eran generalmente morenas, de ojos negros y rasgos regulares”, concluyendo que “eran hermosas”. La Pérouse es todavía más entusiasta para referirse a las damas de Concepción: “Son generalmente bellas y de una educación tan extraordinaria, que seguramente no hay ninguna ciudad marítima en toda Europa donde los navegantes extranjeros puedan ser recibidos con tanto afecto y amenidad”.
Tal vez su entusiasta opinión sobre las penquistas tenga relación también con que la mayor parte de los viajeros que arribaban a Chile lo hacían luego de semanas, cuando no meses, de difícil y solitaria navegación por los mares australes; portando numerosas urgencias orgánicas que, felizmente, satisfacían en el primer puerto en que recalaban. Frezier observó que “Concepción es ciertamente la mejor escala de la costa para las necesidades de un navío, y aunque la ciudad sólo sea, en rigor, una buena aldea, allí se encuentran compañías bastante agradables para distraerse del hastío que se siente en un navío”.
Pero más allá de la desesperación ocasional de los viajeros, numerosas son las cualidades que se ponderan en las chilenas del siglo XVIII. John Byron afirmó que “bailaban inimitablemente bien y con mucha gracia, y que todas nacían con un oído privilegiado para la música”. Según él muchas tenían “voces deliciosas” y, además, “tocan muy bien el arpa y la guitarra”. Las caracteriza como “extremadamente corteses y complacientes”, agregando que “cuando se les pide que toquen, que canten o que bailen, lo hacen sin vacilar un momento”. Identificando así las prácticas utilizadas para atraer la atención.
Algunos circunspectos miembros de la Expedición Malaspina también fijaron su atención en atributos del carácter de las señoras. Las consideraron de “trato fino y amable”, haciendo notar que poseían “una fidelidad conyugal sin afectación y una constancia poco común para la buena educación de sus hijos”. Más conmovido por sus formas exteriores, el comandante italiano aludió “a las facciones del bello sexo, verdaderamente apreciables en esta provincia”.
Además de su belleza natural, las chilenas ciertamente se vestían y arreglaban para provocar la atención de los hombres; propósito que lograron si se juzga por las descripciones que se hicieron de ellas. Amadeo Frezier, incluso apreciando la en ocasiones sencilla forma de vestir de las mujeres, afirmó que “gustan mostrarse magníficas a cualquier precio que sea, aun en los lugares más ocultos”. Tal vez esta sea la razón por la cual los pintores de la Expedición Malaspina les dedicaron tres grabados principales, además de delinear su figura en otros ocho que ilustran paisajes de Santiago, Valparaíso y Concepción. Ahí están las señoras principales, con sus brazos descubiertos, pantorrillas y pies a la vista; y con sus vestidos y mantos característicos sobre los hombros.
John Byron, que dispuso de variadas instancias para compartir con las damas santiaguinas durante su larga estadía, encontrándolas “notablemente hermosas”, concluyó que eran “muy extravagantes para vestirse”. Décadas después, George Vancouver también notó “el trabajo que se tomaban en todo su atavío pues, agregó, estaban ricamente vestidas a la moda del país”.
Las chilenas del siglo XVIII no sólo se daban el gusto de mostrar sus pantorrillas o coquetear con sus mantas. John Byron relata que “andan con el pecho y los hombros muy escotados”, de tal forma que, confidencia, “a decir verdad, no cuesta mucho adivinarles las formas por su manera de vestir”. Excitante confesión que demuestra que las criollas cumplieron con la función social que se les asignó, atraer la mirada del extranjero y, gracias a ello, obtener valoración para el cuerpo social.
El vestuario de las señoras no fue, sin embargo, él único recurso para llamar la atención de los varones, en general, y de los extranjeros de paso, en particular. De hecho, éste fue sólo el complemento exterior de actitudes y gestos destinados a gratificar deseos y pretensiones cuyo origen están en las características de una personalidad moldeada por el aislamiento y la precariedad. Y los viajeros son reiterativos en mostrar las estrategias desplegadas por las mujeres para despertar su curiosidad y atraerlos.
El honorable John Byron, gracias a su forzada residencia en Chile, resulta una pródiga fuente. Alabando sus “lindos ojos chispeantes, su ingenio muy listo y su gran fondo de bondad”, fue categórico para señalar la “decidida disposición a la galantería” de las habitantes de la capital de la gobernación, así como la propensión, tan humana, “a que se les admire”. Mostrando un ejemplo de lo que afirma, relató que “las damas van a las corridas de toro lo más lujosamente vestidas que pueden” y, opina, “se me ocurre que van más para que las admiren que para divertirse con un espectáculo que sólo puede causarles horror”. También describió la coquetería de las señoras en las procesiones de noche, a las que van con velo y una capa debajo de la cual no llevan puesto más que un chaleco delgado, y puesto que con ese traje no se las puede conocer, se entretienen hablando como se usa en nuestras mascaradas” y, como lo experimentó él, dando fuertes pellizcos, para luego, la que llama “amable dama”, confundirse inmediatamente entre la multitud.
A comienzos del siglo XVIII Frezier observó a las mujeres “en su casa con tanta libertad como en Francia. Allí reciben compañía de buena gana y se complacen en distraerla tocando el arpa o la guitarra, y si se les ruega que bailen, lo hacen con mucha satisfacción y cortesía”.
Amadeo Frezier tuvo la sensibilidad para captar adecuadamente la satisfacción, el goce, el placer que las mujeres de América meridional sentían al mostrarse maquilladas, dejarse apreciar y galantear por parte de los varones; experimentar el íntimo goce de verse requeridas. Para ellas, la atención, el miramiento, la atracción que su presencia provocaba, representó una fuente de agrado. Previniendo a quienes leyeran su viaje, o lo siguieran en un itinerario similar, advirtió, “la sola prudencia humana debería bastar para impedir a un hombre caer en las trampas de las coquetas de este país. Ellas entienden perfectamente el arte de abusar de la debilidad que se tiene por ellas”.
George Vancouver no atendió al consejo del sabio francés, pues en su relato dejó constancia de su entusiasmo por las chilenas, cuyos “deseos de agradar, escribió, eran bien persuasivos”. De este modo no debe extrañar que algunas veladas en su compañía tuvieran para los ingleses “tantos encantos, que todos olvidamos, me parece, las fatigas del camino”. Al parecer tampoco pudieron resistirse a las señoras que, en otra ocasión y en medio de una cena con el gobernador, “aparecieron en las rejas de las ventanas del palacio ofreciéndonos, cuenta Vancouver, ramilletes de flores y rogándonos fuéramos a hacerles visitas”. Entonces, continúa el relato, frente a esta estrategia de persuasión femenina los viajeros se creyeron “obligados a no aceptar esta galante invitación, por ese día, y prometieron corresponder a su obsequiosidad al día siguiente”. Sólo así se explica que el propio capitán inglés afirmara que omitiría “relatar las pequeñas fiestas que se nos dieron en las diferentes casas de esta hospitalaria ciudad”.
Fue en un sarao en casa de un notable de Santiago que los marinos ingleses pudieron apreciar un concierto y un baile “en los cuales hacían los principales papeles las damas” que, según Vancouver, “parecían tener gran placer”. Cautivados, casi adolescentes embelesados, la crónica de la estadía de los marinos ingleses en Santiago en 1795 refiere que las mujeres mostraban “maneras en general vivas y fáciles”, y que ellas tenían “siempre cuidado de sacarnos de los pequeños tropiezos en que nos ponía sin cesar nuestra ignorancia de su idioma”. La falta del español los privó, afirmó Vancouver, “del placer de gozar de las salidas picantes y del agradable espíritu que, después de la risa y de los aplausos que estallaban a menudo en todo el círculo, teníamos ocasión de suponer en lo que decían”. Es decir, de apreciar íntegramente otra de las estrategias y coquetos placeres de las criollas.
Si el enclaustramiento de Chile colonial permite comprender la hospitalidad de sus habitantes para con los europeos que muy ocasionalmente se dejaban ver por su territorio, el dato, que con espíritu científico Malaspina y sus hombres no tardaron en constatar durante su estadía en la década de 1790, esto es que la “proporción de las mujeres con los hombres en Chile era de tres a uno”, ciertamente contribuye a explicar la desenvuelta forma de actuar del género femenino. ¿Acaso no sería la escasez de hombres, y la consecuente necesidad de cautivar a los pocos existentes, lo que las llevaba a cultivar maneras tan desenvueltas? Esto permitiría comprender por qué para la mayor parte de la sociedad, salvo la Iglesia, las actitudes de las señoras no resultaran reprochables. Tal vez estaban habituados en virtud de la realidad estructural ya expuesta.
La liberalidad de las señoras podría explicarse también debido a que una sociedad tan constreñida como la chilena, que había hecho de la hospitalidad una actitud que marcaba su identidad y que reafirmaba la personalidad de los sujetos que la componían, había entregado esencialmente a las mujeres, entre otras causas por sus atributos y cualidades, el papel esencial de atender y agasajar a los viajeros. Permitiéndoles conductas que sólo durante la ocasional presencia de éstos se toleraban. De este modo, el opaco, modesto e inseguro cuerpo social que era Chile, situación que condicionó su reacción ante los europeos, aprovechó la naturaleza humana y las llamativas cualidades de sus miembros para alcanzar gratificación a través del elogio de los que tenía por “superiores”.
La dimensión social del comportamiento femenino queda demostrada si se considera que su desenvuelta conducta no era clandestina. Ante los extranjeros, la mayor parte de las veces, las mujeres estaban acompañadas por padres, hermanos y maridos, de tal modo que no ocultaban su actitud. Por el contrario, en ocasiones eran los hombres quienes las propiciaban. Así, por ejemplo, lo relata Byron en más de una oportunidad, y también George Vancouver cuando, en la casa de un negociante español muy considerado, éste no sólo había organizado la velada, además, insistía en reunir a los ingleses con las damas, entre otras razones, para que danzaran.
Cierto que Frezier atribuyó al carácter “insaciable” de las mujeres, a una consecuencia de su “vanidad y sensualidad”, su propensión al galanteo y su afán de conquista; pero la realidad es que la presión social que las condicionaba se manifestó de múltiples formas. Una de ellas se refleja en el estudio de los procesos judiciales que dan cuenta de las conductas transgresoras a la moral matrimonial y sexual colonial. En uno de los casos el juez de la curia eclesiástica es categórico: “No hay cosa de mayor interés en las mujeres que el matrimonio; en estos expedientes la mujer aparece sumamente deseosa de casarse y para lograrlo pareciera que todos los medios son válidos; verdad y mentira; promesa y engaño”.
Si el enlace se realizaba con un extranjero europeo, la situación social de la consorte mejoraba evidentemente. Los naturalistas españoles José Espinoza y Felipe Bauzá confirman que en Chile “los padres prefieren para sus hijas el peninsular al criollo, y las mujeres en cuya elección suele tomar más parte el interés que el gusto, tienen por fortuna su colocación con ellos”.
La audacia e iniciativa de las mujeres chilenas, así como su prestancia y resolución, todos rasgos observados por los viajeros, puede ser explicada también a causa de las contingencias propias de la evolución colonial. Por ejemplo, las relaciones fronterizas en la Araucanía que por largos períodos marcaron con el sello de la violencia, la inseguridad y la inestabilidad a la sociedad, situación que las llevó a tomar responsabilidades propias de los hombres ausentes. En orden a sus motivaciones para practicar el placer de seducir, no deben descartarse aquellas relacionadas con el maltrato y abandono que, está acreditado, afectaba la vida cotidiana del género femenino. Ambas situaciones propiciaron la práctica de un cortejo que venía a suplir los afectos ausentes, a proporcionarles gratificación en medio de una situación de carencia.
Alejandro Malaspina relacionó las razones generadas por la realidad colonial con las atribuibles a la naturaleza de las mujeres locales. Enfrentado al problema de la deserción de su gente de mar en las costas chilenas, lo relata señalando que “el vecindario mediante su ninguna comunicación con la matriz carecía de un todo de españoles nativos, lo que daba mucho realce al que lo fuese, particularmente para los matrimonios”.
Pese a lo dicho, George Vancouver pudo escribir respecto de las chilenas: “Por lo demás, para hacerles justicia a todas las que he tenido el honor de frecuentar, y que son numerosas, debo decir que no he visto nada que pueda inspirar la menor sospecha respecto a la fidelidad que guardan a sus esposos o a deshonrar a las que no son casadas”. Ciertamente una precisión necesaria en virtud de los testimonios conocidos.
Para el caso de Chile colonial, los hechos demuestran que, tras la propensión a agradar, a ser reconocidas y apreciadas, miradas y tomadas en cuenta, se ocultaba la vulnerabilidad, no sólo de la mujer, en particular, sino que también de la sociedad que estimulaba su comportamiento y actitud. Tal vez más allá de las apariencias, la hospitalaria sociedad y las desenvueltas señoras escondían la inseguridad de su existencia, individual y social. La fragilidad de una sociedad sometida a múltiples pruebas de sobrevivencia derivadas de su desafiante realidad geográfica y, además, desmedrada condición colonial, en comparación con otros territorios del imperio.
En este sentido, se puede sostener que la endémica fragilidad del cuerpo social desarrolló un mecanismo de compensación a través del agasajo y la obsequiosidad, incluso el cortejo, de los viajeros europeos que entonces ocasionalmente llegaban. Dicha actitud no sólo proporcionó placer y satisfacción individual, en especial, contribuyó a sustentar la vida social. De ahí la propensión de los chilenos a buscar reconocimiento en el forastero, pero no en cualquiera, esencialmente los europeos. Sus halagos, su consideración, hicieron más llevadera una existencia entonces muy modesta.
Así, lo que aparentemente es una cualidad, un rasgo positivo de la comunidad, la hospitalidad con los extranjeros, en realidad era un desahogo proporcionado por los elogios con que estos retribuían las atenciones. Y lo que parece extraordinario, una conducta ocasional, como la de cautivar a los viajeros, fue la expresión material de la frágil, angustiosa y precaria realidad social. Una situación estructural, permanente, que en la actualidad los extranjeros, ahora inmigrantes, no alivian ni compensan. Y todos sabemos porqué.
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