CIPER ACADÉMICO / ENSAYO
El Derecho a la Educación en la nueva Constitución Chilena
27.09.2020
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
CIPER ACADÉMICO / ENSAYO
27.09.2020
El autor ha investigado la educación en Chile durante 25 años. Aquí analiza las marcas que la Constitución del ’80 dejó en el sistema educacional y presenta cuatro criterios para fortalecer el derecho a la educación en el marco de la nueva Constitución. Propone que se reconozca un valor superior a la educación pública por sobre la privada; transformar la libertad de enseñanza en diversidad; asegurar no solo acceso sino mejores posibilidades de aprendizaje y consagrar el derecho a estudiar en distintos momentos de la vida.
Como consecuencia de la más intensa protesta social ocurrida en Chile en las últimas décadas, el país entró en un proceso político para poner término a la Constitución impuesta por la dictadura. Se trata de una oportunidad histórica para reflexionar y debatir colectivamente sobre el tipo de sociedad que queremos construir y el marco institucional que la rija. Uno de los componentes fundamentales de las Constituciones es cómo incorporan los derechos de las personas. La tendencia internacional ha sido que, luego de garantizar derechos civiles y políticos asociados a la ciudadanía (¡como el voto para decidir sobre quiénes nos representen para escribir la Constitución que nos gobierna!), los países han incorporado también derechos económicos, sociales y culturales, como una forma de expresar un pacto social de compromiso colectivo por el bienestar y el desarrollo de toda/os. En este ensayo discutiré cuatro criterios básicos para mejorar el estatus del derecho a la educación en la nueva Constitución[1].
Dentro de la constelación de derechos, la educación ocupa un lugar central, y por buenas razones[2]. La educación tiene un valor intrínseco asociado al desarrollo personal, al goce estético, a la expansión de las capacidades de acción y de conocimiento del mundo, de la/os demás y de sí misma/o. La educación es, en sí misma, desarrollo humano. Pero tiene también una dimensión instrumental que la hace clave para aumentar las capacidades de las personas para precisamente acceder y luchar por los demás derechos. El acceso al trabajo se facilita cuando se han adquirido competencias valiosas para el campo laboral; el derecho al voto se ejerce más informadamente cuando se tienen capacidades de lectura crítica y comunicación compleja; el cuidado de la salud, incluyendo la propia y la de las niñas y niños a cargo, se resguarda mejor cuando tenemos los conocimientos sobre cómo vivir sanamente y evitar la enfermedad. Y la lista podría extenderse hasta prácticamente cubrir el conjunto de derechos. Por cierto, no es que las personas más educadas tengan “más derechos” que las menos educadas, es que las condiciones prácticas en que los ejercen son más ventajosas, porque pueden sacarle mejor partido para expandir su desarrollo personal y social.
Hay todavía otra razón por la que la educación es tan central en el concierto de derechos. Se trata de un derecho humano reconocido a las niñas y niños, independiente de sus familias e, incluso, más allá y hasta en contra de la voluntad de éstas, si fuera el caso, como quedó demostrado con las leyes de escolaridad obligatoria. Un proverbio africano lo sintetiza bellamente: “Hace falta un pueblo para educar a un niño”, y a una niña, ciertamente. No es que la familia no pueda “enseñar” a las personas lo necesario para vivir, es que la autonomía, la libertad y, como decían los sociólogos clásicos, el ser social, se construyen en el mismo proceso en que se ejercen, y en ese sentido no se enseñan, se viven. La sociedad se compromete así con las nuevas generaciones a ofrecerles un espacio, un tiempo, unos recursos, destinados exclusivamente a su socialización, a que adquieran aprendizajes que consideramos fundamentales, a que tengan una experiencia que creemos nutritiva, y a que se integren a un colectivo social y, crecientemente, global. Se espera que la integración social, la ciudadanía, el sentido de pertenencia, el compromiso con la justicia y el bienestar colectivo se reforzarán si, aunque sólo sea durante este período de formación, toda/os compartimos una experiencia educativa lo más común posible. Si no en el mismo espacio, al menos en la misma institución, la educación nos abre las puertas de la sociedad y nos permite en alguna medida liberarnos de los sesgos y limitaciones de nuestras familias.
Los nudos críticos que identifico no son limitaciones 'en teoría', sino bastante concretas con consecuencias importantes en la realidad educacional chilena desde la reforma neoliberal de la dictadura.
La centralidad del derecho a la educación ha hecho que éste se encuentre ampliamente consagrado no sólo en las constituciones y leyes nacionales, sino en los diferentes instrumentos internacionales de derechos humanos. A ese nivel llega la confianza y la esperanza en que vale la pena resguardar y promover el derecho universal a la educación. En lo que sigue, propongo cuatro ideas fuerza para mejorar el estatus del derecho a la educación en la Constitución democrática: definir la prioridad social que tiene la educación pública por sobre la privada en tanto forma institucional con que se garantiza el derecho universal a la educación, establecer la primacía del derecho a la educación de niñas y niños por sobre los intereses de los dueños de las escuelas, ampliar el contenido del derecho a la educación más allá de la garantía de acceso, y expandir la definición del derecho a la educación para abarcar el curso de la vida y múltiples espacios de aprendizaje más allá de la educación institucionalizada.
En la ideología neoliberal que orientó la Constitución de 1980 y la reforma de mercado que le acompañó en el campo educacional, el hecho de que el Estado provea directamente el servicio educativo a las personas, garantizando así su derecho a la educación (y de paso, haciéndose cargo de la obligatoriedad escolar de la educación básica y media), constituye en el mejor de los casos una excepción y en verdad, una anomalía. Bajo el actual arreglo institucional, se obligó al Estado chileno a tratar a las escuelas públicas y privadas como si fuesen equivalentes, y más aún, todos los incentivos fueron puestos para privilegiar la educación privada. No es casual que, durante el imperio de la actual Constitución, la educación pública se haya jibarizado hasta niveles extremos para nuestra historia (volviendo a los inicios de la Independencia, cuando Chile no tenía un sistema educacional) y en términos internacionales comparados, distanciándonos dramáticamente de la realidad dominante en el mundo desarrollado. La educación pública quedó relegada a una opción marginal, sólo para ofrecerse en las zonas, grupos sociales o tipos de estudiantes en que la iniciativa privada no tuviera interés. Y como en un régimen de mercado el interés privado se ajusta a los precios, los políticos se empeñaron en “incentivar” la privatización aumentando los recursos públicos y permitiendo cobrar a las familias para estimular la creación de oferta privada a lo largo y ancho de la geografía social.
La Constitución democrática debería corregir esta anomalía, definiendo sin ambigüedades que la educación pública tiene un valor social superior a la privada y que, por tanto, el Estado debe priorizarla, poniendo fin a la idea del “Estado subsidiario”. Es la regla en prácticamente todos los países desarrollados, era la regla en Chile antes de que los Chicago Boys, patrocinados por los militares, impusieran la lógica de la “igualdad de trato” que acabó por convertirse en la ideología dominante de la política educacional chilena. La educación pública, la educación de toda/os, siempre tiene como único propósito el bien común; la educación privada no, porque su propósito es servir el interés de su dueño; la educación pública garantiza el derecho universal a la educación sin distinciones arbitrarias, la educación privada no, porque su idea es ofrecer un proyecto educativo particularista que sólo convoca a algunos; la educación pública es dirigida colectivamente hacia objetivos sociales, porque responde a autoridades públicas; la educación privada no, porque responde a los mandatos de su propietario.
Afortunadamente, la primera piedra de este cambio de concepción ya se puso. Al terminar con la municipalización y reemplazarla por una red nacional de Servicios Locales de Educación Pública, el país inició una etapa que, con la nueva Constitución, podrá profundizarse. La ley que creó la Nueva Educación Pública le otorgó fines propios, un financiamiento directo (aunque menor) y un esquema de gobierno ad hoc a su carácter de servicio público altamente profesionalizado. Pero aún persiste la promoción de una lógica de competencia, un Ministerio de Educación que actúa como observador y árbitro como si no estuviera interesado en que la educación pública se expanda y recupere su primacía. Aún persisten el financiamiento tipo vouchers como subvención a la demanda y un sistema de “aseguramiento de la calidad” por desempeño en pruebas estandarizadas, todos instrumentos de política pensados para un sistema de educación privatizado.
Siguiendo el credo privatizador y anti-estatista del neoliberalismo, el arreglo institucional de la dictadura asimiló la libertad de enseñanza con la libertad de empresa, abriendo un enorme espacio de arbitrariedad para que los dueños de las escuelas privadas las organizaran y gestionaran según su interés y preferencias, sin preocuparse del bien común; pero al mismo tiempo, garantizándoles amplio acceso a los recursos del Estado. No existe en el mundo una combinación semejante, un país que haya dado tanto a los dueños de la educación privada a cambio de tan poco.
La confusión ideológica y política en Chile llegó al extremo de distorsionar los términos y pretender que las escuelas privadas financiadas por el Estado eran, en verdad, “escuelas públicas” en la práctica, sólo que tenían “otro tipo sostenedor”, una mera diferencia de RBD (el rut administrativo de las escuelas). Pero esto era una burda impostura, porque se aplicaba solo a las discusiones sobre acceso a recursos del Estado. Siempre que el país quiso impulsar políticas públicas, los dueños de las escuelas privadas y los políticos neoliberales le recordaron a las autoridades, familias y estudiantes de quién eran las escuelas: así, se resistieron cuando se quiso proteger a las adolescentes que quedaban embarazadas, cuando se pretendió dar educación sexual a la/os jóvenes, cuando se buscó evitar la discriminación de estudiantes de bajos recursos, cuando se pidió acoger y no expulsar a estudiantes de bajo desempeño académico, cuando se quiso dar participación a las familias en los consejos escolares, cuando se prohibió discriminar a la/os estudiantes por su orientación sexual o el tipo de familia en que nacieron, y el penoso listado podría ocupar un libro entero, una vergonzosa crónica, denunciada en su momento por organismos internacionales como atentatoria de los derechos del niño (y de la niña)[5]. Por cierto, no faltó el neoliberal optimista que, de nuevo, aplicó la máxima cínica de que “todos tenemos un precio” e intentó calibrar los incentivos ofreciendo otra y otra subvención a cambio de tratar mejor a la/os niña/os. ¿Es ese el mejor sistema educacional que podemos ofrecer a las nuevas generaciones?
Para que la libertad de enseñanza constituya un enriquecimiento sustantivo del campo educacional, debe sacudirse de esta noción de libertad de empresa; también debe renunciar a la idea de reemplazar la educación pública. El derecho a la educación, la no discriminación y el trato digno a niñas y niños deben siempre superponerse al interés particular del propietario de una escuela privada. La libertad de enseñanza abre un espacio de creación e innovación educacional; igualmente, garantiza el pluralismo al permitir proyectos educacionales con identidades culturales específicas. Nada de esto tiene que ver con la libertad para discriminar y excluir escudándose en el “proyecto educativo”, tampoco con el afán de lucro. El Estado debe dar amplias garantías para que florezca la libertad de enseñanza, pero eso no implica la obligación de financiarla, ni menos elevar el voucher a la categoría de derecho de los dueños de escuelas privadas quienes serían los garantes de la libertad de elección de los padres. Los recursos del Estado son para garantizar el derecho a la educación de la/os niña/os, no la elección de los padres ni los ingresos de los dueños de escuelas privadas.
Liberados del canibalismo de mercado, el Estado podrá relacionarse de maneras creativas con las escuelas privadas para promover la cooperación con el sector público y apoyar innovaciones que eventualmente se transfieran al conjunto. ¿Será posible integrar escuelas privadas a la red local de los servicios públicos de educación? Por supuesto, pero cambiando la competencia por la cooperación y reconociendo que ambos sectores no son equivalentes.
La Constitución democrática debería definir sin ambigüedades que la educación pública tiene un valor social superior a la privada y que, por tanto, el Estado debe priorizarla, poniendo fin a la idea del 'Estado subsidiario'
La discusión internacional sobre el derecho a la educación ha evolucionado desde la garantía de acceso al sistema educacional (y obligación de hacerlo en lo que se considera la educación fundamental), hacia la preocupación por las condiciones en que ese derecho se ejerce (i.e. escuelas con recursos materiales y humanos satisfactorios, y procesos conducentes al aprendizaje), la naturaleza de las relaciones humanas que se dan en la escuela (i.e. garantizar un trato digno, respetuoso, la consideración de las opiniones de la/os estudiantes y una participación progresiva en los asuntos que les involucran, conforme a su desarrollo), y el aprendizaje. Por cierto, la forma de llevar a la práctica estas dimensiones del derecho a la educación varía, así como la capacidad efectiva de “garantizarlo” para todas las personas. Pero el principio, es el mismo: un derecho universal, multidimensional e indivisible[7].
El derecho a la escolarización implica que haya escuelas accesibles y una preocupación explícita por proveer los medios para que la/os estudiantes entren a la educación a tiempo, progresen de acuerdo a lo esperado, completen los ciclos escolares obligatorios y tengan oportunidades igualitarias para continuar estudiando más allá. Sobre esto último, dado los avances de la demanda social y la política educativa, pienso que la nueva Constitución podría comprometerse con garantizar en algún grado el derecho a la educación pre-escolar y post-secundaria. La garantía sobre las condiciones del proceso educativo es ciertamente un asunto de la política educativa, pero los criterios orientadores van más allá. Implican definir y asegurar un conjunto de estándares de calidad del servicio educativo; en otras palabras, a qué nos referimos cuando decimos “educación institucional”: escuelas con condiciones materiales dignas, saludables y seguras, a cargo de profesionales competentes, con suficientes recursos educativos (incluyendo el tiempo). La clave es que esta definición implica un mejoramiento progresivo conforme el país incrementa sus recursos y una garantía universal, es decir, que la vara que mide el sistema no es la elite ni el promedio, sino los más desaventajados: en último término, el derecho efectivo a la educación es lo que el país garantiza a sus hijas e hijos menos privilegiada/os.
El derecho a la educación se ejerce colectivamente, en instituciones sociales (ya dijimos que a convivir se aprende conviviendo), por eso es importante explicitar que éste debe ser provisto en condiciones de respeto y no discriminación. No ha sido fácil avanzar en esta dimensión en Chile y abandonar prácticas autoritarias, clasistas y excluyentes, incluso algunas consagradas en los reglamentos internos de los colegios y naturalizadas en la convivencia escolar. La creación de la Superintendencia de Educación fue un gran avance institucional al respecto, puesto que una parte esencial de su misión es supervisar que se cumplan los derechos de estudiantes y familias en la educación. Cada vez más, una dimensión clave de este componente del derecho a la educación es el reconocimiento y valoración de la diversidad de clases sociales, étnica, religiosa, de género, de nacionalidad, y el abandono de propuestas educacionales segregadoras y monoculturales.
Finalmente, el derecho al aprendizaje, siendo el fin último de la educación, es el más difícil de “garantizar” en el sentido estricto: no conocemos ni podemos controlar todos los factores que inciden en el aprendizaje de cada persona en las diferentes etapas de su vida. Pero tampoco estamos en la oscuridad total. Podemos garantizar, al menos, tres conjuntos de “insumos” de enorme importancia. El primero, son las condiciones materiales a que nos referimos antes, pero definidas como recursos para el aprendizaje: materiales, textos y tiempo (y ahora, post-pandemia, debiésemos pensar en “conectividad”). Lo segundo es un currículum que sea desafiante (no solo en los documentos, sino en la práctica: ser involucrada/o en ciertas experiencias de aprendizaje), relevante e integral (o sea, que no prepare solo para pruebas estandarizadas de conocimientos, sino para aprender a aprender, a convivir, a hacer y a ser, en los dominios cognitivo, social e intra-personal)[8]. Y lo tercero, es un equipo de profesionales docentes competentes, cuyas prácticas se ajustan al Estado del conocimiento sobre la enseñanza/aprendizaje y a elevados códigos de ética de la profesión.
'Un compromiso genuino con la equidad debiese considerar segundas y terceras oportunidades para todo/as, como hacen con sus hijo/as las familias de clase alta', plantea.
Por sobre la garantía universal de estos recursos para el aprendizaje, se puede al menos dar dos pasos más. Un monitoreo constante de los logros educacionales (definidos en un sentido amplio, como hemos dicho) permitiría observar si estos se distribuyen equitativamente entre los diferentes grupos y categorías sociales; de no hacerlo (i.e. si las mujeres sistemáticamente aprenden menos matemáticas, y la/os estudiantes mapuches, menos lectura), sabemos que el sistema está cometiendo una injusticia que debiese comprometerse a reparar de manera directa y prioritaria. El segundo paso es a nivel individual. Cuando una niña o niño se quedan sistemáticamente atrás respecto de sus pares, debiésemos garantizarle que se harán todos los esfuerzos para apoyarle prioritariamente, incluyendo recursos, tiempo y profesionales adicionales.
Por último, aunque la mayor parte del contenido sustantivo del derecho a la educación se ha garantizado históricamente a través de la escolarización universal (básica, media) y el acceso no discriminatorio a los niveles no obligatorios (pre-escolar, superior), debemos ampliar la visión sobre el derecho a la educación para incluir instancias de aprendizaje y desarrollo a lo largo de la vida, es decir, durante la adultez y la vejez, y a lo “ancho de la vida”, es decir, más allá del sistema educacional. Como argumentamos al inicio, la educación no es sólo un factor para el desarrollo socioeconómico, la educación es en sí misma desarrollo. Así, no debemos reducir el derecho a la educación al derecho a competir por certificados en la lucha meritocrática por oportunidades de vida. La meritocracia tiene su espacio, pero el derecho a la educación va mucho más allá de ella, y en algunos casos, se le opone: independiente de los “talentos” que creemos las personas poseen (concepto por lo demás muy debatible), todas tienen derecho a adquirir aprendizajes relevantes para la vida, para su desarrollo personal y social, mucho más allá de si estos aprendizajes tienen o no un valor en el mercado de trabajo.
Asumir esta concepción extendida del derecho al aprendizaje y al desarrollo personal, como parte del “derecho a la educación” implica tomarse en serio dos nociones que hace décadas son debatidas en el campo educacional, pero no han cristalizado completamente como preocupaciones públicas[9]. La primera es que, por importante que sea en la formación personal el período entre los 5 y 18 años, la preocupación por el aprendizaje y la equidad educativa no debiera reducirse a esta fase, de hecho, menor en el curso de la vida. Ya dijimos que las oportunidades de educación pre-escolar y post-secundaria debiesen adquirir una consagración normativa. Pero el Estado debiese comprometerse a ofrecer oportunidades masivas de educación y aprendizaje para adultos y personas de la tercera y cuarta edad. Por un lado, muchos adultos jóvenes, especialmente provenientes de clases bajas, tienen dificultades para aprovechar “la primera oportunidad” educacional y a los 18 años se ven fuera o marginalizados del sistema educacional; un compromiso genuino con la equidad educativa debiese considerar segundas y terceras oportunidades para todo/as, como hacen con sus hijo/as las familias de la clase alta. También ocurre que muchas personas experimentan cambios importantes en la medianía de sus vidas, y re-educarse se les aparece como una herramienta clave para consolidar dichos cambios; por último, la/os adulta/os mayores y anciana/os se ven con amplia disponibilidad de tiempo para aprender lo que nunca pudieron; o explorar nuevos intereses y mantenerse vitales, pero muchas veces no encuentran espacios institucionales donde canalizar y satisfacer estos intereses, especialmente los de menores recursos, que en Chile son casi toda/os. Ciertamente, para regular y garantizar este “derecho extendido” al aprendizaje a lo largo de la vida debemos pensar en nuevos instrumentos normativos y políticos, toda vez que la “obligatoriedad” y las soluciones universalistas no tienen sentido.
La segunda noción es que la educación formal no abarca el conjunto de aprendizajes relevantes para la vida y significativos para las personas, y no sería una buena idea intentar que lo hiciera para pretender convertirla en una institución totalizante. Más allá del necesario esfuerzo por “abrir la educación” y reconectarla con la sociedad, es imprescindible reconocer el valor educativo de otros espacios sociales e institucionales, y valorarlos en ese mérito como un aprendizaje a lo ancho de la vida al que toda/os debiesen tener oportunidades de acceder; una genuina sociedad educadora. Los clubes deportivos de barrio, los centros culturales y museos, los programas “after school”, las academias, los cursos de idiomas, los talleres y grupos de interés, conforman un enorme mundo de oportunidades de aprendizaje poco reconocidas, mal apoyadas y no democratizadas. Muchos de ellos operan por la motivación de educadora/es comunitaria/os y a contracorriente de las instituciones. Un mérito (de los muchos) de estas iniciativas es proveer oportunidades de aprendizaje integral, más allá de la dimensión cognitiva, apuntando al desarrollo personal, cultural, social y la vida saludable. Dos dimensiones adicionales de importancia crítica son los espacios de cultivo, producción y difusión de las culturas tradicionales, tanto de pueblos originarios, como de oficios y formas de vida ancestrales, saberes que, si alguna vez el iluminismo racionalista que inspiró la educación formal pretendió borrar del mapa, han demostrado una resiliencia y revalorización encomiables. La otra es el acceso a las nuevas tecnologías y redes de información y comunicación: si alguien tenía dudas, la pandemia del COVID-19 ha sido una lección dramática sobre su valor y la urgente necesidad de democratizarlas.
Cuando una niña o niño se quedan sistemáticamente atrás respecto de sus pares, debiésemos garantizarle que se harán todos los esfuerzos para apoyarle prioritariamente.
En síntesis, creo que la elaboración de una Constitución en una democracia masiva que reemplace la impuesta por la dictadura, abre una oportunidad que ninguna generación anterior de chilena/os tuvo y sería una tragedia desaprovecharla. Para el campo educacional es especialmente importante, dado que la movilización social que lo posibilitó es directa continuidad del sostenido movimiento estudiantil de las últimas décadas[10]. Toda/os sabemos que una nueva Constitución no resolverá automáticamente los problemas y limitaciones de la educación chilena (solo quienes se oponen a los cambios han difundido esta absurda caricatura), pero permitirá darle un marco normativo e institucional más coherente con los deseos de justicia, no discriminación, formación integral y aprendizaje a lo largo y ancho de la vida.
[1] Los nudos críticos que identifico tienen su origen en mi análisis y experiencia sobre las políticas educacionales de las últimas décadas, es decir, no son limitaciones “en teoría”, sino bastante concretas con consecuencias importantes en la realidad educacional chilena desde la reforma neoliberal de la dictadura. Para trabajos jurídicos al respecto, ver por ejemplo:
Atria, F. (2014). Derechos sociales y educación: un nuevo paradigma de lo público. Lom Ediciones.
Nogueira Alcalá, H. (2008). El derecho a la educación y sus regulaciones básicas en el derecho constitucional chileno e internacional de los derechos humanos. Ius et praxis, 14(2), 209-269.
[2] Ver por ejemplo: La educación transforma la vida. En Unesco (2014). Enseñanza y aprendizaje. Lograr la calidad para todos. Informe de Seguimiento de la Educación Para Todos 2013/4. Unesco.
[3] Sobre este tema se puede consultar: Bellei, C.; G. Muñoz; X. Rubio; M. Alcaíno; M.P. Donoso; J. Martínez; L. De La Fuente; F. Del Pozo; y R. Díaz (2018). La Nueva Educación Pública. Contexto, contenidos y perspectivas de la desmunicipalización. Santiago: Universidad de Chile.
[4] Sobre este tema se puede consultar: Bellei, Cristián (2015). El gran experimento. Mercado y privatización de la educación chilena. LOM Ediciones.
[5] Para discusiones tempranas al respecto, ver por ejemplo Bellei, C. y L.M. Pérez (editores) (2000). Tensión entre Derecho a la Educación y Libertad de Enseñanza. Serie Desafíos de la Política Educacional, Nº6, UNICEF, Santiago; Casas, L., Correa, J., & Wilhelm, K. (2001). Descripción y análisis jurídico acerca del derecho a la educación y la discriminación. Cuadernos de Análisis Jurídico, 12, 157-230. Pero nada de esto es mera historia; ver Bellei, C. (2016). Dificultades y resistencias de una reforma para des-mercantilizar la educación. RASE: Revista de la Asociación de Sociología de la Educación, v. 9, n. 2, p. 232-247.
[6] Sobre este tema se puede consultar:
Bellei, C. y V. Pérez (2010). “Conocer más para vivir mejor. Educación y conocimiento en Chile en la perspectiva del Bicentenario”. En R. Lagos Escobar (editor), Cien años de luces y sombras, Editorial Taurus.
Bellei, C. (2020). Educación para el Siglo 21 en el Siglo 21. ¿Tomamos el tren correcto? En Horizontes y propuestas para transformar el sistema educativo chileno. Editores María T. Corvera y Gonzalo Muñoz S. Santiago de Chile: Ediciones Biblioteca del Congreso Nacional de Chile.
[7] Para una discusión en este sentido, UNICEF & UNESCO (2008). Un enfoque de la educación basado en los derechos humanos. Unesco/Unicef.
[8] Por cierto, no discuto acá los contenidos de esa “educación integral”, aunque también creo que la nueva Constitución debiese avanzar más que la mera declaración de que está destinada al “pleno desarrollo de la persona”, e incluir (como hace por ejemplo la Convención de los Derechos del Niño) menciones a la formación orientada al respeto a los derechos humanos, la paz, la igualdad entre los sexos, la no discriminación, entre otras. La Ley General de Educación y la ley sobre la Nueva Educación Pública avanzaron al respecto, pero sería conveniente definir un marco tan amplio, pero al mismo tiempo tan fundamental como el que sugiero.
[9] Unesco ha sido históricamente pionero al respecto. ver el siguiente enlace. Ver también: Bellei, C.; Poblete, X.; Sepúlveda, P.; Orellana, V.; Abarca, G. (2013). Situación educativa de América Latina y el Caribe: Hacia la educación para todos 2015. UNESCO OREALC.
[10] Para detalles, ver Bellei, C., Cabalin, C., & Orellana, V. (2014). The 2011 Chilean student movement against neoliberal educational policies. Studies in Higher Education, 39(3), 426-440.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
CIPER/Académico es un espacio abierto a toda aquella investigación académica nacional e internacional que busca enriquecer la discusión sobre la realidad social y económica.
Hasta el momento, CIPER/Académico recibe aportes de cinco centros de estudios: el Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (COES), el Centro de Estudios Interculturales e Indígenas (CIIR), el Instituto Milenio Fundamentos de los Datos (IMFD), el Centro de Investigación en Comunicación, Literatura y Observación Social (CICLOS) de la Universidad Diego Portales y el Observatorio del Gasto Fiscal. Estos aportes no condicionan la libertad editorial de CIPER.