COLUMNA DE OPINIÓN
Sobre la ambigua relación que tenemos con la violencia política
06.09.2020
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COLUMNA DE OPINIÓN
06.09.2020
La violencia parece estar creciendo en Chile. ¿Hay alguna que esté justificada? ¿La de la “primera línea” o la del carabinero? ¿La del mapuche o la del camionero? ¿Qué pasa en una sociedad donde por el motivo que sea -nunca falta el motivo- la violencia se hace frecuente? La doctora en derecho Yanira Zúñiga, reflexiona aquí sobre la violencia con fines políticos, una estrategia que oficialmente la buena sociedad rechaza, pero que tiene más aceptación y justificaciones de las que nos gusta considerar, y nos confronta a desafíos muy complejos.
En los últimos meses, hemos visto un incremento de la referencia a la violencia en los discursos políticos chilenos. Así, la frase “hay que condenar la violencia venga de donde venga” se ha transformado en una especie de mantra político. Las justificaciones para adoptar tal o cual posición respecto del plebiscito (tanto apruebo como rechazo) han sido también presentadas como posiciones en favor o en contra de la violencia.
A primera vista, la aversión a la violencia estaría en el centro del proyecto político moderno. Para el contractualismo clásico, la legitimidad del monopolio estatal de la fuerza, como potestad punitiva, deriva precisamente del deseo de los individuos de escapar de la violencia. En efecto, en el pacto social estos intercambian una cuota de libertad por la expectativa de una convivencia pacífica. Pero, basta revisar la historia reciente, especialmente del siglo XX en adelante, para caer en cuenta que la violencia se ha multiplicado en lugar de decrecer.
Byung-Chul (2016) destaca que la violencia es de esas cosas que no desaparecen, más bien se transforman. Según este autor, lo que habríamos logrado reducir no es la violencia per se sino su teatralidad (la ejecución en la plaza pública), es decir, su ostentación. La violencia sangrienta se habría, en realidad, escondido, desplazado a la periferia, incluso “higienizado” (por ejemplo, a través de las cámaras de gas), pero no habría desaparecido. Su pérdida de protagonismo como instrumento de control social y político habría sido contrarrestada por la multiplicación de técnicas de dominación interiorizadas por sus destinatarios, las cuales actúan entretejidas con estructuras económicas y sociales.
Hay ciertos grupos más vulnerables a la violencia porque se encuentran en una posición de desventaja social. Siendo así, una renuncia general a la violencia como forma de acción política puede ser vista como la aceptación un destino ineludible de opresión, un sacrificio muy costoso, incluso heroico, para este tipo de grupos.
El filósofo esloveno Slavoj Žižek (2009) advierte que, en el proyecto liberal, moderno y contemporáneo, solo es posible encontrar una oposición frontal a la violencia subjetiva, o sea, a un tipo de violencia arquetípica, que engloba formas directas y físicas (como el asesinato en masa) y algunas formas de violencia ideológica; siempre producidas por agentes sociales, individuos malvados, aparatos disciplinados de represión o multitudes fanáticas. Desde su perspectiva, la aversión moderna a la violencia es, en el mejor de los casos, parcial, porque no comprende la violencia sistémica u objetiva (también llamada estructural), en la medida de que esta no es atribuible directamente a las malas intenciones de individuos concretos, sino que es el resultado de la interacción de las lógicas capitalistas. Para quienes desarrollan enfoques que sostienen la existencia de una clase de violencia sistémica o estructural (además de las corrientes anticapitalistas, las corrientes antirracistas y feministas), este tipo de violencia, al igual que las violencias clásicas, impacta materialmente en las personas, pero no lo hace necesariamente a través de una huella corporal, ocupa, en cambio, formas más sutiles de coerción. Produce víctimas tangibles, aun cuando no siempre (auto) identificadas como tales: personas desechables, excluidas, maltratadas, deshumanizadas, desempleadas, sin techo etc. Y afecta la convivencia social, pero recubriéndose de un manto de inocuidad que, de tiempo en tiempo se descorre, dejando a la vista la precariedad y el sufrimiento.
En nuestras sociedades democráticas coexisten ambas formas de violencia. Las expresiones cruentas de la violencia física reaparecen episódicamente, habitualmente como práctica estatal, tanto en conflictos internacionales como en conflictos sociales internos. Entre sus múltiples ejemplos, puede destacarse las torturas realizadas en la prisión de Abu Ghraib (2003) por militares estadounidenses que ocupaban Irak; y las mutilaciones oculares ocurridas durante el estallido social chileno, producto de las acciones de carabineros. Las dinámicas de control y poder de unos grupos respecto de otros pueden manifestarse también como formas de violencia cruenta, como ocurre con la violencia narco en México y en algunas poblaciones de Chile. Las formas de violencia sistémica, por su parte, están incrustadas en estructuras económicas y sociales y, por tanto, son omnipresentes. Con todo, producen sus mayores efectos en sociedades donde esas lógicas sistémicas (capitalistas, sexistas o racistas) son predominantes.
Es importante tener presente que no solo las formas de violencia sistémica o estructural pueden ser objeto de invisibilización. Formas cruentas de violencia pueden ser tratadas discursivamente como “otra cosa”, es decir, resultar normalizadas. Quiero ofrecer dos ejemplos de esto último. Bajo el gobierno de Donald Trump miles de niños y niñas migrantes han sido separados de sus padres y puestos indefinidamente en centros de detención bautizados, eufemísticamente, como “tender age shelters” (refugios para la tierna edad). Muchos de ellos/as han sufrido vejaciones y estrés postraumático. Sin embargo, tales detenciones no son tratadas como secuestros estatales ni detenciones ilegítimas pese a sus efectos. La antropóloga argentina Rita Segato (2016) ha puesto de relieve que las casi dos centenas de muertes de mujeres ocurridas en Ciudad Juárez, entre 1993 y 1998, fueron tratadas por las autoridades y parte de la sociedad mexicana con una naturalidad que creó una verdadera cortina de humo que impidió por mucho tiempo ver claramente un patrón general de asesinatos misóginos. Muchos de estos casos fueron caracterizados como prostitución y desapariciones voluntarias.
Byung-Chul destaca que la violencia es de esas cosas que no desaparecen, más bien se transforman. Según este autor, lo que habríamos logrado reducir no es la violencia per se sino su teatralidad (la ejecución en la plaza pública), es decir, su ostentación.
En suma, puede decirse que la ambigüedad del término “violencia” no solo demuestra que este fenómeno es complejo y multiforme (es decir, recorre un amplio espectro de formas, relaciones y sujetos), revela también que no existe una concepción común o compartida sobre qué hechos, situaciones o resultados podemos caracterizar como violencia. El uso oscilante de la expresión violencia y su intercambio o sustitución por etiquetas alternativas (legítima defensa, accidente, error, protesta, paro, entre otras) para designar hechos similares, con el ánimo de diferenciarlos o relativizarlos, sugiere que la violencia es un verdadero significante flotante, es decir, una expresión cuyo significado es eminentemente escurridizo.
Una consistente literatura en la materia apunta a que no existe una diferencia nítida o estructural entre violencia y poder. Una y otro se definen habitualmente como la posibilidad de determinar coactivamente la acción de otra persona o grupo. Hannah Arendt destaca que “la verdadera sustancia de la acción violenta es regida por la categoría medios-fin” de suerte que lo que permitiría distinguir la violencia del ejercicio del poder (incluyendo fórmulas de contrapoder) es que la primera a diferencia del segundo “alberga dentro de sí un elemento adicional de arbitrariedad” (Arendt, 2006:10-11). En otras palabras, la violencia designaría un plus, un exceso o desborde de poder, una amplificación de la fuerza que consideramos, por diversas razones —morales y políticas— no justificada. De ahí que nuestras comprensiones sobre la violencia sean subsidiarias de nuestras visiones sobre lo legítimo y lo ilegítimo.
Esto es especialmente visible en el lenguaje político. En la boca de los políticos profesionales, la expresión violencia se utiliza para denunciar como ilegítimas ciertas prácticas, agendas o situaciones vinculadas al pensamiento de las fuerzas políticas contrincantes, las que son descalificadas de esta forma. De ahí que frases tales como “hay que condenar la violencia venga de donde venga” resistan muy mal la contingencia política y no sorteen una prueba de consistencia. Lejos de ser afirmaciones con pretensión genuina de universalidad, se trata de discursos estratégicos. Estos discursos buscan, generalmente, cuestionar ciertas prácticas consideradas ilegítimas desde la trinchera propia, desencadenar una emoción en el electorado y/o estigmatizar y condenar al adversario político.
La violencia sistémica o estructural ‘impacta materialmente en las personas, pero no lo hace necesariamente a través de una huella corporal, ocupa, en cambio, formas más sutiles de coerción.
Todo ello ha quedado a la vista tras el reciente bloqueo de carreteras impulsado por un grupo de empresarios del transporte. En lugar de condenar estos actos, calificándolos como una expresión de violencia, el gobierno ha sostenido que se trata de acciones pacíficas y legítimas de quienes son “víctimas de lo que está pasando en la zona” (en abierta alusión a la situación de conflicto histórico entre comunidades indígenas y grupos empresariales). Pese a que tales bloqueos viales afectaron la conectividad y el abastecimiento de varias regiones del país, el gobierno evitó utilizar los dispositivos de persecución penal contenidos en leyes que el mismo impulsó de manera entusiasta para reprimir la protesta social (como la llamada “ley·antibarricadas”).
Lo anterior muestra que la denuncia y condena política de la violencia no es un indicador fiable de la ocurrencia efectiva de hechos de violencia, tampoco de la gravedad social de las conductas denunciadas ni necesariamente de la vulnerabilidad de las personas implicadas.
Por supuesto, el uso estratégico (incluso cínico) de la condena general de la violencia en el discurso político no indica que tal condena no deba evaluarse como un horizonte político o como un mandato moral. Sin embargo, lo anterior tiene sus propias complejidades. Ya he insinuado que el pluralismo democrático no asegura, sin más, la expulsión ni la deslegitimación de todas las prácticas de violencia. También he dicho que el espectro de la violencia se ha ensanchado en la comprensión contemporánea, incluyendo formas estructurales, además de las formas subjetivas tradicionales. Esta expansión pone de relieve que hay ciertos grupos de personas que son más vulnerables a la violencia porque se encuentran en una posición de desventaja social. Siendo así, una renuncia general a la violencia como forma de acción política puede ser vista como la aceptación un destino ineludible de opresión, un sacrificio muy costoso, incluso heroico, para este tipo de grupos.
La ambigüedad del término “violencia” no solo demuestra que este fenómeno es complejo y multiforme, revela también que no existe una concepción común o compartida sobre qué hechos, situaciones o resultados podemos caracterizar como violencia.
A este respecto, Arendt (2006) afirma que, en términos morales, en algunas circunstancias, la actuación al margen de la argumentación, de las palabras y sin consideración a las consecuencias, es el único medio de restablecer el equilibrio de la balanza de la justicia. Arendt no ofrece ejemplos claros de estos casos, pero es posible formular un par de preguntas que muestran, intuitivamente, la existencia de estas situaciones: ¿Es moralmente aceptable no intervenir en una guerra devastadora pudiendo hacerlo para frenar sus efectos? ¿es justo exigir a las mujeres que no utilicen ninguna forma de contraviolencia a sabiendas que las normas jurídicas habitualmente no previenen ni castigan eficazmente muchas formas de violencia de género?
Etienne Balibar (2008) ha subrayado, por su parte, que la dificultad de tener una posición simple sobre si se debe o no recurrir a la violencia se encuentra en la tensión entre realidad e idealidad, que es consustancial a la política entendida como plasmación de un cierto programa civilizatorio. Balibar apunta a un hecho indesmentible históricamente: la instalación y la preservación de muchas de las instituciones jurídico-políticas que consideramos valiosas se ha hecho utilizando la violencia, tanto en su forma revolucionaria para plasmar un cierto ideal (por ejemplo, las revoluciones que otorgaron las grandes declaraciones de derechos, los movimientos revolucionarios obreros, entre otros) como en su modalidad de herramienta para estabilizar un cierto orden (el estado democrático de derecho). En consecuencia, pensar la política al margen de la violencia (o, más exactamente, de ciertas formas de ella) es pensar en términos contrafácticos.
No por casualidad, los movimientos que reivindican políticamente el pacifismo o la no violencia como estrategia de acción política son muy pocos. La gran mayoría de las doctrinas políticas contemporáneas admiten uno o varios casos en los que hipotéticamente estaría justificado el uso de la violencia. Estos casos, sin embargo, varían de una ideología a otra. Hay doctrinas que justifican la violencia como lograr la emancipación o descolonización (como la preconizada por Sartre), otras vinculadas a idearios revolucionarios o de cambio social, y las hay también que defienden la violencia como herramienta al servicio de programas hegemónicos o supremacistas (chauvinistas o nacionalistas, segregacionistas y racistas).
Es importante tener presente que no solo las formas de violencia sistémica o estructural pueden ser objeto de invisibilización. Formas cruentas de violencia pueden ser tratadas discursivamente como “otra cosa”, es decir, resultar normalizadas.
Al constatar la existencia de una variedad de justificaciones de la violencia en distintas doctrinas y programas políticos contemporáneos no intento equipararlas ni sugerir que estas tengan el mismo valor moral justificatorio. Intento demostrar que la violencia es un concepto altamente ambiguo y que se encuentra subordinado habitualmente a visiones políticas. Cualquier voluntad de cambio de este estado de cosas requiere ser conscientes de la entidad del problema.
Por supuesto, dentro de esas distintas defensas de la violencia como instrumento de acción política hay diferencias significativas. Unas doctrinas buscan contrarrestar un poder ilegítimo y otras, en cambio, quieren instalarlo o perpetuarlo. La experiencia de la violencia ofrece un marco epistémicamente situado para pensar los efectos de esta en la vida de las personas. Por eso creo que las visiones sobre la violencia estructural y las voces de quienes experimentan esas violencias deben ser tenidas especialmente en cuenta a la hora de debatir sobre este fenómeno y diseñar respuestas políticas. Pero, en mi opinión, ser víctima de alguna clase de violencia no autoriza ni legitima automáticamente la agresión contra otros, particularmente si eso se hace de manera indiscriminada, afectando a quienes no tienen nada que ver con el sufrimiento invocado, y sufren formas similares o peores de violencia.
Quizás es en esta cuestión donde descansan los desafíos políticos y morales más profundos: ¿Cómo desafiar las violencias, sin reforzar la dialéctica del enemigo, en la que no puede sedimentarse la idea de comunidad?, ¿cómo superar la precariedad que produce la violencia, la huella identitaria que esta deja, sin ubicar a los otros en el mismo lugar del que deseamos escapar? Butler (2006: 46) subraya que cuando caemos en la violencia actuamos sobre otras personas, causándoles daño y amenazándolas con eliminarlas. La vulnerabilidad ante el otro es parte de la vida corporal y es la base de nuestra experiencia de ser humanos. Ser conscientes de esa vulnerabilidad, compartida, puede convertirse en la base de la solución política pacífica, así como negarla por medio de fantasías institucionalizadas de dominación, utopías de invulnerabilidad, puede sumergirnos en una violencia crónica.
Arendt, H. Sobre la violencia. Trad. Guillermo Solana, Madrid: Alianza Editorial, 2006
Balibar, É. “Violencia: idealidad y crueldad”, Polis [en línea], 19 | 2008 URL : http://journals.openedition.org/polis/3991
Butler, J. Vida precaria, el poder del duelo y la violencia. Buenos Aires:Paidos, 2006.
Byung-Chul H., Topología de la violencia. Barcelona: Herder, 2016.
Segato, R. La guerra contra las mujeres. Madrid: Traficantes de Sueños, 2016.
Zizek, S. Sobre la violencia, Seis reflexiones marginales. Trad. A. J. Antón Fernández. Buenos Aires: Paidós, 2009
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