CIPER ACADÉMICO / ENSAYO
La independencia y sus cadenas
19.09.2020
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CIPER ACADÉMICO / ENSAYO
19.09.2020
¿Qué exactamente festejamos el 18? Rafael Sagredo revisa las interpretaciones que se han hecho de este día. Destaca que la independencia es la obra exitosa de la elite criolla; y que por mucho tiempo el 18 ha sido sobre todo “el festejo del acceso al poder de la aristocracia criolla”. Ese relato dominante, que oculta otras voces, otras formas de lo chileno, motivó críticas como la de José Victorino Lastarria quien reparaba en que nos independizamos de otras naciones para quedar en manos de pillos. El 18 también conmemora el orden existente en Chile, mucho más prolongado en el siglo XIX que en el resto de América; pero el autor destaca el precio que pagamos por él: “autoritarismo, materializado en un arsenal de modalidades represivas contra la “anarquía”, “los perturbadores del sosiego público”, la conspiración, la prensa opositora y hasta el teatro subversivo”. Cuestionando profundamente a cierta historiografía chilena “aristocratizante, elitista, capitalina, política y, esencialmente, triunfalista”, Sagredo nos invita a pensar qué somos como país y por qué.
Reflexionar sobre la memoria del 18 de septiembre de 1810 es un ejercicio que revela características de la sociedad chilena. Abordaremos este hecho determinante desde el presente que nos toca vivir y en función de los significados que se le han atribuido al acontecimiento a través del tiempo.
Es una ojeada desde el presente hacia el pasado que es la Independencia, un proceso que, postulamos, ya no puede ser concebido como el prácticamente único referente de la sociedad chilena. Es una mirada hacia un fenómeno histórico sobre el cual se ha construido un lugar común, que prácticamente se ha petrificado, sustentando héroes y ejemplos sociales que han devenido en verdaderos fósiles, los cuales han impedido la identificación, el conocimiento y el protagonismo de nuevos modelos y valores sociales, más acordes con la trayectoria nacional de los siglos XX y XXI.
Nos preguntamos ¿cuánto de republicano, democrático e igualitario tiene la memoria del 18 de septiembre? ¿Cuál es el sentido de su celebración? Creemos que además de contribuir a crear un sentimiento de pertenencia a la comunidad nacional, el Dieciocho también ha sido utilizado para legitimar un determinado orden político y social; para justificar el predominio de un sector de la sociedad; y para tratar de frenar y retardar la existencia de una comunidad más plural, igualitaria y democrática, una de las aspiraciones esenciales de los chilenos del siglo XXI.
Así, los significados atribuidos a la Independencia funcionan como verdaderas cadenas que contienen a la sociedad chilena, dificultando su desarrollo hacia una comunidad más plenamente republicana.
Como ha sido asentado por la historiografía, Chile fue organizado “desde arriba”, preservando la elite su papel dirigente, viéndose por las circunstancias en la necesidad de mudar el control social de hecho que ejercía sobre el pueblo durante la Colonia, en legalidad republicana. En este proceso, las celebraciones patrias también cumplieron su papel; en especial si se tiene presente que, a través de la creación de una identidad colectiva o sentimiento nacional, se disimuló la incoherencia que ofrecía un sistema político que, una vez organizada la república, estuvo en ocasiones muy lejos de la soberanía popular y de los principios republicanos. A cambio de la materialización de la república, la elite conformó al pueblo haciéndolo partícipe de la nación.
Esta realidad, hoy interpretación, que para algunos sólo puede parecer una explicación poco edificante de la evolución histórica chilena, incluso fue advertida por algunas de las personalidades más relevantes del siglo XIX, como lo demuestra el caso del político e intelectual José Victorino Lastarria. Este, a propósito del 18 de septiembre de 1873, escribió en lo que llamó Mi diario privado: “¡Salve 18 de septiembre! Tú nos viste iniciar nuestra nacionalidad, pero todavía no nos has visto afirmar nuestra libertad. Si esto sucede alguna vez, suceda un día de otra fecha; y entonces, yo te olvidaré por él, porque maldito lo que me importa pertenecer a un país independiente de otras naciones, y esclavo de un puñado de pillos que lo dominan”.
La independencia, una obra de la elite criolla, desde 1830 fue transformada sistemáticamente en el momento fundante de una trayectoria que en aquellos años ya se vislumbraba exitosa, como lo mostró la historia de Chile que entonces comenzó a escribir Claudio Gay. De este modo, las circunstancias del momento, lo que se apreciaba la estabilidad institucional de Chile en el contexto de una América sumida en caudillismos, militarismo, asonadas y dictaduras, también tuvo su papel en el proceso de relevar el 18 de septiembre como la fiesta conmemorativa de la gesta separatista.
Si se considera que el festejo oficial tiene entre sus propósitos reafirmar un determinado orden social, no debe sorprender que a través de las fiestas de independencia se pretendiera también conservar la realidad existente, en especial en lo relativo al predominio de la elite gobernante. En este sentido, la celebración nacional también da cuenta de las jerarquías presentes en la sociedad al consolidarse la festividad de un suceso en el que sólo le cupo participación al sector dominante.
La fecha oficial seleccionada, gracias al significado que se le atribuye y a su persistencia como rito anual, se transformó así en un formidable medio, verdadero instrumento didáctico, de control social, entre otras causas gracias al mensaje simbólico que se transmitía través de la celebración. En el caso de Chile, asociada al papel de la elite en el desenvolvimiento nacional, desde la Independencia en adelante, y al éxito institucional, social y material de su obra.
En 1873 José Victorino Lastarria escribió: “¡Salve 18 de septiembre! Tú nos viste iniciar nuestra nacionalidad, pero todavía no nos has visto afirmar nuestra libertad. Si esto sucede alguna vez, suceda un día de otra fecha; y entonces, yo te olvidaré por él, porque maldito lo que me importa pertenecer a un país independiente de otras naciones, y esclavo de un puñado de pillos que lo dominan”.
Avanzada la vida republicana, un tópico reiterativo fue la idea de Chile como una nación estable, en la cual imperaba la ley y el orden, y en la que prevalecía la libertad. Los antecedentes históricos de esta vocación los ofreció el naturalista Claudio Gay en su Historia.
Esta concepción fue compartida, cuando no ideada e imaginada, y en especial difundida, por la mayor parte de los extranjeros que se radicaron o visitaron Chile en las primeras décadas de la república. Domingo Faustino Sarmiento, por ejemplo, en El Mercurio del 4 de mayo de 1842, concluyó: “Mientras el Perú se halle cercado de enemigos y la Argentina arrancándose las entrañas con sus propias manos, ¡bendito sea Chile que tantos bienes disfruta y a quienes las bendiciones del cielo les vienen como llovidas! Tranquilidad interior, gobierno constitucional, una administración que se anda ten a ten con los progresos y la rutina. ¿Qué más quieren?”
Sin embargo, ¿cuál fue el precio pagado por la sociedad chilena para alcanzar la posición excepcional que se le atribuía en el concierto latinoamericano? Sin duda el autoritarismo, materializado en un arsenal de modalidades represivas contra la “anarquía”, “los perturbadores del sosiego público”, la conspiración, la prensa opositora y hasta el teatro subversivo. Como la realidad de los siglos XIX y XX lo muestra, y ha sido estudiado y acreditado por Brian Loveman y Elizabeth Lira en sus libros sobre la vía chilena de reconciliación política, “estas modalidades represivas, tales como allanamientos de casas, prisiones arbitrarias, censura, confiscación de bienes, tortura, exilio y fusilamientos, sin el debido proceso, perdurarían en la cultura política de la república”.
Tal vez por lo dicho es que, al promediar el siglo XIX, adelantada ya la organización republicana de Chile, Alberto Blest Gana, un agudo observador de la vida nacional definió a través de una metáfora la realidad institucional del país. En el periódico La Semana del 6 de agosto de 1859 escribió: “La verdadera república es algo como el huemul de nuestro escudo de armas, que casi nadie ha visto y cuya existencia ponen en duda la mayor parte”.
Fue en la década de 1830 cuando surgió la necesidad de escribir la primera historia de Chile. La iniciativa vino del gobierno de la época y se expresó a través del Ministro de Culto e Instrucción Pública, Mariano Egaña. El momento puede ayudar a explicar la actitud del secretario de Estado, pues fue en 1839, en medio de la euforia nacional desatada por el triunfo chileno obtenido en el mes de enero de aquel año en la Guerra contra la Confederación Perú-boliviana.
El sentimiento patriótico que fomentó la victoria de las armas chilenas acrecentó la noción de comunidad, que el terremoto del 20 de febrero de 1835 también había permitido expresar. Como antes, y en muchas ocasiones después, el fenómeno natural que derivó en catástrofe que destruyó el centro-sur del país, tuvo el efecto de potenciar el sentido de pertenencia a una nación, entonces, en proceso de formación. Ambos eventos, el desastre telúrico y el militar glorioso, con su potencial unificador, además, acaecidos en una década marcada por el gobierno del omnipotente ministro Diego Portales. En este contexto, el triunfo de enero de 1839 no podía ser desaprovechado. La nación que se proyectaba al futuro necesitaba de una historia que, junto con encomiar sus triunfos, contribuyera a consolidarla.
Precisamente por todo lo anterior es que era preciso escribir una historia de Chile. Como Mariano Egaña se lo hizo saber a Claudio Gay, era “una necesidad nacional”, pues esa ponderación de la realidad natural y del pasado chileno, pero en especial de su ordenada evolución luego de la Independencia, sería la base sobre la cual se sustentaría la unidad nacional, para no mencionar la idea que atribuía a la elite el predominio en todo orden de cosas.
Su historia, cuyo primer tomo apareció en 1844, abordó el pasado chileno desde los primeros momentos de la dominación española hasta el cambio de década de 1820 a 1830; momento culminante del proceso de organización nacional que sucedió a la Independencia, en sus palabras, “la parte más noble, la más importante y la más gloriosa de su historia”.
En conceptos que para sus lectores chilenos debieron ser motivo de satisfacción y orgullo, y que muestran elocuentemente el propósito esencial de su texto, el historiador, luego de completar el relato de la época colonial, concluyó que “el pensamiento de formar una grande familia, una nación perfectamente organizada y respetable se ve, desde un principio, en el arrojo y tesón de sus primeros colonos; en la unanimidad de sus miras; en la probidad y celo de sus administradores; en la perseverancia heroica de unos y de los otros en luchas contra adversidades que hubieran podido desanimarlos mil veces por una, mil veces que los hallaron sin el menor auxilio para contrarrestarlas, abandonados a sí mismos y al sólo impulso de sus brazos y de sus corazones; y, en fin, en la noble ambición de ilustrarse ansiando, pretendiendo y obteniendo a fuerza de constancia y de una conducta política fundada esencialmente en los más escrupulosos principios de honradez, los títulos y condiciones de existencia que constituyen un estado social completamente fundado, civilizado, respetable y respetado”.
Lo dicho reviste gran importancia debido a algunas de las notas distintivas de la historiografía chilena, que Claudio Gay inaugura. Una historia aristocratizante, elitista, capitalina, política y, esencialmente, triunfalista, pues la valoración que corrientemente se ha hecho de la trayectoria chilena en general se ha presentado como responsabilidad prácticamente exclusiva de las elites nacionales. En rigor, se ha confundido la historia de la elite con la historia de Chile, siendo ésta una forma de legitimación de la preeminencia social de aquel grupo.
Resultado de todo lo anterior, en el siglo XIX la elite chilena no sólo dominaba el presente, sino que además protagonizaba el pasado de la nación; una situación que, supuestamente, la legitimaba para, también, dominar el futuro.
El aniversario de la independencia nacional ha sido motivo de celebración y una gran oportunidad para dar rienda suelta a la complacencia por nuestra trayectoria. Año a año, cada 18 de septiembre permite que el mundo oficial, la opinión pública y los diversos actores que con motivo de la conmemoración rinden homenaje a la historia nacional, se manifiesten. El discurso es reiterativo y no es preciso detenerse en él pues su contenido quedó fijado ya en las primeras celebraciones y ha sido avalado por la mayor parte de la historiografía chilena.
Desde entonces, desde siempre, sinónimo de historia de Chile pasó a ser la crónica de los sucesos políticos y bélicos, la trayectoria de los políticos y sus obras, y las gestas de los militares que se batieron por la libertad, la patria y la nación. El Dieciocho pasó a ser la oportunidad de rendir homenaje a todos ellos, pero sobre todo la ocasión para actualizar el discurso exultante sobre Chile y sus gobernantes, el grupo dominante.
En 1960, por ejemplo, a propósito de los “150 años de vida independiente”, El Mercurio del 18 de septiembre de aquel año editorializó recordando los logros de la nación: «La labor de ciento cincuenta años ha sido, en términos generales, acumulativa, ya que en el país ha reinado la paz social, y políticamente se ha disfrutado de libertad y de garantías para todos los grupos. El pueblo chileno es consecuente en todas sus clases, y debido a ello la tarea de gobernarlo es no sólo fácil y cómoda, sino también hacedera. Si en algunos años pudo parecer díscolo, pronto hubo de captar, intuitivamente, las ventajas de la paz, y por ella optó decididamente, de una vez para siempre, sin arrepentirse jamás de la elección. Las dos principales agitaciones intestinas de que conserva noción la historia, la de 1859 y la de 1891, no alteraron en nada sustancial la marcha progresiva de la nación. Más todavía: el orden siguió a la guerra civil prontamente».
Sin duda la satisfacción por la evolución nacional que exhibe el editorialista le impidió, como a prácticamente toda la sociedad, vislumbrar el quiebre que sólo trece años después, en 1973, sufrió la institucionalidad y la sociedad chilenas. Y ello pese a que algunas de las condiciones de este, lúcidamente llamadas “desequilibrios estructurales”, ya estaban presentes y desde hacía años, en la realidad nacional.
Incluso, podría sostenerse a la luz del proceso de polarización y violencia que Chile experimentó en el último tercio del siglo XX, que las mentadas cualidades republicanas y democráticas que cada aniversario patrio hacen explícitas no habían calado en la nación todo lo hondo que el discurso exultante permitía suponer. O bien, que, por razones derivadas del prestigio nacional, la imagen del Estado, la nación, los gobernantes o lo que fuera, siempre se ha preferido omitir el aspecto menos edificante de nuestra trayectoria, como si el mismo pusiera en riesgo la existencia misma de la nación y del régimen republicano, para no mencionar el predominio de los de siempre. Una conducta y actitud hoy imposible de mantener.
Esta positiva visión ha transformado prácticamente cualquier asunto de la historia y de la realidad chilena en un tabú, pues todas aquellas visiones que muestran ángulos que cuestionan o critican la idea, imagen o noción que las instituciones o personas tienen de sí mismas, de las demás, o incluso de la trayectoria histórica nacional, potencialmente pueden llegar a transformarse en amenaza.
Lo dicho no debe sorprender si tomamos en cuenta que durante mucho tiempo la historia de Chile en lo esencial ha servido como instrumento de construcción de la república, la nación y el Estado. Resultando que a través de ella se han fortalecido instituciones, como las relacionadas con los poderes del Estado, el Ejército o la Iglesia; respaldado trayectorias laudables y ejemplares, prestigiando y legitimando el accionar de los grupos sociales, corrientemente los dominantes, como la elite dirigente; exaltando personalidades de bronce, como los héroes militares, los organizadores de la república y prácticamente todos los hombres públicos nacionales, civiles, eclesiásticos y militares.
De este modo, desde sus orígenes en el siglo XIX, el estudio de la trayectoria histórica del país, de una persona, grupo social o institución, más que una explicación, ha sido concebido como una instancia de afirmación de identidad y de legitimidad; un medio a través del cual obtener poder, autoridad y respetabilidad pública, cuando no privilegios. ¿Acaso se podría negar que desde 1810 en adelante es posible identificar numerosos intereses empeñados en resaltar sólo determinados aspectos, valores y modelos de nuestra realidad?
Durante demasiado tiempo la historia de Chile en lo esencial ha servido como instrumento de construcción de la república, la nación y el Estado (…) De este modo, desde sus orígenes en el siglo XIX, el estudio de la trayectoria histórica del país, más que una explicación, ha sido concebido como una instancia de afirmación de identidad y de legitimidad.
No sólo la independencia y sus significados y valores son intocables por la fuerza de su reiteración, por la fortaleza republicana y nacionalista del discurso que a través de ella se difunde, o por la eficacia de los medios a través de los cuales se propagan estos conceptos. Aun más, estos han tenido la virtud de mudar, transformar radicalmente, y aunque sólo sea por uno o dos días, la realidad de los sujetos que la celebran. Para el Dieciocho, se insiste en representar a Chile como una república plena, en la cual impera la ley y la libertad; es “el asilo contra la opresión”, “la copia feliz del Edén”, como señala la Canción Nacional.
Una de las características de Chile es que el contenido que la celebración de la independencia actualiza, por ejemplo, la libertad, la democracia, el imperio de la ley, el orden y la estabilidad, contraponiéndose incluso con la evidencia material, real, como ocurrió luego de 1973 y en medio de la dictadura militar.
¿Cómo explicar la majadera reiteración autocomplaciente de nuestra historia, incluso hoy, y a pesar de haber vivido en tiempos recientes experiencias diametralmente opuestas a ella, y que contradicen esta edificante “versión oficial”? El uso de la historia de Chile, y del hito que le dio existencia, la Independencia, como instrumento de control, de estabilidad, de orden, de unidad y de dominación podría ser una causa.
La que conocemos como celebración de la independencia de Chile ha sido sobre todo el festejo del acceso al poder de la aristocracia criolla, transformada con el tiempo en gesta de toda la nación. De acontecimiento libertario y republicano, promotor de la libertad y la igualdad, la ciudadanía y sus derechos, como quizás alguna vez fue celebrado por las razones que sean, se tornó en cerco y guardián, en muro de contención de las aspiraciones, hoy llamaríamos democráticas, de la sociedad. La forma en que se celebra y el protagonismo absoluto que se da a la Independencia impide apreciar la evolución del país, la heterogeneidad que la realidad social ofrece, el protagonismo de los sujetos que a lo largo de la historia se han transformado en actores sociales, económicos, culturales y políticos relevantes. Antes aparentemente insignificantes, pero hoy tan visibles como las mujeres, los niños, los sujetos populares, los luchadores por los derechos humanos y sociales, entre otros. Para no hablar de las minorías de cualquier tipo.
El festejo de la independencia, y todo lo asociado a ella, en definitiva, no incluye todas las dimensiones de la trayectoria histórica, republicana, democrática e igualitaria que, se ha sostenido reiteradamente, ella inaugura; transformándose, la mayor parte de las veces, en una celebración vacía y patriotera, que sólo la inercia, cuando no los intereses de grupos, mantiene en su significado y formato actual.
Es válido preguntarse si es pertinente seguir creyendo que los únicos héroes y modelos sociales son los militares que pelearon en las luchas por la independencia y los próceres que más tarde organizaron la república. ¿Acaso cada generación, como la que se separó de España y dio forma al Estado y la nación, no tiene derecho a proponer y consagrar sus propios hitos, símbolos y modelos?
Si consideramos sólo el siglo XX, la sociedad chilena ha vivido trascendentes procesos destinados a actualizar los valores republicanos, que se han materializado en luchas por la justicia, la dignidad y la democracia que han buscado profundizar los derechos y libertades de la población, y ampliar las posibilidades de participación y bienestar de sus ciudadanos. Ni qué decir de los que se opusieron y lucharon contra la dictadura militar y en favor de los derechos humanos; o si se prefiere hablar de hitos, el plebiscito del 5 de octubre de 1988, que significó la derrota de la dictadura y con esto la recuperación de la libertad, o las movilizaciones sociales iniciadas por los estudiantes en el siglo XXI.
¿Acaso estas luchas y sus protagonistas, hombres y mujeres de toda condición y características, en ocasiones muy lejanos a las elites tradicionales, no merecen ingresar en la historia en Chile y en el panteón de los próceres? ¿Por qué negar y hacer prácticamente invisible sus acciones y nombres? ¿Por qué cualquier intención o iniciativa por relevarlos resultan censuradas, criticadas o, sencillamente, ignoradas? ¿Por qué el hito que es la independencia, y el significado que se le ha atribuido, resulta inamovible, como si su pérdida de protagonismo en la vida nacional fuera casi un atentado a la nacionalidad, a la unidad de la sociedad o al orden establecido? Tal vez, precisamente, porque implica subvertir los valores y principios sobre los que se sustenta nuestro orden. Como si el valorar la historia reciente del país y, con ella, a figuras alejadas de los grupos dominantes tradicionales, amenazara una de las formas de control social que es el protagonismo histórico de quienes, precisamente por ser los dominantes, han tenido el poder para definir lo histórico en Chile.
Entre los sucesos del Chile de los siglos XX y XXI está el haber hecho posible un espacio público de debate y reflexión sobre nuestra realidad como sociedad. En este, como podemos apreciar hoy, se constata la existencia de a lo menos dos corrientes para evaluar tanto la actualidad como la evolución histórica de Chile. Por una parte, la “memoria feliz”, que pondera un recorrido exitoso, y otra, la “memoria infausta”, que devela la que se presenta como trayectoria frustrada por no haber sido capaz de crear una sociedad verdaderamente republicana en términos de derechos políticos y sociales.
Una historia acostumbrada a mostrar la loable trayectoria del Estado y la nación, y a relatar la evolución de Chile como un todo homogéneo, bajo la sabia dirección de sus gobernantes y el ejemplo de heroicidad de sus militares; ahora comparte y se disputa el protagonismo con actores diversos, y con muchos que, o se han desarrollado al margen de ellos y sus modelos, sin disfrutar de los beneficios del sistema, o han sufrido la persecución de los agentes del Estado que debía protegerlos. Se constata así la existencia de una realidad histórica plural, “las historias en y de Chile”, tan heterogéneas como la sociedad actual, y muchos menos edificante que la conocida y que, además, pone en entredicho el exclusivo protagonismo de los sectores que tradicionalmente han predominado.
Ejemplo de lo señalado es la persistente reacción social frente a la tendencia a naturalizar la desigualdad y la jerarquía, tan propia de la sociedad chilena y de su historiografía tradicional. Por ejemplo, a través del estudio de los fenómenos, hechos y condiciones que la han hecho posible y que han llevado a Chile a ser uno de los países de Occidente con peor distribución del ingreso, mayor desigualdad, segregación y crítica cohesión social.
En relación con la Independencia, nos preguntamos si es posible hoy, cuando el sistema republicano está vigente y la nación tiene ya una larga trayectoria, seguir sosteniéndolo como el único hito esencial de nuestra comunidad. ¿Acaso Chile no ha experimentado en el último siglo hechos y procesos que debieran llevarnos a mirar, no sólo el lejano período en que pasamos de colonia a república, sino que también alguno de aquellos momentos en los que efectivamente se alcanzaron mayores espacios de libertad, se crearon nuevas y mejores oportunidades para la sociedad toda y se logró una existencia más plenamente republicana? ¿No será tiempo de complementar nuestra satisfactoria mirada hacia el pasado y su momento inicial, 1810 y todo lo relacionado con él, con una visión relacionada con la efectiva materialización de los valores republicanos que se tratan de vivir desde entonces?
¿Qué modelos podemos ofrecer para ejemplificar la lucha por la justicia y la equidad, la igualdad de oportunidades y la libertad, y así contribuir a alcanzar el objetivo de constituir una sociedad con una efectiva “cultura democrática”? ¿A través de qué ejemplos históricos mostramos el valor del trabajo sistemático, el espíritu emprendedor y el papel del conocimiento científico, el arte y las humanidades en nuestra trayectoria como sociedad? Todos elementos indispensables en una comunidad que aspira al rango de país moderno y desarrollado. ¿Por medio de qué figuras valoramos el compromiso con el crecimiento económico y la justicia social? ¿A través de quiénes representamos la riqueza de la heterogeneidad, el valor de la diferencia, el papel en la historia, y por tanto en el futuro, de sujetos que hoy son actores sociales fundamentales como los niños, los jóvenes, las mujeres y los adultos mayores?
¿No será hora ya de abandonar los fósiles y volver a la vida? ¿No será tiempo de que el Chile de hoy asuma su propia historia y seleccione los héroes y heroínas que la encarnan? ¿No es ya el momento de reconocer la trayectoria del último siglo, valorando a aquellos que la protagonizaron al luchar por acrecentar el legado de la independencia, transformando el sueño de una vida como república en realidad democrática?
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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