CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
El Caso Ámbar, el sesgo de género del Derecho y la acusación contra la ministra Donoso
01.10.2020
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CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
01.10.2020
El texto nos lleva al siglo XVIII para identificar el origen del sesgo de género que caracteriza al derecho moderno. Entre otros elementos, destaca que fueron hombres-propietarios quienes definieron quién era “persona” y debía ser protegido por los derechos universales. Ninguno de los actores políticos que emergieron en el siglo XX participó en la construcción de esos derechos: ni las mujeres, ni los analfabetos, los trabajadores, los pueblos originarios, o las minorías sexuales, entre otros. El artículo sitúa ahí el origen de un sesgo de género que puede generar grandes injusticias, como ocurrió en el caso Ámbar.
En lo que va de 2020, la Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres registra 34 femicidios, 3 suicidios femicidas y 4 asesinatos por violencia de género. Cifras oficiales entregadas por el Ministerio de la Mujer y la Equidad de Género revelan que en los últimos seis años se han registrado entre 34 y 46 femicidios anualmente[1], principalmente en las regiones Metropolitana, Antofagasta, Los Lagos y Valparaíso.
El 2 de septiembre, decenas de mujeres participaron del cortejo fúnebre de Ámbar, una niña de 16 años de Villa Alemana brutalmente asesinada. Un caso más de violencia de género dentro de un contexto de violencia estructural que desborda no solo la capacidad de entendimiento de una parte importante de la población, sino también la posibilidad de respuesta de una vieja institucionalidad jurídica, diseñada para enfrentar otro tipo de delitos, otros tipos de violencias y que, por lo demás, nunca tuvo como eje central la violencia de género.
En los últimos días, el Senado rechazó la acusación constitucional contra la ministra de la Iltma. Corte de Apelaciones de Valparaíso, Silvana Donoso Ocampo, por considerar que no incurrió en un “notable abandono de deberes” al presidir la Comisión que, en 2016, otorgó la libertad condicional a uno de los imputados por la muerte de Ámbar. Muchos de quienes rechazaron la acusación resaltaron la necesidad asumir la responsabilidad de acelerar la tramitación legislativa de proyectos de ley que contribuyan a erradicar la violencia de género que sufren las mujeres de nuestra sociedad.
Tratándose de un tema complejo, quisiéramos proponer una explicación relativa a una de las dimensiones que despierta la violencia de género en la sociedad: el problema estructural del sesgo de género que existe en el Derecho, que se traduce en una aplicación de la ley que, desde su pretensión de neutralidad, abandona los criterios de la normativa internacional, y debilita la capacidad de la institucionalidad para administrar justicia eficazmente.
Creemos que la aplicación de instituciones jurídicas a grupos sociales en condiciones de subalternidad –cuyo contenido es el resultado de la huella de exclusión histórica de estos mismos sujetos sociales– no puede generar resultados justos sin antes revisar y superar los modos de dicha exclusión, especialmente ante la especificidad del bien jurídico protegido por las normas penales, como ocurre con la violencia de género.
Ámbar Cornejo desapareció la mañana del 29 de julio y su cadáver fue encontrado en el domicilio de su madre luego de ocho días de intensa búsqueda. El principal sospechoso de su asesinato es la pareja de su madre, Hugo Bustamante, condenado a 27 años de prisión en 2005 por el doble homicidio de su entonces pareja, Verónica Vásquez y el hijo de ella, un niño de nueve años. El presunto autor de la muerte de Ámbar se encontraba en libertad condicional desde 2016, luego de haber cumplido 11 años privado de libertad. El beneficio fue otorgado por una comisión especializada, compuesta por cinco jueces y juezas quienes, al deliberar, tuvieron a la vista un informe de Gendarmería, no vinculante, que recomendaba no otorgar este beneficio. Hoy se encuentra en prisión preventiva mientras dura la investigación, fijada en 120 días.
El crimen volvió a traer al debate público la violencia estructural de género, que se resiste a retroceder. También relevó las carencias del sistema de justicia criminal y de los organismos llamados a proteger la vida de los sectores más vulnerables. Instituciones como la libertad condicional –único instrumento que vincula la cárcel con la comunidad, medida intermedia entre el encierro y la libertad– y la misma prisión preventiva están hoy en jaque, sometidos a una fuerte crítica que busca revisar tanto sus fundamentos como su aplicación.
¿Qué falló en el caso de Ámbar? ¿El Sename, Gendarmería, el Poder Judicial, el diseño de las penas o de los beneficios penitenciarios? La complejidad del caso impide acotar la responsabilidad en una sola instancia o a una sola persona, pues se trata de un fenómeno estructural de violencia de género que atraviesa a toda la sociedad y a todas sus instituciones.
El juicio político contra la ministra Donoso sólo evidencia un intento por desplazar la responsabilidad que le cabe al Estado en el fracaso del caso Ámbar.
Luego de la reforma de 2019, quien busca obtener la libertad condicional debe sortear requisitos más exigentes. Se estableció la figura del “delegado” para la evaluación y supervisión del beneficio, elementos que no estaban vigentes en 2016, cuando se concedió el beneficio a Bustamante. Sin embargo, el reglamento de la ley, así como el presupuesto para su implementación, todavía no ha sido promulgado por el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, evidenciando una desidia y falta de voluntad política inexcusable, pues impide enfrentar adecuadamente este problema.
El carácter estructural de esta violencia da forma a la contingencia política y a nuestra convivencia social, pero también la desborda, pues responde a un fenómeno mucho más complejo: los sesgos del Derecho.
El ordenamiento jurídico no es neutro; responde a diversos sesgos que determinan la forma en que se concibe la sociedad y la forma en que su aplicación contribuye a darle una estructura determinada. Al hacerlo, el Derecho deja en evidencia que el carácter general y abstracto de la ley responde a las características de un momento histórico y político concreto, el que configura su redacción y, a su turno, se proyecta sobre su aplicación.
El paradigma jurídico de la Modernidad se viene desarrollando desde el ciclo de revoluciones burguesas que dieron forma hacia finales del siglo XVIII, por lo que para entender cómo operan los sesgos del Derecho es necesario una mirada retrospectiva a los procesos históricos en los que se generaron. Se trata de una forma de organización jurídica de la sociedad marcada por algunos pilares teóricos tales como el Estado de Derecho, el sometimiento del poder político a la ley y la protección de los derechos humanos o fundamentales. La piedra angular de este modelo son, precisamente, los derechos, una categoría jurídica tributaria de este proceso histórico de construcción de la modernidad, que viene a superar el sistema social previo, estructurado sobre la base de privilegios sociales y estatutos jurídicos especiales para cada grupo social.
Uno de los principales avances, por tanto, fue el carácter universal de estos nuevos derechos. Así, esta lengua de los derechos permitió dar un paso extraordinario en el reconocimiento del valor absoluto de las personas, al proteger estos nuevos derechos de manera universal: las personas somos titulares de derechos por el solo hecho de ser personas. Progresivamente, fueron quedando atrás los discursos que permitían negar a ciertas personas o grupos sociales la condición de sujeto titular de derechos a personas o grupos, dando paso a un importante consenso en torno a los llamados derechos humanos. La propia Constitución recoge estas ideas, al afirmar que “en Chile no hay persona ni grupo privilegiados” (art. 19 nº 2), una declaración que da cuenta de la ausencia de estatutos jurídicos particulares y asume la igualdad en dignidad y derechos como un valor adscriptivo que se reconoce a todas las personas por igual.
Sin embargo, es evidente que la efectividad de la lengua de los derechos no ha sido pareja ni uniforme, no solo porque su aplicación depende de los contextos políticos, sociales y culturales de cada país, sino por las implicancias que hay tras uno de sus supuestos básicos: la persona, en tanto sujeto abstracto titular de esos derechos. Una categoría conceptual que requiere de un alto nivel de abstracción para cubrir a los distintos sujetos a los cuales se remiten, razón por la cual su contenido es abierto y susceptible de distintas concreciones.
Es sabido que, a mayor nivel de abstracción, menor posibilidad de justicia, pues ésta se juega en relaciones políticas y sociales concretas. Si lo universal es también concreto, debemos preguntarnos cómo se le da contenido a esta idea abstracta de derechos de titularidad universal o, en otras palabras, cuál es la huella histórica que permite el surgimiento de la categoría moderna de “persona” y cuáles son las exclusiones que permitieron su configuración.
Mientras la normativa nacional no sea actualizada conforme los estándares internacionales y no se concreten políticas reivindicativas para la erradicación de esta violencia estructural, casos como el de Ámbar seguirán acumulando consecuencias que afectan a toda nuestra sociedad.
Como todo concepto, los derechos tienen ciertos contornos que nos permiten identificar su contenido, determinar cuál es su adentro y, al mismo tiempo, comprender qué se encuentra del otro lado de esa frontera, su afuera. Identificar estos límites permite entender los procesos políticos, sociales y culturales a través de los cuales se ha dotado de contenido a estos conceptos que dan forma al paradigma jurídico moderno (entre ellos, la igualdad ante la ley). Todo consenso se construye sobre la base de una serie de exclusiones[2], tanto de sujetos como de teorías, las que permiten establecer sus contornos y saber lo que integra lo consensuado y lo que no.
La construcción de los derechos universales se realizó en un momento histórico en el cual la abstracción de la noción de persona fue concretada con el concurso de un sujeto político relativamente homogéneo, sindicado como el hombre propietario[3]. El tipo de derechos considerados en este trance histórico y su contenido normativo responden a la forma en que este titular de derechos protagonizó, sin contrapesos, las decisiones políticas que luego se transformaron en normas jurídicas. Así, estos derechos responden a la forma en que una determinada forma particular de persona titular de derechos se erigió como el único sujeto en condiciones de reclamar dicha posición, con lo que su carácter universal y abstracto quedó adscrito a una categoría particular, sembrando el germen de lo que hoy llamaríamos “los sesgos del Derecho”.
En efecto, ninguno de los sujetos políticos que emergieron como tales con el devenir de los últimos dos siglos participó en la construcción de los derechos declarados como universales, dando paso a un consenso construido sobre la base de una serie de exclusiones: mujeres, analfabetos, trabajadores/as, pueblos originarios, minorías y disidencias sexuales, migrantes, niños, entre otros. A medida que estos sectores sociales se configuraron como sujetos políticos, la tensión en las relaciones sociales -y sobre los derechos- fue en aumento. El reconocimiento y protección de nuevos derechos da cuenta de este proceso histórico, que tensiona las fronteras de los derechos y evidencia las características estructurales -sesgos- que los vieron nacer.
Este es el caso del sesgo de género del Derecho moderno, un modelo de organización jurídica de la sociedad cuyas bases teóricas, sus principios y sus derechos fueron concebidos y dotados de contenido “en abstracto”, con la intención de garantizar su ejercicio a todas las personas “por el solo hecho de serlo”, pero levantando el discurso de la universalidad desde una realidad concreta: el hombre propietario. Así, el Derecho y los derechos fueron concebidos como los derechos “del hombre”, institucionalizando su sesgo de género[4]. Si bien esta constatación no significa ninguna innovación teórica, nos parece que su consideración es fundamental para evaluar cómo la institucionalidad garantiza la vida, seguridad e indemnidad sexual de las mujeres, dada la persistente violencia de género que aqueja a la sociedad.
El debate político y académico en torno al caso de Ámbar se ha formulado en diversos sentidos: aumentar penas, restringir beneficios carcelarios, regular en más detalle los tipos penales o, incluso, presentar una acusación constitucional. También hay quienes se preguntan si el derecho penal debe resolver estos conflictos sociales. Creemos que sin una perspectiva feminista es muy difícil revisar los efectos que genera, para casos de violencia de género, la aplicación de instituciones pensadas para la protección de bienes jurídicos tan distintos como la propiedad privada, que nada tienen que ver con la indemnidad sexual.
Existe una necesidad indiscutible de dar una efectiva protección a las víctimas de la violencia de género, incorporando una perspectiva de género en el diseño e implementación de estas instituciones. Esta perspectiva parece estar ausente en los debates que critican –o defienden– la corrección jurídico-formal del actuar de las instituciones públicas en el caso de Ámbar. Los criterios para evaluar la libertad condicional de un condenado, la procedencia de medidas cautelares como la prisión preventiva o los informes conductuales de Gendarmería no pueden aplicarse “en abstracto”, es decir, como si la especificidad del bien jurídico protegido fuera irrelevante en el caso concreto. Así, el peligro para la sociedad que representa determinado imputado tiene implicancias distintas si se trata de un delito contra la propiedad o contra la indemnidad sexual; desde una perspectiva de género, debiera considerarse a las víctimas o, incluso, a las comunidades afectadas por la violencia de género antes de conceder beneficios carcelarios o medidas de seguridad.
En otras palabras, la evaluación de la libertad condicional para un condenado por violencia de género debe interpretar conceptos tales como “la seguridad de la sociedad” desde la perspectiva que motiva la sanción de estas conductas y no desde una concepción abstracta de la idea de sociedad. Si el tipo penal de femicidio existe en virtud de una comprensión del asesinato con perspectiva de género, la aplicación del derecho debe ser coherente con ello.
Los derechos tienen ciertos contornos que nos permiten identificar su contenido, determinar cuál es su adentro y, al mismo tiempo, comprender qué se encuentra del otro lado de esa frontera, su afuera. Identificar estos límites permite entender los procesos políticos, sociales y culturales a través de los cuales se ha dotado de contenido a estos conceptos que dan forma al paradigma jurídico moderno.
En este sentido, la sentencia de la Corte de Apelaciones de Temuco, que decretó la prisión preventiva del único imputado por el suicidio femicida de Antonia Barra, recoge esta perspectiva (rol 595-2020, 24 de julio de 2020). Para dicha magistratura, la aplicación de la Convención de Belém do Par resultó fundamental para justificar que, conforme a Derecho, el estándar aplicable a este tipo de casos no puede ser el mismo que para delitos que afectan bienes jurídicos disponibles, como los atentados a la propiedad.
Lo que está en juego requiere este tipo de reflexiones. Primero, porque el derecho internacional nos lleva ventaja en su adecuación a los fenómenos actuales; segundo, porque ese derecho internacional también es vinculante, especialmente en casos como este; y tercero, porque no se debe perder de vista que las normas, principios y reglas penales fueron diseñados y son aplicados sin considerar perspectivas de género, pues pretenden regular conductas de sujetos abstractos y homogéneos con el objeto de proteger bienes jurídicos disponibles, como la propiedad privada. Ante la afectación de la indemnidad, la honra, la dignidad humana, la integridad física y psíquica y la vida misma de las mujeres, no se pueden perder de vista cómo ciertas relaciones de poder hacen posible la perpetración de estos ilícitos, configurando ciertas posiciones de vulnerabilidad.
Es por estas razones que toda decisión institucional, a través de la cual se apliquen estas instituciones, debe considerar cómo el sesgo del Derecho impide la efectiva protección de los derechos y bienes jurídicos que concurren en casos tan complejos como el que aquí nos convoca.
En virtud de ciertos procesos de normalización, los significados de ciertas instituciones se nos presentan como evidentes en sí mismos, lo que nos lleva no solo a olvidar la huella histórica de exclusiones que explica su existencia, sino también a borrar del horizonte la posibilidad para pensar alternativas. Es lo que ocurre con muchas de las instituciones que operaron en el caso de Ámbar, cuya aplicación normal ha dejado en evidencia cómo la corrección formal de las normas jurídicas aplicadas puede generar mayores injusticias, al permitir que los sesgos constitutivos del Derecho se proyecten a través de ciertas decisiones. El desafío es significativo, pues no es posible exigir a jueces y juezas que dejen de aplicar las normas jurídicas vigentes, pero tampoco es admisible que una aplicación formalmente neutra reproduzca violencias estructurales.
En este sentido, el juicio político contra la Ministra Donoso sólo evidencia un intento por desplazar la responsabilidad que le cabe al Estado en este fracaso penitenciario. Mientras la normativa nacional no sea debidamente actualizada conforme los estándares internacionales y no se concreten políticas reivindicativas para la erradicación de esta violencia estructural, casos como el de Ámbar seguirán acumulando consecuencias que afectan a toda nuestra sociedad.
Creemos que la aplicación de las normas, procedimientos y garantías del proceso penal debiera ser ajustado para distinguir de mejor forma cómo esas normas son aplicadas cuando se trata de configurar la respuesta institucional ante la violencia de género, tanto desde una perspectiva de prevención como de castigo, seguridad y reinserción social. Mientras ello no ocurra, la normalización de los sesgos constitutivos del Derecho seguirá influyendo en las decisiones institucionales, cuya responsabilidad difícilmente puede atribuirse a una persona concreta.
Finalmente, no podemos perder de vista que la participación política de los distintos actores y sectores que le dan forma a la sociedad es fundamental, no solo para la legitimidad del ordenamiento jurídico, sino para garantizar que las distintas perspectivas sean debidamente consideradas al enfrentar casos donde se imponen los sesgos del Derecho moderno. Se trata de un factor que debe ser especialmente considerando en medio de un proceso constituyente, pues de él depende la distribución del poder político y social y no solo el reconocimiento constitucional de los grupos en condiciones de subalternidad.
[1] Información publicada por el Servicio Nacional de la Mujer y la Equidad de Género en su página web, específicamente en su apartado dedicado a los femicidios consumados y frustrados. Disponible aquí.
[2] Espósito, El dispositivo de la persona (Buenos Aires: Amorrortu, 2011).
[3] Pietro Barcellona, El hombre propietario (Madrid: Trotta, 1996).
[4] Frances Olsen, “The Sex of Law”, en David Kairys, ed., The Politics of Lαw (New York Pantheon, 1990): 453-467.
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